7 de mayo de 2024

Paul Auster: “Quiero hacer notar en qué consiste el hecho de estar vivo, ésa es mi misión de escritor. La vida es maravillosa y espantosa a la vez y la tarea que me corresponde es capturar esos momentos”

El recientemente fallecido Paul Auster (1947-2024) fue uno de los escritores estadounidenses más emblemáticos de su generación. Nacido en Newark en el seno de una familia judía de ascendencia polaca, pasó sus primeros años en South Orange y más tarde en Maplewood, todas ciudades del estado de Nueva Jersey. Su pasión por la escritura le afloró a los diez años de edad cuando su abuela le regaló una colección de libros del escritor escocés Robert Louis Stevenson (1850-1894) y comenzó a escribir un par de años más tarde impulsado por los libros que leía en la biblioteca de uno de sus tíos. Por entonces leyó obras de los escritores franceses André Gide (1869-1951) y Albert Camus (1913-1960), y se fascinó con las novelas 
“Candide, ou l'optimisme” (Cándido, o el optimismo) de François Marie Arouet, Voltaire (1694-1778) y “Prestupléniye i nakazániye” (Crimen y castigo) de Fiódor Dostoyevski (1821-1881).
Tras graduarse en el Columbia High School de Maplewood, se matriculó en la Columbia University de NuevaYork para estudiar literatura francesa, italiana e inglesa. Tras participar en la revuelta estudiantil de abril de 1968 contra el racismo tras el asesinato del activista del movimiento por los derechos civiles para los afroestadounidenses Martin Luther King (1929-1968), y contra la participación de Estados Unidos en la Guerra de Vietnam, en 1969 obtuvo la licenciatura y la maestría en Literatura Comparada. Al año siguiente se trasladó a París para eludir el reclutamiento para combatir en dicha guerra. Allí se ganó la vida traduciendo poemas de Charles Baudelaire (1821-1867), Stéphane Mallarmé (1842-1898) y Henri Michaux (1899-1984), comenzó a publicar artículos en revistas literarias y dio a conocer su primer libro, una colección de traducciones titulada “A little anthology of surrealist poems” (Una pequeña antología de poemas surrealistas) que incluía poemas de, entre otros, Paul Éluard (1895-1952), Antonin Artaud (1896-1948), Tristan Tzara (1896-1963), André Breton (1896-1966), Louis Aragon (1897-1982) y Philippe Soupault (1897-1990).
En 1974 regresó a Nueva York y siguió escribiendo a mano numerosos cuadernos, los que más adelante llamaría “las casas de las palabras”, los cuales contenían el embrión de buena parte de su futura obra novelística. Poco después lanzó su primer libro de poemas, “Unearth” (Desenterrado), y publicó diversos artículos en las revistas “New York Review of Books” y “Harper's Saturday Review”. A fines de 1978 comenzó la redacción de “White spaces” (Espacios blancos) un largo texto de prosa poética que se publicaría en 1979, y después empezó la escritura de “The invention of solitude” (La invención de la soledad), un ensayo narrativo autobiográfico en el que desentrañó la problemática relación que mantuvo con su padre, el cual sería publicado en 1982.


Lo que sigue a continuación es una parte de la extensa entrevista que le realizara el periodista François Busnel y que apareció publicada en la revista francesa “Lire Magazine” en marzo de 2013.

¿Por qué escribe?
 
¿Conoce a ese escritor norteamericano especializado en deportes Red Smith? Ha dicho: “Escribir es sencillo: hay que abrirse las venas y dejar correr la sangre”. Los artistas son personas a quienes no les basta el mundo. Personas heridas. Si no, ¿por qué íbamos a encerrarnos en una habitación para escribir? Intentamos sacarles partido a nuestras heridas para devolverle algo a ese mundo que tan maltrechos nos ha dejado.
 
¿El tiempo cicatriza esas heridas?
 
A veces, sí; y a veces, no.
 
¿Y la escritura cicatriza esas heridas?
 
Pensé que sí mucho tiempo. Ahora sé que no es ése el caso. Escribí mi primer libro, “La invención de la soledad”, pensando que a lo mejor me podía curar. Mientras lo estaba escribiendo, notaba perfectamente que estaba ocurriendo algo doloroso. Pero cuando acabé el libro, todo estaba igual, no había cambiado nada.
 
¿Sabría explicar que razones lo impulsaron a escribir?
 
No. Sé que empecé a leer libros muy en serio siendo muy pequeño, y que empecé a escribir de muy pequeño también. Tenía nueve años. Escribía poemas e historias espantosamente malas, tan estúpidas que dan apuro incluso hoy. Pero había algo que valoraba en el hecho de escribir. Era la sensación de la pluma en el papel. La sensación de la escritura. Me hacía sentirme más vinculado al mundo. Y en ese vínculo con el mundo me sentía mejor.  A los doce años, escribí lo que llamé “mi primera novela”. Era probablemente un manojo de alrededor de treinta páginas.  Se la enseñé a mi profesor y le gustó; me propuso que le leyera a la clase un trocito cada día. Fue mi primera experiencia de escritor, de lectura. Pero, ¡si a los otros alumnos les gustaba eso que yo había escrito era sobre todo porque, mientras les leía yo mi obra, ellos podían estar sin hacer nada!
 
¿Qué fue de esa “primera novela”?
 
¡Se perdió! Afortunadamente. Pero me acuerdo de que la escribí con tinta verde. 
 
¿Cómo escribe usted?
 
De diferentes formas. Hay novelas que me han exigido diez años de reflexión antes de poder escribir una frase. Otras salieron en pocos meses. Todos los proyectos son diferentes. No tengo un sistema. Cada vez que termino un libro me quedo vacío y me parece que se acabó, que no volveré a escribir nunca más. Y luego, poco a poco, ocurre algo y quiero volver a escribir.
 
¿Qué es ese “algo” que ocurre?
 
La música del libro. La oigo en la cabeza. Es una tonalidad. Y, en mi caso, es la tonalidad la que crea los personajes. Luego, los personajes crean las situaciones. El origen de un libro está en esa música de la lengua. En la actualidad, incluso con alrededor de veinte libros a la espalda, sigo con la misma sensación de ser un principiante, un aficionado, cuando empiezo un libro nuevo. Como si en todos estos años no hubiera aprendido nada. Seguramente porque el libro nuevo es muy diferente de los anteriores y que, como nunca había escrito ese libro antes, tengo que instruirme según lo voy componiendo. La escritura, en mi caso, está muy relacionada con la música. Y con el hecho de caminar. Con el ritmo del cuerpo, por lo tanto. Por lo demás, la música es eso: el ritmo del cuerpo. Cuando camino doy con los ritmos que me ayudan a hacer frases y párrafos. Primero siento esa melodía, o esa cadencia, llámelo como quiera, en el cuerpo. Luego se convierte en palabras en cuanto tengo una pluma en la mano. Suelo citar con frecuencia esta frase espléndida de Ossip Mandelstam: “Me pregunto cuántos pares de sandalias gastó Dante escribiendo ‘La divina comedia’”. Mandelstam sintió ese ritmo del caminar en la escritura y la poesía de Dante.
 
¿Y usted cuántos pares de zapatos ha gastado desde que empezó a escribir?
 
¡Miles!
 
¿Tiene una musa?
 
¿Una musa? A lo mejor… Si tengo una musa, será Siri, mi mujer. Siri es el centro de mi vida. Me salvó la vida.
 
¿Le salvó la vida? ¿No es un poco exagerado?
 
Sí, me salvó la vida. Cuando la conocí. Seguro. Siri me cambió la forma de ver el mundo. Yo estaba solo, divorciado, triste, sin ninguna esperanza importante. Sin aquel encuentro, por casualidad, en Nueva York, sin ella, estos últimos treinta años habrían sido completamente diferentes. Yo era un necio con las mujeres, no sabía lo que hacía, no dejaba de tomar decisiones estúpidas. Ahora Siri es mi primera lectora.
 
¿Cree en la inspiración?
 
No, creo en el inconsciente. Eso es lo que me sirve de guía. Pero para hallar algo dentro de uno, en el inconsciente, hay que tener determinado estado de ánimo: muy abierto y sin prejuicios. Entonces dejamos que las cosas broten. Cuando escribimos, hay que dejar que las cosas ocurran y no censurarse nunca: no hay que censurarse, no tenemos derecho a censurarnos. Además hay que saber parar. Quiero decir que, cuando estoy escribiendo un libro y he terminado la jornada de escritura, hago todo lo posible para no volver a pensar en él el resto del día. Si trabajas mucho, empiezas a quedarte seco.  Así que me voy a casa -nunca trabajo en casa sino en un estudio a pocos minutos andando-, salgo, cierro la puerta e intento olvidarme de todo lo que he escrito. Vuelvo a la vida de verdad. ¿Qué vamos a preparar Siri y yo para cenar? ¿Vamos a ver una película, o vamos a salir, o vamos a ir a ver a unos amigos, o a ir un rato de compras, o cualquier otra cosa? Muchas veces me voy del estudio, del sitio en que me paso el día escribiendo, con un problema que no he conseguido resolver. Me vuelvo a casa, vivo, me voy a dormir, me despierto por la mañana, voy a pie el estudio, y cuando llego, ya sé cómo resolver el problema de la víspera. Ha ocurrido durante el sueño. Vale más dejar que vengan las cosas y no forzarlas. En eso es en lo que creo para escribir. Cuando estoy escribiendo un libro, no puedo decirle en qué estado físico me encuentro: es como si el cuerpo entero fuera una llaga sin cicatrizar... Está uno tan abierto a todo cuanto sucede por la calle, en el cielo, en todo cuanto tienes alrededor que metes todo eso en el libro que está en marcha. Un libro es también algo así como una improvisación. Muy curioso, ¿verdad?
 
¿Qué ha cambiado con el tiempo y la experiencia?
 
Sólo ha cambiado una cosa. Cuando estás escribiendo un libro te quedas bloqueado de vez en cuando. No sabes cuál va a ser la siguiente frase. No encaja bien. No sabes qué idea va a llegar. No sabes dónde vas… A veces, estoy perdido. Entonces, lo dejo. Un día. Una semana. Un mes si es necesario. Para hacerme a la idea de en qué va a consistir la siguiente etapa. ¡Y funciona! Sirve para que desaparezca todo el bloqueo. Eso es algo nuevo. Antes, cuando era un escritor joven y llegaba a un momento de ésos, me decía: ¡estoy acabado! No va a salir bien… Nunca conseguiré acabar este libro... Y me quedaba bloqueado. Ahora, ya entrado en años, me digo: si este libro debe escribirse, si debe escribirse de verdad, entonces encontraré la forma de resolver el problema. Y, a la espera de que eso suceda, me paro... 
 
¿Así que usted no tiene manuscritos abandonados?
 
Pues… sí. Sí tengo proyectos abandonados. En dos o tres ocasiones he empezado novelas y no estaba muy satisfecho que digamos de lo que llevaba escrito. Alrededor de cien páginas a veces. Pero sabía que desde el principio había ido mal encarrilado y que no había esperanza alguna de sacar aquello adelante.
 
¿Hubo algunas novelas más difíciles de escribir y que dejaron huellas o cicatrices más penosas que otras?
 
Ésa es una buena pregunta. Cuando era joven, es decir entre los diecinueve y los veintidós años, intenté escribir dos o tres novelas y no tenía capacidad, por entonces, de escribir esas cosas tan ambiciosas que quería hacer. Creo que tengo alrededor de mil páginas de prosa de novelas sin acabar. Y esas novelas inconclusas son el origen de otras novelas que escribí quince años después: “El palacio de la luna”, “El país de las últimas cosas” y “Ciudad de cristal”. Esos tres libros los concebí de joven y no era capaz de escribirlos. Pero creo que ese tiempo de frustración no fue tiempo perdido. Era un aprendizaje que llevé a cabo en silencio y nadie vio cómo lo hacía.
 
¿Qué lugar ocupa el cine en su vida?
 
Siempre sentí adoración por el cine. Cuando tenía veinte años y vine a Francia a estudiar creía que quería ser director de cine. Ya escribía poemas, estaba intentando escribir novelas y, de pronto, me entraron ganas de hacer cine. Quería matricularme en el Instituto de Altos Estudios de Cinematografía, pero rellenar los impresos era tan complicado que desistí enseguida. Por entonces era muy tímido. Me costaba muchísimo hablar delante de otros. Si había más de dos personas en un recinto me quedaba mudo. Así que me dije que el cine no era lo mío. ¿Cómo habría podido dirigir en un plató? Pero el interés que sentía por el cine no fue a menos. Cuando empecé a publicar novelas fue cuando empezaron a acercárseme los cineastas para pedirme que colaborase en este o aquel guión. Conocí a Wayne Wang en 1991 e hicimos “Cigarros” en 1994. Entonces descubrí que hacer una película era un placer inmenso. Pero también un trabajo inmenso y en equipo. A un escritor, que es esencialmente solitario, le resulta muy difícil. También es una alegría tremenda.
 
¿Qué soporte le permite expresar mejor lo que lleva dentro?
 
La escritura, por supuesto. Soy un escritor a quien le gustan todas las formas de contar una historia, y el cine es una de esas forma. Las mejores películas son tan buenas y tan importantes como los grandes libros.
 
¿A qué llama las mejores películas?
 
A “Cuentos de Tokio” de Yasujiro Ozu o a “La gran ilusión” de Jean Renoir, películas que rebosan humanismo, que tienen cierto parecido con los grandes novelistas de finales del siglo XIX o de principios del siglo XX. Podemos comparar a Satyajit Ray con Tolstoi. “El mundo de Apu” es posiblemente mi película preferida.  Hay que verla tres, cuatro o cinco veces antes de entender del todo qué ha hecho el cineasta. Pero si se la ve como hay que verla puede aportar toda la complejidad y toda la satisfacción de una gran novela. La mayoría de las películas son de entretenimiento, pero también lo son la mayoría de los libros. En los niveles más altos, hay que reconocer que el cine y la literatura son casi lo mismo...
 
“Cigarros” fue ya una obra con connotaciones autobiográficas, ¿verdad?
 
Aparecía un escritor que se llamaba Paul Benjamin, el pseudónimo con que publiqué mi primer libro, una novela policiaca que escribí para ganar dinero a finales de la década de 1970. Pero Benjamin es también uno de mis nombres. Me llamo Paul Benjamin Auster. La película fue un encargo: el “New York Times” me pidió un cuento para las Navidades y Wayne Wang propuso hacer una película con él.
 
¿Cuál es para usted el papel del escritor?
 
En cualquier caso, no es andar teorizando. Nunca. Un novelista no es un filósofo. Aunque eso no le impide la reflexión, claro. He leído mucha filosofía, pero no quiero escribir libros de filosofía. Sólo quiero intentar mostrar, hacer notar en qué consiste el hecho de estar vivo. Ésa es mi misión de escritor. Y nada más. La vida es maravillosa y espantosa a la vez y la tarea que me corresponde es capturar esos momentos.
 
¿La biografía de un escritor nos proporciona aclaraciones sobre su obra?
 
No hay reglas en ese asunto. Todo depende del escritor. Y todo depende de la forma en que se enfoque esa biografía.
 
¿Y en su caso, ya que se encarga usted, en libros tan diferentes como “La invención de la soledad”, “A salto de mata” o “Diario de invierno”, de contar episodios de su vida?
 
En mi caso, creo, efectivamente, que algunos episodios de mi biografía pueden aclarar algunos puntos de mis libros. Incluso aunque mis novelas no tomen nunca nada prestado de la realidad: son ficción, pura ficción. Algunos novelistas son cronistas de su vida y su ficción no es sino una ficción muy leve. En esos casos, no cabe duda de que es importante estar al tanto de la historia de su vida y comparar, entender, investigando o merced a la biografía de una tercera persona. Yo tomo algunas cosas de mi vida, como es lógico, igual que todos los escritores, pero no de forma esencial.