15 de febrero de 2024

Entremeses literarios (CCXV)

EL DESENLACE
Luisa Valenzuela
Argentina (1938)
 
- Estoy muy cansada, no me cuentes más historias, no hables tanto. Nunca hablas tanto. Vení, vamos a dormir. Acostate conmigo.
- Estás loca, ¿no me oíste, acaso? Basta de macanas. Se acabó nuestro jueguito, ¿entendés? Se acabó para mí, lo que quiere decir que también se acabó para vos. Telón. Entendelo de una vez por todas, porque yo me las pico.
- ¿Te vas a ir?
- Claro, ¿o pretendés que me quede? Ya no tenemos nada más que decirnos. Esto se acabó. Pero gracias de todos modos, fuiste un buen cobayo, hasta fue agradable. Así que ahora tranquilita, para que todo termine bien.
- Pero quedate conmigo. Vení, acostate.
- ¿No te das cuenta de que esto ya no puede seguir? Basta, reaccioná. Se terminó la farra. Mañana a la mañana te van a abrir la puerta y vos vas a poder salir, quedarte, contarlo todo, hacer lo que se te antoje. Total, yo ya voy a estar bien lejos...
- No, no me dejes. ¿No vas a volver? Quedate.
Él se alza de hombros y, como tantas otras veces, gira sobre sus talones y se encamina a la puerta de salida. Ella ve esa espalda que se aleja y es como si por dentro se le disipara un poco la niebla. Empieza a entender algunas cosas, entiende sobre todo la función de este instrumento negro que él llama revólver.
Entonces lo levanta y apunta.
 
 
OLOR A CEBOLLA
Camilo José Cela
España (1946)
 
Estaba enfermo y sin un real, pero se suicidó porque olía a cebolla.
- Huele a cebolla que apesta, huele un horror a cebolla.
- Cállate, hombre, yo no huelo nada, ¿quieres que abra la ventana?
- No, me es igual. El olor no se iría, son las paredes las que huelen a cebolla, las manos me huelen a cebolla.
La mujer era la imagen de la paciencia.
- ¿Quieres lavarte las manos?
- No, no quiero, el corazón también me huele a cebolla.
- Tranquilízate.
- No puedo, huele a cebolla.
- Anda, procura dormir un poco.
- No podría, todo me huele a cebolla.
- Oye, ¿quieres un vaso de leche?
- No quiero un vaso de leche. Quisiera morirme, nada más que morirme muy de prisa, cada vez huele más a cebolla.
- No digas tonterías.
- ¡Digo lo que me da la gana! ¡Huele a cebolla!
El hombre se echó a llorar.
- ¡Huele a cebolla!
- Bueno, hombre, bueno, huele a cebolla.
- ¡Claro que huele a cebolla! ¡Una peste!
La mujer abrió la ventana. El hombre, con los ojos llenos de lágrimas, empezó a gritar.
- ¡Cierra la ventana! ¡No quiero que se vaya el olor a cebolla!
- Como quieras.
La mujer cerró la ventana.
- Oye, quiero agua en una taza; en un vaso, no.
La mujer fue a la cocina a prepararle una taza de agua a su marido.
La mujer estaba lavando la taza cuando se oyó un berrido infernal, como si a un hombre se le hubieran roto los dos pulmones de repente. El golpe del cuerpo contra las losetas del patio, la mujer no lo oyó. En vez sintió un dolor en las sienes, un dolor frío y agudo como el de un pinchazo con una aguja muy larga.
- ¡Ay!
El grito de la mujer salió por la ventana abierta; nadie le contestó, la cama estaba vacía.
Algunos vecinos se asomaron a las ventanas del patio.
- ¿Qué pasa?
La mujer no podía hablar. De haber podido hacerlo, hubiera dicho:
- Nada, que olía un poco a cebolla.
 
 
A MAIL IN THE LIFE
Fernando Iwasaki
Perú (1961)
 
Desde hace unos meses le mando correos electrónicos a mi mujer haciéndole creer que soy otro. A principio se los tomó a broma, pero poco a poco empezó a entregarse, a fantasear con mis mensajes, a compartir con mi otro yo sus deseos más inconfesables.
Le he puesto trampas para saber si sospecha algo y no es así. Ha caído redonda.
No puedo negar que parece más feliz y hasta me hice de rogar cuando me pidió que la sodomizara, tal como se lo había recomendado bajo mi personalidad secreta. Pero hasta aquí hemos llegado porque he decidido escarmentarla.
Voy a suicidarme para que nos pierda a los dos.
 
 
POSTRIMERÍAS
Adolfo Bioy Casares
Argentina (1914-1999)
 
Cuando entró en el edificio buscó las escaleras para subir. Encontrarlas era difícil. Preguntaba por ellas, y algunos le contestaban: “No hay”. Otros le daban la espalda. Acababa siempre por encontrarlas y por subir otro piso. La circunstancia de que muchas veces las escaleras fueran endebles, arduas y estrechas, aumentaba su fe. En un piso había una ciudad, con plazas y calles bien trazadas. Nevaba, caía la noche. Algunas casas -eran todas de tamaño reducido- estaban iluminadas vivamente. Por las ventanas veía a hombres y mujeres de dos pies de estatura. No podía quedarse entre esos enanos. Descubrió una amplia escalinata de piedra que lo llevó a otro piso. Éste era un antecomedor donde mozos, con chaqueta blanca y modales pésimos, limpiaban juegos de té. Sin volverse, le dijeron que había más pisos y que podía subir. Llegó a una terraza con vastos parques crepusculares, hermosos, pero un poco tristes. Una mujer, con vestido de terciopelo rojo, lo miró espantada y huyó por el enorme paisaje meciéndose la cabellera, gimiendo. Él entendió que cuantos vivían allí estaban locos. Pudo subir otro piso. En una arquitectura propia del interior de un buque, en la que abundaban maderas y hierros pintados de blanco, halló una escalera de caracol. Subió por ella a un altillo donde estaban los peroles que daban el agua caliente a los pisos de abajo. Dijo: “Sobre el fuego está el cielo” y, seguro de su destino, se agarró de un caño para subir más. El caño se dobló; hubo un escape de vapor que le rozó el brazo. Esto lo disuadió de seguir subiendo. Pensó: “En el cielo me quemaré”. Se preguntó a cuál de los horribles pisos inferiores debería descender. En todos él se había sentido fuera de lugar. Esto no probaba que no fuese la morada que le correspondía, porque justamente el infierno es un sitio donde uno se cree fuera de lugar.
 
 
EPITAFIO DE UN BOXEADOR
Ignacio Aldecoa
España (1925-1969)
 
Pasaban las nubes de tormenta con su gorgojo tronador dentro; pasaban sobre el cementerio, agrio y cuaresmal de luz morada. Altos cipreses, hemiciclos mortuorios, taxis en la avenida, un fulgor diamantino en los lejos del sudoeste, urdimbres de coronas pudriéndose, colgado como trapos viejos de las ventanas de los muertos y de las cruces de los panteones. Los acompañantes formaban un grupo friolero contemplando el trabajo de los enterradores. Eran pocos y se hablaban en voz baja. Abrieron el ataúd antes de meterlo en el nicho. Las monjas del hospital no habían logrado cruzar piadosamente las manos del ex campeón, que conservaba la guardia cambiada con el brazo derecho caído según su estilo. Eso le quedaba. Todo lo demás fue miseria hasta su muerte, y la Federación pagó el entierro. Un periodista joven tuvo que ser reconvenido por su director. Había escrito: “Cuando abrieron la caja, el ex campeón parecía totalmente K.O.”. Los muertos deben ser respetados, pero era un buen epitafio.
 
 
LA CONDENA DE UN HOMBRE BUENO
Bertolt Brecht
Alemania (1898-1956)
 
Escucha: sabemos que eres nuestro enemigo. Por eso ahora queremos mandarte al paredón. Pero en vista de tus méritos y buenas prendas, será un buen paredón, y te fusilaremos con buenas balas disparadas por buenos fusiles y te enterraremos con una buena pala y en tierra buena.

 
AMOR A LA CARTA
Edgar Allan García
Ecuador (1958)
 
En la carta él le decía cuánto la amaba y todo lo que estaba dispuesto a sacrificar por el amor de los dos. Si ella le respondía que sí, no en otra carta, sino llevando el lunes siguiente un clavel en el abrigo, esa sería la señal para que él cortara los hilos que lo ataban y se jugara entero por ambos. Si ella no quería, si sentía que el amor por él no era tan grande, ni valía la pena lo que él estaba decidido a hacer, entonces la ausencia del clavel le diría a él que se marchara lejos, para siempre, allá donde nadie lo pudiera encontrar, allá donde el reencuentro se tornaría imposible.
Esta era una de las cartas que más le gustaba leer al cartero jubilado y, siempre que lo hacía, se preguntaba qué habría pasado si él, en lugar de robarse esa carta perfumada, la hubiera depositado bajo la puerta de la dirección que estaba escrita en el sobre.


TABÚ
Enrique Anderson Imbert
Argentina (1910-2000)
 
El ángel de la guarda le susurra a Fabián, por detrás del hombro:
- ¡Cuidado, Fabián! Está dispuesto que mueras en cuanto pronuncies la palabra zangolotino.
- ¿Zangolotino?  -pregunta Fabián azorado.
Y muere.


UNICORNIO
Fabiola Figueroa
México (1972)
 
La vimos aproximarse desde muy lejos, salir del rincón más denso y alejado del bosque. Bajó la montaña caminando por el sendero de piedras rojizas. El aire elevaba su cabellera color zanahoria y su vestido blanco vaporoso. El recorrido que tuvo que hacer para llegar hasta nosotros fue tan largo que por momentos tenía que detenerse a comer zarzas de los arbustos o a beber un poco de agua fresca de algún manantial. Cuando la distancia nos permitió distinguir los rasgos de su rostro, detuvo su carrera para tomar aire y hacernos señas con la mano. Supimos que toda ella era pálida y hermosa. Cuando por fin nos tuvo enfrente nos sonrió y nos miró lentamente uno a uno, mientras nosotros no dejábamos de asombrarnos de haberla visto llegar.
- ¿Han visto ustedes mi unicornio? -finalmente se atrevió a romper el silencio.
Uno de nosotros venció el estado de estupefacción y negó con la cabeza.
- Tal vez se fue por allá -se respondió ella misma, al tiempo que señaló el corredor de la izquierda.
Estábamos a punto le verla correr en esa dirección cuando reaccionamos:
- ¡No! ¡Espera! ¡Tú no eres de aquí, regresa al cuadro!
- No puedo, tengo que encontrar mi unicornio.
Y diciendo esto la vimos desaparecer por los pasillos del museo.
 
 
SOR
Silvia Ruete
Argentina (1946)
 
Una sombra corporizada se desliza por la galería fresca, mientras agobia el sol llegando al mediodía. El negro velo opaco la cubre de la cabeza a los pies y acompaña el bamboleante movimiento de su figura. En el fondo del comedor las novicias, todas blancas, preparan las mesas, blancas, entre murmullos de rezos y chismes inocentes. Cuando perciben el olor a incienso que la precede, mudas, paralizan el quehacer.
La obesa figura de la Madre Superiora se recorta en la puerta ojival y relumbra en magnífica aureola, mientras sus ojos ladinos descubren el instante prohibido. Con pasos cortitos recorre el pasillo que dejan los bancos y no se detiene hasta llegar exactamente donde todas saben que lo hará. Perdida la mirada en la pared, donde está pintada “La última cena”, estira los dedos regordetes y una a una van cumpliendo el aprendido rito del besamanos sumiso, mientras musitan letanías:
“Gorda chancha”, ora pro nobis...
“Vieja chupacirios”, ora pro nobis...
“Calentona de monaguillos”, ora pro nobis...
Y ella, beatíficamente sorda, sonríe.