Todos los días se
dirigen a la muerte, el último la alcanza
También en 1988, en el País
Vasco, la comunidad autónoma situada al norte de España, el escritor vascuense Bernardo
Atxaga (1951) incluyó en su libro de cuentos “Obabakoak” (Historias de Obaba) su
versión del antiguo apólogo bajo el título “Merkatari aberatsaren morroia” (El
criado del rico mercader. El autor de novelas como “Etxeak eta hilobiak” (Casas
y tumbas) y “Zazpi etxe Frantzian” (Siete casas en Francia), quien es miembro
de la Real Academia de la Lengua Vasca y el escritor en euskera más leído y
traducido, escribió:
“Érase una vez, en la
ciudad de Bagdad, un criado que servía a un rico mercader. Un día, muy de
mañana, el criado se dirigió al mercado para hacer la compra. Pero esa mañana
no fue como todas las demás, porque esa mañana vio allí a la Muerte y porque la
Muerte le hizo un gesto. Aterrado, el criado volvió a la casa del mercader,
- Amo -le dijo-, déjame el caballo más veloz de la casa. Esta noche quiero estar muy lejos de Bagdad. Esta noche quiero estar en la remota ciudad de Ispahán.
- Pero, ¿por qué quieres huir? -le preguntó el mercader.
- Porque he visto a la Muerte en el mercado y me ha hecho un gesto de amenaza.
El mercader se compadeció de él y le dejó el caballo, y el criado partió con la esperanza de estar esa noche en Ispahán. El caballo era fuerte y rápido, y, como esperaba, el criado llegó a Ispahán con las primeras estrellas. Comenzó a llamar de casa en casa, pidiendo amparo.
- Estoy escapando de la Muerte y os pido asilo -decía a los que le escuchaban.
Pero aquella gente se atemorizaba al oír mencionar a la Muerte y le cerraban las puertas. El criado recorrió durante tres, cuatro, cinco horas las calles de Ispahán, llamando a las puertas y fatigándose en vano. Poco antes del amanecer llegó a la casa de un hombre que se llamaba Kalbum Dahabin.
- La Muerte me ha hecho un gesto de amenaza esta mañana, en el mercado de Bagdad, y vengo huyendo de allí. Te lo ruego, dame refugio.
- Si la Muerte te ha amenazado en Bagdad -le dijo Kalbum Dahabin-, no se habrá quedado allí. Te ha seguido a Ispahán, tenlo por seguro. Estará ya dentro de nuestras murallas, porque la noche toca a su fin.
- Entonces, ¡estoy perdido! -exclamó el criado.
- No desesperes todavía -contestó Kalbum-. Si puedes seguir vivo hasta que salga el sol, te habrás salvado. Si la Muerte ha decidido llevarte esta noche y no consigue su propósito, nunca más podrá arrebatarte. Esa es la ley.
- Pero ¿qué debo hacer? -preguntó el criado.
- Vamos cuanto antes a la tienda que tengo en la plaza -le ordenó Kalbum, cerrando tras de sí la puerta de la casa.
Mientras tanto, la Muerte se acercaba a las puertas de la muralla de Ispahán. El cielo de la ciudad comenzaba a clarear. 'La aurora llegará de un momento a otro -pensó-. Tengo que darme prisa. De lo contrario, perderé al criado'. Entró por fin a Ispahán, y husmeó entre los miles de olores de la ciudad buscando el del criado que había huido de Bagdad. Enseguida descubrió su escondite: se hallaba en la tienda de Kalbum Dahabin. Un instante después, ya corría hacia el lugar. En el horizonte empezó a levantarse una débil neblina. El sol comenzaba a adueñarse del mundo. La Muerte llegó a la tienda de Kalbum. Abrió la puerta de golpe y... sus ojos se llenaron de desconcierto. Porque en aquella tienda no vio a un solo criado, sino a cinco, siete, diez criados iguales al que buscaba. Miró de soslayo hacia la ventana. Los primeros rayos del sol brillaban ya en la cortina blanca. ¿Qué sucedía allí? ¿Por qué había tantos criados en la tienda? No le quedaba tiempo para averiguaciones. Agarró a uno de los criados que estaba en la sala y salió a la calle. La luz inundaba todo el cielo. Aquel día, el vecino que vivía frente a la tienda de la plaza anduvo furioso y maldiciendo.
- Esta mañana -decía- cuando me he levantado de la cama y he mirado por la ventana, he visto a un ladrón que huía con un espejo bajo el brazo. ¡Maldito sea mil veces! ¡Debía haber dejado en paz a un hombre tan bueno como Kalbum Dahabin, el fabricante de espejos!”.
- Amo -le dijo-, déjame el caballo más veloz de la casa. Esta noche quiero estar muy lejos de Bagdad. Esta noche quiero estar en la remota ciudad de Ispahán.
- Pero, ¿por qué quieres huir? -le preguntó el mercader.
- Porque he visto a la Muerte en el mercado y me ha hecho un gesto de amenaza.
El mercader se compadeció de él y le dejó el caballo, y el criado partió con la esperanza de estar esa noche en Ispahán. El caballo era fuerte y rápido, y, como esperaba, el criado llegó a Ispahán con las primeras estrellas. Comenzó a llamar de casa en casa, pidiendo amparo.
- Estoy escapando de la Muerte y os pido asilo -decía a los que le escuchaban.
Pero aquella gente se atemorizaba al oír mencionar a la Muerte y le cerraban las puertas. El criado recorrió durante tres, cuatro, cinco horas las calles de Ispahán, llamando a las puertas y fatigándose en vano. Poco antes del amanecer llegó a la casa de un hombre que se llamaba Kalbum Dahabin.
- La Muerte me ha hecho un gesto de amenaza esta mañana, en el mercado de Bagdad, y vengo huyendo de allí. Te lo ruego, dame refugio.
- Si la Muerte te ha amenazado en Bagdad -le dijo Kalbum Dahabin-, no se habrá quedado allí. Te ha seguido a Ispahán, tenlo por seguro. Estará ya dentro de nuestras murallas, porque la noche toca a su fin.
- Entonces, ¡estoy perdido! -exclamó el criado.
- No desesperes todavía -contestó Kalbum-. Si puedes seguir vivo hasta que salga el sol, te habrás salvado. Si la Muerte ha decidido llevarte esta noche y no consigue su propósito, nunca más podrá arrebatarte. Esa es la ley.
- Pero ¿qué debo hacer? -preguntó el criado.
- Vamos cuanto antes a la tienda que tengo en la plaza -le ordenó Kalbum, cerrando tras de sí la puerta de la casa.
Mientras tanto, la Muerte se acercaba a las puertas de la muralla de Ispahán. El cielo de la ciudad comenzaba a clarear. 'La aurora llegará de un momento a otro -pensó-. Tengo que darme prisa. De lo contrario, perderé al criado'. Entró por fin a Ispahán, y husmeó entre los miles de olores de la ciudad buscando el del criado que había huido de Bagdad. Enseguida descubrió su escondite: se hallaba en la tienda de Kalbum Dahabin. Un instante después, ya corría hacia el lugar. En el horizonte empezó a levantarse una débil neblina. El sol comenzaba a adueñarse del mundo. La Muerte llegó a la tienda de Kalbum. Abrió la puerta de golpe y... sus ojos se llenaron de desconcierto. Porque en aquella tienda no vio a un solo criado, sino a cinco, siete, diez criados iguales al que buscaba. Miró de soslayo hacia la ventana. Los primeros rayos del sol brillaban ya en la cortina blanca. ¿Qué sucedía allí? ¿Por qué había tantos criados en la tienda? No le quedaba tiempo para averiguaciones. Agarró a uno de los criados que estaba en la sala y salió a la calle. La luz inundaba todo el cielo. Aquel día, el vecino que vivía frente a la tienda de la plaza anduvo furioso y maldiciendo.
- Esta mañana -decía- cuando me he levantado de la cama y he mirado por la ventana, he visto a un ladrón que huía con un espejo bajo el brazo. ¡Maldito sea mil veces! ¡Debía haber dejado en paz a un hombre tan bueno como Kalbum Dahabin, el fabricante de espejos!”.
Unos años después, en 1986, el escritor colombiano Gabriel García Márquez (1927-2014), autor de novelas inolvidables como “Cien años de soledad”, “El coronel no tiene quien le escriba”, “El otoño del patriarca” y “Crónica de una muerte anunciada”, en San Antonio de los Baños, una pequeña localidad cercana a La Habana, Cuba, fundó la Escuela Internacional de Cine y Televisión. En uno de sus talleres de cine para referirse a “historias de quince minutos que se pueden contar más rápidamente”, mencionó una versión de la famosa leyenda. En 1995, la incluyó en su ensayo “Cómo se cuenta un cuento”, razón por la cual suele atribuírsele su autoría. Bajo el título “La muerte en Samarra” escribió:
“El criado llega aterrorizado a casa de su amo.
- Señor -dice- he visto a la Muerte en el mercado y me ha hecho una señal de amenaza.
El amo le da un caballo y dinero, y le dice:
- Huye a Samarra.
El criado huye. Esa tarde, temprano, el señor se encuentra a la Muerte en el mercado.
- Esta mañana le hiciste a mi criado una señal de amenaza -dice.
- No era de amenaza -responde la Muerte- sino de sorpresa. Porque lo veía ahí, tan lejos de Samarra, y esta misma tarde tengo que recogerlo allá.
Más recientemente, el escritor británico Jeffrey Archer (1940), quien a partir de la publicación de su primera novela “Not a penny more, not a penny less” (Ni un centavo más, ni un centavo menos) en 1976, alcanzó los primeros puestos en las listas de los libros más vendidos tanto en Inglaterra como en Estados Unidos, inició su libro de cuentos “To cut a long story short” (En pocas palabras), publicado en 2000, con una versión del clásico apólogo que, al igual que la de Somerset Maugham, también puso en boca de la propia Muerte titulada “Death speaks” (La Muerte habla):
“Érase una vez un mercader de Bagdad que envió a su criado al mercado para comprar provisiones, y el criado regresó al poco rato, pálido y tembloroso, y dijo: Amo, cuando estaba en el mercado, una mujer me empujó en medio de la multitud, y cuando me volví, vi que era la muerte quien me había empujado. Me miró e hizo un gesto amenazador. Présteme vuestro caballo, huiré de esta ciudad y burlaré a mi destino. Iré a Samarra, y allí la muerte no me encontrará. El mercader le prestó el caballo, el criado lo montó, hundió las espuelas en sus flancos y el caballo partió a galope tendido. Después, el mercader fue al mercado, me vio entre la multitud, se acercó a mí y dijo: ¿Por qué hiciste un gesto amenazador a mi criado cuando te vio esta mañana? No fue un gesto amenazador, dije, sólo de sorpresa. Me sorprendió verlo aquí en Bagdad, porque tenía una cita con él esta noche en Samarra”.
Un ejemplo peculiar del encuentro con la muerte puede también leerse en el cuento breve “La muerte” del escritor argentino Enrique Anderson Imbert (1910-2000) incluido en “Cuentos selectos”, una antología que el autor de notables ensayos como “Historia de la literatura hispanoamericana”, “Los primeros cuentos del mundo” y “Teoría y técnica del cuento” publicó un año antes de su fallecimiento. Dice así:
“La automovilista (negro el vestido, negro el pelo, negros los ojos, pero con la cara tan pálida que a pesar del mediodía parecía que en su tez se hubiese detenido un relámpago) la automovilista vio en el camino a una muchacha que hacía señas para que parara. Paró.
- ¿Me llevas? Hasta el pueblo no más -dijo la muchacha-.
- Sube -dijo la automovilista. Y el auto arrancó a toda velocidad por el camino que bordeaba la montaña.
- Muchas gracias -dijo la muchacha con un gracioso mohín- pero, ¿no tienes miedo de levantar por el camino a personas desconocidas? Podrían hacerte daño. ¡Esto está tan desierto!
- No, no tengo miedo.
- ¿Y si levantaras a alguien que te atraca?
- No tengo miedo.
- ¿Y si te matan?
- No tengo miedo.
- ¿No? Permíteme presentarme -dijo entonces la muchacha, que tenía los ojos grandes, límpidos, imaginativos y enseguida, conteniendo la risa, fingió una voz cavernosa-. Soy la Muerte, la M-u-e-r-t-e.
La automovilista sonrió misteriosamente. En la próxima curva el auto se desbarrancó. La muchacha quedó muerta entre las piedras. La automovilista siguió a pie y al llegar a un cactus desapareció”.
Hasta aquí sólo una muestra de las diferentes versiones de una leyenda que ha perdurado a lo largo de los siglos. Ha habido más, muchas más. Algunas de ellas: la del dramaturgo francés Jacques Deval (1895-1972), que la incluyó en su drama “Ce soir a Samarcande” (Esta noche en Samarcanda) y la del escritor estadounidense Paul Theroux (1941), que hizo otro tanto en su colección de tres novelas breves “The Elephanta Suite” (La Suite Elefanta). Por supuesto no fueron pocos los escritores argentinos que abordaron el tema de la muerte en el contenido de algunas de sus obras. Entre ellos pueden citarse a Leopoldo Lugones (1874-1938) en “El hombre muerto”, a Alfonsina Storni (1892-1938) en “La inquietud del rosal”, a Roberto Arlt (1900-1942) en “Estoy cargada de muerte”, a Ernesto Sabato (1911-2011) en “El escritor y sus fantasmas”, a Alejandra Pizarnik (1936-1972) en “Escritura y pulsión de muerte”, a Juan José Saer (1937-2005) en “El limonero real”, a Ricardo Piglia (1941-2017) en “El camino de Ida” y a María Rosa Lojo (1954) en “Así los trata la muerte”.
Vale destacar que sobre esta añeja leyenda hay también versiones en formato de historieta como la del dibujante estadounidense Tim Sale (1956-2022), principalmente conocido por sus colaboraciones en cómics estadounidenses como “Batman”, “Superman” y “Spider-Man”, quien la publicó con el título “Appointment in Samarra” (Cita en Samarra), y la de la guionista y dibujante iraní Marjane Satrapi (1969), quien la incluyó en su comic “Poulet aux prunes” (Pollo con ciruelas). Incluso hay referencias a ella en el cine. Un ya anciano Boris Karloff (1887-1969) contó la vieja fábula persa sobre la Muerte en “Targets” (Blancos móviles), la película que Peter Bogdanovich (1939-2022) rodó en 1968, y, más recientemente, en el film “Redacted” (Guerra sin fin) dirigido en 2007 por Brian de Palma (1940), basado en un hecho real (el asesinato de toda una familia iraquí por un grupo de soldados norteamericanos), en el cual también aludió a la historia de la Muerte.
Evidentemente, el tema de la inexorabilidad de la muerte es el eje sobre el que giran estas historias y, sin dudas, han dejado una marca en las conciencias coherentes. No fueron pocos los filósofos que, a lo largo de sus vidas, alguna vez se ocuparon de buscar de manera racional el sentido de la vida y de la muerte. Lo hizo el filósofo inglés Thomas More (1478-1535) en “The four last things” (Las cuatro últimas cosas), un tratado que comenzó a escribir en 1522 y que, incompleto, fue publicado póstumamente en 1557. En él recomendó la meditación frecuente sobre la muerte, diciendo que nunca se debería mirarla “como una cosa lejana si consideramos que, aunque ella no se da prisa por alcanzarnos, nunca cesamos nosotros de darnos prisa yendo hacia ella”.
Por la misma época, el filósofo francés Michel de Montaigne (1533-1592) decía en el primer tomo de sus “Essais” (Ensayos) que “el último paso no produce el agotamiento: lo pone de manifiesto. Todos los días se dirigen a la muerte; el último la alcanza”. Y un siglo más tarde, el holandés Baruch Spinoza (1632-1677) sostenía en su ensayo “Ethica” (Ética) que un hombre libre “en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida”. Más adelante, en 1889, el filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900) opinaba en “Götzen dämmerung, oder wie man mit dem hammer philosophirt” (El crepúsculo de los ídolos, o cómo se filosofa a martillazos) que se debía “morir orgullosamente cuando ya no es posible vivir con orgullo”.
Ya en el siglo XX, el filósofo austríaco-británico Ludwig Wittgenstein (1889-1951) consideraba en “Tractatus logico-philosophicus” (Tratado lógico-filosófico) que “la muerte no es ningún acontecimiento de la vida. La muerte no se vive. Si por eternidad se entiende no una duración temporal infinita, sino la intemporalidad, entonces vive eternamente quien vive en el presente”. Por otro lado, para el multifacético escritor y filósofo argelino-francés Albert Camus (1913-1960) la muerte era la razón sin razón. En “Le mythe de Sisyphe” (El mito de Sísifo), publicado en 1942, se preguntaba: “¿Qué es más absurdo, la vida o la muerte?”. Y respondía: “En un universo absurdo, la muerte es una contingencia tan irrazonable como la vida”. Por su parte, para el filósofo francés Jean Paul Sartre (1905-1980), la muerte era ruptura, quiebra, límite, caída en el vacío. Lejos de dar un sentido a la vida, le quitaba toda significación. En “La mort dans l'âme” (La muerte en el alma), decía con amargura que “se muere demasiado pronto o demasiado tarde”.