11 de julio de 2023

Francisco Moro. El cuento como desarrollo de la imaginación y paliativo de la pesadumbre

Se sabe que, en sus orígenes, el cuento se trasmitía oralmente. Su propósito era difundir las tradiciones y las enseñanzas heredadas de generaciones anteriores. Oscilando entre lo mitológico, las leyendas y lo histórico, los cuentos más antiguos que se conocen suelen ser atribuidos a Esopo, fabulista de la Antigua Grecia, a los escritores romanos Lucio Apuleyo y Publio Ovidio, y a Vishnú Sharma, el escritor indio a quien se le adjudica la autoría de la colección de fábulas en idioma sánscrito llamada “Panchatantra”. Tal vez el ejemplo más emblemático de los cimientos de este género literario sea “Las mil y una noches”, una recopilación de cuentos y leyendas de origen hindú, árabe y persa que, de hecho, es el clásico más celebrado de la literatura oriental y que ejerció una notable influencia en la Europa medieval, como por ejemplo en escritores como Geoffrey Chaucer, autor de “Los cuentos de Canterbury”, y Giovanni Boccaccio, autor del “Decamerón”. Ambos llevaron a sus respectivas culturas lo mejor de la tradición medieval y antigua.
Innumerable es la cantidad de grandes escritores de cuentos que sobresalieron a lo largo de los años. Entre ellos, por mencionar sólo a algunos, pueden citarse Jorge L. Borges, Ray Bradbury, Antón Chejov, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Ernest Hemingway, Franz Kafka, H.P. Lovecraft, Katherine Mansfield, Guy de Maupassant, Edgar A. Poe, Oscar Wilde, Virginia Woolf, etc., etc., la lista es interminable. Hubo otros escritores, como por ejemplo Pío Baroja, Bertolt Brecht, André Breton, Mijaíl Bulgákov, Arthur Conan Doyle, Baldomero Fernández Moreno, Joao Guimaraes Rosa, William Somerset Maugham y Eduardo Wilde, que se destacaron más como novelistas, dramaturgos, poetas o ensayistas, pero también escribieron apreciables cuentos. Y no sólo eso, también se distinguieron por la particularidad de que, simultáneamente, ejercieron la profesión de médicos en distintas especialidades.
Así como en sus orígenes era indispensable la existencia de un auditorio que prestara atención al orador, estos cuentistas supieron cómo hacer que fuesen los lectores quienes se vieran seducidos por las historias que escribían, en las cuales crearon climas que se iban intensificando a medida que se avanzaba en la lectura. En ese sentido, el escritor uruguayo Milton Fornaro expresó que desde el inicio de un cuento “debe lograrse ese encantamiento que distraiga por un instante al que lee, que lo saque de su rutina para meterlo de cabeza en la historia, generalmente breve, que se narra. El cuento es artero porque el narrador dispone de poco tiempo para captar la atención del otro y seducirlo”. Por su parte el recordado escritor argentino Julio Cortázar definió al cuentista como “un hombre que de pronto, rodeado de la inmensa algarabía del mundo, comprometido en mayor o en menor grado con la realidad histórica que lo contiene, escoge un determinado tema y hace con él un cuento. Este escoger un tema no tan es sencillo. A veces el cuentista escoge, y otras veces siente como si el tema se le impusiera irresistiblemente, lo empujara a escribirlo. Un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases”.
Sirvan estos pareceres como introducción al cuento que se publica a continuación. Evidentemente en la actualidad, en medio de un mercado editorial marcado por las constantes crisis económicas y la proliferación de las redes sociales que comparten contenidos literarios, existen muchos buenos escritores que son desconocidos para la inmensa mayoría de los lectores. Es el caso de Francisco A. Moro, un argentino nacido en 1953 que desde su adolescencia se interesó tanto por la lectura como por la escritura de poemas y cuentos. Médico oncólogo, una especialidad sumamente apesadumbrante, ha ejercido su profesión durante muchos años en el Hospital Aeronáutico Central y fue docente en la Universidad de Buenos Aires, en la Universidad del Salvador y en la Universidad de Morón. Pero, a pesar de su intensa actividad médica, nunca dejó de escribir y tampoco se preocupó por intentar la publicación de sus numerosos cuentos. Únicamente allá por 1984, cuando se desempeñaba como Jefe de Residentes de Clínica Médica del Hospital Posadas, apareció uno de ellos ("Una cuestión de tiempo") en la revista que publicaba la CONAMER (Comisión Nacional de Médicos Residentes). Luego fue en este blog donde se publicaron varios de sus poemas y cuentos breves. “Sentémonos un rato a conversar”, es un cuento que narra las emociones y sentimientos de un anciano senil, algo que puede generar en el lector angustia, empatía o tristeza, según la mirada de cada uno.
 
SENTÉMONOS UN RATO A CONVERSAR
 
Venga, venga por favor, quedémonos aquí donde podamos hablar mirando al parque. ¿Es hermoso verdad? Desde el cuarto piso, la vista del Jardín Botánico es magnífica ¿no cree? Como sabrá, soy ingeniero agrónomo, aunque ya estoy jubilado me sigue gustando el contacto con las plantas, los árboles, las flores; por eso es que voy todos los días hasta allí a buscar la sombra del soberbio ejemplar de cedro misionero, ese que está al lado de la estatua de Minerva, donde me aguarda un banco propicio para la lectura. Ahora en verano voy un poco más tarde cuando el cedro me da su mejor sombra. Perdón que insista, pero ¿usted es real no es cierto? Disculpe la pregunta, es que a veces mi cabeza me juega ciertas bromas que no alcanzo a entender y encima usted habla tan poco… en fin, lo cierto es que todas las tardes me cruzo al Botánico para hablar con Carmen, tenemos un acuerdo, casi un compromiso le diría; me lo propuso ella cuando le conté la mala noticia, al menos eso es lo que yo entendí, que fue de ella la iniciativa de encontrarnos para conversar. Resulta que el médico me había dicho que era una cuestión de tiempo, no me supo (tal vez no quiso) precisar fechas, aun así me imaginé que, con suerte, tendría un par de años hasta que la oscuridad fuera total y mi pasado se disuelva en la nada y mi vida se convierta en una carga para los demás; perdone usted la franqueza, pero es que me voy acostumbrando a la idea y ya no me cuesta hablar del tema. El neurólogo me anticipó que por suerte no me daría cuenta, que tendría días buenos y de los otros. Ellos no lo saben, pero la brutal sinceridad de los médicos tiene una carga de alivio; uno ya sabe que el mal ha llegado, que el daño está hecho, no hay nada que esperar, sólo cabe tomar las decisiones correctas. Hoy tengo un buen día ¿no cree usted? Dentro de un rato haré mi paseo habitual, cruzaré al parque, iré hacia la derecha, siguiendo el sendero que me lleva al circuito de las estatuas hasta encontrar la de Minerva. Trato de hacer siempre el mismo camino por las dudas que me pierda, aunque los guardianes del parque ya me conocen; llevaré un libro de cuentos (dejé de leer novelas largas, me olvido de los personajes). A Carmen le gusta que lleve un libro porque así parece como que leo en voz alta cuando en realidad estamos hablando. Se habrá dado cuenta que para mí, eso de la realidad puede tener un significado diferente al que usted le pueda dar.
No sé si usted sabe cómo es esta enfermedad… No, no es así; es un torbellino que se va tragando partes del pasado, una niebla que va borrando nombres, rostros y palabras pero que uno no los extraña ni se esfuerza en recordar, porque es como si nunca hubieran existido, más bien me parece vivir un continuo presente hecho de instantes fugaces, hasta que un día (uno de esos días buenos) emergen del ayer y de las sombras los nombres y rostros amados. Entonces escribo en un papel: Fernando (hijo-Barcelona-Martincito), escribo lo que me viene a la cabeza y dejo el papelito por ahí y tiempo después si lo encuentro y lo leo, no sé por qué, me da una tristeza infinita, porque ya nada significan para mí esas palabras hasta que vuelvo al Botánico, a la sombra protectora y con un libro inútil, porque no voy a leer sino que voy a hablar con Carmen de nuestras cosas, de nuestros queridos recuerdos que para mí son fragmentos de un naufragio. Es así entonces que la tristeza se me va cuando ella toma mis manos, me acomoda el nudo de la corbata y vuelvo a casa con los bolsillos llenos de su voz y del amor de Carmen.
Todo comenzó en uno de mis habituales paseos al parque, no sé cuánto hace porque el tiempo para mí, usted sabrá, no tiene una magnitud precisa, digamos entonces que fue hace un instante, qué más da; lo cierto es que probablemente fuera en otoño cuando Carmen vino a visitarme a la sombra del cedro por primera vez. Tal vez nos dimos un beso, seguramente tomó mis manos como solía hacerlo para reprocharme algún olvido, porque siempre olvido algún detalle en la ropa y me hace feliz que se dé cuenta y entonces me ajuste el nudo de la corbata. La vi venir por el sendero de las estatuas, con su aire distraído, sin apuro; parecía saber dónde hallarme, se sentó a mi lado, me miró a los ojos con esa mirada suya que usa para acariciar mientras yo hacía como que leía para que nadie se diera cuenta, porque en algún lugar de mi cabeza, tengo la certeza de que todo es una impostura.
Yo entiendo que usted no me diga nada, ¿lo estoy aburriendo con mi historia? Pero es que a mí me hace bien hablar, más aún cuando estoy confundido; es una manera de ordenar mi mundo que se ha vuelto un tanto caótico últimamente, desde que estoy en este lugar extraño con personas tan amables que parecen conocerme y saber lo que necesito. No importa, todo volverá a su lugar cuando me cruce al parque y lleve mi libro para encontrarme con Carmen. La estatua seguirá allí, lo mismo que el árbol y el banco y la sombra que nos protege del sol y nos ampara de miradas indiscretas; vendrá puntual pisando las hojas secas del sendero como cumpliendo una órbita inexorable y secreta para cumplir con nuestro ritual de exorcizar los recuerdos, para que me nombre con su voz de manantial efímero y me deje con la sed de un nuevo encuentro. Se lo digo así porque sé que a ella le gustan la poesía y las metáforas cuando la nombro; Carmen es una de las pocas cosas ciertas que me van quedando, ella permanece; la estatua, el ciprés, el banco son parte de mi universo de arena y viento.
 
Cuando una toma decisiones como anotarse en un curso de jardinería en el Botánico, no tiene en cuenta las consecuencias que esa decisión conlleva, el destino suele tener instrumentos misteriosos. Me había anotado porque vivo cerca, dejé de trabajar en la escuela y tengo un pequeño espacio en casa donde desordeno macetas con plantas que se enferman por exceso o por falta de sol o de agua y castigan todas las plagas conocidas. El curso se me antojó la manera perfecta de aprender algo útil, salir de mi rutina, socializar un poco y conocer gente interesante. Habrá sido por mayo, no recuerdo bien, ya avanzado el curso, cuando una tarde magnífica de sol, me detuve al caminar por el sendero de las estatuas; sentado a la sombra del ciprés misionero, cerca de la estatua de Minerva, un hombre muy mayor sostenía un libro abierto pero con la mirada en un punto fijo en la lejanía. Parecía mantener un diálogo animado consigo mismo, aunque no emitía voz  alguna, tenía un aspecto de descuidada apostura y una actitud de humilde nobleza; se lo veía frágil y perdido en su mundo. Recuerdo haberme acercado despacio al banco donde se encontraba, atraída por la curiosa escena del hombre solitario hablando solo y que miraba más allá de su libro, me senté como al descuido y fue entonces que me dirigió una mirada de profundos ojos azules y pronunció el nombre de Carmen; dejó su libro en el banco, me tomó las manos y me dijo: ¡estás hermosa! La confusa situación me dejó sin réplica posible, creo que de algún modo desee en ese momento ser Carmen, no tanto para satisfacer la fantasía de aquel hombre insensato, sino porque me sentí elegida y amada por un desconocido que veía por primera vez.
- Has tardado tanto que temía me hubieras olvidado -me dijo con su voz inesperadamente grave y serena.
- No sabía que estabas aquí -le respondí sin salir de mí propio asombro, tratando de seguir un diálogo que no sabía dónde me llevaría.
- Es una tarde tan bella y es un instante tan preciso que si por mí fuera, el universo podría detenerse sin escándalo -me dijo en un tono de cierta complicidad y sus ojos adquirieron un brillo especial; volvió a tomar el libro, lo apretó contra su pecho y me preguntó si recordaba las playas de aquel verano tardío en Mar del Sur.
- Imposible no recordar, -le dije mientras sentía que algo parecido a la piedad me estaba abandonando.
Durante nuestro primer encuentro fui respondiendo con vaguedades a cada pregunta suya con la esperanza de que por fin se diera cuenta de su  error y de mi embuste; pero nadie lo vino a buscar y las demás personas caminaban a nuestro alrededor con naturalidad, nada ni nadie nos interrumpió y yo no sabía cómo volver atrás y decirle que no, que no era Carmen, que quizás la verdadera Carmen estaría por llegar y sería una cuidadora que le daría sus pastillas y lo llevaría del brazo a su casa o a algún lugar horrible donde dejar su libro y convivir con sus fantasmas.
- Ambos sabemos que no puedo llevarte a casa -me dijo bajando la mirada por primera vez.
- No importa, tampoco hace falta.
- Se está bien acá y el sol y las hojas secas están tan en armonía que parece que no hace falta más nada ¿verdad?
Por momentos su voz se perdía en vagas ensoñaciones, me preguntaba por personas de las cuales no recordaba el nombre pero describía con detalles como: aquel rubiecito que jugaba en el patio de casa ¿lo has visto? Se fue lejos ¿Cuánto hace ya? y no lo he vuelto a ver. No pude entonces, ahora tampoco, encontrar la razón por la cual me quedé aferrada a sus manos, como queriendo rescatar a aquel hombre del olvido en el que se perdían sus recuerdos. Nunca apartó sus ojos de mí durante esos momentos de rara intimidad. Me hizo prometer que volvería; no tuve el coraje suficiente para decirle que no, que yo no era Carmen que todo era un engaño y que nosotros dos le habíamos usurpado a Carmen el lugar que la muerte, seguramente le había arrebatado.
 
Fue maravilloso volver a verla y mejor aún los sucesivos días en que volvimos a encontrarnos en el sendero de las hojas secas, en ese parque que está cerca de casa, donde yo hago como que leo pero no, solamente la espero a ella para que me tome las manos y me arregle el nudo de la corbata porque ella es así de amorosa conmigo, aunque ninguno de los dos sepamos quién es el otro, ¿Qué más da?, seguiremos hablando de nuestras cosas con sus manos tomadas de las mías para que pueda volver a casa con el tibio y fugaz recuerdo de su voz diciendo las mismas palabras que hubiera dicho Carmen si fuera ella quien se acerca por las tardes por el sendero de las hojas secas, donde está la estatua y un árbol muy alto que nos da su sombra.