Se sabe
que, en sus orígenes, el cuento se trasmitía oralmente. Su propósito era
difundir las tradiciones y las enseñanzas heredadas de generaciones anteriores.
Oscilando entre lo mitológico, las leyendas y lo histórico, los cuentos más
antiguos que se conocen suelen ser atribuidos a Esopo, fabulista de la Antigua
Grecia, a los escritores romanos Lucio Apuleyo y Publio Ovidio, y a Vishnú
Sharma, el escritor indio a quien se le adjudica la autoría de la colección de
fábulas en idioma sánscrito llamada “Panchatantra”. Tal vez el ejemplo más
emblemático de los cimientos de este género literario sea “Las mil y una
noches”, una recopilación de cuentos y leyendas de origen hindú, árabe y persa
que, de hecho, es el clásico más celebrado de la literatura oriental y que
ejerció una notable influencia en la Europa medieval, como por ejemplo en
escritores como Geoffrey Chaucer, autor de “Los cuentos de Canterbury”, y
Giovanni Boccaccio, autor del “Decamerón”. Ambos llevaron a sus respectivas
culturas lo mejor de la tradición medieval y antigua.
Innumerable es la cantidad de grandes escritores de cuentos que sobresalieron a lo largo de los años. Entre ellos, por mencionar sólo a algunos, pueden citarse Jorge L. Borges, Ray Bradbury, Antón Chejov, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Ernest Hemingway, Franz Kafka, H.P. Lovecraft, Katherine Mansfield, Guy de Maupassant, Edgar A. Poe, Oscar Wilde, Virginia Woolf, etc., etc., la lista es interminable. Hubo otros escritores, como por ejemplo Pío Baroja, Bertolt Brecht, André Breton, Mijaíl Bulgákov, Arthur Conan Doyle, Baldomero Fernández Moreno, Joao Guimaraes Rosa, William Somerset Maugham y Eduardo Wilde, que se destacaron más como novelistas, dramaturgos, poetas o ensayistas, pero también escribieron apreciables cuentos. Y no sólo eso, también se distinguieron por la particularidad de que, simultáneamente, ejercieron la profesión de médicos en distintas especialidades.
Así como en sus orígenes era indispensable la existencia de un auditorio que prestara atención al orador, estos cuentistas supieron cómo hacer que fuesen los lectores quienes se vieran seducidos por las historias que escribían, en las cuales crearon climas que se iban intensificando a medida que se avanzaba en la lectura. En ese sentido, el escritor uruguayo Milton Fornaro expresó que desde el inicio de un cuento “debe lograrse ese encantamiento que distraiga por un instante al que lee, que lo saque de su rutina para meterlo de cabeza en la historia, generalmente breve, que se narra. El cuento es artero porque el narrador dispone de poco tiempo para captar la atención del otro y seducirlo”. Por su parte el recordado escritor argentino Julio Cortázar definió al cuentista como “un hombre que de pronto, rodeado de la inmensa algarabía del mundo, comprometido en mayor o en menor grado con la realidad histórica que lo contiene, escoge un determinado tema y hace con él un cuento. Este escoger un tema no tan es sencillo. A veces el cuentista escoge, y otras veces siente como si el tema se le impusiera irresistiblemente, lo empujara a escribirlo. Un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases”.
Sirvan estos pareceres como introducción al cuento que se publica a continuación. Evidentemente en la actualidad, en medio de un mercado editorial marcado por las constantes crisis económicas y la proliferación de las redes sociales que comparten contenidos literarios, existen muchos buenos escritores que son desconocidos para la inmensa mayoría de los lectores. Es el caso de Francisco A. Moro, un argentino nacido en 1953 que desde su adolescencia se interesó tanto por la lectura como por la escritura de poemas y cuentos. Médico oncólogo, una especialidad sumamente apesadumbrante, ha ejercido su profesión durante muchos años en el Hospital Aeronáutico Central y fue docente en la Universidad de Buenos Aires, en la Universidad del Salvador y en la Universidad de Morón. Pero, a pesar de su intensa actividad médica, nunca dejó de escribir y tampoco se preocupó por intentar la publicación de sus numerosos cuentos. Únicamente allá por 1984, cuando se desempeñaba como Jefe de Residentes de Clínica Médica del Hospital Posadas, apareció uno de ellos ("Una cuestión de tiempo") en la revista que publicaba la CONAMER (Comisión Nacional de Médicos Residentes). Luego fue en este blog donde se publicaron varios de sus poemas y cuentos breves. “Sentémonos un rato a conversar”, es un cuento que narra las emociones y sentimientos de un anciano senil, algo que puede generar en el lector angustia, empatía o tristeza, según la mirada de cada uno.
Innumerable es la cantidad de grandes escritores de cuentos que sobresalieron a lo largo de los años. Entre ellos, por mencionar sólo a algunos, pueden citarse Jorge L. Borges, Ray Bradbury, Antón Chejov, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Ernest Hemingway, Franz Kafka, H.P. Lovecraft, Katherine Mansfield, Guy de Maupassant, Edgar A. Poe, Oscar Wilde, Virginia Woolf, etc., etc., la lista es interminable. Hubo otros escritores, como por ejemplo Pío Baroja, Bertolt Brecht, André Breton, Mijaíl Bulgákov, Arthur Conan Doyle, Baldomero Fernández Moreno, Joao Guimaraes Rosa, William Somerset Maugham y Eduardo Wilde, que se destacaron más como novelistas, dramaturgos, poetas o ensayistas, pero también escribieron apreciables cuentos. Y no sólo eso, también se distinguieron por la particularidad de que, simultáneamente, ejercieron la profesión de médicos en distintas especialidades.
Así como en sus orígenes era indispensable la existencia de un auditorio que prestara atención al orador, estos cuentistas supieron cómo hacer que fuesen los lectores quienes se vieran seducidos por las historias que escribían, en las cuales crearon climas que se iban intensificando a medida que se avanzaba en la lectura. En ese sentido, el escritor uruguayo Milton Fornaro expresó que desde el inicio de un cuento “debe lograrse ese encantamiento que distraiga por un instante al que lee, que lo saque de su rutina para meterlo de cabeza en la historia, generalmente breve, que se narra. El cuento es artero porque el narrador dispone de poco tiempo para captar la atención del otro y seducirlo”. Por su parte el recordado escritor argentino Julio Cortázar definió al cuentista como “un hombre que de pronto, rodeado de la inmensa algarabía del mundo, comprometido en mayor o en menor grado con la realidad histórica que lo contiene, escoge un determinado tema y hace con él un cuento. Este escoger un tema no tan es sencillo. A veces el cuentista escoge, y otras veces siente como si el tema se le impusiera irresistiblemente, lo empujara a escribirlo. Un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases”.
Sirvan estos pareceres como introducción al cuento que se publica a continuación. Evidentemente en la actualidad, en medio de un mercado editorial marcado por las constantes crisis económicas y la proliferación de las redes sociales que comparten contenidos literarios, existen muchos buenos escritores que son desconocidos para la inmensa mayoría de los lectores. Es el caso de Francisco A. Moro, un argentino nacido en 1953 que desde su adolescencia se interesó tanto por la lectura como por la escritura de poemas y cuentos. Médico oncólogo, una especialidad sumamente apesadumbrante, ha ejercido su profesión durante muchos años en el Hospital Aeronáutico Central y fue docente en la Universidad de Buenos Aires, en la Universidad del Salvador y en la Universidad de Morón. Pero, a pesar de su intensa actividad médica, nunca dejó de escribir y tampoco se preocupó por intentar la publicación de sus numerosos cuentos. Únicamente allá por 1984, cuando se desempeñaba como Jefe de Residentes de Clínica Médica del Hospital Posadas, apareció uno de ellos ("Una cuestión de tiempo") en la revista que publicaba la CONAMER (Comisión Nacional de Médicos Residentes). Luego fue en este blog donde se publicaron varios de sus poemas y cuentos breves. “Sentémonos un rato a conversar”, es un cuento que narra las emociones y sentimientos de un anciano senil, algo que puede generar en el lector angustia, empatía o tristeza, según la mirada de cada uno.
No sé si usted sabe cómo es esta enfermedad… No, no es así; es un torbellino que se va tragando partes del pasado, una niebla que va borrando nombres, rostros y palabras pero que uno no los extraña ni se esfuerza en recordar, porque es como si nunca hubieran existido, más bien me parece vivir un continuo presente hecho de instantes fugaces, hasta que un día (uno de esos días buenos) emergen del ayer y de las sombras los nombres y rostros amados. Entonces escribo en un papel: Fernando (hijo-Barcelona-Martincito), escribo lo que me viene a la cabeza y dejo el papelito por ahí y tiempo después si lo encuentro y lo leo, no sé por qué, me da una tristeza infinita, porque ya nada significan para mí esas palabras hasta que vuelvo al Botánico, a la sombra protectora y con un libro inútil, porque no voy a leer sino que voy a hablar con Carmen de nuestras cosas, de nuestros queridos recuerdos que para mí son fragmentos de un naufragio. Es así entonces que la tristeza se me va cuando ella toma mis manos, me acomoda el nudo de la corbata y vuelvo a casa con los bolsillos llenos de su voz y del amor de Carmen.
Todo comenzó en uno de mis habituales paseos al parque, no sé cuánto hace porque el tiempo para mí, usted sabrá, no tiene una magnitud precisa, digamos entonces que fue hace un instante, qué más da; lo cierto es que probablemente fuera en otoño cuando Carmen vino a visitarme a la sombra del cedro por primera vez. Tal vez nos dimos un beso, seguramente tomó mis manos como solía hacerlo para reprocharme algún olvido, porque siempre olvido algún detalle en la ropa y me hace feliz que se dé cuenta y entonces me ajuste el nudo de la corbata. La vi venir por el sendero de las estatuas, con su aire distraído, sin apuro; parecía saber dónde hallarme, se sentó a mi lado, me miró a los ojos con esa mirada suya que usa para acariciar mientras yo hacía como que leía para que nadie se diera cuenta, porque en algún lugar de mi cabeza, tengo la certeza de que todo es una impostura.
Yo entiendo que usted no me diga nada, ¿lo estoy aburriendo con mi historia? Pero es que a mí me hace bien hablar, más aún cuando estoy confundido; es una manera de ordenar mi mundo que se ha vuelto un tanto caótico últimamente, desde que estoy en este lugar extraño con personas tan amables que parecen conocerme y saber lo que necesito. No importa, todo volverá a su lugar cuando me cruce al parque y lleve mi libro para encontrarme con Carmen. La estatua seguirá allí, lo mismo que el árbol y el banco y la sombra que nos protege del sol y nos ampara de miradas indiscretas; vendrá puntual pisando las hojas secas del sendero como cumpliendo una órbita inexorable y secreta para cumplir con nuestro ritual de exorcizar los recuerdos, para que me nombre con su voz de manantial efímero y me deje con la sed de un nuevo encuentro. Se lo digo así porque sé que a ella le gustan la poesía y las metáforas cuando la nombro; Carmen es una de las pocas cosas ciertas que me van quedando, ella permanece; la estatua, el ciprés, el banco son parte de mi universo de arena y viento.
- Has tardado tanto que temía me hubieras olvidado -me dijo con su voz inesperadamente grave y serena.
- No sabía que estabas aquí -le respondí sin salir de mí propio asombro, tratando de seguir un diálogo que no sabía dónde me llevaría.
- Es una tarde tan bella y es un instante tan preciso que si por mí fuera, el universo podría detenerse sin escándalo -me dijo en un tono de cierta complicidad y sus ojos adquirieron un brillo especial; volvió a tomar el libro, lo apretó contra su pecho y me preguntó si recordaba las playas de aquel verano tardío en Mar del Sur.
- Imposible no recordar, -le dije mientras sentía que algo parecido a la piedad me estaba abandonando.
Durante nuestro primer encuentro fui respondiendo con vaguedades a cada pregunta suya con la esperanza de que por fin se diera cuenta de su error y de mi embuste; pero nadie lo vino a buscar y las demás personas caminaban a nuestro alrededor con naturalidad, nada ni nadie nos interrumpió y yo no sabía cómo volver atrás y decirle que no, que no era Carmen, que quizás la verdadera Carmen estaría por llegar y sería una cuidadora que le daría sus pastillas y lo llevaría del brazo a su casa o a algún lugar horrible donde dejar su libro y convivir con sus fantasmas.
- Ambos sabemos que no puedo llevarte a casa -me dijo bajando la mirada por primera vez.
- No importa, tampoco hace falta.
- Se está bien acá y el sol y las hojas secas están tan en armonía que parece que no hace falta más nada ¿verdad?
Por momentos su voz se perdía en vagas ensoñaciones, me preguntaba por personas de las cuales no recordaba el nombre pero describía con detalles como: aquel rubiecito que jugaba en el patio de casa ¿lo has visto? Se fue lejos ¿Cuánto hace ya? y no lo he vuelto a ver. No pude entonces, ahora tampoco, encontrar la razón por la cual me quedé aferrada a sus manos, como queriendo rescatar a aquel hombre del olvido en el que se perdían sus recuerdos. Nunca apartó sus ojos de mí durante esos momentos de rara intimidad. Me hizo prometer que volvería; no tuve el coraje suficiente para decirle que no, que yo no era Carmen que todo era un engaño y que nosotros dos le habíamos usurpado a Carmen el lugar que la muerte, seguramente le había arrebatado.