El
recientemente fallecido Paul Auster (1947-2024) fue uno de los escritores
estadounidenses más emblemáticos de su generación. Nacido en Newark en el seno
de una familia judía de ascendencia polaca, pasó sus primeros años en South
Orange y más tarde en Maplewood, todas ciudades del estado de Nueva Jersey. Su
pasión por la escritura le afloró a los diez años de edad cuando su abuela le
regaló una colección de libros del escritor escocés Robert Louis Stevenson
(1850-1894) y comenzó a escribir un par de años más tarde impulsado por los
libros que leía en la biblioteca de uno de sus tíos. Por entonces leyó obras de
los escritores franceses André Gide (1869-1951) y Albert Camus (1913-1960), y
se fascinó con las novelas “Candide,
ou l'optimisme” (Cándido, o el optimismo) de François Marie Arouet, Voltaire
(1694-1778) y “Prestupléniye i nakazániye” (Crimen y castigo) de Fiódor
Dostoyevski (1821-1881).
Tras
graduarse en el Columbia High School de Maplewood, se matriculó en la Columbia
University de NuevaYork para estudiar literatura francesa, italiana e inglesa.
Tras participar en la revuelta estudiantil de abril de 1968 contra el racismo
tras el asesinato del activista del movimiento por los derechos civiles para
los afroestadounidenses Martin Luther King (1929-1968), y contra la
participación de Estados Unidos en la Guerra de Vietnam, en 1969 obtuvo la
licenciatura y la maestría en Literatura Comparada. Al año siguiente se
trasladó a París para eludir el reclutamiento para combatir en dicha guerra.
Allí se ganó la vida traduciendo poemas de Charles Baudelaire (1821-1867),
Stéphane Mallarmé (1842-1898) y Henri Michaux (1899-1984), comenzó a publicar
artículos en revistas literarias y dio a conocer su primer libro, una colección
de traducciones titulada “A little anthology of surrealist poems” (Una pequeña
antología de poemas surrealistas) que incluía poemas de, entre otros, Paul
Éluard (1895-1952), Antonin Artaud (1896-1948), Tristan Tzara (1896-1963),
André Breton (1896-1966), Louis Aragon (1897-1982) y Philippe Soupault
(1897-1990).
En 1974
regresó a Nueva York y siguió escribiendo a mano numerosos cuadernos, los que
más adelante llamaría “las casas de las palabras”, los cuales contenían el
embrión de buena parte de su futura obra novelística. Poco después lanzó su
primer libro de poemas, “Unearth” (Desenterrado), y publicó diversos artículos
en las revistas “New York Review of Books” y “Harper's Saturday Review”. A
fines de 1978 comenzó la redacción de “White spaces” (Espacios blancos) un
largo texto de prosa poética que se publicaría en 1979, y después empezó la
escritura de “The invention of solitude” (La invención de la soledad), un
ensayo narrativo autobiográfico en el que desentrañó la problemática relación
que mantuvo con su padre, el cual sería publicado en 1982.
Lo que
sigue a continuación es una parte de la extensa entrevista que le realizara el
periodista François Busnel y que apareció publicada en la revista francesa
“Lire Magazine” en marzo de 2013.
¿Por qué escribe?
¿Conoce a
ese escritor norteamericano especializado en deportes Red Smith? Ha dicho:
“Escribir es sencillo: hay que abrirse las venas y dejar correr la sangre”. Los
artistas son personas a quienes no les basta el mundo. Personas heridas. Si no,
¿por qué íbamos a encerrarnos en una habitación para escribir? Intentamos
sacarles partido a nuestras heridas para devolverle algo a ese mundo que tan
maltrechos nos ha dejado.
¿El tiempo cicatriza esas heridas?
A veces,
sí; y a veces, no.
¿Y la escritura cicatriza esas heridas?
Pensé que
sí mucho tiempo. Ahora sé que no es ése el caso. Escribí mi primer libro, “La
invención de la soledad”, pensando que a lo mejor me podía curar. Mientras lo
estaba escribiendo, notaba perfectamente que estaba ocurriendo algo doloroso.
Pero cuando acabé el libro, todo estaba igual, no había cambiado nada.
¿Sabría explicar que razones lo impulsaron a
escribir?
No. Sé que
empecé a leer libros muy en serio siendo muy pequeño, y que empecé a escribir
de muy pequeño también. Tenía nueve años. Escribía poemas e historias
espantosamente malas, tan estúpidas que dan apuro incluso hoy. Pero había algo
que valoraba en el hecho de escribir. Era la sensación de la pluma en el papel.
La sensación de la escritura. Me hacía sentirme más vinculado al mundo. Y en
ese vínculo con el mundo me sentía mejor.
A los doce años, escribí lo que llamé “mi primera novela”. Era
probablemente un manojo de alrededor de treinta páginas. Se la enseñé a mi profesor y le gustó; me
propuso que le leyera a la clase un trocito cada día. Fue mi primera
experiencia de escritor, de lectura. Pero, ¡si a los otros alumnos les gustaba
eso que yo había escrito era sobre todo porque, mientras les leía yo mi obra,
ellos podían estar sin hacer nada!
¿Qué fue de esa “primera novela”?
¡Se
perdió! Afortunadamente. Pero me acuerdo de que la escribí con tinta
verde.
¿Cómo escribe usted?
De
diferentes formas. Hay novelas que me han exigido diez años de reflexión antes
de poder escribir una frase. Otras salieron en pocos meses. Todos los proyectos
son diferentes. No tengo un sistema. Cada vez que termino un libro me quedo
vacío y me parece que se acabó, que no volveré a escribir nunca más. Y luego,
poco a poco, ocurre algo y quiero volver a escribir.
¿Qué es ese “algo” que ocurre?
La música
del libro. La oigo en la cabeza. Es una tonalidad. Y, en mi caso, es la
tonalidad la que crea los personajes. Luego, los personajes crean las
situaciones. El origen de un libro está en esa música de la lengua. En la
actualidad, incluso con alrededor de veinte libros a la espalda, sigo con la
misma sensación de ser un principiante, un aficionado, cuando empiezo un libro
nuevo. Como si en todos estos años no hubiera aprendido nada. Seguramente
porque el libro nuevo es muy diferente de los anteriores y que, como nunca
había escrito ese libro antes, tengo que instruirme según lo voy componiendo.
La escritura, en mi caso, está muy relacionada con la música. Y con el hecho de
caminar. Con el ritmo del cuerpo, por lo tanto. Por lo demás, la música es eso:
el ritmo del cuerpo. Cuando camino doy con los ritmos que me ayudan a hacer frases
y párrafos. Primero siento esa melodía, o esa cadencia, llámelo como quiera, en
el cuerpo. Luego se convierte en palabras en cuanto tengo una pluma en la mano.
Suelo citar con frecuencia esta frase espléndida de Ossip Mandelstam: “Me
pregunto cuántos pares de sandalias gastó Dante escribiendo ‘La divina
comedia’”. Mandelstam sintió ese ritmo del caminar en la escritura y la poesía
de Dante.
¿Y usted cuántos pares de zapatos ha gastado
desde que empezó a escribir?
¡Miles!
¿Tiene una musa?
¿Una musa?
A lo mejor… Si tengo una musa, será Siri, mi mujer. Siri es el centro de mi
vida. Me salvó la vida.
¿Le salvó la vida? ¿No es un poco exagerado?
Sí, me
salvó la vida. Cuando la conocí. Seguro. Siri me cambió la forma de ver el
mundo. Yo estaba solo, divorciado, triste, sin ninguna esperanza importante.
Sin aquel encuentro, por casualidad, en Nueva York, sin ella, estos últimos
treinta años habrían sido completamente diferentes. Yo era un necio con las
mujeres, no sabía lo que hacía, no dejaba de tomar decisiones estúpidas. Ahora
Siri es mi primera lectora.
¿Cree en la inspiración?
No, creo
en el inconsciente. Eso es lo que me sirve de guía. Pero para hallar algo
dentro de uno, en el inconsciente, hay que tener determinado estado de ánimo:
muy abierto y sin prejuicios. Entonces dejamos que las cosas broten. Cuando
escribimos, hay que dejar que las cosas ocurran y no censurarse nunca: no hay
que censurarse, no tenemos derecho a censurarnos. Además hay que saber parar.
Quiero decir que, cuando estoy escribiendo un libro y he terminado la jornada
de escritura, hago todo lo posible para no volver a pensar en él el resto del
día. Si trabajas mucho, empiezas a quedarte seco. Así que me voy a casa -nunca trabajo en casa
sino en un estudio a pocos minutos andando-, salgo, cierro la puerta e intento
olvidarme de todo lo que he escrito. Vuelvo a la vida de verdad. ¿Qué vamos a
preparar Siri y yo para cenar? ¿Vamos a ver una película, o vamos a salir, o
vamos a ir a ver a unos amigos, o a ir un rato de compras, o cualquier otra
cosa? Muchas veces me voy del estudio, del sitio en que me paso el día
escribiendo, con un problema que no he conseguido resolver. Me vuelvo a casa,
vivo, me voy a dormir, me despierto por la mañana, voy a pie el estudio, y
cuando llego, ya sé cómo resolver el problema de la víspera. Ha ocurrido
durante el sueño. Vale más dejar que vengan las cosas y no forzarlas. En eso es
en lo que creo para escribir. Cuando estoy escribiendo un libro, no puedo
decirle en qué estado físico me encuentro: es como si el cuerpo entero fuera
una llaga sin cicatrizar... Está uno tan abierto a todo cuanto sucede por la
calle, en el cielo, en todo cuanto tienes alrededor que metes todo eso en el
libro que está en marcha. Un libro es también algo así como una improvisación.
Muy curioso, ¿verdad?
¿Qué ha cambiado con el tiempo y la experiencia?
Sólo ha
cambiado una cosa. Cuando estás escribiendo un libro te quedas bloqueado de vez
en cuando. No sabes cuál va a ser la siguiente frase. No encaja bien. No sabes
qué idea va a llegar. No sabes dónde vas… A veces, estoy perdido. Entonces, lo
dejo. Un día. Una semana. Un mes si es necesario. Para hacerme a la idea de en
qué va a consistir la siguiente etapa. ¡Y funciona! Sirve para que desaparezca
todo el bloqueo. Eso es algo nuevo. Antes, cuando era un escritor joven y
llegaba a un momento de ésos, me decía: ¡estoy acabado! No va a salir bien…
Nunca conseguiré acabar este libro... Y me quedaba bloqueado. Ahora, ya entrado
en años, me digo: si este libro debe escribirse, si debe escribirse de verdad,
entonces encontraré la forma de resolver el problema. Y, a la espera de que eso
suceda, me paro...
¿Así que usted no tiene manuscritos abandonados?
Pues… sí.
Sí tengo proyectos abandonados. En dos o tres ocasiones he empezado novelas y
no estaba muy satisfecho que digamos de lo que llevaba escrito. Alrededor de
cien páginas a veces. Pero sabía que desde el principio había ido mal
encarrilado y que no había esperanza alguna de sacar aquello adelante.
¿Hubo algunas novelas más difíciles de escribir
y que dejaron huellas o cicatrices más penosas que otras?
Ésa es una
buena pregunta. Cuando era joven, es decir entre los diecinueve y los veintidós
años, intenté escribir dos o tres novelas y no tenía capacidad, por entonces,
de escribir esas cosas tan ambiciosas que quería hacer. Creo que tengo
alrededor de mil páginas de prosa de novelas sin acabar. Y esas novelas
inconclusas son el origen de otras novelas que escribí quince años después: “El
palacio de la luna”, “El país de las últimas cosas” y “Ciudad de cristal”. Esos
tres libros los concebí de joven y no era capaz de escribirlos. Pero creo que
ese tiempo de frustración no fue tiempo perdido. Era un aprendizaje que llevé a
cabo en silencio y nadie vio cómo lo hacía.
¿Qué lugar ocupa el cine en su vida?
Siempre
sentí adoración por el cine. Cuando tenía veinte años y vine a Francia a
estudiar creía que quería ser director de cine. Ya escribía poemas, estaba
intentando escribir novelas y, de pronto, me entraron ganas de hacer cine.
Quería matricularme en el Instituto de Altos Estudios de Cinematografía, pero
rellenar los impresos era tan complicado que desistí enseguida. Por entonces
era muy tímido. Me costaba muchísimo hablar delante de otros. Si había más de
dos personas en un recinto me quedaba mudo. Así que me dije que el cine no era
lo mío. ¿Cómo habría podido dirigir en un plató? Pero el interés que sentía por
el cine no fue a menos. Cuando empecé a publicar novelas fue cuando empezaron a
acercárseme los cineastas para pedirme que colaborase en este o aquel guión.
Conocí a Wayne Wang en 1991 e hicimos “Cigarros” en 1994. Entonces descubrí que
hacer una película era un placer inmenso. Pero también un trabajo inmenso y en
equipo. A un escritor, que es esencialmente solitario, le resulta muy difícil.
También es una alegría tremenda.
¿Qué soporte le permite expresar mejor lo que
lleva dentro?
La
escritura, por supuesto. Soy un escritor a quien le gustan todas las formas de
contar una historia, y el cine es una de esas forma. Las mejores películas son
tan buenas y tan importantes como los grandes libros.
¿A qué llama las mejores películas?
A “Cuentos
de Tokio” de Yasujiro Ozu o a “La gran ilusión” de Jean Renoir, películas que
rebosan humanismo, que tienen cierto parecido con los grandes novelistas de
finales del siglo XIX o de principios del siglo XX. Podemos comparar a Satyajit
Ray con Tolstoi. “El mundo de Apu” es posiblemente mi película preferida. Hay que verla tres, cuatro o cinco veces
antes de entender del todo qué ha hecho el cineasta. Pero si se la ve como hay
que verla puede aportar toda la complejidad y toda la satisfacción de una gran
novela. La mayoría de las películas son de entretenimiento, pero también lo son
la mayoría de los libros. En los niveles más altos, hay que reconocer que el
cine y la literatura son casi lo mismo...
“Cigarros” fue ya una obra con connotaciones
autobiográficas, ¿verdad?
Aparecía
un escritor que se llamaba Paul Benjamin, el pseudónimo con que publiqué mi
primer libro, una novela policiaca que escribí para ganar dinero a finales de
la década de 1970. Pero Benjamin es también uno de mis nombres. Me llamo Paul
Benjamin Auster. La película fue un encargo: el “New York Times” me pidió un
cuento para las Navidades y Wayne Wang propuso hacer una película con él.
¿Cuál es para usted el papel del escritor?
En
cualquier caso, no es andar teorizando. Nunca. Un novelista no es un filósofo.
Aunque eso no le impide la reflexión, claro. He leído mucha filosofía, pero no
quiero escribir libros de filosofía. Sólo quiero intentar mostrar, hacer notar
en qué consiste el hecho de estar vivo. Ésa es mi misión de escritor. Y nada
más. La vida es maravillosa y espantosa a la vez y la tarea que me corresponde
es capturar esos momentos.
¿La biografía de un escritor nos proporciona
aclaraciones sobre su obra?
No hay
reglas en ese asunto. Todo depende del escritor. Y todo depende de la forma en
que se enfoque esa biografía.
¿Y en su caso, ya que se encarga usted, en
libros tan diferentes como “La invención de la soledad”, “A salto de mata” o
“Diario de invierno”, de contar episodios de su vida?
En mi
caso, creo, efectivamente, que algunos episodios de mi biografía pueden aclarar
algunos puntos de mis libros. Incluso aunque mis novelas no tomen nunca nada
prestado de la realidad: son ficción, pura ficción. Algunos novelistas son
cronistas de su vida y su ficción no es sino una ficción muy leve. En esos
casos, no cabe duda de que es importante estar al tanto de la historia de su
vida y comparar, entender, investigando o merced a la biografía de una tercera
persona. Yo tomo algunas cosas de mi vida, como es lógico, igual que todos los
escritores, pero no de forma esencial.