Aquel día,
caminando apesadumbrado por una incierta calle en las cercanías del hospital,
entendió que, al igual que el mítico blusero Robert Johnson, se encontraba en una
encrucijada. Claro, para el músico con la piel de ébano la cuestión se resolvía
mediante un pacto con Satanás, pero para él no había diablo que alcanzase. Los
pensamientos lo atiborraban de malos presagios y tenebrosos augurios y no encontraba
soluciones para sus numerosos dilemas. Era como si pretendiese obtener perfume
de una flor sin pétalos, o brillo de un día sin sol, o inspiración de una noche
sin estrellas: imposible. En vano buscaba respuestas a las múltiples preguntas
que rondaban su conciencia, intuyendo que, una vez más, estaba malgastando
energías para pensar en vez de utilizarlas para hacer.
Pero, ¿hacer qué con sus problemas de salud? ¿Operarse o no? Los síntomas se acentuaban con el paso del tiempo y él sabía perfectamente que su futuro era, más tarde o más temprano, la decadencia, el ocaso. Ante este panorama se sumió en una profunda depresión, ya que los razonamientos y las conclusiones le parecieron irrefutables. ¿Qué hacer entonces? En un rapto de enajenación invocó al diablo, tal como Robert Johnson lo hiciera en los años ‘30, pero el desgraciado ángel de luz no se dignó a aparecer, seguramente muy ocupado en otros menesteres.
Algo más de cinco horas duró la operación. Luego, dos meses postrado en cama más otros seis meses de ejercicios de rehabilitación hasta lograr paulatinamente volver a caminar con relativa normalidad. Transcurrido ese tiempo, en la consulta con el traumatólogo le preguntó: ¿Doctor, dejará secuelas en el futuro la operación? Sí, le contestó. Es posible que pasado algún tiempo sufra una disfunción del nervio femoral, que sería lo más leve. ¿Y lo más complicado? preguntó tímidamente. Lo más complicado sería que, a medida que vaya recuperando la masa muscular, dada la cantidad de piezas de titanio que tiene la prótesis que se le implantó, alguna de ellas toque un nervio y eso derive en una neuropatía.
Sólo fue necesario que transcurrieran un par de años para que el vaticinio del médico se hiciera realidad. Comenzó con debilidad y sensación de hormigueo en ambas piernas, una bradicardia sinusal y una insuficiencia respiratoria que le hizo recordar los tiempos de su juventud cuando paseaba por la Puna de Atacama, el Nevado de Cachi o el Volcán Socompa en la Cordillera de los Andes y tenía que mascar coca para paliar el mal de altura por la falta de oxígeno. Tras realizarle una tomografía, una ecografía, una punción lumbar y un electromiograma el diagnóstico fue categórico: polineuritis periférica. Lo invadió una gran desolación. Se acordó del tema de J.J. Cale, un músico que admiraba y que había fallecido por aquellos días, que en su canción “Who knew” se preguntaba: ¿Quién sabía que nuestra vida sería tan complicada? Él seguro que no.
Con la medicación adecuada podrá sobrellevar la enfermedad moderadamente bien, le dijo el neurólogo, y le recetó ácido tióctico, pregabalina, diclofenac potásico y paracetamol. Su ánimo terminó por el suelo. La certidumbre (si es que alguna vez tuvo alguna) ya no existía. Le costaba dormir por las noches. Se despertaba sobresaltado y apesadumbrado. Las preguntas retornaban una y otra vez. Y no tenía las respuestas. Sobre todo a aquella de Camus en cuanto a cuál era el único problema filosófico verdaderamente serio. Aquella con la que abría “El mito de Sísifo” interrogándose si la vida vale o no vale la pena ser vivida. Hasta entonces había concebido la muerte como algo lejano, separada por completo de la vida por un torrente caudaloso de imágenes, de sensaciones, de experiencias. La vida en una orilla. La muerte en otra. Y nunca pensó en cuándo sería el momento de iniciar el cruce de aquel cauce tenebroso.
Pero, ¿hacer qué con sus problemas de salud? ¿Operarse o no? Los síntomas se acentuaban con el paso del tiempo y él sabía perfectamente que su futuro era, más tarde o más temprano, la decadencia, el ocaso. Ante este panorama se sumió en una profunda depresión, ya que los razonamientos y las conclusiones le parecieron irrefutables. ¿Qué hacer entonces? En un rapto de enajenación invocó al diablo, tal como Robert Johnson lo hiciera en los años ‘30, pero el desgraciado ángel de luz no se dignó a aparecer, seguramente muy ocupado en otros menesteres.
Algo más de cinco horas duró la operación. Luego, dos meses postrado en cama más otros seis meses de ejercicios de rehabilitación hasta lograr paulatinamente volver a caminar con relativa normalidad. Transcurrido ese tiempo, en la consulta con el traumatólogo le preguntó: ¿Doctor, dejará secuelas en el futuro la operación? Sí, le contestó. Es posible que pasado algún tiempo sufra una disfunción del nervio femoral, que sería lo más leve. ¿Y lo más complicado? preguntó tímidamente. Lo más complicado sería que, a medida que vaya recuperando la masa muscular, dada la cantidad de piezas de titanio que tiene la prótesis que se le implantó, alguna de ellas toque un nervio y eso derive en una neuropatía.
Sólo fue necesario que transcurrieran un par de años para que el vaticinio del médico se hiciera realidad. Comenzó con debilidad y sensación de hormigueo en ambas piernas, una bradicardia sinusal y una insuficiencia respiratoria que le hizo recordar los tiempos de su juventud cuando paseaba por la Puna de Atacama, el Nevado de Cachi o el Volcán Socompa en la Cordillera de los Andes y tenía que mascar coca para paliar el mal de altura por la falta de oxígeno. Tras realizarle una tomografía, una ecografía, una punción lumbar y un electromiograma el diagnóstico fue categórico: polineuritis periférica. Lo invadió una gran desolación. Se acordó del tema de J.J. Cale, un músico que admiraba y que había fallecido por aquellos días, que en su canción “Who knew” se preguntaba: ¿Quién sabía que nuestra vida sería tan complicada? Él seguro que no.
Con la medicación adecuada podrá sobrellevar la enfermedad moderadamente bien, le dijo el neurólogo, y le recetó ácido tióctico, pregabalina, diclofenac potásico y paracetamol. Su ánimo terminó por el suelo. La certidumbre (si es que alguna vez tuvo alguna) ya no existía. Le costaba dormir por las noches. Se despertaba sobresaltado y apesadumbrado. Las preguntas retornaban una y otra vez. Y no tenía las respuestas. Sobre todo a aquella de Camus en cuanto a cuál era el único problema filosófico verdaderamente serio. Aquella con la que abría “El mito de Sísifo” interrogándose si la vida vale o no vale la pena ser vivida. Hasta entonces había concebido la muerte como algo lejano, separada por completo de la vida por un torrente caudaloso de imágenes, de sensaciones, de experiencias. La vida en una orilla. La muerte en otra. Y nunca pensó en cuándo sería el momento de iniciar el cruce de aquel cauce tenebroso.
Con esos nefastos pensamientos pasó el tiempo hasta que, para acrecentar su infortunio, notó que a pesar de los medicamentos que ingería puntualmente, era innegable que sus dolores se habían intensificado. De hecho, se parecían mucho a los que sufría antes de la cirugía. Se sentía muy cansado y creía que ese cansancio le había proporcionado a la vez una suerte de lucidez insomne. Sabía que la certidumbre no era el conocimiento sino la condición para el conocimiento y, al darse cuenta de que se pasaba las horas intuyendo, imaginando, presintiendo, sospechando, odiaba cada vez más la incertidumbre que lo alejaba tanto del conocimiento. Afortunadamente, cuando el neurólogo le agregó amitriptilina y pramipexol al arsenal de medicamentos, comenzó a sentirse mucho mejor.
Ahora, al llegar a su casa no tuvo mejor idea que encender el televisor. Mientras se instalaba en la cocina con el fin de prepararse la cena, desde el living le llegaba la voz de una periodista que hablaba sobre las inminentes elecciones legislativas. Dejó de lavar las verduras que pensaba comer esa noche y rápidamente se dirigió hasta el televisor y lo apagó justo en el momento en que la periodista decía que para el gobierno el mayor problema, y a la vez un desafío, era lograr que un país más justo e igualitario dejase de ser una deuda pendiente. Sí, pensó, corrupción, concentración de la riqueza y del poder en manos de grupos privilegiados, crecimiento de la pobreza y la indigencia, desigualdad social, inacceso a las necesidades y a los servicios básicos, falta de oportunidades, discriminación y exclusión comunitaria, represión indiscriminada e irresponsable… Sí, hay algunos “problemitas” que resolver se dijo. Hace medio siglo que vengo escuchando lo mismo. Ni siquiera el disco de Norah Jones que puso consiguió quitarle el mal humor. Aquella noche pudo dormir gracias al sedante que ingirió durante la cena con su habitual vaso de vino tinto.
El tiempo pasó. Siguió con sus tareas en la Organización Social que sostenía comedores comunitarios, cooperativas de trabajo, centros culturales y escuelas para adultos en las villas miseria tanto de Buenos Aires como del Conurbano, aquellos asentamientos informales ahora recategorizados como barrios populares sin que hayan cambiado un ápice su condición de pobreza e indigencia. Maximizando los cuidados para protegerse de la maldita pandemia, en sus recorridas se enteró de que la gran mayoría de sus habitantes no habían ido a votar o votaron en blanco en las últimas elecciones. Cuándo les preguntó por qué, porque no les creemos a nadie le contestaron, son todos iguales, la misma m… Fue cuando no pudo evitar que, bajo su barbijo, se le dibujara una gran sonrisa.
Evidentemente ellos también advirtieron que la honradez, la rectitud, la moral y los derechos humanos no existen como reglas del actuar de los periódicos gobiernos. En la actual democracia, el Estado no es un organismo de la sociedad que está por encima de las clases y administra los intereses conjuntos del país en beneficio de todos los ciudadanos por igual, sean ricos o pobres. Al contrario, cada vez más supeditado a la cooptación y dominio de los grandes consorcios empresariales, sus dirigentes se corrompen y de alguna manera se asocian a las élites para manipular las instituciones a favor de sus intereses y de la consolidación de su poder. Por algo, a pesar de que es obligatorio, sólo alrededor del 70% del padrón electoral concurrió a votar.
Poco más de un mes más tarde, el 10 de diciembre, se conmemoraron dos acontecimientos trascendentales ocurridos esa fecha: el Día Internacional de los Derechos Humanos, cuando en 1948 la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Declaración Universal de Derechos Humanos como respuesta a los horrores del nazismo, y el Día de la Democracia, cuando en 1983 la Argentina recuperó la democracia luego de siete años de la más cruenta dictadura militar y de cincuenta y tres años de sucesivos golpes de Estado. Lástima que la democracia en la Argentina, al igual que en toda Latinoamérica, no es una forma de gobierno del Estado donde el poder es ejercido por el pueblo, mediante mecanismos legítimos de participación en la toma de decisiones políticas. Después de la genocida dictadura cívico-clerical-militar, los gobiernos posteriores fueron endebles, entreguistas, ineptos, demagogos, oligárquicos, nepotistas, pseudo populistas… Era indudable que tras el golpe, más que nunca la política se había vuelto indigerible, irrespirable, y con ella la idea del poder, el que pasó a identificarse con lo peor de la existencia, a convertirse en una cualidad nauseabunda de la actividad humana.
En eso
pensaba mientras regresaba a su casa. ¿Qué pasó con los anhelos, los sueños y las
esperanzas que los ciudadanos depositaron en cada uno de los gobiernos que se
sucedieron desde aquella fecha? ¿No se fueron diluyendo con el correr del
tiempo gracias a la claudicación de una dirigencia política dispuesta a no
confrontar con los sectores dominantes consolidados luego de la dictadura
militar? ¿O acaso no se extranjerizó la economía, no se incrementó el
endeudamiento público externo, no se facilitó la fuga de capitales, no se privatizaron
dos tercios de las grandes empresas que pasaron a ser extranjeras, no aumentó
la informalidad laboral, no creció la corrupción para perpetuar situaciones de
privilegio? Preguntas, preguntas y más preguntas.
¿Respuestas? En una sociedad en la que sus presidentes, sus legisladores, sus ministros, sus gobernadores, sus intendentes, sus jueces, sus sindicalistas, sus dirigentes sociales, en fin, todos aquellos que deben responder adecuadamente a las demandas públicas desde sus lugares de jurisdicción son corruptos, es muy difícil sostener la credibilidad de las instituciones. La corrupción tiene una relevancia central en el desmoronamiento de la percepción colectiva sobre la democracia y, por supuesto, ésta pierde legitimidad a los ojos de los ciudadanos. La corrupción exacerba los niveles de desigualdad y reduce los niveles de crecimiento económico ya que, en vez de independizar la economía nacional de los capitales extranjeros, cada día los fortalece más. ¿Sería ésta una lucubración coherente o estaría desvariando?
Y, como si fuera poco, pensó, está el tema de la pandemia, la que aumentó la cantidad de personas y hogares pobres e indigentes. Un tercio de la sociedad argentina enfrenta una situación de pobreza estructural acuciante que golpea principalmente a la niñez y la juventud. Este es un problema estructural que, si bien se agravó por la pandemia, empeoró coyunturalmente con las crisis y el deterioro de los indicadores socioeconómicos producto de la implementación de políticas neoliberales de ajuste en lo social. ¿O será como sostiene uno de los candidatos a diputado que resultó electo tras una grotesca campaña poblada de escandalosas declaraciones? Adicto a la escuela austríaca de economía, aquella que sostiene que el libre mercado produce y distribuye mejor los recursos que el Estado, entre otros dislates aseguró que el socialismo es una máquina de generar miseria mientras que el capitalismo saca a la gente de la pobreza. ¡Pero claro! El sistema económico que impera en el mundo es el socialismo, por eso hay tantos pobres, ¡cómo no nos dimos cuenta!
¿Respuestas? En una sociedad en la que sus presidentes, sus legisladores, sus ministros, sus gobernadores, sus intendentes, sus jueces, sus sindicalistas, sus dirigentes sociales, en fin, todos aquellos que deben responder adecuadamente a las demandas públicas desde sus lugares de jurisdicción son corruptos, es muy difícil sostener la credibilidad de las instituciones. La corrupción tiene una relevancia central en el desmoronamiento de la percepción colectiva sobre la democracia y, por supuesto, ésta pierde legitimidad a los ojos de los ciudadanos. La corrupción exacerba los niveles de desigualdad y reduce los niveles de crecimiento económico ya que, en vez de independizar la economía nacional de los capitales extranjeros, cada día los fortalece más. ¿Sería ésta una lucubración coherente o estaría desvariando?
Y, como si fuera poco, pensó, está el tema de la pandemia, la que aumentó la cantidad de personas y hogares pobres e indigentes. Un tercio de la sociedad argentina enfrenta una situación de pobreza estructural acuciante que golpea principalmente a la niñez y la juventud. Este es un problema estructural que, si bien se agravó por la pandemia, empeoró coyunturalmente con las crisis y el deterioro de los indicadores socioeconómicos producto de la implementación de políticas neoliberales de ajuste en lo social. ¿O será como sostiene uno de los candidatos a diputado que resultó electo tras una grotesca campaña poblada de escandalosas declaraciones? Adicto a la escuela austríaca de economía, aquella que sostiene que el libre mercado produce y distribuye mejor los recursos que el Estado, entre otros dislates aseguró que el socialismo es una máquina de generar miseria mientras que el capitalismo saca a la gente de la pobreza. ¡Pero claro! El sistema económico que impera en el mundo es el socialismo, por eso hay tantos pobres, ¡cómo no nos dimos cuenta!
Otra vez el mal humor, ahora con el agregado del desprecio. ¿Para qué?, se preguntó disgustado. ¿Vale la pena? Otra vez estaba enojado, sobre todo porque ese tipo de discursos era aceptado por mucha gente al igual que otras tantas barbaridades que se escuchaban día tras día. La gente miraba las noticias, veía las farsescas discusiones y los gestos grandilocuentes de los dirigentes políticos y muchos lo aceptaban como verídico, como real, sin tomarse ni siquiera un minuto para reflexionar, para pensar si era verdad lo que estaba viendo y escuchando. Y ni que hablar de las redes sociales, cuya influencia es determinante para empoderar a tantos personajes incompetentes y charlatanes. Resulta evidente que la gran mayoría de la gente le da más peso a los contextos emocionales que al razonamiento de las cuestiones. Tal vez por esa razón hace dos mil y pico de años atrás, el filósofo griego Platón decía que la opinión pública era una pésima reclutadora de gobernantes.
Muy concentrado pensó que no estaba bien sentir desprecio, pero entonces recordó las periódicas manifestaciones que muchos argentinos habían realizado cuando recién apareció el coronavirus. En ellas se pudo escuchar afirmaciones como “el virus no existe, es una gran mentira de los gobiernos”, o “quieren instalar una dictadura con la excusa del coronavirus”, o “el coronavirus es un poco más grave que la gripe”, o “la pandemia es falsa, el virus es una conspiración de un nuevo orden mundial”, o “basta de mentiras, el barbijo es un bozal”, o “no a la vacuna obligatoria, mi cuerpo es mío y lo cuido yo”, y otras tantas por el estilo. Y hasta pudo verse a un señor que llevaba un retrato con la leyenda “Mi general, se lo necesita” del innombrable sanguinario criminal que encabezó la salvaje dictadura cívico-clerical-militar, aquel que, cuando un periodista le preguntó sobre los desaparecidos y detenidos sin proceso respondió con una frase cínica y perversa utilizada para justificar sus horribles crímenes: “El desaparecido es una incógnita, no tiene entidad. No está muerto ni vivo... está desaparecido”.
Fue allí cuando se preguntó si no era lícito sentir desprecio por esa gente, si estaba bien que pensase que eran unas bestias obstinadas, unos ignorantes incorregibles. No encontró una respuesta satisfactoria. ¿Qué hacer entonces? Se tranquilizó cuando, en una página web, encontró una frase del filósofo español Julián Marías que decía: “Lo inadmisible no es el error como tal sino la mentira, la voluntad de falsedad, la perseverancia en ella, la adscripción sistemática a la falsificación como tal. Lo despreciable no es la deficiencia humana, la dificultad de alcanzar la verdad siempre huidiza, sino la predilección por la falsedad, la adscripción voluntaria a ella”. Se serenó entonces, hacía bien en despreciar a esa gentuza.
En fin, así están las cosas en el país. Paciencia, se dijo, debo tener paciencia. Sus ideales juveniles eran a esta altura una utopía inalcanzable. El sistema económico reinante perecerá por el peso de sus propias contradicciones, tal como decían economistas, filósofos y sociólogos como Schumpeter, Wallerstein, Althusser, Balibar y Harvey, por mencionar sólo algunos de los tantos que había leído desde que llegó a la adultez hasta ahora. Él no lo iba a ver, pero estaba seguro que así sería. Se acercaba el fin del año y las perspectivas para el siguiente no eran nada buenas. No creía que la pandemia terminaría así como así. Ciertamente no hay muchos motivos para festejar, ¿o sí? Seguiré con mis mates, mis capuchinos, mis guisos de verduras, mis huevos duros, mis milanesas de calabaza a la napolitana, mis vasos de vino tinto, mis copas de amaretto y de lemoncello y, por supuesto, con la música y con mis lecturas, se dijo.
También con su trabajo en la Asociación Civil haciendo todo lo posible por ayudar a los más necesitados, una tarea que lo hacía oscilar entre la condolencia y la congratulación, entre lo inquietante y lo sentimental, entre la alegría y la tristeza. De su parte ponía perseverancia, honestidad intelectual, esfuerzo, voluntad, o por lo menos eso era lo que creía, como también creía que a lo largo de su vida se había comportado y expresado con coherencia y sinceridad. Por un instante detuvo sus pensamientos y dudó. ¿Sería realmente así o sólo era un autoengaño? ¡Uf, otra vez las dudas, los interrogantes, la incertidumbre! ¿No será que, como había leído en algún lado, la obstinada costumbre de consignar las experiencias aumentaba la probabilidad de no haber vivido en vano? ¿O será que tal vez un poco antes de morir es cuando uno descubre el tiempo que ha pasado negociando con la verdad, inventándose historias para que no lo hieran tanto? Bueno, concluyó, sea como sea tendré que vivir la vida hora tras hora, no hay otra opción. En definitiva, como dice el viejo proverbio latino, todas las horas hieren, sólo la última mata.