12 de diciembre de 2021

Enrevesadas cavilaciones de un don nadie en medio de la mediocridad reinante (2). Vicisitudes

Deambulando obnubilado por tantos recuerdos llegó hasta el parque cercano a su casa. Caminar por el parque ejercía en él un raro influjo. Al ya de por sí perenne estado de melancolía que lo gobernaba casi arbitrariamente, se le agregaba un entusiasmo eufórico que tarde o temprano derivaba hacia una insondable tristeza. El color violáceo de las flores de los jacarandás lo embelesaban; las inmensas raíces del centenario ombú lo embriagaban. Ambos fenómenos lo transportaban hasta su lejana niñez campestre en la inmensa llanura pampeana, a esa inconmensurable pradera apenas interrumpida de tanto en tanto por un monte de talas y eucaliptos, o alguna aguada rodeada de tamariscos. Recordó que en esa época era enteramente feliz. Montar en pelo en un caballo y dejarse llevar al tranco hasta la inalcanzable puesta del sol era un regocijo incomparable. Pero todo aquello había quedado atrás, muy atrás. Ya en Buenos Aires, los curas del colegio le habían establecido los límites que la pampa no tenía.
Pero ello no fue un óbice para su desarrollo mental. Las cristianas limitaciones que le imponían en la escuela eran paliadas en su casa por su madre -campesina ella, criada entre zambas y chacareras- tarareando las primeras canciones de los Beatles, y por su padre, quien le daba a leer cantidad de libros de Emilio Salgari, de Julio Verne, de Mark Twain, de H.G. Wells, de Robert Louis Stevenson, de Jack London… ¿Cómo olvidar todo aquello? Era imposible. Los partidos de fútbol con sus amigos, las fumadas de cigarrillos a escondidas, los paseos en bicicleta por las modestas calles del barrio, sus primeros escarceos amorosos, las buenas calificaciones en el colegio secundario, las lecciones de inglés y dactilografía en la escuela nocturna, todo, todo pasaba trepidantemente por su cabeza.
Después todo fue vértigo, fogosidad, virulencia. El ingreso a la facultad y el descubrimiento de la trascendencia de las ciencias económicas implicaron el alumbramiento de los ideales políticos y la viabilidad de la revolución. Aquello era real, inminente, estaba al alcance de la mano. También sus amigos, sus compañeros, todos corrieron los mismos riesgos, jugaron con todos los fuegos, apostaron. Pero serían lastimados e incluso muchos de ellos muertos; perderían cada apuesta. Todo eso estaba implícito en el compromiso que habían asumido y, hasta con cierto impudor, se podría afirmar que también eso seducía, también eso excitaba. De allí en más, el único puente sobre las aguas turbulentas de su vida fue la huida, siempre hacia adelante, claro, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Es más, ¿valía la pena ahora hacerse estos cuestionamientos? Mejor prender una vela que maldecir las tinieblas decía Confucio, y probablemente tuviera razón.
También se daba cuenta de que, últimamente, había rehuido la compañía de todos sus amigos, como si la soledad le sirviese para realimentarse. Ahora, mientras seguía caminando, pensaba que ese distanciamiento lo estaba afectando, que la lejanía le provocaba un vértigo tanto pesaroso como provechoso porque, de alguna manera, le estaba ayudando a mirarse de otro modo, a darse cuenta de cómo se había convertido en otra persona. Y seguramente esto no le había ocurrido ahora, en realidad venía haciéndolo minuto a minuto desde el mismo momento en que nació. A veces tenía la impresión de que sabía muy poco del mundo, y se comportaba en consecuencia. Demasiadas cosas pasaban frente a los ojos de las personas, día a día, de la mañana a la noche, para dar abasto, además, con todo lo que no es visible. Y, pensó, de eso se ignora casi todo.
Eligió un banco al pie de una frondosa tipa colmada de primorosas flores amarillas que, gracias a la brisa, llovían sin cesar y allí se sentó a descansar. Las piernas, claro, porque su cabeza no tenía sosiego. Apenas un instante después, dos señoras pasaron frente a él hablando sobre la grieta y el odio imperantes en el país. No alcanzó a escuchar más pero intuyó que para ambas mujeres estas vicisitudes eran algo novedoso, algo que nunca había sucedido en el país. Pero, ¿era realmente así? ¿O era una peripecia episódica que reaparecía en la sociedad cada dos por tres? ¿Era meramente una grieta colmada de odio u otra expresión -otra más- de lo que desde hacía muchísimos años filósofos y sociólogos llamaban lucha de clases? Fue entonces cuando recordó las, para él, estupendas clases de Historia que había recibido en la facultad hacía muchos años. El erudito profesor les hablaba a los estudiantes de patricios y plebeyos, de nobles y esclavos, de caballeros y campesinos, de burgueses y proletarios, de empresarios y obreros, como una demostración del antagonismo existente a lo largo de la historia entre los intereses de los distintos estratos sociales. Y les citaba desde Platón hasta Marx, pasando por Maquiavelo, Rousseau, Quesnay, Burke, Durkheim, Weber…


También les contaba que el odio generado por la contraposición de intereses, si bien existía en muchas partes del mundo, era una característica intrínseca de la Argentina desde el mismo momento de su nacimiento como nación. Más aún, les decía, que ya desde la llegada de los conquistadores españoles existían diferencias sociales basadas en el origen -las élites- y en el color de la piel -la plebe-. Luego, tras la declaración de la independencia, llegarían los antagonismos entre unitarios y federales, autonomistas y liberales, porteños y provincianos, socialdemócratas y conservadores, radicales y concordancistas, populistas e intransigentes, en fin, distintas manifestaciones polarizantes que se habían dado a lo largo de los años. Ese profesor era sin dudas un erudito, un libro abierto que, tal vez por esa razón, fue secuestrado y desaparecido por la genocida dictadura militar que se instaló en 1976.
Todos estos recuerdos lo llevaron a pensar, una vez más, en la gran influencia social que históricamente tuvo -dada la grandiosa dimensión del impacto que ejerce sobre las personas- una ciencia que siempre le atrajo: la Economía. Volvió entonces a rememorar sus estudios en la Facultad de Ciencias Económicas y en los conceptos que allí, sumados a sus lecturas hogareñas, había aprendido. El comunitarismo, el esclavismo, el feudalismo, el mercantilismo, el capitalismo, sistemas todos ellos que, sucesivamente, habían prevalecido en la historia de la humanidad. Y, al pensar en la actual crisis, no pudo menos que inferir que la descomunal desigualdad que se multiplicaba tanto en Argentina como en buena parte del mundo, no era un proceso natural sino que se fundaba en decisiones político-económicas.
Fueron unas reflexiones atropelladas, que pasaban por su mente sin poder detenerlas, sin llegar a distinguir en ellas lo que había de lucidez o de insensatez. Como quiera que fuesen, le resultó inevitable considerar que la llamada lucha de clases era inconciliable por cuanto descansaba en la explotación y opresión de los desposeídos a manos de los poseedores del poder tanto político como económico. ¿O no era acaso la forma dominante de coerción la político-económica? El hecho de que algo más de 2.000 multimillonarios poseyera más dinero que el 60% de la población mundial, que el 10% de los ricos del mundo acumulase el 76% de la riqueza global mientras el 50% más pobre sólo posee el 2%, ¿no era acaso una demostración cabal de lo desequilibrado que estaba el mundo?


Hoy, con un sistema capitalista financiarizado que genera más ganancias que el capitalismo industrial, a la par del fenomenal progreso de la tecnología que, en muchos casos, sustituye a la mano de obra, ha comenzado a hablarse como si tal cosa de la “humanidad sobrante”. La Historia muestra que, desde la Revolución Industrial, siempre existieron trabajadores desocupados, pero ya no se habla de “población excedente” como lo hacía Thomas Malthus, ni de “asalariados suplementarios” como lo hacían Adam Smith y David Ricardo, ni de “guardia adicional para el sistema” como lo hacían Theodor Adorno y Max Horkheimer. Mucho menos de “ejército industrial de reserva” como lo hacía Karl Marx para afirmar que un caudal de desempleados permanente actuaba como un atenuante continuo para la regulación de los salarios. No, hoy atrozmente se habla de “humanidad sobrante” y sólo sobrevivirán aquellos que hayan logrado posicionarse jerárquicamente gracias a sus virtudes, su talento, su esfuerzo, su educación, esto es, la dichosa meritocracia, un sistema tanto subjetivo como coyuntural que desdeña la ausencia de igualdad de oportunidades, la genética que condiciona notablemente las capacidades intelectuales, la exclusión a la que se ven sometidos numerosos grupos sociales, la posibilidad de acceder a una enseñanza superior, la justificación de privilegios despiadados y denigrantes por parte de los ostentadores del poder, etc. etc. Esto no quita, por supuesto, que exista gente talentosa sin poder económico que, gracias a su esfuerzo, logra conseguir algún éxito, eso sí, moderado si se lo compara con el que suelen alardear los plutócratas.
Acongojado, abrumado por tales lucubraciones, en un momento pensó en quedarse sentado allí para siempre, viendo como el cielo pasaba del azul al negro. Estaba anocheciendo con un residuo de brisa pendiendo de los árboles. Era la hora en que no hay suficiente luz para distinguir las cosas ni suficiente penumbra para ocultarlas. Sin embargo se levantó y comenzó a deambular por las solitarias calles de su barrio con la pretensión de huir del infortunio que vislumbraba al acecho, que carcomía su sensatez, que presagiaba la desdicha. Pero la desdicha no camina errática como él, no, la desdicha se desplaza certera, diestramente vuelve a darle alcance y lo embiste con furia. En la vida, sabe, algunos ocultan, otros ofrecen. No es el caso de la desdicha; ella ofrece sin ocultar. Aunque sea un absurdo incidental o un torpe desatino, a él la certeza del mal se le presentaba fatídica, brutal, ominosa.
Fue entonces cuando, dejando de lado sus consideraciones socio-económicas, inevitablemente sus pensamientos se centraron en su maltrecha salud. Y volvió a su infancia. ¿Otra vez?, pensó. La bisabuela Sewald no hablaba una palabra en castellano y a él le costaba entender ese alemán mezclado con algún dialecto del Volga. Extremadamente devota, auguraba el bíblico fin de los tiempos cada vez que la sequía se extendía por varios años, el trigo no crecía y las vacas y las ovejas no encontraban ni una mísera mata de pasto para comer. Das ende der welt ist nah, el fin del mundo está cerca, murmuraba en retahíla la urgrossmutter Varvara. Recordó aquella frase cuando se internó por primera vez en las vísceras de aquella enorme bestia de plomo y aluminio que examinaría morosamente las sustancias anómalas de su organismo mediante una resonancia magnética.
Era el año 1999. Mucho se hablaba entonces de la proximidad del fin del mundo y, para él, el hecho de que su médico clínico lo derivase a un oncólogo tras observar el enorme bulto que le había crecido en la cabeza se le parecía mucho. El especialista ordenó hacérselo extraer y, por suerte, sólo se trataba de un tumor de grasa benigno llamado lipoma. Luego, tras una biopsia incisional, descartó probables metástasis en la columna vertebral. Sin embargo, algo pasaba en sus huesos y en su médula espinal, pero eso fue después, cuando el nuevo siglo ya había comenzado. Un difuso diagnóstico de síndrome de las piernas inquietas a otro más vago aún de unas fístulas arteriovenosas durales lo llevaron, fatalmente tal vez, a pensar en forma novelesca acerca de su enfermedad. Al mismo tiempo, los primeros rasgos de interpretación excesiva de los hechos más nimios empezaban a manifestarse en él, no sólo como elementos inherentes a la patología, sino como obstáculos adicionales a vencer. Sabía que para sentirse bien ya no le alcanzaría con ver la puesta del sol sobre el horizonte, aquel hacia el que cabalgaba cuando era apenas un niño. Es más, presentía que ya nada lo haría sentirse bien.


Primero fue un inmenso dolor, un irse desgajando en el silencio, desarticulándose en el viento. Como perder de pronto las raíces y quedarse sin apoyo, sordamente cayendo, despeñándose desde una cima muy alta. Después esa indefinible sensación de escozor, algo parecido a un ardor, aunque esa palabra no era suficiente para definir su dolencia. Quiso averiguar las causas. Sólo bastante tiempo después advertiría que las consecuencias serían mucho más importantes que las causas. Pesimista al fin, pensó en Schopenhauer a quien había leído en su adolescencia. “Todo lo que ocurre, desde lo más grande a lo más pequeño, ocurre necesariamente”. ¿Sería “necesariamente” así? Cuando el médico del hospital le dio el diagnóstico con apatía e indolencia, volvió a pensar en el filósofo alemán, pero esta vez recordó una anécdota que daba cuenta de su mal humor. El huraño filósofo estaba sentado en un rincón del café al que habitualmente concurría -solo, tal su costumbre- cuando se abrió la puerta y entró un hombre cuyo aspecto le resultó desagradable. Schopenhauer lo miró y, tras hacer una mueca de asco, sin mediar palabra se puso de pié y comenzó a apalearlo en la cabeza con su bastón tan sólo porque no le había gustado su aspecto. En ese momento, en aquella sala pulcra pero desangelada del hospital, pensó que si tuviese un bastón en sus manos también golpearía al individuo con delantal blanco que tenía delante de él.
A la vida no se le puede escamotear absolutamente nada. Jamás ha habido un juez menos clemente con la realidad que la propia vida. Y su vida, ahora, le había dado un golpe en la cara, le paralizó el pecho y le hizo debilitar sus piernas. Esto no era como con los sueños, que se diluyen en cuanto uno se despierta. Esto era la realidad, su realidad. Cómo no pensar en la “Poética” de Aristóteles, o en los dramas de Esquilo, de Sófocles, de Eurípides. Pero, ¿era su peripecia una tragedia? ¿Era su destino inevitablemente fatal? Él no era ningún héroe que mereciera el castigo divino, no, sólo era un tipo común y corriente que andaba por la vida a los tumbos como tantos otros de su generación. ¿No podía acaso ser la suya una tragedia de sublimación? Virtudes, creía, no le faltaban para desafiar las adversidades pero, de todos modos, se sentía cada vez más acorralado. ¿Qué podía hacer?
La cirugía era ineludible. Diagnóstico: espóndiloartrosis degenerativa, rectificación de la lordosis, estenosis del canal lumbar, doble hernia discal con compromiso medular. La operación es muy delicada, le dijo el jefe del servicio de traumatología del hospital. El cirujano tiene un margen de error de un milímetro, le recalcó mirándolo seriamente. ¿Qué pasa si no me opero?, preguntó. Más temprano que tarde terminará en una parálisis permanente, le contestó. Comprendería, tiempo después, que reconstruir ese día en todos sus detalles iba a llevarle una infinidad de tiempo y que, precisamente, tiempo no le sobraba. Ni siquiera como para dejar su vida momentáneamente en suspenso. Cuando se puso a pensar en ello, aquel día, su memoria se puso en marcha y los recuerdos comenzaron otra vez a crepitar como destellos en la noche cerrada.
No, no, de ninguna manera, no hay término medio en la vida. O todo o nada, pensaba, mientras se sentía cada vez más lejos, no sólo de los demás, sino también de sí mismo. Concluyente, fastidioso, estaba como desquiciado. Hablaba mucho y de pronto nada, el vacío, el silencio, el pozo, el interminable pozo sin fin, sin luz, sin espacio, sin dimensión, sin nada… Muchas cosas habían pasado en su niñez y las recordaba con una mezcla de estima y aflicción. Ahora le venían a su memoria las imágenes de la oma quien, a pesar de su severidad, solía sentarlo en su falda y contarle historias de su Núremberg natal, desde la belleza medieval que ella recordaba de su infancia hasta su casi completa destrucción durante la Segunda Guerra Mundial, un hecho que la entristecía dolorosamente cuando leía los diarios de la época. Cuando ella murió él lo sintió mucho. Es natural, le explicó su madre, todos envejecemos y en algún momento morimos. Entonces yo no quiero crecer mamá, le dijo él.