Daniel Pennac, además de la publicación de una
colección de libros infantiles (la serie de aventuras de Kamo) y otra de
novelas policíacas (la saga Malaussène), ha escrito novelas como “Le dictateur
et le hamac” (El dictador y la hamaca) y “La loi du rêveur “La ley del
soñador”, libros de memorias como “Mon frère” (Mi hermano) y “Journal d'un
corps” (Diario de un cuerpo), obras teatrales como “Le sixième continent” (El
sexto continente) y varios guiones para cine y televisión. Entre sus ensayos se
destacan “Le Service Militaire au service de qui?” (¿El Servicio Militar al
servicio de quién?) y el renombrado “Comme un roman” (Como una novela). La
particularidad de su escritura estriba en la manera coloquial y ágil con que es
narrada. Pennac sostiene que su principio narrativo está en el error, del cual
nace el humor. En “Como una novela” indaga en el proceso de construcción de la
literatura y defiende el placer de la lectura. En uno de sus capítulos señala
que “están los que jamás han leído y se avergüenzan de ello, los que ya no
tienen tiempo de leer y lo lamentan, los que no leen novelas, sino libros
útiles, ensayos, obras técnicas, biografías, libros de historia, están los que
leen todo sin fijarse en qué, los que “devoran” y cuyos ojos brillan, están los
que sólo leen los clásicos, amigo mío, “porque no hay mejor crítico que el
tamiz del tiempo”, los que pasan su madurez “releyendo”, y los que han leído el
último tal y el último cual, porque, amigo mío, “hay que estar al día”. Pero
todos, todos, en nombre de la necesidad de leer. Incluido aquel que, si bien ya
no lee ahora, afirma que es por haber leído mucho antes, sólo que ahora ya ha
terminado su carrera, y tiene la vida “montada”, gracias a él, claro (es de los
“que no deben nada a nadie”), pero reconoce gustosamente que esos libros, que
ahora ya no necesita, le han sido muy útiles, indispensables, incluso, sí,
¡in-dis-pen-sa-bles!”. Como cierre del ensayo aparecen “Los derechos imprescriptibles
del lector”, cuya segunda y última parte pueden leerse a continuación.
Eso es, a
grandes rasgos, el bovarismo, la satisfacción inmediata y exclusiva de nuestras
sensaciones: la imaginación brota, los nervios se agitan, el corazón se
acelera, la adrenalina sube, se producen identificaciones por doquier, y el
cerebro confunde (momentáneamente) lo cotidiano con lo novelesco. Es nuestro
primer estado colectivo de lector. Delicioso. Pero bastante pavoroso para el
observador adulto que, casi siempre, se apresura a agitar un “buen título” bajo
las narices del joven bovariano, gritando:
- Bueno, supongo que Maupassant es “mejor”, ¿no?
Calma…, no cedamos al bovarismo; digámonos que, a fin de cuentas, la propia Emma no era más que un personaje de novela, es decir, el producto de un determinismo en el que las causas sembradas por Gustave sólo engendraban los efectos -por verdaderos que fueran- deseados por Flaubert. En otras palabras, no porque una joven coleccione novelas rosas acabará tragándose un cucharón de arsénico. Forzarle la mano en esta fase de sus lecturas significa separarnos de ella renegando de nuestra propia adolescencia. Y también privarla del placer incomparable de desalojar mañana, y por sí misma, los estereotipos que, hoy, parecen arrojarla fuera de ella. Es de sabios reconciliarnos con nuestra adolescencia; odiar, despreciar, negar o simplemente olvidar el adolescente que fuimos es en sí una actitud adolescente, una concepción de la adolescencia como enfermedad mortal. De ahí la necesidad de acordarnos de nuestras primeras emociones de lectores y de levantar un altarcito a nuestras antiguas lecturas. Incluidas las más “estúpidas”. Desempeñan un papel inestimable: conmovernos de lo que fuimos riéndonos de lo que nos conmovía. No hay duda de que los muchachos y las muchachas que comparten nuestra vida ganan con ello en respeto y en ternura. Y luego decirse también que el bovarismo es -junto con algunas más- la cosa mejor repartida del mundo: siempre la descubrimos en el otro. No es extraño que a la vez que vilipendiamos la estupidez de las lecturas adolescentes, colaboremos en el éxito de un escritor telegénico, del que nos burlaremos tan pronto como haya pasado de moda. Las modas literarias se explican ampliamente por esta alternancia de nuestros entusiasmos iluminados y de nuestros repudios perspicaces. Jamás crédulos, siempre lúcidos, pasamos el tiempo sucediéndonos a nosotros mismos, convencidos para siempre de que madame Bovary es el otro. Emma debía de compartir esta convicción.
7 El derecho a leer en cualquier lugar
Châlons-sur-Marne,
invierno de 1971. Cuartel de la Academia de Artillería. En el reparto matutino
de faenas, el soldado de segunda clase Fulano (Matrícula 14672/1, perfectamente
conocido por nuestros servicios) se presenta sistemáticamente como voluntario
para la faena menos solicitada, la más ingrata, distribuida casi siempre a
título de castigo y que atenta a la más alta honorabilidad: la legendaria, la
infamante, la innombrable faena de letrinas. Todas las mañanas. Con la misma
sonrisa (interior).
- ¿Faena de letrinas?
Adelanta un paso:
- ¡Fulano!
Con la gravedad última que precede al asalto, empuña la escoba de la que cuelga la bayeta, como si se tratara del banderín de la compañía, y desaparece, con gran alivio de la tropa. Es un valiente: nadie le sigue. El ejército entero sigue emboscado en la trinchera de las faenas honorables. Pasan las horas. Le creen perdido. Casi se han olvidado de él. Se olvidan. Reaparece, sin embargo, al final de la mañana, cuadrándose para el parte al brigada de la compañía:
- ¡Letrinas impecables, mi brigada!
El brigada recupera bayeta y escoba con una honda interrogación en los ojos que jamás llega a formular (obligado por el respeto humano). El soldado saluda, media vuelta, se retira, llevándose consigo su secreto. El secreto tiene un peso considerable dentro del bolsillo derecho de su traje de faena: 1.900 páginas del volumen de las obras completas de Nicolás Gógol. Un cuarto de hora de bayeta a cambio de una mañana de Gógol… Cada mañana durante los dos meses de invierno, confortablemente sentado en la sala de los retretes cerrada con siete llaves, el soldado Fulano vuela muy por encima de las contingencias militares. ¡Todo Gógol! De las nostálgicas “Veladas de Ucrania” a los desternillantes “Cuentos petersburgueses”, pasando por el terrible “Tarás Bulba” y el negro sarcasmo de “Las almas muertas”, sin olvidar el teatro y la correspondencia de Gógol, ese increíble Tartufo. Porque Gógol es un Tartufo que hubiera inventado a Molière, cosa que el soldado Fulano jamás habría entendido de haber dejado esta faena para los demás. Al ejército le gusta conmemorar los hechos de armas. De éste, sólo quedan dos alejandrinos, grabados en la parte superior de una cisterna, y que se cuentan entre los más suntuosos de la poesía francesa: “Sí, yo puedo sin mentir, y esto es doctrina, decir que leí a Gógol en la letrina”. (Por su parte, el viejo Clemenceau, “el Tigre”, también él un famoso soldado, daba gracias a un estreñimiento crónico, sin el cual, afirmaba, jamás habría tenido la dicha de leer las “Memorias” de Saint-Simon).
8 El derecho a hojear
Yo hojeo, nosotros hojeamos, dejémosles hojear. Es
la autorización que nos concedemos para tomar cualquier volumen de nuestra
biblioteca, abrirlo por cualquier lugar y sumirnos en él un momento porque sólo
disponemos precisamente de ese momento. Algunos libros se prestan mejor que
otros a ser hojeados, por componerse de textos breves y separados: las obras
completas de Alphonse Allais o de Woody Allen, las novelas cortas de Kafka o de
Saki, los “Papeles pegados” de Georges Perros, las “Máximas” de aquel buen
viejo La Rochefoucauld, y la mayoría de los poetas… Dicho eso, se puede abrir a
Proust, a Shakespeare o la “Correspondencia” de Raymond Chandler por cualquier
parte, hojear aquí y allá, sin correr el menor riesgo de sentirse decepcionado.
Cuando no se dispone ni del tiempo ni de los medios para regalarse con una
semana en Venecia, ¿por qué negarse el derecho a pasar allí cinco minutos?
- Bueno, supongo que Maupassant es “mejor”, ¿no?
Calma…, no cedamos al bovarismo; digámonos que, a fin de cuentas, la propia Emma no era más que un personaje de novela, es decir, el producto de un determinismo en el que las causas sembradas por Gustave sólo engendraban los efectos -por verdaderos que fueran- deseados por Flaubert. En otras palabras, no porque una joven coleccione novelas rosas acabará tragándose un cucharón de arsénico. Forzarle la mano en esta fase de sus lecturas significa separarnos de ella renegando de nuestra propia adolescencia. Y también privarla del placer incomparable de desalojar mañana, y por sí misma, los estereotipos que, hoy, parecen arrojarla fuera de ella. Es de sabios reconciliarnos con nuestra adolescencia; odiar, despreciar, negar o simplemente olvidar el adolescente que fuimos es en sí una actitud adolescente, una concepción de la adolescencia como enfermedad mortal. De ahí la necesidad de acordarnos de nuestras primeras emociones de lectores y de levantar un altarcito a nuestras antiguas lecturas. Incluidas las más “estúpidas”. Desempeñan un papel inestimable: conmovernos de lo que fuimos riéndonos de lo que nos conmovía. No hay duda de que los muchachos y las muchachas que comparten nuestra vida ganan con ello en respeto y en ternura. Y luego decirse también que el bovarismo es -junto con algunas más- la cosa mejor repartida del mundo: siempre la descubrimos en el otro. No es extraño que a la vez que vilipendiamos la estupidez de las lecturas adolescentes, colaboremos en el éxito de un escritor telegénico, del que nos burlaremos tan pronto como haya pasado de moda. Las modas literarias se explican ampliamente por esta alternancia de nuestros entusiasmos iluminados y de nuestros repudios perspicaces. Jamás crédulos, siempre lúcidos, pasamos el tiempo sucediéndonos a nosotros mismos, convencidos para siempre de que madame Bovary es el otro. Emma debía de compartir esta convicción.
- ¿Faena de letrinas?
Adelanta un paso:
- ¡Fulano!
Con la gravedad última que precede al asalto, empuña la escoba de la que cuelga la bayeta, como si se tratara del banderín de la compañía, y desaparece, con gran alivio de la tropa. Es un valiente: nadie le sigue. El ejército entero sigue emboscado en la trinchera de las faenas honorables. Pasan las horas. Le creen perdido. Casi se han olvidado de él. Se olvidan. Reaparece, sin embargo, al final de la mañana, cuadrándose para el parte al brigada de la compañía:
- ¡Letrinas impecables, mi brigada!
El brigada recupera bayeta y escoba con una honda interrogación en los ojos que jamás llega a formular (obligado por el respeto humano). El soldado saluda, media vuelta, se retira, llevándose consigo su secreto. El secreto tiene un peso considerable dentro del bolsillo derecho de su traje de faena: 1.900 páginas del volumen de las obras completas de Nicolás Gógol. Un cuarto de hora de bayeta a cambio de una mañana de Gógol… Cada mañana durante los dos meses de invierno, confortablemente sentado en la sala de los retretes cerrada con siete llaves, el soldado Fulano vuela muy por encima de las contingencias militares. ¡Todo Gógol! De las nostálgicas “Veladas de Ucrania” a los desternillantes “Cuentos petersburgueses”, pasando por el terrible “Tarás Bulba” y el negro sarcasmo de “Las almas muertas”, sin olvidar el teatro y la correspondencia de Gógol, ese increíble Tartufo. Porque Gógol es un Tartufo que hubiera inventado a Molière, cosa que el soldado Fulano jamás habría entendido de haber dejado esta faena para los demás. Al ejército le gusta conmemorar los hechos de armas. De éste, sólo quedan dos alejandrinos, grabados en la parte superior de una cisterna, y que se cuentan entre los más suntuosos de la poesía francesa: “Sí, yo puedo sin mentir, y esto es doctrina, decir que leí a Gógol en la letrina”. (Por su parte, el viejo Clemenceau, “el Tigre”, también él un famoso soldado, daba gracias a un estreñimiento crónico, sin el cual, afirmaba, jamás habría tenido la dicha de leer las “Memorias” de Saint-Simon).
9 El derecho a leer en voz alta
Yo le pregunto:
- ¿Te leían historias en voz alta cuando eras pequeña?
Ella me contesta:
- Jamás. Mi padre viajaba con mucha frecuencia y mi madre estaba demasiado ocupada.
Yo le pregunto:
- Entonces, ¿de dónde te viene este gusto por la lectura en voz alta?
Ella me contesta:
- De la escuela.
Contento de oír que alguien reconoce un mérito a la escuela, exclamo, lleno de alegría:
- ¡Ah! ¿Lo ves?
Ella me dice:
- En absoluto. En la escuela nos prohibían la lectura en voz alta. La lectura silenciosa ya era el credo de la época. Directo del ojo al cerebro. Trascripción instantánea. Rapidez, eficacia. Con un test de comprensión cada diez líneas. ¡La religión del análisis y del comentario desde el primer momento! ¡La mayoría de los jóvenes reventaban de miedo, y sólo era el principio! Todas mis respuestas eran exactas, por si quieres saberlo, pero, devuelta en casa, lo releía todo en voz alta.
- ¿Por qué?
- Para maravillarme. Las palabras pronunciadas comenzaban a existir fuera de mí, vivían realmente. Y, además, me parecía que era un acto de amor. Que era el amor mismo. Siempre he tenido la impresión de que el amor al libro pasa por el amor a secas. Acostaba mis muñecas en mi cama, en mi sitio, y yo les leía. A veces me dormía a sus pies, sobre la alfombra.
La escucho…, la escucho, y me parece oír a Dylan Thomas, borracho como la desesperación, leyendo sus poemas con su voz catedralicia… La escucho y me parece ver al viejo Dickens, al enjuto y pálido Dickens, muy cerca de la muerte, subir al escenario, su gran público de iletrados repentinamente petrificado, silencioso hasta el punto de que se oye abrir el libro, “Oliver Twist”…, la muerte de Nancy… ¡Nos leerá la muerte de Nancy! La escucho y oigo a Kafka riéndose hasta llorar al leer “La metamorfosis” a Max Brod, que no está seguro de seguirle, y veo a la pequeña Mary Shelley ofrecer grandes fragmentos de su “Frankenstein” a Percy y a los compañeros hechizados. La escucho y aparece Roger Martin du Gard leyendo a Gide sus tomos de “Los Thibault”, pero Gide no parece oírle… Están sentados al borde de un río… Martin du Gard lee, pero la mirada de Gide no está allí…, los ojos de Gide se dirigen a la lejanía, donde dos adolescentes se zambullen, una perfección que el agua viste de luz. Martin du Gard está furioso…, pero no, ha leído bien…, y Gide lo ha entendido todo… y Gide le dice todo lo bueno que piensa de sus páginas…, pero, de todos modos, quizá convendría modificar esto y aquello, aquí y allí. Y Dostoievski, que no se contentaba con leer en voz alta, sino que escribía en voz alta… Dostoievski, sin aliento, después de haber aullado su requisitoria contra Raskolnikov (o Dimitri Karamazov, ya no sé)… Dostoievski preguntando a Anna Grigorievna, la esposa estenógrafa:
- ¿Qué? ¿Cuál es tu opinión? ¿Eh? ¿Eh?
- ¡Culpable!
Y el mismo Dostoievski, después de haberle dictado el alegato de la defensa:
- ¿Qué? ¿Qué?
- ¡Inocente!
Sí, extraña desaparición la de la lectura en voz alta. ¿Qué habría pensado de esto Dostoievski? ¿Y Flaubert? ¿Ya no tenemos derecho a meternos las palabras en la boca antes de clavárnoslas en la cabeza? ¿Ya no hay oído? ¿Ya no hay música? ¿Ya no hay saliva? ¿Las palabras ya no tienen sabor? ¡Y qué más! ¿Acaso Flaubert no se gritó su “Madame Bovary” hasta reventarse los tímpanos? ¿Acaso no es el más indicado para saber que la comprensión del texto pasa por el sonido de las palabras de dónde sacan todo su sentido?¿Acaso no sabe cómo nadie, él, que peleó tanto contra la música intempestiva de las sílabas, la tiranía de las cadencias, que el sentido es algo que se pronuncia? ¿Cómo? ¿Textos mudos para espíritus puros? ¡A mí, Rabelais! ¡A mí, Flaubert! ¡Dosto! ¡Kafka! ¡Dickens, a mí! ¡Gigantescos berreadores de sentido, aquí inmediatamente! ¡Vengan a soplar en nuestros libros! ¡Nuestras palabras necesitan cuerpos! ¡Nuestros libros necesitan vida! La verdad es que el silencio del texto es cómodo, no se arriesga en él la muerte de Dickens, a quien sus médicos suplicaban que callara al fin sus novelas. El texto y uno mismo, todas esas palabras amordazadas en la acogedora cocina de nuestra inteligencia, ¡cómo se siente alguien en esta silenciosa elaboración de nuestros comentarios! y después, al juzgar el libro para nuestros adentros, no corremos el riesgo de ser juzgados por él porque, a partir de que la voz se mezcla, el libro dice muchas cosas sobre su lector…, el libro lo dice todo. El hombre que lee en viva voz se expone del todo. Si no sabe lo que lee, es ignorante en sus palabras, es una calamidad, y eso se nota. Si se niega a habitar su lectura, las palabras no pasan de letras muertas, y eso se siente. Si llena el texto con su presencia, el autor se retracta, es un número de circo, y eso se ve. El hombre que lee en viva voz se expone absolutamente a los ojos que lo escuchan. Si lee realmente, si pone en ello su saber controlando su placer, si su lectura es un acto de simpatía tanto para el auditorio como para el texto y su autor, si consigue hacer entender la necesidad de escribir despertando nuestras más oscuras necesidades de comprender, entonces los libros se abren de par en par, y la multitud de los que se creían excluidos de la lectura se precipita detrás de él.