El escritor francés Daniel Pennac (1944) nació
en Casablanca, Marruecos. Hijo de un general francés, pasó su infancia en
varios países de África (Argelia, Djibouti, Etiopía y la antigua colonia
francesa de África Ecuatorial) y de Asia (Indochina). Ya en Francia, se
licenció como profesor de Lengua y Literatura en Niza y luego impartió clases
en varios colegios secundarios, entre ellos el Collège-Lycée Paul Claudel d'Hulst
de París y el Saint-Paul College de Soissons, una experiencia que volcaría años
más tarde en su libro de memorias “Chagrin d'ecole” (Mal de escuela). Comenzó
escribiendo literatura infantil y juvenil, pero alcanzó la popularidad con la
saga Malaussène, una serie de novelas policíacas cuyos ejes temáticos son la
familia, el humor, el misterio y los crímenes, entre las que pueden mencionarse
“La petite marchande de prose” (La pequeña vendedora de prosa), “Aux fruits de
la passion” (Los frutos de la pasión), “Des chrétiens et des maures” (Entre
moros y cristianos) y “Au bonheur des ogres” (La felicidad de los ogros). En
1992 consiguió un gran éxito con el ensayo “Comme un roman” (Como una novela),
en el cual, con un lenguaje íntimo y coloquial, estimula la lectura en los
niños y los adolescentes. El libro concluye con un decálogo llamado “Les droits
imprescriptibles du lecteur” (Los derechos imprescriptibles del lector), en el
cual estableció una lista de derechos del lector, para permitirle liberarse de un
protocolo de lectura convencional y entregarse a esa práctica a su manera y a
su propio ritmo, con total libertad, dado que la lectura debe ser ante todo una
fuente de placer y hay muchas maneras de leer. Lo que sigue es la primera parte
de dicho decálogo.
Como toda enumeración de derechos que se precie,
la de los derechos de la lectura debe abrirse por el derecho a no utilizarlo
-en este caso el derecho a no leer-, sin el cual no se trataría de una lista de
derechos sino de una trampa perversa. Para comenzar, la mayor parte de los
lectores se conceden cotidianamente el derecho a no leer. Aunque afecte a
nuestra reputación, entre un buen libro y un mal telefilm, el segundo vence al
primero con mucha mayor frecuencia de lo que nos gustaría confesar. Y además,
no leemos continuamente. Nuestros períodos de lectura se alternan muchas veces
con prolongadas dietas en las que la sola visión de un libro despierta los
miasmas de la indigestión. Pero lo más importante es otra cosa. Estamos rodeados
de cantidad de personas totalmente respetables pero que no leen jamás, o tan
poco que nunca se nos ocurriría la idea de regalarles un libro. No leen. Sea
porque no sienten la necesidad, sea porque tienen demasiadas cosas que hacer
aparte de leer, sea porque alimentan otro amor y lo viven de una manera
absolutamente exclusiva. En suma, a esas personas no les gusta leer. No por
ello son menos tratables, e incluso son de un trato muy agradable. Son tan
“humanas” como nosotros, absolutamente sensibles a las desdichas del mundo,
preocupadas de los “derechos del hombre” y entregadas a respetarlo en su esfera
de influencia personal, lo que ya es mucho, pero hete aquí que no leen. Son muy
libres de no hacerlo. La idea de que la lectura “humaniza al hombre” es justa
en su conjunto, aunque experimente algunas deprimentes excepciones. Se es sin
duda algo más “humano”, y entendemos por ello algo más solidario con la
especie, después de haber leído a Chéjov que antes. Pero evitemos acompañar
este teorema con el corolario según el cual cualquier individuo que no lee
debiera ser considerado a priori un bruto potencial o un cretino contumaz.
Porque, si no, convertiremos la lectura en una obligación moral, y esto es el
comienzo de una escalada que no tardará en llevarnos a juzgar, por ejemplo, la
“moralidad” de los propios libros en función de criterios que no sentirán
ningún respeto por otra libertad inalienable: la libertad de crear. A partir de
entonces, el bruto seremos nosotros, por muy “lector” que seamos. En otras palabras,
la libertad de escribir no puede ir acompañada del deber de leer. En el fondo,
el deber de educar consiste, al enseñar a los niños a leer, al iniciarlos en la
Literatura, en darles los medios de juzgar libremente si sienten o no la
“necesidad de los libros”. Porque si bien se puede admitir perfectamente que un
individuo rechace la lectura, es intolerable que sea -o se crea- rechazado por
ella. Es inmensamente triste, una soledad en la soledad, ser excluido de los
libros, incluso de aquellos de los que se puede prescindir.
2 El derecho a saltarse las páginas
Leí “Guerra y paz” por primera vez a los doce o trece años. Desde el comienzo de las vacaciones, las de verano, veía a mi hermano enfrascado en una enorme novela, y su mirada se volvía tan lejana como la del explorador que desde hace muchísimo tiempo ha perdido la noción de su tierra natal.
- ¿Es muy bueno?
- ¡Formidable!
- ¿Qué explica?
- La historia de una chica que quiere a un tipo y se casa con un tercero.
Mi hermano siempre ha poseído el don de los resúmenes. Si los editores lo contrataran para redactar sus “contraportadas” (esas patéticas exhortaciones a leer que aparecen en el dorso de los libros), nos ahorraría muchísimos engaños.
- ¿Me lo prestas?
- Te lo doy.
Yo estudiaba interno, era un regalo inestimable. Dos grandes tomos que me mantendrían en calor durante todo el trimestre. Cinco años mayor que yo, mi hermano sabía perfectamente que “Guerra y paz” no podía ser reducida a una historia de amor, por bien montada que estuviera. Sólo que conocía mi predilección por las pasiones sentimentales, y sabía excitar mi curiosidad con la formulación enigmática de sus resúmenes. Creo que fue el misterio aritmético de su frase lo que me hizo cambiar temporalmente mis prejuicios y para arrojarme a esa novela. “Una chica que quiere a un tipo y que se casa con un tercero”…, no veo cómo habría podido resistirme. En realidad, no me sentí decepcionado, aunque se hubiera equivocado en su cálculo. En la práctica, éramos cuatro los que amábamos a Natacha: el príncipe Andrés, aquel granuja de Anatole (¿podía llamarse a aquello amor?), Pedro Bezujov y yo. Como yo no tenía ninguna posibilidad, tuve que “identificarme” con los demás (pero no con Anatole, ¡un auténtico cerdo!). Una lectura mucho más deliciosa en la medida en que se desarrolló de noche, a la luz de una linterna de bolsillo, y debajo de mis mantas plantadas como una tienda en medio de un dormitorio de cincuenta soñadores, roncadores y demás patanes. La tienda del vigilante donde crepitaba la lamparilla estaba muy cerca, pero daba igual, en amor siempre es el todo por el todo. Todavía siento el grosor y el peso de aquellos volúmenes en mis manos. Me salté tres cuartas partes del libro para interesarme únicamente por el corazón de Natacha. Me compadecí de Anatole, de todos modos, cuando le amputaron la pierna, maldije al estúpido del príncipe Andrés por quedarse de pie delante de aquella bala de cañón, en la batalla de Borodino. Me interesé por el amor y por las batallas y me salté los asuntos de política y de estrategia. Como las teorías de Clausewitz quedaban muy por encima de mis entendederas, lo confieso, me salté las teorías de Clausewitz. Seguí muy de cerca los sinsabores conyugales de Pedro Bezujov y su mujer Helena (antipática Helena, la encontraba realmente antipática) y dejé a solas a Tolstoi disertando sobre los problemas agrarios de la Rusia eterna. Me salté páginas, vaya. Y todos los niños deberían hacer lo mismo. Mediante ello podrían regalarse muy pronto con casi todas las maravillas consideradas inaccesibles para su edad. Si tienen ganas de leer “Moby Dick” pero se desaniman ante las disquisiciones de Melville sobre el material y las técnicas de la caza de la ballena, no es preciso que renuncien a su lectura sino que se las salteen, que salten por encima de esas páginas y persigan a Achab sin preocuparse del resto, ¡de la misma manera que él persigue su blanca razón de vivir y de morir! Si quieren conocer a Iván, Dimitri, Aliocha Karamazov y su increíble padre, que abran y que lean “Los hermanos Karamazov”, es para ellos, aunque tengan que saltarse el testamento del anciano Zósimo o la leyenda del Gran Inquisidor. Un gran peligro les acecha si no deciden por sí mismos lo que está a su alcance saltándose las páginas que elijan: otros lo harán en su lugar. Se apoderarán de las grandes tijeras de la imbecilidad y cortarán todo lo que consideren demasiado “difícil” para ellos. Eso da unos resultados terribles. “Moby Dick” o “Los miserables” reducidos a unos resúmenes de ciento cincuenta páginas, mutilados, destrozados, desmedrados, momificados. Algo así como si yo me pusiera a dibujar de nuevo “Guernica” bajo el pretexto de que Picasso metió allí demasiados brochazos para un ojo de doce o trece años. Y luego, incluso cuando somos “mayores”, y aunque nos repugne confesarlo, también nos seguimos “saltando páginas”, por unas razones que sólo nos conciernen a nosotros y al libro que leemos. También puede ser que nos lo prohibamos por completo, que leamos todo hasta la última palabra, estimando que aquí el autor se extiende demasiado, que aquí se permite un solo de flauta pasablemente gratuito, que en tal lugar cae en la repetición y en tal otro en la idiotez. Digamos lo que digamos, este testarudo aburrimiento que entonces nos imponemos no corresponde al orden del deber, es una categoría de nuestro placer de lector.
Hay treinta y seis mil motivos para abandonar una novela antes del final: la sensación de ya leída, una historia que no nos engancha, nuestra desaprobación total a las tesis del autor, un estilo que nos pone los pelos de punta, o por el contrario una ausencia de escritura que no es compensada por ninguna razón de seguir adelante… Inútil enumerar las restantes, entre las cuales hay que colocar sin embargo la caries dental, las persecuciones de nuestro jefe de oficina o un sismo amoroso que petrifica nuestra cabeza. ¿El libro se nos cae de las manos? Que se caiga. Al fin y al cabo no todo el mundo puede ser Montesquieu para ofrecerse por encargo al consuelo de una hora de lectura. Sin embargo, entre todas las razones que tenemos para abandonar una lectura, hay una que merece cierta reflexión: el vago sentimiento de una derrota. He abierto, he leído, y no he tardado en sentirme sumergido por algo que notaba más fuerte que yo. He concentrado mis neuronas, me he peleado con el texto, pero imposible, por más que tenga la sensación de que lo que está escrito allí merece ser leído, no entiendo nada -o tan poco que es igual a nada-, noto una “extrañeza” que me resulta impenetrable. Lo dejo estar. O, mejor dicho, lo dejo a un lado. Lo coloco en mi biblioteca con la vaga intención de insistir algún día. El “Petersburgo” de Andrei Biely, Joyce y su “Ulises”, “Bajo el volcán” de Malcolm Lowry, me han esperado durante años. Hay otros que me siguen esperando, algunos de los cuales probablemente no recuperaré jamás. No es un drama, así es la vida. La noción de “madurez” es algo extraño en materia de lectura. Hasta una determinada edad, no tenemos edad para determinadas lecturas, de acuerdo. Pero, contrariamente a las buenas botellas, los buenos libros no envejecen. Nos aguardan en nuestros estantes y somos nosotros quienes envejecemos. Cuando nos creemos suficientemente “maduros” para leerlos, los abordamos de nuevo. Entonces, una de dos: o se produce el encuentro, o es un nuevo fiasco. Es posible que lo intentemos una vez más, quizá no. Pero está claro que no es culpa de Thomas Mann que yo no haya podido, hasta ahora, alcanzar la cumbre de su “La montaña mágica”. La gran novela que se nos resiste no es necesariamente más difícil que otra…, existe entre ella -por grande que sea- y nosotros -por aptos para “entenderla” que nos estimemos- una reacción química que no funciona. Un buen día simpatizamos con la obra de Borges que hasta entonces nos mantenía a distancia, pero permanecemos toda nuestra vida extraños a la de Musil. Entonces tenemos dos opciones: o pensar que es culpa nuestra, que nos falta una casilla, que albergamos una parte irreductible de estupidez, o hurgar del lado de la noción muy controvertida de gusto e intentar establecer el mapa de los nuestros. Es prudente recomendar a nuestros hijos esta segunda solución. Y más aún cuando puede ofrecer un placer excepcional: releer entendiendo al fin por qué no nos gusta. Y otro placer excepcional: escuchar sin emoción al pedante de turno berrearnos al oído:
- Pero ¿cóoooomo es posible que no le guste Stendhaaaaal?
Es posible.
5 El derecho a leer cualquier cosa
¿Se puede hablar de buenas y de malas novelas? Para ser breve, vayamos al grano: digamos que existe lo que llamaré una “literatura industrial” que se contenta con reproducir hasta la saciedad los mismos tipos de relatos, despacha estereotipos a granel, comercia con buenos sentimientos y sensaciones fuertes, se lanza sobre todos los pretextos ofrecidos por la actualidad para parir una ficción de circunstancias, se entrega a “estudios de mercado” para vender, según la “coyuntura”, tal o cual tipo de “producto” que se supone excita a tal o cual categoría de lectores. Sin lugar a dudas, malas novelas. ¿Por qué? Porque no dependen de la creación sino de la reproducción de “formas” preestablecidas, porque son una empresa de simplificación (es decir, de mentira), cuando la novela es arte de la verdad (es decir, de complejidad), porque al apelar a nuestro automatismo adormecen nuestra curiosidad, y finalmente, y sobre todo, porque el autor no se encuentra en ellas, así como tampoco la realidad que pretende describirnos. En suma, una literatura “lista para disfrutar”, hecha en moldes y que querría meternos en un molde. No creamos que estas idioteces son un fenómeno reciente, vinculado a la industrialización del libro. En absoluto. La explotación de lo sensacional, de la obrita ingeniosa, del estremecimiento fácil en una frase sin autor no es cosa de ayer. Por citar únicamente dos ejemplos, tanto la novela de caballerías como, mucho tiempo después, el romanticismo, se empantanaron ahí. Y como no hay mal que por bien no venga, la reacción a esta literatura desviada nos dio dos de las más hermosas novelas del mundo: “Don Quijote” y “Madame Bovary”. Así pues, hay “buenas” y “malas” novelas. Las más de las veces comenzamos a tropezarnos en nuestro camino con las segundas. Y, caramba, tengo la sensación de haberlo pasado “formidablemente bien” cuando me tocó pasar por ellas.