25 de febrero de 2023

Pablo de Santis: Borges, Bioy Casares y “El Séptimo Círculo”

La literatura argentina experimentó durante la década de 1940 y buena parte de la siguiente una serie de cambios temáticos y estructurales. Por entonces se destacaban autores como Victoria Ocampo (1890-1979), Oliverio Girondo (1891-1967), Conrado Nalé Roxlo (1898-1971), Jorge Luis Borges (1899-1986), Leopoldo Marechal (1900-1970), Eduardo Mallea (1903-1982), Raúl González Tuñón (1905-1974) y Adolfo Bioy Casares (1914-1999), por citar sólo algunos. Fue también un periodo de auge de la industria editorial en la Argentina, conocido como la “época de oro”. Por entonces era España quien ostentaba la posición central en el mercado editorial pero, al término de la Guerra Civil, de desmanteló dicha industria y se produjo el éxodo de editores hacia México y, principalmente, hacia Argentina.
Ello contribuyó a la creación de sellos editoriales, la reestructuración de otros, el crecimiento sostenido de la edición de libros, la ampliación de la oferta de obras y la incorporación de nuevos géneros en el panorama literario argentino. Una de las empresas nacidas en ese contexto se fue la editorial Emecé, fundada en 1939 por dos emigrados españoles. Y fue precisamente en esa editorial que, los mencionados Borges y Bioy Casares -quienes se desempeñaban como asesores literarios- propusieron publicar obras del género policial, una categoría que hasta entonces contaba con antecedentes en revistas populares como “Pucky”, “Rastros” o “Tipperary”.
Fue así que, en febrero de 1945 -en medio de las manifestaciones promovidas por el entonces coronel Juan Domingo Perón (1895-1974) cuyos participantes vociferaban el estribillo “alpargatas sí, libro no” como antinomia entre la justicia social y los valores culturales de la oligarquía-, comenzó a publicarse la colección “El Séptimo Círculo”, iniciando de ese modo un exitoso proyecto editorial que marcó el gusto de los lectores por el relato de suspenso. La colección -cuyo título evoca al anillo del infierno que el escritor italiano Dante Alighieri (1265-1321) reservó a los violentos en su obra “Divina commedia” (La divina comedia)- se publicó hasta 1956. La mayoría de las obras publicadas pertenecían a autores extranjeros del género policial, entre ellos los reconocidos Raymond Chandler (1888-1959), James Cain (1892-1977), John Dickson Carr (1906-1977), James Hadley Chase (1906-1985), Ross Macdonald (1915-1983), Margaret Millar (1915-1994) y Sidney Sheldon (1917-2007). Entre los pocos autores argentinos figuraron, entre otros, Bioy Casares y Silvina Ocampo (1903-1993)​​ -en coautoría-, Manuel Peyrou (1902-1974), María Angélica Bosco (1909-2006) y Roger Pla (1912-1981).
El éxito del “El Séptimo Círculo” fue inmediato y sostenido entre 1945 y 1956, años en que las tiradas se mantuvieron alrededor de los 14.000 ejemplares. Este período coincide ¿curiosamente? casi puntualmente con el ascenso y la caída del primer peronismo, el gobierno que marginó a Borges de su humilde puesto de bibliotecario auxiliar en la Biblioteca Municipal Miguel Cané, del barrio de Boedo. También por entonces, en la revista uruguaya “Marcha” apareció el cuento “La fiesta del monstruo”, relato que Borges y Bioy Casares firmaron con el pseudónimo H. Bustos Domeq dando cuenta de su posición política al narrar como la “chusma”, gente proveniente de los suburbios de Buenos Aires, se desplazaba desde la periferia para invadir a la ciudad civilizada haciendo gala de grosería y barbarie.
De todas maneras, con el tiempo los libros de “El Séptimo Círculo” se agotaron y se convirtieron en tesoros de las librerías de viejo. Fue necesario que transcurriera casi medio siglo para que la editorial Emecé reeditase las obras seleccionadas por dos de los más grandes escritores argentinos. Luego, en 2015, la revista cultural “Ñ” reeditó veinte títulos de esa colección. En esa oportunidad, en dicha revista el escritor, periodista y guionista de historietas argentino Pablo De Santis (1963), para celebrar ese evento, publicó un artículo titulado “A 70 años del primer delito”. De Santis, licenciado en Letras en la Universidad de Buenos Aires, es autor, entre muchas otras obras, de las novelas “El teatro de la memoria”, “El calígrafo de Voltaire”, “El enigma de París”, “Crímenes y jardines” y “La hija del criptógrafo”; y los libros de cuentos “Rey secreto” y “Trasnoche”. También ha publicado más de una decena de libros para adolescentes, ensayos sobre el género de las historietas y escribe habitualmente artículos periodísticos sobre el género policial y la literatura fantástica. Miembro de la Academia Argentina de Letras, varios de sus libros han sido traducidos a más de diez idiomas. Fragmentos seleccionados de su artículo publicado en la revista “Ñ” son los que pueden leerse a continuación.


Uno de los placeres de recorrer librerías de viejo es encontrar los descalabrados ejemplares de “El Séptimo Círculo”, la colección que inventaron Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Pero con el paso de los años muchos títulos, de tanto alojar criminales entre sus páginas, han aprendido el arte del escondite y la evasión. El regreso de veinte novelas de esta serie es una buena noticia para los lectores.
A “La divina comedia” debemos el ingenioso nombre de la serie: el séptimo es el círculo de los violentos. Los primeros condenados que Dante encuentra en esta parcela del infierno son los suicidas, los violentos contra sí mismos, personajes del todo inadecuados para definir un género en el que todo suicidio termina por ser desmentido por la sagacidad del detective.
Desde su nacimiento, la colección quedó señalada por el logo de José Bonomi (un caballo de ajedrez), el arte de tapa del mismo artista y las contratapas y noticias sobre los autores, que Borges y Bioy escribían cuando se reunían. Anotemos que la presencia del caballo negro contradice felizmente a Poe, que juzgaba el relato policial más semejante a las damas que al ajedrez. Porque en el ajedrez, según Poe, la atención gobierna sobre la agudeza, y no gana el mejor sino el que menos se distrae; mientras que en el juego de damas, como todo es más simple, el jugador se entrega con toda libertad al ingenio. ¡Pero qué poco atractivo hubiera sido una redonda pieza del juego de damas como emblema de la colección!
En la extensa colaboración literaria de Borges y Bioy, no menos importante que la escritura resulta la lectura conjunta, cuyo fruto principal fue la preparación de antologías y colecciones. De entre las muchas que emprendieron o meramente proyectaron, la colección “El Séptimo Círculo” claramente se destaca por su perdurabilidad y su influencia. Junto con la “Antología de la literatura fantástica” (en la que participó además Silvina Ocampo), constituye uno de sus aportes más consistentes en favor de una estética preocupada por reivindicar, a través del modelo del policial clásico inglés, el rigor de las tramas contra el desorden de la novela psicológica o el pretendido realismo naturalista.
Su historia puede contarse muy brevemente. Contratados a fines de 1942, gracias a las gestiones de Silvina Bullrich, amiga personal de Borges, como asesores literarios de la editorial Emecé, propusieron, dice Bioy, “una selección de libros clásicos, que titularíamos ‘Sumas’”. Dado que las dificultades financieras pronto exigieron proyectos menos ambiciosos y más rentables, ofrecieron entonces revisar una “Antología de la literatura policial y fantástica” en la que trabajaban desde 1941 y que se publicaría a fines de 1943 como “Los mejores cuentos policiales”.
Al agotarse rápidamente la edición, convencieron a Emecé de aceptarles en 1944 el proyecto de una colección de novelas policiales, inspirada en “Le Masque”, de París, y “Collins Crime Club”, de Londres. Tras vacilar entre una gran variedad de nombres, como “Máscara”, “Club del Crimen”, “El Jardín Cerrado”, “Cábala”, “Eleusis”, “Hilo de Ariadna”, “Teseo” o “Museo del Crimen”, Borges y Bioy se inclinaron finalmente por el eufónico “Séptimo Círculo”, tomado del “Cerchio dei Violenti” de “La divina comedia”.
“El Séptimo Círculo” se inició, así, el 22 de febrero de 1945 con una elegante edición de “La bestia debe morir”, de Nicholas Blake, traducida por Juan R. Wilcock. El éxito fue inmediato y sostenido: entre 1945 y 1956, Borges y Bioy elegirían 139 volúmenes y escribirían sus correspondientes noticias y contratapas. Borges y Bioy Casares solían consultar las páginas del “Times Literary Supplement” para guiarse por el laberinto del género policial en una época en que se publicaban varios títulos cada semana; luego encargaban en una librería las novelas que juzgaban prometedoras.
“Borges me dijo un día que cuando la gente de Emecé se enterara de que el ‘Times Literary Supplement’ traía una sección con las novedades del género policial, nos echarían a la calle”, recordó el autor de “La invención de Morel”. La mayoría de los autores elegidos eran ingleses, representantes de la novela de enigma. Algunos nombres se repiten en el catálogo, como Patrick Quentin, John Dickson Carr, Nicholas Blake y Anthony Gilbert (seudónimo de una escritora Lucy Beatrice Malleson). Pero también estuvieron presentes los nombres de algunos escritores duros estadounidenses, como Raymond Chandler, James Cain, Robert Parker o los esposos Ross MacDonald y Margaret Millar. Esto no resulta extraño si se piensa en la afición de Borges por el cine policial estadounidense, tan semejante a su literatura. La fobia de los directores de la colección no era la novela dura, aunque así lo declararan, sino el policial francés. Aun así, incluyeron obras de Guy des Cars, Serge Groussard, Fernand Crommelynck y del prolífico Pierre Véry.
Los libros de “El Séptimo Círculo” estaban editados con mucho cuidado, sobre todo si se los compara con otras colecciones de la época, como “Rastros” (que abundaba en autores estadounidenses duros) y la de la editorial Tor, que era el reino de Gastón Leroux, Edgar Wallace, Maurice Leblanc y el misterioso Oscar Montgomery, autor de “El asalto de los esqueletos a la mansión de los cadáveres vivientes” y “Espías en Buenos Aires”. Las portadas de “Tor” y “Rastros” prometían violencia y erotismo; Bonomi, en cambio, ilustraba no las tramas particulares sino el género en sí. Ni “Tor” ni “Rastros” presentaban datos sobre los autores.
La colección incluye títulos que coquetean con la literatura fantástica, como “El maestro del juicio final”, de Leo Perutz, o las novelas del misterioso y olvidado Michael Burt, como “El caso de las trompetas celestiales” o “El caso del jesuita risueño”. Muchos policiales comienzan con un asunto inexplicable, que al cabo tiene una solución racional; las de Burt presentan un misterio que parece racional, y se revela inexplicable. También está en el catálogo la breve y perfecta “El tercer hombre” de Graham Greene, y la inconclusa obra de Dickens “El misterio de Edwin Drood”. Escribe Chesterton en el prólogo: “La única novela que Dickens no terminó es la única que necesitaba un final”.
Su rol como editores daba lugar a curiosas confusiones. Comenta Bioy en su diario: “Con Borges hemos perdido la esperanza de explicar nuestro trabajo como editores en Emecé; unos creen que somos los dueños de Emecé; otros se refieren a esas novelitas que ustedes traducen (frase en que traducen no significa hacer traducir). En cuanto a la confusión de editoriales con imprentas, es universal”. Se ocuparon de los primeros 139 títulos. Luego la selección quedó en manos del editor Carlos V. Frías.


Tanto Bioy en su “Borges”, como el mismo Borges en una entrevista magistral del periodista mexicano Enrique Lobet Jr., cuentan que dejaron de leer para la serie al notar que habían dejado de pagarles. Mejor dicho, se apartaron cuando les señalaron que habían dejado de pagarles, como invitación al abandono. Más allá de estos problemas con la editorial (nada demasiado grave, ya que los dos siguieron publicando en Emecé durante toda su vida), lo cierto es que ese trabajo ya hubiera sido una tarea imposible para Borges, cuya vista empeoró radicalmente a mediados de los años ‘50. De todos modos los nombres de los dos escritores continuaron en cada ejemplar de la colección. “Lo conservan como adorno tipográfico”, decía Borges.
Los nombres de Borges y Bioy Casares son marcas tan fuertes que se supone que los libros elegidos por Frías son de menor valor. Sin embargo, en la etapa de Frías se publicaron también obras extraordinarias, como “La especialidad de la casa”, colección de cuentos de Stanley Ellin o “Sólo monstruos”, una de las mejores novelas policiales de todos los tiempos, de la escritora canadiense Margaret Millar. A la etapa de Frías pertenecen también las dos extrañísimas novelas de Kyril Bonfiglioli, cuyo narrador es un marchand amoral y sibarita.
Entre los pocos libros escritos en español hay dos clásicos: “Los que aman odian” de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, y “El estruendo de las rosas” de Manuel Peyrou. Enrique Amorim (uruguayo radicado en Buenos Aires) publicó “El asesino desvelado”. Eduardo Morera, Alejandro Ruiz Guiñazú y Roger Pla firmaron con seudónimo (Max Duplan, Alexander Rice Guiness y Roger Ivness, respectivamente), lo que revela la desconfianza que todavía provocaba el policial. En “El Séptimo Círculo” se publicó también la novela más conocida de María Angélica Bosco, “La muerte baja en el ascensor”, que ganó el premio Emecé en 1954.
En el catálogo hubo algunas ausencias notables, como Agatha Christie, sólo presente en el volumen colectivo “El almirante flotante”. Esta novela es una de las curiosidades de la colección: en los años ‘30 varios integrantes del “Detection Club” de Londres, que agrupaba a autores de policiales, se propusieron escribir un capítulo cada uno, a manera de un cadáver exquisito. Otra ausencia notable es la de Chesterton (aunque también presente en un capítulo de “El almirante flotante”). Como es famosa la devoción de Borges por Chesterton, podemos conjeturar que se trató de una cuestión de derechos. Borges pudo desquitarse al publicar una antología del irlandés, “La cruz azul y otros cuentos”, en su Biblioteca Personal. Aunque no deja de haber una especie de maldición: en su prólogo a “La cruz azul” Borges juzga a “Los tres jinetes del Apocalipsis” el mejor relato del volumen. Pero quizás a causa de una distracción del editor, o de un conjuro celta, ese cuento no aparece en el libro. Buen tema para un relato fantástico.
La colección siguió hasta los años ‘80. El último título fue “Los intimidadores”, de Donald Hamilton. Ya por ese entonces se había perdido todo cuidado en la edición, y algunos libros aparecían publicados sin un mínimo trabajo de corrección. Pero las tiradas seguían siendo enormes para las moderadas expectativas actuales. De “Pregunta por mí, mañana”, de Margaret Millar, publicado en 1979, la tirada fue de 14.000 ejemplares.
En los años ‘70 Jorge B. Rivera y Jorge Lafforgue, grandes especialistas del policial, se ocuparon de consultar a los directores de la colección y al ilustrador para saber cuáles eran sus novelas favoritas. Esta lista de preferencias aparece en “Asesinos de papel”, fascinante libro sobre los avatares del género. La encuesta dio este resultado: Borges: “El señor Byculla” de Erik Linklater; “El señor Digweed y el señor Lamb” y “Los rojos Redmayne”, de Eden Phillpotts; “La torre y la muerte”, de Michael Innes”; “La piedra lunar” y “La dama de blanco” de Wilkie Collins; “La bestia debe morir”, de Nicholas Blake; “El hombre hueco”, de John Dickson Carr y “Extraña confesión”, de Anton Chejov. Bioy Casares: “La torre y la muerte” de Michael Innes (decía Bioy: “Luego supimos que Innes muy probablemente se hallara entonces en Buenos Aires, pues trabajaba en el servicio secreto británico y por aquellos años lo habían destinado a esta ciudad”). En sus “Memorias”, Bioy agrega novelas de su preferencia: “Mi propio asesino” de Richard Hull y “La larga búsqueda del señor Lamousset”, de Lynn Broke. José Bonomi: “Los anteojos negros”, de John Dickson Carr. La mayoría de estas preferencias aparecen entre los veinte títulos ahora reeditados.
Hablar de novelas policiales es recordar cuántas veces los amigos nos han recomendado tal o cual libro. Esto es especialmente apropiado para esta colección, que no es sólo un viaje por el género: es también la historia de una amistad.