La narradora y ensayista argentina Liliana Heker (1943) se
inició tempranamente en la literatura. En 1959 comenzó a colaborar en la
revista literaria “El grillo de papel”, dirigida por el escritor Abelardo
Castillo (1935-2017). Después de que el gobierno de Arturo Frondizi (1908-1995)
prohibiera su publicación, en 1961 fundó y dirigió junto a Castillo la revista “El
escarabajo de oro”, donde se desempeñó como Secretaria de Redacción primero, y
como Subdirectora hasta su último número en 1974. Luego, en 1976, hizo lo
propio con la revista “El ornitorrinco”, esta vez con Castillo y Sylvia
Iparraguirre (1947), la cual se publicó hasta 1985 funcionando como uno de los
espacios emblemáticos de resistencia cultural durante la dictadura militar que
gobernó durante aquellos años. Su prolífica obra incluye los libros de cuentos “Los que vieron la zarza”,
“Acuario”, “Un resplandor que se apagó en el mundo”, “Las peras del mal”, “Los
bordes de lo real”, “La crueldad de la vida” y “La
muerte de Dios”; las novelas “Zona de clivaje” y “El fin de
la historia”; y los ensayos “Las hermanas de Shakespeare”, “Diálogos sobre la
vida y la muerte” y “Siluetas de papel”. También participó en las antologías “Represión
y reconstrucción de una cultura. El caso argentino” y “La trastienda de la
escritura”. Muchos de sus cuentos fueron traducidos al alemán, francés, hebreo,
inglés, neerlandés, ruso, serbio y turco.
Fue
coordinadora de talleres literarios en los que se formaron muchos escritores
argentinos reconocidos en la actualidad. Su última actividad pública fue el 20
de enero pasado cuando, ante cientos de escritores, poetas, artistas y una
numerosa cantidad de personas que asistieron en señal de apoyo, dio una clase
abierta en la Plaza del Congreso contra la arremetida hacia el arte y la
cultura emprendida por el gobierno “libertario” neo-liberal de ultraderecha
que, desde el comienzo de su gestión, acometió contra cuestiones básicas de
cualquier sociedad como la educación y la salud pública, la alimentación, la
vivienda, el trabajo y las obras públicas. Lo que sigue son extractos compaginados
de las entrevistas que le hicieron Fernando Manzini y Tomás Méndez para el nº 8
de la revista “Gambito de Papel” de diciembre de 2017, Verónica Abdala para el
diario “Infobae” del 9 de febrero de 2023, e Inés Hayes para el suplemento “Las12”
del diario “Página/12” del 2 de febrero de 2024.
¿Cómo nace un escritor?
Primero
está la lectura, y después, a veces, esa necesidad de expresarse por escrito.
¿En tu caso cómo se manifestó la vocación?
Yo de
chica pensaba mucho, mucho; era muy inquieta: me recuerdo pensando cosas
demasiado complejas, que no sabía expresar. Era muy arrebatada, entonces sentía
que las ideas se agolpaban en mi cabeza. Ahí es cuando empiezo a imaginar
historias, dando vueltas en el patio, y a corregirlas mentalmente, yo creo que
allí nació la escritora. Más tarde, reconozco la necesidad de escribir en
cuarto año: tenía una profesora con la que tuve diferencias y ante la que
sostuve una argumentación leyendo algo que había escrito: discutí con ella
escribiendo. Me di cuenta también en ese momento de que me expresaba mejor por
escrito que oralmente. Eso, con los años, se convirtió en una necesidad
existencial.
Casi todos los escritores de las revistas
literarias en las cuales participaste llegaron a ser voces notables dentro de
la literatura nacional y lograron publicar sus obras en las editoriales más
prestigiosas. ¿Cómo te explicas este hecho? ¿Pensás que el trabajo interno en
estas revistas tuvo algo que ver con ese logro?
En
principio, no creo que sea azar el hecho de que varios que empezamos
escribiendo en esas revistas después siguiéramos escribiendo y existamos
todavía en la literatura. Creo que eso de algún modo ya estaba planteado desde
el primer número de la primera revista, en el editorial. Decíamos que la
literatura para nosotros no era un medio de vida sino un modo de la vida. Nos
posicionábamos como revista de izquierda, pero al mismo tiempo decíamos que la
literatura ya era un modo de cambiar el mundo. Vale decir que aquellos que
elegimos la revista ya coincidíamos en algo esencial, que es ese doble
compromiso: el compromiso con la realidad y el compromiso con la escritura. De
todos modos, fueron muchos los escritores que empezaron publicando con nosotros
pero no todos siguieron escribiendo.
Recién hablaste del compromiso intelectual de
los escritores de tu generación. Da la sensación de que ese compromiso, en la
actualidad, está un poco debilitado…
Yo creo
que el peso de los intelectuales en la época actual es absolutamente menor que
el que tenían en los años ‘60, cuando el compromiso intelectual no sólo con la
realidad nacional sino también con la internacional era un mandato. Siempre hay
excepciones, obviamente, pero como característica generacional, eso no existe.
En los ‘60 y a principios de los ‘70 el compromiso ideológico era realmente muy
fuerte. La revolución cubana había sucedido hacía muy poco y eso pesó sobre
nosotros. Después se fueron dando múltiples movimientos revolucionarios en
América Latina y en el Tercer Mundo en general, y eso hizo que nos sintiéramos
en un mundo en transformación ante el cual necesitábamos imperativamente tomar
partido. Este mundo actual en el que estamos viviendo por supuesto merece y
necesita ser pensado, pero todavía ese pensamiento es muy caótico.
Esa falta de compromiso actual: ¿tendrá que ver
quizá con el hecho de que las ideas, las opciones y los enemigos están menos
claros que antes?
Hay varias
cosas. Por un lado, hay un sólo bloque que es el capitalismo, que está más
desembozado que nunca. Estamos ante un poder cada vez más concentrado y
reaccionario. Supongo que, con el tiempo, se irán generando anticuerpos.
Estamos ante una situación particularmente crítica, difícil de entender y de
aceptar.
¿Dirías que los intelectuales tenían en los ‘60
un peso del que, quizás, hoy carecen?
Totalmente,
teníamos un compromiso social muy marcado y nos sentíamos responsables de
nuestras ideas. También, de dar testimonio de lo que pasaba. Durante la
dictadura, con Abelardo y Sylvia Iparraguirre fundamos la revista “El
Ornitorrinco”, pero mucho antes ya teníamos una existencia, y los jóvenes
autores teníamos peso. Existíamos, en relación también a ese compromiso que
asumimos: con la política, con la literatura, con la vida.
¿Eso cambió?
Hoy el
contexto es muy distinto, los intelectuales actualmente no tienen peso. No
tienen el poder que tenían hace medio siglo, eso es un hecho. Hoy el poder
tampoco lo tienen los políticos, sino los poderes económicos. Por todo eso hoy
las ideas no tienen peso en la sociedad, todo eso cambió muchísimo.
¿Y el lugar de la literatura cambió? ¿Qué lugar,
dirías, le cabe en nuestro tiempo?
No sé qué
lugar ocupa, pero sí que ocupa un lugar: sigue habiendo escritores excelentes.
La creación, la necesidad de escribir una obra, nunca se extingue. Y la lectura
también se mantiene vigente, aunque leer y escribir siempre fueron prácticas de
una minoría. La literatura actúa de una manera laberíntica: no es explosiva,
pero existe, perdura. La literatura no hace la revolución, pero le cambia la
cabeza a un lector, y de esa manera puede cambiar mucho.
Uno de los temas que recorren frecuentemente tus
libros es el tratamiento del concepto de familia como entidad aplastante de los
individuos que la integran. ¿Considerás esto como una preocupación importante
dentro de tu literatura?
Me
interesa la familia como mundo. Eso que en apariencia es considerado muy
normal, pero que en su interioridad muestra fisuras y a veces se desliza hacia
la locura, hacia el horror o hacia el desorden total. Me interesa el mundo
familiar porque, aunque pequeño, me permite mostrar grietas, contradicciones,
que están en la base del orden burgués.
Alguna vez dijiste que la literatura crea
sentidos allí donde no los hay.
Por
supuesto, nos permite tomar conciencia de ciertas zonas del individuo que no aparecen
en la superficie: la literatura nos permite profundizar en capas subterráneas
del ser humano, de la condición humana. Y encontrar sentidos allí donde quizás
no los haya: ese sentido lo construye el autor, y esa veta es absolutamente
personal. Yo digo que el que lee nunca está solo. La literatura sigue siendo
poderosa y necesaria. Necesitamos de las historias: eso es algo que nos
constituye, y se hace evidente desde la infancia. Pero no pretendo dar ninguna
receta, en realidad no la tengo tampoco para mí.
¿Cuál es tu perspectiva de la situación actual
desde tu lugar como autora, escritora, artista, trabajadora de la cultura?
En tanto
autora de ficciones, es difícil que, mientras disponga de las condiciones
básicas para vivir, una situación exterior modifique de manera significativa mi
actividad. Incluso durante la dictadura militar, dentro del pequeño ámbito de
libertad que era mi pieza, pude escribir; cuando lo conseguía, ese acto privado
y libre me rescataba de la pesadilla en que estábamos viviendo. Ahora también
sucede. Contra la angustia, escribo. Pero un cuento o una novela es un trabajo
a largo plazo. Lo que nos está pasando como sociedad ocurre ahora y aquí. Es el
momento en que nuestra herramienta, las palabras, tiene que actuar de manera inmediata.
Hacerse oír ahora. Es una posibilidad que tenemos los escritores, que tienen
los artistas en general. Tenemos voz, y esa voz tiene que encontrar la forma de
ser escuchada, de volverse acción.
¿Qué sentiste el día de la charla, qué
respuestas tuviste?
El día de
la charla en la Plaza del Congreso experimenté una emoción muy especial. En
primer lugar, estaba en la calle y para mí la calle implica la voz de los que
no tienen voz, de los que no cuentan con otro medio para hacer oír sus
reclamos. Me supe unida a todos los que me rodeaban; me hicieron sentir que mis
palabras podían acompañar y tal vez ayudar. Había gente querida: muchos de mis
amados tallerines, amigos de toda la vida, colegas que hacía tiempo no veía; me
abracé con la gran Liliana Herrero, cuya voz única suele hacerme compañía
mientras trabajo; nos saludamos a la distancia con Cristina Paravano, esa
grande del teatro comunitario. Pero, sobre todo, había mucha gente a la que no
conocía pero a la que sentí muy cerca. Ese cariño multitudinario me acompañó y
me sigue acompañando.
Ese día dijiste que si uno escribe, las palabras
tienen que ser mejores que el silencio, ¿podrías explicarlo?
Me refería
en particular a lo que una destina a ser publicado. Yo me puedo levantar un día
y escribir: hoy me duele la cabeza. Está bien, es mi libertad. Pero esa frase a
secas ¿tiene algún sentido para otros? La literatura es un modo de la
comunicación; compleja, no explícita, pero comunicación al fin. ¿Por qué tuve
el deseo de contar determinada situación? Tal vez porque algo en ella me pareció
absurdo, o injusto, o temible, o porque la sentí atravesada por una casi
imperceptible ráfaga de belleza o de monstruosidad. Bueno, eso que, muchas
veces de manera difusa, una quiere comunicar no siempre se percibe de entrada
en lo que escribimos. Hay que buscarlo hasta que ese resplandor o ese espanto o
esa comicidad o esa tensión, eso que le da sentido a nuestra historia, aparezca
en lo escrito. ¿Contar por contar? ¿Anotar “hoy me duele la cabeza” y
chantárselo a los otros? Me parece una actitud un poco egocéntrica o vanidosa.
Mejor tomarse una aspirina.
Otra cuestión clave que señalaste es que los y
las escritoras son trabajadorxs también, pertenecen a la clase trabajadora,
¿por qué lo señalaste con énfasis ese día?
Me importa
aclarar esto: no dije que los escritores, en tanto creadores, pertenecemos a la
clase trabajadora; no creo que sea así y enseguida voy a explicar por qué. Lo
que dije es que casi todos los artistas y escritores que conozco -y me
incluyo-, hemos tenido que ganarnos la vida trabajando; en lo que fuera, como
cualquier hijo de vecino. Arreglarnos para tener un ingreso que nos permitiera
vivir de manera más o menos aceptable y estar en condiciones, mientras tanto,
de dedicarnos a nuestro oficio esencial sin morir de desamparo o inanición.
Puse énfasis en eso del trabajo porque poco antes había escuchado a una
funcionaria de este gobierno mandarnos a los artistas a agarrar la pala. No sé
desde qué tarea suya de excavación lo estaría proponiendo pero, ya que parece
ignorar (no solo en este campo) el tema del que está hablando, me permito
informarle que hay una larguísima lista de oficios que, en todos los tiempos,
han desempeñado los artistas de todas las disciplinas para poder sobrevivir. Y
acá sí quiero aclarar por qué no considero que un artista, en tanto creador,
pertenezca a la clase trabajadora, tal como la entiendo. Es un trabajo, sí, y
en muchos casos, aquel en el que ponemos nuestra mayor dedicación. Pero para
sobrevivir tenemos que trabajar en otra cosa. Puede ocurrir, claro, que a la
larga o a veces a la corta, un premio importante o una buena repercusión
internacional le permita a un artista vivir de su trabajo creador, pero es
infrecuente y no hay garantías. Voy a poner un solo ejemplo: el de Héctor
Alterio, uno de los mayores, si no el mayor, entre los actores argentinos.
Durante los muchos años en que trabajó en el teatro independiente ya era un
actor extraordinario que nos maravillaba desde el escenario, pero todo el día
andaba con su portafolios ganándose la vida fuera del teatro. Así suele ser la
cosa entre los artistas. Sin contar con que, para barrer el piso, seguimos
valiéndonos del escobillón y de la pala.
También contaste que en esa misma plaza luchaste
en los ‘50 por la educación pública, ¿qué sentís de tener que seguir
defendiendo lo mismo por tanto tiempo?
Fue en el ‘58,
sí. Yo tenía quince años y estaba en 4º año de la escuela normal. Salíamos a la
calle en defensa de la ley 1420, de enseñanza laica, gratuita y obligatoria. Me
recuerdo una mañana en la Plaza Congreso, con guardapolvo blanco, explicándole
a un grupo de personas por qué hacíamos huelga. (Y aclaro que, si no fuera por
la escuela pública, donde recibí una educación excepcional, no estaría
contestando esta entrevista. Mis padres no estaban en condiciones de pagar para
que mi hermana y yo recibiéramos una educación de excelencia). Lo que siento
con esta vuelta a la Plaza es algo complejo; por un lado, una angustia
inevitable cuando pienso que derechos que creíamos indiscutibles corren el
riesgo de ser arrasados con una falta de escrúpulos difícil de creer. Por otro
lado, siento que, contra unos pocos poderosos a quienes solo les interesa
acumular más y más a costa de la miseria de la mayoría y de la degradación del planeta,
seguimos en pie, poniendo el cuerpo y nuestras herramientas por lo que
consideramos justo. Y entonces depongo toda angustia.
¿Cómo creés que aporta el arte y la literatura a
la lucha por una vida mejor?
No me
engaño; en nuestro país, donde ya se viene deteriorando desde hace tiempo la
educación pública y donde sobrevivir se hace cada día más difícil, es lógico
que, para una mayoría, el cine, el teatro, la literatura, el arte en general,
se estén volviendo casi inaccesibles. Lo que fervientemente aspiro para todo
argentino y toda argentina es que, además de una salud protegida, de una
vivienda, una educación y una alimentación dignos, tenga la posibilidad de
descubrir la lectura, de encontrarse con la música, de ir al teatro y al cine y
conmoverse con lo que está viendo y leyendo y escuchando. Porque entonces el
mundo se le va a poder abrir más allá de los límites que conoce y va a estar en
condiciones de elegir libremente su destino, de no ser engañado por discursos
falaces y perversos. Va a ser realmente libre. Ya que los libros, el arte y la
ciencia nos ayudan a ser libres. A todos. Por algo, en las propuestas del
actual gobierno, hay un empeño tan evidente en borrarlos de la realidad.