18 de febrero de 2023

Beethoven y el testamento de Heili­genstadt

Hacia fines de 1792 Ludwig van Beethoven (1770-1827) viajó a Viena (Austria), ciudad en la que ya había estado durante la primavera de 1787. Allí recibió lecciones del compositor y pianista Joseph Haydn (1732-1809), del compositor y teórico Johann Georg Albrechtsberger (1736-1809), del compositor y profesor Johann Baptist Schenk (1753-1836), todos ellos austríacos, y del compositor y director de orquesta italiano Antonio Salieri (1750-1825). En 1795 realizó su primer concierto público en Viena como compositor profesional, en el que interpretó algunas de sus primeras obras de las ciento treinta y ocho que compondría a lo largo de su vida. Luego haría una exitosa gira que lo llevaría a Berlín, Budapest, Dresde, Leipzig y Praga.
Hacia 1801, la progresión de la sordera que lo afectaba desde 1796 se había agravado, por lo que el médico que lo atendía, el doctor Johann Adam Schmidt (1759-1809), le sugirió un retiro campestre en una localidad cercana a Viena llamada Heiligenstadt, un hermoso paraje con vistas al Danubio y los Cárpatos donde Beethoven se instaló en el verano de 1802. Allí, en una atmósfera de paz, se operó una profunda trans­formación en el ánimo del músico, sustentada por inten­sos períodos de meditación. Contempló el decurso de su vida, hizo un balance de lo realizado, vislumbró los años ve­nideros y presintió la posibilidad de la muerte.


El fruto de estas reflexiones fue el llamado testamento de Heiligenstadt. Al morir su madre en 1787, y debido a que su padre era ya un alcohólico sin remedio, Beethoven tuvo que hacerse cargo de sus dos hermanos. En ellos pensó y a ellos se dirigió en estos términos:

"A mis hermanos Kaspar y Johann van Beethoven. ¡Ustedes que me consideran y declaran hostil, obstinado o misántropo, cuan injustos son conmigo! No conocen las causas secretas que me hacen aparecer así. Mi corazón y mi mente, desde mi niñez, me instaban a los tiernos sentimientos del cariño y el afecto. Siempre me sentí llamado a realizar grandes obras, pero piensen solamente que durante los últimos seis años me he visto atacado por un mal incurable, agravado por la incompe­tencia de los médicos, defraudado de año en año en unas ilusorias esperanzas de mejoría, y finalmente obli­gado a admitir la potencia de mi mal, cuya cura puede acaso durar años, si es que aún cabe remedio. Nacido con un temperamento ardiente y vivaz, sensible a los goces de la sociedad, pronto tuve que renunciar a ellos para vivir una vida de reclusión. En ocasiones he trata­do de olvidarlo todo, ¡cuan cruelmente, sin embargo, he sido repelido por la dolorosa experiencia de mi oído de­fectuoso! Y no me era posible decir a las gentes ¡hablen más alto, griten, porque estoy sordo! ¿Cómo podía yo proclamar la falta de un sentido que debería poseer en más alto grado que ningún otro, un sentido que en un tiempo poseí con más agudeza que cualquiera de mis colegas? ¡Ciertamente, no puedo! Perdónenme, por tanto, si me ven retraído, cuando de buen grado estaría entre ustedes. Mi desgracia me mortifica doblemente, porque me hace objeto de la incomprensión. Estoy ale­jado de la diversión en la sociedad de las demás criatu­ras, de los placeres de la conversación, de las efusiones de la amistad. Casi solo en el mundo, no me atrevo a aventurarme en la sociedad más que lo absolutamente necesario. Me veo obligado a vivir en un exilio. Si obten­go compañía, una dolorosa ansiedad me posee porque me aterra la idea de que mi mal sea descubierto. Tal ha sido mi estado, también, durante este medio año que he pasado en el campo. Impulsado por un inteligente médi­co a economizar mi oído tanto como me fuera posible, a menudo me he visto casi animado dada mi buena dispo­sición natural, aunque alejado de las personas a las que aprecio. ¡Pero qué humillante resultaba el que alguien, a mi lado, escuchara el eco distante de una flauta y yo no pudiera distinguirlo, o se me avisara del canto de un pastor y nuevamente me hallara yo privado de sentir sonido alguno! Tales circunstancias me han llevado al borde de la desesperación y en más de una ocasión he pensado en poner fin a mi vida: nada, sino mi arte, detu­vo mi mano. ¡Me parecía imposible abandonar este mundo hasta no haber producido todo lo que en mi in­terior sentía que debía realizar! Por ello he continuado esta vida miserable -miserable en verdad- y he soporta­do este cuerpo irritable que con una facilidad increíble puede cambiar de la mejor a la peor disposición. Pacien­cia, así se me ha dicho; ésta debe ser mi guía. Lo he he­cho. La firmeza será mi resolución para perseverar has­ta que a los hados inexorables les plazca cortar el hilo de mi vida. Quizá mi condición mejore, quizá no. Estoy contento. Llegar a ser un filósofo a mi edad, veintiocho años, no es sencillo, y para un artista es más difícil que para ningún otro ser. ¡Oh Dios! Tú contemplas desde lo alto mi miseria. Tú sabes que va acompañada de amor a las demás criaturas humanas y de disposición hacia las obras buenas. ¡Oh, hombres!, cuando algún día lean esto, piensen que han sido injustos conmigo; y dejen que el afligido se consuele si puede encontrar a uno igual que él, que, a pesar de todos los impedimentos de la naturaleza, hizo cuanto sus facultades le permitieron para ser admitido en las filas de los artistas meritorios y de los hombres de bien. Ustedes, mis hermanos Kaspar y Johann, tan pronto como yo esté muerto, si el profe­sor Schmidt todavía vive, ruégenle, en mi nombre, que escriba una detallada descripción de mi enfermedad y que a tal descripción añada como apéndice este papel, para que después de mi muerte le sea posible al mundo reconciliarse conmigo. Al mismo tiempo, los declaro a ambos herederos de mi pequeña propiedad (si así puede llamarse). Divídanla fraternalmente; que haya acuerdo entre ustedes y ayúdense mutuamente. Lo que hayan hecho para herirme, lo saben bien, ha sido perdonado hace tiempo. A ti, hermano Kaspar, te agradezco en particular el afecto que me has mostrado en los últimos tiempos. Mi deseo es que puedas vivir más felizmente, alejado de las preocupaciones que yo he padecido. Re­comienda la virtud a tus hijos; sólo ello, no las riquezas, puede darles la felicidad. Les hablo desde mi experiencia. Fue la virtud la que me sostuvo en la aflicción; es ella, en connivencia con mi arte, la que me ha impedido que terminara mis días con el suicidio. Adiós, y reciban mi amor tanto uno como otro. Doy las gracias a mis ami­gos, especialmente al príncipe Lichnowsky y al profesor Schmidt. Deseo que los instrumentos del príncipe Lich­nowsky puedan quedar en posesión de uno de ustedes; pero no disputen a causa de ello. En cualquier caso, sin embargo, si les pueden ser más útiles de alguna otra ma­nera, dispongan de ellos. ¡Qué contento estoy de pensar que puedan serles útiles, aunque yo esté en la tumba! ¡Así sea! Deseo ir a la muerte con alegría. Si se presenta antes de que haya tenido ocasión de desarrollar mis ha­bilidades profesionales, habrá venido demasiado pronto; a pesar de mi duro destino, desearía que hubiera retra­sado su llegada. Pero aun entonces me sentiré feliz por­que me liberará de un estado de infinito sufrimiento. Ven, pues, cuando quieras, ¡oh, muerte!, te recibiré con firmeza. Adiós y no me olviden del todo cuando haya fallecido. Creo que lo merezco porque durante mi vida pensé a menudo en ustedes y deseé hacerlos felices. ¡Ojalá lo sean siempre! Ludwig van Beethoven. Heiligenstadt, 6 de octubre de 1802".


En la parte externa del documento, Beethoven anotó lo siguiente:

"A mis hermanos Kaspar y Johann, con la finalidad de que se lea y ejecute después de mi tránsito. Heiligenstadt, 10 de octubre de 1802. Por tanto, me despido de ustedes y lo hago con tris­teza. Sí, esa remota esperanza que traje conmigo de una posible mejoría, al menos hasta cierto punto, se ha ale­jado de mí por completo. Como las hojas del otoño caen heridas a la tierra, así la esperanza me ha abando­nado definitivamente. Casi como llegué, debo marchar; incluso el arrogante coraje que frecuentemente me ani­maba en los cálidos días del verano se ha alejado de mí. ¡Oh, Providencia, garantízame al menos un solo día de sincera alegría! ¡Hace ya tanto tiempo que soy un extra­ño a los deliciosos sones de la alegría! ¡Cuándo, oh Dios, cuándo sentiré de nuevo esa alegría en el templo de la naturaleza y de los hombres? ¿Nunca? ¡No, eso sería de­masiado duro!".

Algunas de las frases del testamento describen con claridad el nuevo período que se abría en la vida de Beethoven. La creación musical, vista en su infancia como un lejano objetivo impuesto por un pa­dre dominante y arbitrario, sentida después como expre­sión peculiar de su naturaleza fogosa, pasó a ser, a partir de ese momento, el refugio y el consuelo de un hombre solitario. Este cambio sustancial se tradujo de forma expresa en sus partituras: su técnica y su capacidad inventiva se ensancharon hasta niveles que en sus primeras obras apenas podían entreverse. Resulta significativo que, después del testamento de Heiligenstadt, la primera obra del año 1803 fue la "Heroische Sinfonie" (Sinfonía Heroica).
En ese mismo año, el empresario y libretista Emmanuel Schikaneder (1751-1812) contrató a Beethoven como uno de los compositores fijos de su nuevo teatro, el Ander Wien. La posterior venta del teatro puso fin a las relaciones de Beethoven con el género lírico, las cuales, a pesar de su brevedad, habían generado una obra maestra: "Fidelio oder die eheliche liebe" (Fidelio o el amor conyugal). Beethoven se trasladó a la casa del libretista Stephan von Breuning (1774-1827), seguramente para ahorrarse las molestias económicas de un alojamiento propio. Es notable la preocupación obse­siva que Beethoven tuvo siempre por el dinero.
A pesar de la profunda depresión -o tal vez, gracias a ella- a Beethoven le quedaban por delante veinticinco años de fecunda creatividad: seis sinfonías y una impresionante cantidad de sonatas y conciertos para piano y para violín, obras de cámara, series de variaciones, arreglos de canciones populares y bagatelas para piano, entre ellas la monumental "Für Elise" (Para Elisa).