10 de diciembre de 2021

Enrevesadas cavilaciones de un don nadie en medio de la mediocridad reinante (1). Introito

El hombre preparó su enésimo capuchino del día mientras observaba las imágenes en el televisor. En tanto recorría vanamente uno y otro canal tratando de encontrar algo que le interesara pensó, una vez más, que ya estaba harto de ver y escuchar semejante cantidad de necedades, de insensateces, de cretinismo tanto en boca de los políticos como de los periodistas que los entrevistaban. Un engendro que él había visto muchas veces a lo largo de su vida pero, tal vez, nunca con tanta intensidad. Sobre todo desde la colosal expansión de las redes sociales a través de las cuales se divulgan sin fundamento noticias falsas, declaraciones rimbombantes y todo tipo de subterfugios. Y lo que más lo irritaba era advertir que muchísima gente aceptaba esas miserables peroratas con toda naturalidad. Monsergas todas ellas alimentadas por lo que el filósofo holandés Baruch Spinoza calificaba como las emociones más tristes de los seres humanos: el odio, la ira y la venganza.
Populistas de derecha, neoliberales, individualistas libertarios, anarco capitalistas y otros tóxicos neo fascistas competían entre sí para ver quién profería la mayor sandez. Que el calentamiento global es una mentira del socialismo; que eliminar la inflación es la cosa más simple; que la diabetes es una enfermedad de gente con alto poder adquisitivo; que quisiera tener una Gestapo para terminar con todos los gremios; que los libertarios son superiores estéticamente; que a pesar de todo tengo que mantener la calma porque si me vuelvo loco puedo hacerles mucho daño; que si hubiera que elegir entre el Estado y la mafia se debe elegir la mafia porque la mafia tiene códigos, la mafia cumple, la mafia no miente; que los derechos humanos son sólo para la gente de bien, para los delincuentes únicamente balas; que cuando hablo de quemar el Banco Central no es una metáfora, lo quiero dinamitar, esto es literal; que si los honestos portasen armas habría menos delincuencia; que los gobiernos de buenos modales llevaron al país a la decadencia; que el que quiera estar armado que ande armado y el que no quiera estar armado que no ande armado, Argentina es un país libre; que la agresividad es un arma legítima para imponer las ideas y la solución a esa decadencia, etc. etc.
Su actividad laboral le permitía estar en contacto con investigadores, docentes universitarios y dirigentes de organizaciones sociales de toda Latinoamérica. Por boca de ellos se enteró de otras chapucerías proferidas por sus lenguaraces dirigentes políticos. Que el pobre sólo tiene una utilidad: votar; que la cédula de elector en su mano es un diploma de burro en el bolsillo; que las leyes son como las mujeres, están para violarlas; que vamos a tener que disminuir nuestros privilegios y compartir con los demás; que salir y meter bala es lo que sería políticamente correcto; que no era cuestión de colocar cupos laborales de mujeres ya que si se las ponía porque sí habría que contratar negros también; que quienes digan que vivimos en un país que está en crisis, crisis es seguramente lo que pueden tener en sus mentes, porque no es lo que está pasando; que leer mucho causa Alzheimer; que la minería cósmica tiene ventajas gigantescas, lo mismo que la exploración del planeta Alfa Centauro; que el dinero, si se roba, se roba para el pueblo… En fin, la estupidez humana parece no tener límites geográficos, pensó mientras memorizaba estos desatinos, lo que lo llevó a discurrir si no estaba todo perdido, incluso aquello que se había querido abandonar.
A punto estuvo de ponerse a desvariar sobre si, a pesar de todo, el hecho de que este tipo de insensateces ocurriesen en tantos lugares no sería una suerte de consuelo. Fue cuando los estruendosos bocinazos que llegaban desde la calle a través de la ventana lo trajeron de nuevo a su país, a su ciudad, a su barrio. ¿Consuelo? ¡Qué estupidez! Bastaba con observar el comportamiento de la gente en su país, en su ciudad, en su barrio. Al cúmulo de cretinismo difícil de aceptar había que sumarle el mal humor que se notaba en las personas cuando se transitaba por las calles. Muchos atribuían esto a la nefasta pandemia que azotaba al mundo entero, pero para él eso no justificaba las irracionalidades que veía en los conductores de autos que no respetaban las más elementales normas de tránsito y en los motociclistas que circulaban zigzagueando a toda velocidad entre los autos, a los que últimamente había que sumarle los cientos de ciclistas, jóvenes la mayoría de ellos, que debido a la crisis económica se ganaban la vida haciendo entregas a domicilio pero no usaban las ciclovías sino que andaban por cualquier lado exponiéndose a ser atropellados. Y, como si fuera poco, también los menesterosos cartoneros que, cual bestias de carga, arrastraban por donde les viniera en ganas un carro repleto de cualquier cosa que encontrasen en los contenedores de basura y pudiesen vender para poder sobrevivir. Semejante caos de tránsito llevaba a muchos conductores a insultarse, a amenazarse e, inclusive, a tomarse a golpes de puño en medio de la calle, una muestra, una más, del clima de violencia imperante en el país, algo que le recordó una sentencia del filósofo ruso Leontyev, quien hace un siglo y medio atrás tajantemente pensaba que excluir la violencia de la vida humana equivaldría a eliminar un color en el espectro del arco iris.


¿Era todo esto producto de la crisis económica? ¿Era producto de la crisis social caracterizada por una desigualdad cada vez mayor? El crecimiento desaforado de la pobreza, de la indigencia, ¿llevaba a que fuera inevitable ahondar en las crónicas de la escasez? ¿Era realmente necesario que se insistiera en caer obstinadamente en medir detalladamente las estrecheces cotidianas? ¿No se podía encarar semejante tragedia sin caer en la costumbre de analizar esos fracasos tanto individuales como colectivos sin que éstos cobraran un mayor valor a la luz de ese catálogo de ausencias? No, evidentemente no. ¿Era lícito creer que la solución a los problemas personales era política?, o esa creencia no era más que una debilidad de juicio, una mera superstición. Porque, si bien para las ciencias sociales cualquier acción, cualquier determinación, cualquier toma de decisión, sean éstas implícitas o explícitas, interactúan inevitablemente con la política, ante una realidad creada por la barbarie que, deliberadamente es propagada por los modernos medios de comunicación, cabe preguntarse si, aunque sea también una decisión política, no es tiempo ya de hacer hincapié en el oscurantismo predominante y profundizar en la cultura general, en la toma de consciencia individual, tareas arduas si las hay, sin dudas.
¿Será esto posible o estaría desvariando otra vez? pensó mientras recordaba haber leído alguna vez que la conciencia es una voz muy suave que los seres humanos escuchan en sus mentes, un lugar en el que para la gran mayoría la acústica es muy deficiente. Dudas, interrogantes, incertidumbres por doquier lo asaltaban sin clemencia. La gente a su alrededor le parecía parte de una alucinación. Sus rasgos se le antojaban desagradables. Que éste criticara a aquél, que aquél criticara a otro, que este otro a otro más y así sucesivamente, lo que lo llevó a pensar si realmente no era más inteligente hablar de ideas para salir de la crisis pero, llegaba a la conclusión de que sólo poca gente reflexionaba sobre estas cosas, que la mayoría de las personas comunes sólo hablaban de las cosas mientras que los fecundos mediocres hablaban de la gente. Viendo cotidianamente todo esto advertía que él también se sumergía en el mal humor, algo que lo ponía muy mal. Hay épocas, pensó, en que la tensión hacia la verdad y su búsqueda se debilitan, en que predomina una actitud de desinterés por la verdad, en que sobresale una indiferencia cuya consecuencia suele ser una llamativa facilidad de aceptación y hasta una simpatía por lo falso. ¿Qué hacer entonces? ¿Aceptar esta realidad como algo natural, como algo inmanente a la humanidad? Cuando por su cabeza pasó aquella reflexión de un dramaturgo griego -Eurípides pensó que era sin estar muy seguro- que sentenciaba que, para el vulgo, los mediocres eran los más elocuentes, decidió salir a caminar.
Sí, pensó, es probable que esa elocuencia de los dirigentes, tanto políticos como empresariales -sátrapas corruptos la inmensísima mayoría de ellos- sumada a la candidez e inconsciencia de buena parte de la ciudadanía eran las que habían llevado al país a su actual situación. Estaba cansado. Muy cansado. Cada vez más lo invadía una desolación inexplicable, como de barro en el corazón y una humedad pegajosa en la garganta. Para él, la vida cotidiana se había convertido en un trabajo penoso y sin sentido. Mientras caminaba sin ver nada, no quería pensar ansiosamente en el futuro y olvidar el presente porque sabía que acabaría por no vivir ni el presente ni el futuro y moriría como si nunca hubiese vivido. Sin embargo, en su mente prevalecía la certidumbre de que ya era demasiado tarde para él, de que el tiempo de vida que le quedaba no iba a ser ni medianamente soportable. El tiempo de los buenos momentos le parecía tan remoto que hasta le parecía que nunca habían ocurrido.
 

¡Qué lejano le parecía todo! ¡Qué lejos estaban sus años de juvenil militancia en un frente estudiantil en el Centro de Estudiantes de la universidad con el afán de cambiar las cosas! ¡Qué lejos las noches en que escribía sus cuentos! ¡Qué lejos los viajes que hiciera por toda la Argentina y los más recientes por algunos lugares de Europa! Todo se mezclaba en su cabeza. Parecía inclusive que las cosas más comunes que le habían ocurrido hacía una semana atrás hubieran pasado mucho tiempo antes. Sin dudas es el otro tiempo, el tiempo que las personas miden por sus deseos, por su ansiedad, es el tiempo distinto de cada una de ellas que poco tiene que ver con el tiempo cronológico. Ya lo decía Rudyard Kipling, el novelista inglés, sobre la difícil empresa que era envejecer con elegancia. Y sin tristeza, pensó él, porque si había algo que lo desanimaba era eso, la tristeza; notar cómo iba perdiendo interés por aquellas cosas que de joven lo alegraban, lo entusiasmaban.
Otras permanecían incólumes como la música y la literatura. A veces pensaba que si no fuera por ellas ya nada tendría sentido en su vida. ¡Ah, la música! ¡Claro! ¿Por qué no refugiarse en ella? Fue cuando se acordó del reciente fallecimiento de Charlie Watts, el baterista de los Stones. Él, que desde pequeño se la pasaba tamborileando sobre cualquier superficie plana que tuviese cerca, que amaba la percusión y seguía con precisión el ritmo de las canciones que sonaban en el viejo tocadiscos que su padre le había regalado cuando era un incipiente adolescente, se sintió muy triste cuando se enteró de la noticia. Y pensó en Keith Moon, en John Bonham, en Ginger Baker, todos grandes bateristas que ya habían muerto tiempo atrás, algo que también lo había entristecido.
¿Y la literatura? ¡Por supuesto! Otro gran refugio. 
A los doce o trece años su padre lo descubrió escribiendo sus primeros cuentos -por llamarlos de alguna manera-. Los leyó y le dijo: así como para saber hablar hay que saber escuchar, para saber escribir hay que saber leer, una sentencia que jamás olvidaría. A los diecisiete años, cuando cobró su primer sueldo en la empresa a la que había ingresado como amanuense, no compró ropa ni zapatos ni perfumes como hacían los muchachos de su edad. Fue corriendo a una librería de viejo en la avenida Corrientes y se compró las obras completas de Maupassant, el autor francés que lo había cautivado con “La cama 29”, un libro de cuentos que su viejo le había pasado un caluroso verano cuando tenía catorce o quince años. Después leyó “El Horla” y “Bola de sebo”, ambos encontrados en la biblioteca de su padre, y el hechizo fue definitivo. Hemingway vino un poco después, también por obra de don Ricardo, un padre sensible, culto y reservado que amaba la buena literatura tanto como a su hijo. “Los asesinos” fue el primer libro que leyó del aventurero escritor norteamericano y después ya no pudo parar. Exhumaba nostalgia y gratitud hacia su padre al son de estos recuerdos, pero también inquietud cuando le vino a la memoria una frase de un personaje hemingwaiano que decía que un hombre puede ser destruido pero no derrotado. Qué curioso, pensó, él se sentía destruido a la vez que derrotado.
Otro episodio crucial de su adolescencia fue la lectura del “Zaratustra” de Nietzsche y su terminante “Dios ha muerto”, una aseveración que marcó un antes y un después en su forma de pensar. Y, por supuesto, después de la para él insoportable novela “Sotileza” de José María de Pereda cuya lectura su profesora de literatura les dio a él y sus compañeros de 5º año de la secundaria como tarea, la aparición de Kafka, de Hesse, de Tolstoi, de Somerset Maugham, de Steimbeck, de Faulkner, de Poe, de Dostoyevski -cuyos libros pudo encontrar en la biblioteca paterna- hizo que su amor por la literatura creciese a un ritmo vertiginoso. Ni que hablar cuando leyó a Cortázar, a Arlt, a Borges, a Bioy Casares, a González Tuñón, autores argentinos todos ellos que la profesora, tan argentina ella como la birome o el colectivo, ignoró por completo en sus clases.
 

A la par de estos recuerdos comenzaron a florecer en su mente muchos más, y acordarse otra vez de su padre fue instantáneo. A don Ricardo le encantaba la astronomía. Siempre le hablaba a su hijo sobre las galaxias, los agujeros negros, la velocidad de la luz. Le enseñó el orden de los planetas que se aprendió de memoria como las tablas de multiplicar: Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno y Plutón. Y le mostraba fascinado aquellas tres estrellas, las Tres Marías, que conformaban el cinturón de la constelación de Orión, y la Cruz del Sur que, rodeada por la constelación del Centauro con su brillantísima Alfa, conformaba un espectáculo inigualable. Le narraba también las anécdotas que la Oma, su madre, le contaba a él de cuando, en mayo de 1910, el cometa Halley pasó junto a la Tierra provocando una ola de ataques de pánico y suicidios porque muchos suponían la llegada del fin del mundo. Él esperaba ansioso verlo en 1986 pero no llegó, una maldita diabetes se lo llevó prematuramente con una premura injusta e inmerecida. Antes sí, tuvo tiempo todavía para deleitarse al paso de las estrellas fugaces y de los primeros satélites artificiales que circunnavegaban la Tierra. Y también quedar hechizado ante cada eclipse lunar que -siempre se lo señalaba- demostraba fehacientemente la redondez de la Tierra.
Muy divertidas le resultaban otras anécdotas de escenas que había vivido con su padre, sobre todo aquellas vinculadas con la música. ¿Cómo no recordar con alegría la paciente tolerancia con que le aceptaba las rebuscadas comparaciones que él le hacía entre algunas composiciones musicales? Por ejemplo el solo de violín de Gaby Lester en el tema “Baba O'Riley” de The Who con alguno de los “Caprichos” de Paganini, o el de piano que Nicky Hopkins hacía en “She's a rainbow” de los Rolling Stones con alguno de los “Nocturnos” de Chopin. Es que en su casa se escuchaba tanto música clásica como rock, por lo que él creció amando tanto a la una como al otro. De hecho, hoy todavía se emocionaba tanto escuchando a Ralph Votapek tocando la sonata “Claro de luna” de Beethoven como a Jethro Tull tocando “We used to know” o a Led Zeppelin haciendo lo propio con “Bron-yr-aur stomp”.
Y hubo una jornada que el taciturno caminante recordaría siempre con melancólica nitidez. Fue en el otoño de 1969. Aquella noche, él y su padre estaban acodados en la pared de la azotea de su casa mirando hacia el cielo. A través del ventanal que comunicaba con su habitación llegaba tenue el sonido de una canción de los Stones: “Sympathy for the Devil”. Don Ricardo, apasionado por las óperas de Mozart, las sonatas de Chopin, los valses de Strauss y las sinfonías de Beethoven, rezongaba a veces por el “bochinche” que hacían esos “melenudos”, pero ayudó complacido a su hijo a traducir lo que Jagger cantaba por sobre la cautivante base de piano, bongós, congas, maracas y esas pertinaces voces de fondo. Así que si me encuentras -decía Lucifer a través de Jagger-, ten algo de cortesía, algo de simpatía, algo de exquisitez. Usa toda tu bien aprendida educación o arrojaré tu alma a la basura. Aún hoy, tantos años después, se le escapan algunas lágrimas cuando escucha esa canción, y nunca puede evitar dirigir su mirada hacia el cielo mientras lo hace. Es que siente que, efectivamente, su alma había ido a parar a la basura.