28 de septiembre de 2023

Intervencionismo de Estados Unidos en Latinoamérica. Una secuencia nefasta

3º parte: El “gran garrote”

Otro teórico influyente en la geopolítica de los Estados Unidos sería Nicholas Spykman (1893-1943). Partidario de la “Doctrina Monroe” y sucesor de Mahan, en su ensayo “America's strategy in world politics. The United States and the balance of power” (La estrategia de Estados Unidos en la política mundial. Estados Unidos y el equilibrio de poder) manifestó: “Sólo hay oportunidad para practicar una política exterior positiva cuando se dispone de una fuerza marginal para utilizarla libremente. Sean cuales fueren la teoría y el sistema doctrinal, la aspiración práctica es mejorar constantemente la relativa situación de poder del propio Estado. Se codicia aquella forma de equilibrio que, neutralizando a los demás Estados, deje al nuestro en libertad para ser la fuerza y la voz que decidan”. En su obra dedicó gran espacio a América Latina y, en particular, a la lucha por la América del Sur. Para él, las tierras situadas al sur del río Grande constituían un mundo diferente a Canadá y Estados Unidos y consideraba desafortunado que las partes de habla inglesa y latina del continente fueran llamadas igualmente América.
Consideraba necesaria una separación radical entre la América de los anglosajones y la América de los latinos, y propuso dividir el mundo latino en dos regiones desde el punto de vista de la estrategia norteamericana para el subcontinente: una mediterránea que incluiría a México, América Central, el Caribe, Colombia y Venezuela; y otra que comprendería a todo el resto de América del Sur. Realizada esta separación geopolítica, para él la América mediterránea debía ser una zona en que la supremacía norteamericana no podía ser cuestionada y quedaría siempre en una posición de absoluta dependencia de los Estados Unidos. En cuanto a la región Sur, manifestó que “para nuestros vecinos al sur del río Grande, los norteamericanos seremos siempre el Coloso del Norte. Por esto, los países situados fuera de nuestra zona inmediata de supremacía, o sea, los grandes Estados de América del Sur (Argentina, Brasil y Chile) pueden intentar contrabalancear nuestro poder a través de una acción común o mediante el uso de influencia de fuera del hemisferio. En este caso, una amenaza a la hegemonía norteamericana en esta región del hemisferio tendrá que ser respondida mediante la guerra”. Su ensayo se convertiría en la piedra angular del pensamiento estratégico norteamericano de toda la segunda mitad del siglo XX.


El nuevo contexto mundial del inicio del siglo XX, donde Alemania, Francia e Inglaterra se repartieron zonas de influencia en todo el globo, Estados Unidos buscó afianzarse en su carácter bioceánico, por lo cual la cuestión de un canal que atravesase el istmo centroamericano se volvió central y fue una de las más arquetípicas políticas intervencionistas. Mucho tuvo que ver con ello el desarrollo económico, especialmente a partir del descubrimiento del oro en California en 1848 y la necesidad de facilitar el transporte entre ambas costas del país. Así, en 1903, tras escindir Panamá de Colombia, construyeron el canal que les abrió paso al Océano Pacifico. No conformes con ello, tras la apertura del Canal de Panamá, Estados Unidos colmó la zona de bases militares. Al año siguiente se promulgó la Constitución Nacional panameña en la que un apartado contemplaba la intervención militar de Estados Unidos cuando su presidente Theodore Roosevelt (1858-1919) lo creyese necesario.
Fue justamente este presidente quien, en 1901, implantó la teoría del “Big stick” (Gran garrote) mediante la cual se manejó la política exterior de Estados Unidos hacia América Latina y el Caribe. Roosevelt tomó la idea de un proverbio africano que decía: “Speak softly and carry a big stick, you will go far (Habla suavemente y lleva un gran garrote, así llegarás lejos”). Tal política señaló el inicio de la etapa más agresiva del imperialismo estadounidense postulando que los desórdenes internos de las repúblicas latinoamericanas constituían un problema para el funcionamiento de las compañías comerciales estadounidenses establecidas en dichos países y que, en consecuencia, los Estados Unidos debían atribuirse la potestad de “restablecer el orden” primero presionando a los caudillos locales con las ventajas que representaba gozar del apoyo político y económico de Estados Unidos (“hablar suavemente”), y finalmente recurriendo a la intervención armada (el “gran garrote”) en caso de no obtener resultados favorables a sus intereses económicos.


Luego, en 1904, en su discurso anual ante el Congreso, expuso lo que sería conocido como “Roosevelt Corollary” (Corolario Roosevelt), una enmienda a la Doctrina Monroe de 1823: “Si una nación demuestra que sabe actuar con una eficacia razonable y con el sentido de las conveniencias en materia social y política, si mantiene el orden y respeta sus obligaciones, no tiene por qué temer una intervención de los Estados Unidos. La injusticia crónica o la importancia que resultan de un relajamiento general de las reglas de una sociedad civilizada pueden exigir, a fin de cuentas, en América o fuera de ella, la intervención de una nación civilizada y, en el hemisferio occidental, la adhesión de los Estados Unidos a la doctrina de Monroe puede obligar a los Estados Unidos, aunque en contra de sus deseos, en casos flagrantes de injusticia o de impotencia, a ejercer un poder de policía internacional”.
Con la pretensión de disimular la verdadera vocación imperialista de su enmienda agregó: “No es cierto que Estados Unidos desee territorios o contemple proyectos con respecto a otras naciones del hemisferio occidental excepto los que sean para su bienestar. Todo lo que este país desea es ver a las naciones vecinas estables, en orden y prósperas. Toda nación cuyo pueblo se conduzca bien puede contar con nuestra cordial amistad. Si una nación muestra que sabe cómo actuar con eficiencia y decencia razonables en asuntos sociales y políticos, si mantiene el orden y paga sus obligaciones, no necesita temer la interferencia de los Estados Unidos. Un mal crónico, o una impotencia que resulta en el deterioro general de los lazos de una sociedad civilizada, puede en América, como en otras partes, requerir finalmente la intervención de alguna nación civilizada, y en el hemisferio occidental la adhesión de los Estados Unidos a la Doctrina Monroe puede forzar a los Estados Unidos, aún sea renuentemente, al ejercicio del poder de policía internacional en casos flagrantes de tal mal crónico o impotencia”.


Roosevelt declararía poco después que Estados Unidos sería “el gendarme” del Caribe, algo que se manifestó en las numerosas intervenciones políticas y militares en todo el continente. Como ejemplos de la aplicación de esta política contra las naciones de América Latina, sólo en el periodo previo a la intervención estadounidense en la Primera Guerra Mundial, pueden mencionarse las sucesivas ocupaciones militares -para defender los “intereses norteamericanos”- en Honduras (1903, 1905, 1907, 1911 y 1912), en República Dominicana (1903, 1904, 1914 y 1916), en Panamá (1904, 1908 y 1912), en Cuba (1906 y 1912), en Nicaragua (1910 y 1912), en México (1911, 1913, 1914 y 1916) y en Haití (1914 y 1915).
Estas múltiples intervenciones, impulsadas también por el presidente Woodrow Wilson (1856-1924), tuvieron como propósito la consolidación de una estructura comercial que sirviera de soporte para el desarrollo económico de Estados Unidos, propiciando la protección y la ampliación de sus propiedades e inversiones mediante el apoyo a políticos pro-estadounidenses y el derrocamiento de regímenes no deseados. Un poco antes, allá por 1912, el por entonces presidente William H. Taft (1857-1930) había declarado: “No está lejano el día en que tres banderas de barras y estrellas señalen en tres sitios equidistantes la extensión de nuestro territorio: una en el Polo Norte, otra en el Canal de Panamá y la tercera en el Polo Sur. Todo el hemisferio será nuestro, de hecho, como en virtud de nuestra superioridad racial, ya es nuestro moralmente”.
El 2 abril de 1917 Estados Unidos dio el “paso inevitable” y, mientras era un importante proveedor de armas para Gran Bretaña y Francia, abandonó la “neutralidad” y le declaró la guerra a Alemania y sus aliados. Permaneció en el conflicto hasta el 11 de noviembre de 1918, día en que se firmó un armisticio en la ciudad francesa de Compiègne, aunque formalmente la guerra culminó tras la firma del Tratado de Versalles el 28 de junio de 1919. La contienda confirmó el papel de liderazgo de Estados Unidos en los asuntos internacionales y una fiebre patriótica se apoderó del país. De allí en adelante, siempre bajo el pretexto de proteger los “intereses americanos” y “mantener el orden público” ante las “condiciones inciertas” provocadas por los “conatos de revolución”, las tropas estadounidenses invadieron nuevamente los territorios de Cuba, Panamá, Honduras, Guatemala y Costa Rica.


También fueron numerosas las intervenciones en México “persiguiendo a bandidos”, como llamaban a las fuerzas revolucionarias mexicanas encabezadas por Emiliano Zapata (1879-1919) y Francisco “Pancho” Villa (1878-1923), quienes desde hacía varios años impulsaban las luchas sociales en pos de la propiedad comunal de las tierras y el respeto a las comunidades indígenas, campesinas y obreras, y en contra de las férreas dictaduras de Porfirio Díaz (1830-1915) y Victoriano Huerta (1845-1916), ambas particularmente favorables a la oligarquía agraria, los privilegios de la Iglesia y las inversiones extranjeras, principalmente las de las compañías agroindustriales, petroleras y mineras estadounidenses.
Otro tanto hicieron en Nicaragua, donde el líder revolucionario Augusto César Sandino (1895-1934) había propuesto crear un ejército popular para combatir a los ocupantes extranjeros. Allí crearon la Guardia Nacional y realizaron el primer bombardeo aéreo en América Latina. Tras el asesinato de Sandino se instauró una dictadura encabezada por Anastasio Somoza (1896-1956) quien consolidó su poder mediante la persecución política y la represión con el pleno apoyo de Estados Unidos. Lo mismo ocurrió en El Salvador cuando, apoyado por los Estados Unidos, el general y terrateniente Maximiliano Hernández Martínez (1882-1966) accedió al poder tras un Golpe de Estado, algo a lo que se opuso el líder revolucionario Farabundo Martí (1893-1932), quien se oponía al negocio cafetero manejado por la oligarquía salvadoreña que avanzaba en detrimento de los derechos de los campesinos y las comunidades indígenas expropiándoles sus tierras, lo que lo llevó a preparar un levantamiento popular contra el gobierno. En 1932, buques de guerra estadounidenses controlaron la costa y sus oficiales participaron en la matanza de insurgentes indígenas. Allí permanecieron hasta que Martí, quien había depuesto las armas, fue detenido y fusilado por la dictadura con la complicidad de la embajada norteamericana.


Por entonces el ensayista, periodista y filósofo peruano José Carlos Mariátegui (1894-1930) en uno de los capítulos de su ensayo “La escena contemporánea” manifestó: “Los Estados Unidos, más que una gran democracia son un gran imperio. La forma republicana no significa nada. El crecimiento capitalista de los Estados Unidos tenía que desembocar en una conclusión imperialista. El capitalismo norteamericano no puede desarrollarse más dentro de los confines de los Estados Unidos y de sus colonias. Manifiesta, por esto, una gran fuerza de expansión y de dominio”. Y en un artículo titulado “El destino de Norteamérica” publicado en la revista “Variedades” de Lima, expresó: “Para su enérgico y libérrimo florecimiento, ninguna traba material ni moral ha estorbado al capitalismo norteamericano, único en el mundo que en su origen ha reunido todos los factores históricos del perfecto estado burgués, sin embarazantes tradiciones aristocráticas y monárquicas. Sobre la tierra virginal de América, de donde borraron toda huella indígena, los colonizadores anglosajones echaron desde su arribo los cimientos del orden capitalista”.
Esos cimientos incluían manifestaciones extremas de racismo contra los pueblos autóctonos. Ya en el siglo XV dos bulas papales habían creado el marco para la conquista, la colonización y la explotación de los pueblos no cristianos y de sus territorios: en 1455 la “Romanus Pontifex” y en 1493 la “Inter Caetera”. Esas licencias pontificias crearon las bases para que, aún cinco siglos más tarde, los pueblos autóctonos siguieran siendo maltratados y discriminados por los descendientes de los colonizadores europeos. Sobre todo por parte de las clases privilegiadas y los poderes de turno, especialmente cuando éstos son dictatoriales. Naturalmente, esta situación fue el tema que varios escritores de aquella época utilizaron en las tramas de sus obras. El escritor boliviano Alcides Arguedas (1879-1946), por ejemplo, lo hizo en sus novelas “Vida criolla” y “Raza de bronce”, obras en las que habló sobre la opresión de los indígenas por parte de los criollos; y en su ensayo “Pueblo enfermo” abordó temas relacionados con la identidad nacional, el mestizaje y la problemática indígena.