2º parte: El “destino manifiesto”
Esa intención de extenderse por todo el continente ya había tenido sus primeras manifestaciones a comienzos del siglo. En 1806 el capitán Zabulón Montgomery Pike (1779-1813) siguiendo las órdenes del general James Wilkinson (1757-1825) con un grupo de tropas invadió México, por entonces territorio español, en la desembocadura del río Grande. Si bien alcanzó a construir un fuerte, la misión fracasó. Poco después, barcos cañoneros norteamericanos operaron desde Nueva Orleáns en contra de barcos españoles y franceses, afuera del delta del Mississippi bajo las órdenes del capitán John Shaw (1773-1823) y el comandante David Porter (1780-1843). Luego, en 1810, el gobernador de Luisiana William Claiborne (1775- 1817), cumpliendo órdenes del presidente James Madison (1751-1836), ocupó territorios españoles en la Florida occidental y dos años después otras zonas de la Florida oriental que estaban bajo soberanía española.
Durante la década siguiente fueron numerosos los conflictos bélicos entre tropas españolas y estadounidenses. Las primeras en su afán por conservar el territorio que habían bautizado Nueva España, y las segundas por su pretensión de conquistarlo. Y en medio de ellas estaban los insurgentes independentistas encabezados sucesivamente por Miguel Hidalgo (1753-1811), José María Morelos (1765-1815) y Vicente Guerrero (1782-1831). Mientras estos buscaban la independencia del gobierno español, en 1819 tras la firma de un tratado entre el Secretario de Estado norteamericano John Quincy Adams (1767-1848) y el Ministro Plenipotenciario español Luis de Onís (1762-1827), Estados Unidos cedió parte de su territorio a España. A todo esto, tras años de encarnizadas luchas que dejaron un saldo de más de un millón de personas muertas en Nueva España, el 28 de septiembre de 1821 el general Agustín de Iturbide (1783-1824) firmó el Acta de Independencia del Imperio Mexicano, en la que se declaró que dicho imperio era una “Nación soberana e independiente de la antigua España”.
Un año después, bajo el gobierno del presidente James Monroe (1758-1831), Estados Unidos reconoció la independencia de México de España, algo que no impidió que las rencillas políticas y la ambición expansiva de Estados Unidos en territorio mexicano generaran el rompimiento de relaciones en varias oportunidades y hasta una guerra entre ambos países hacia mediados del siglo XIX. Monroe, el 2 de diciembre de 1823, planteó en su mensaje anual al Congreso un credo que sería conocido como “Doctrina Monroe”. Mediante ella, Estados Unidos se arrogaba el rol de garante de la independencia y sustentabilidad de los países que se habían emancipado de sus antiguas metrópolis y pretendía que los europeos se mantuvieran fuera de América. “América para los americanos” fue la consigna de esta doctrina que se transformaría en la base de la política exterior estadounidense en América Latina y el Caribe hasta la actualidad.
La guerra que se desató entre México y Estados Unidos fue motivada por la declaración de independencia de la República de Texas en 1836, un Estado que ocupó territorios originalmente de España y después de México, quien nunca la reconoció como Estado independiente. En1832 el gobierno estadounidense había enviado al abogado y comandante militar Samuel Houston (1793-1863) a Texas para que organizara la insurrección y encaminara el separatismo. Estando allí declaró: “México está en posesión de un territorio que no le pertenece de derecho. Debemos recuperar Texas pacíficamente si es posible, por la guerra si es nuestro deber”. Tras rodear la frontera con un regimiento de infantería, el ejército estadounidense, junto a los insurrectos texanos, combatieron contra las fuerzas mexicanas hasta que, en 1836, tras capturar al presidente mexicano Antonio López de Santa Anna (1794-1876), declararon la independencia de la República de Texas.
Una década más tarde, ésta solicitó su anexión a Estados Unidos y, ante las protestas del gobierno de México, los ejércitos norteamericanos invadieron el territorio mexicano y se declaró la guerra entre ambos. En agosto de 1846, el general Stephen Kearny (1794-1848) a cargo de las tropas invasoras se dirigió a los habitantes de Nuevo México: “He venido cerca de vosotros por orden de mi gobierno para tomar posesión de este país, y hacer extensivas a él las leyes de los Estados Unidos. Nosotros los consideramos y los hemos considerado desde hace tiempo, como parte del territorio de los Estados Unidos. Nosotros venimos a vosotros como amigos y no como enemigos; como protectores y no como conquistadores; para vuestro beneficio y no para vuestro daño. En consecuencia, yo os declaro libres de toda liga con el gobierno mexicano”.
Dos años duró la guerra. En septiembre de 1847 las tropas estadounidenses entraron a la Ciudad de México y seis meses después se firmó un tratado que puso fin a las hostilidades. Esto implicó que México perdiese algo más de un millón y medio de kilómetros cuadrados, esto es, el 51% de su territorio original. Además conllevó que Estados Unidos se expandiese desde el océano Atlántico hasta el océano Pacífico, lo cual aumentó su poder, fortaleció su seguridad y abrió las posibilidades de comerciar con Asia a través de los puertos californianos. A esta guerra, como todas las de conquista y apropiación de territorios que ya había consumado y las que haría más adelante, se la legitimó ideológicamente al concebir a los pueblos originarios primero, y a los hispanoparlantes después, como un conjunto de pueblos miserables, atrasados e ignorantes, incapaces de gobernarse por sí mismos, que debían ser dominados y despojados de las riquezas que poseían.
El jurista argentino Juan Bautista Alberdi (1810-1884), autor del ensayo “Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina”, texto que serviría de base para la Constitución argentina de 1853, estando en Valparaíso, Chile, publicó en el periódico “El Comercio” un artículo respecto a la anexión de la mitad del territorio mexicano: “Los Estados Unidos no pelean por glorias ni laureles, pelean por ventajas, buscan mercados y quieren espacio en el Sur. El principio político de los Estados Unidos es expansivo y conquistador”. No por nada el antes mencionado Simón Bolívar, figura esencial de la emancipación hispanoamericana frente al Imperio español que durante veinte años lideró la lucha para lograr la independencia de las actuales repúblicas de Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Panamá y Bolivia, premonitoriamente había expresado en una carta que le envió el 5 de agosto de 1829 desde Guayaquil al encargado de negocios del imperio británico en las Américas Patrick Campbell (1779-1857): “Los Estados Unidos parecen destinados por la providencia a plagar la América de miserias en nombre de la libertad”.
Durante la última mitad del siglo XIX con el argumento de necesidades estratégicas para proteger los “intereses americanos” ante “disturbios políticos”, se sucedieron las intervenciones de Estados Unidos en Nicaragua, El Salvador, Honduras, Panamá, Haití y Puerto Rico. También incursionaron en Cuba mientras ésta sostenía una guerra contra España para obtener su independencia. Ya muchos años antes, el citado presidente de Estados Unidos John Quincy Adams había declarado que “el archipiélago cubano es por su posición natural un apéndice del continente norteamericano”. En su “Theory of the ripe fruit” (Teoría de la fruta madura) expresó: “Hay leyes de gravitación política como las hay de gravitación física, y así como una fruta separada de su árbol por la fuerza del viento no puede, aunque quiera, dejar de caer al suelo, así Cuba, una vez separada de España y rota la conexión artificial que la liga con ella e incapaz de sostenerse por sí sola, tiene que gravitar necesariamente hacia la Unión norteamericana”.
Evidentemente,
una vez resueltos los primeros movimientos expansionistas que consolidaron el
nuevo territorio, había empezado la expansión más allá de lo que consideraban
sus fronteras naturales, y se construyeron argumentos diversos para justificar
este movimiento expansionista necesario en el marco de su desarrollo económico.
Los norteamericanos consideraban a América Latina como su “patio trasero” y
actuaron así en consecuencia. Comenzó así la etapa del imperialismo, en la cual
necesitaban conquistar no sólo territorio, sino mercado externo que pudiera
financiar las crisis cíclicas de su mercado. Un mercado externo que debía ser
consolidado y protegido como fuese, porque se trataba de la protección de los
intereses estadounidenses.
Por entonces había visitado Estados Unidos el economista británico Alfred Marshall (1842-1924) quien había sentado las bases de la llamada Escuela Neoclásica tras sus profundos estudios de las obras de Adam Smith (1723-1790), David Ricardo (1772-1823) y John Stuart Mill (1806-1873). Durante su estadía concurrió a la American Academy of Arts and Sciences (Academia Estadounidense de las Artes y las Ciencias), la cual había sido fundada en la ciudad de Boston durante la Guerra de Independencia de los Estados Unidos por varios de los considerados “padres de la patria”, entre ellos Benjamin Franklin (1706-1790), George Washington (1732-1799) y Thomas Jefferson (1743-1826). En una conferencia expresó su pasión por el capitalismo, el cual era el medio que permitiría que los norteamericanos se posesionasen de grandes espacios y lograran que fructificasen. Y aseguró que el modo más rápido y eficaz de permitir que el capitalismo cumpliese su tarea, era desarrollar los territorios que Dios Todopoderoso, en su sabiduría, había otorgado al pueblo norteamericano, del mismo modo que antaño había concedido la “tierra prometida” a los israelitas.
Para finales del siglo XIX los Estados Unidos estaban ya consolidados como un verdadero poder económico y militar mundial. Ya resuelto su crecimiento territorial, resuelto su proyecto estratégico luego de la Guerra Civil y habiendo expulsado definitivamente a España de América con la consiguiente apropiación del Caribe, la nueva nación se había convertido en una verdadera potencia imperialista y como tal se comportaría. Fue cuando tomó una importancia determinante la concepción militar del almirante Alfred Thayer Mahan (1840-1914), autor de la obra “The influence of sea power upon history (La influencia del poderío marítimo en la historia), quien en la última década del siglo XIX había expresado la necesidad de contar con una supremacía naval que hiciera de la nación la principal potencia naval del mundo. La enorme ampliación de la US Navy (Marina de Guerra de Estados Unidos) fue fundamental para el desarrollo de esta etapa imperialista.