10 de enero de 2025

La sempiterna leyenda del encuentro con la Muerte (4/4)

Todos los días se dirigen a la muerte, el último la alcanza
 
También en 1988, en el País Vasco, la comunidad autónoma situada al norte de España, el escritor vascuense Bernardo Atxaga (1951) incluyó en su libro de cuentos “Obabakoak” (Historias de Obaba) su versión del antiguo apólogo bajo el título “Merkatari aberatsaren morroia” (El criado del rico mercader. El autor de novelas como “Etxeak eta hilobiak” (Casas y tumbas) y “Zazpi etxe Frantzian” (Siete casas en Francia), quien es miembro de la Real Academia de la Lengua Vasca y el escritor en euskera más leído y traducido, escribió:
“Érase una vez, en la ciudad de Bagdad, un criado que servía a un rico mercader. Un día, muy de mañana, el criado se dirigió al mercado para hacer la compra. Pero esa mañana no fue como todas las demás, porque esa mañana vio allí a la Muerte y porque la Muerte le hizo un gesto. Aterrado, el criado volvió a la casa del mercader,
- Amo -le dijo-, déjame el caballo más veloz de la casa. Esta noche quiero estar muy lejos de Bagdad. Esta noche quiero estar en la remota ciudad de Ispahán.
- Pero, ¿por qué quieres huir? -le preguntó el mercader.
- Porque he visto a la Muerte en el mercado y me ha hecho un gesto de amenaza.
El mercader se compadeció de él y le dejó el caballo, y el criado partió con la esperanza de estar esa noche en Ispahán. El caballo era fuerte y rápido, y, como esperaba, el criado llegó a Ispahán con las primeras estrellas. Comenzó a llamar de casa en casa, pidiendo amparo.
- Estoy escapando de la Muerte y os pido asilo -decía a los que le escuchaban.
Pero aquella gente se atemorizaba al oír mencionar a la Muerte y le cerraban las puertas. El criado recorrió durante tres, cuatro, cinco horas las calles de Ispahán, llamando a las puertas y fatigándose en vano. Poco antes del amanecer llegó a la casa de un hombre que se llamaba Kalbum Dahabin.
- La Muerte me ha hecho un gesto de amenaza esta mañana, en el mercado de Bagdad, y vengo huyendo de allí. Te lo ruego, dame refugio.
- Si la Muerte te ha amenazado en Bagdad -le dijo Kalbum Dahabin-, no se habrá quedado allí. Te ha seguido a Ispahán, tenlo por seguro. Estará ya dentro de nuestras murallas, porque la noche toca a su fin.
- Entonces, ¡estoy perdido! -exclamó el criado.
- No desesperes todavía -contestó Kalbum-. Si puedes seguir vivo hasta que salga el sol, te habrás salvado. Si la Muerte ha decidido llevarte esta noche y no consigue su propósito, nunca más podrá arrebatarte. Esa es la ley.
- Pero ¿qué debo hacer? -preguntó el criado.
- Vamos cuanto antes a la tienda que tengo en la plaza -le ordenó Kalbum, cerrando tras de sí la puerta de la casa.
Mientras tanto, la Muerte se acercaba a las puertas de la muralla de Ispahán. El cielo de la ciudad comenzaba a clarear. 'La aurora llegará de un momento a otro -pensó-. Tengo que darme prisa. De lo contrario, perderé al criado'. Entró por fin a Ispahán, y husmeó entre los miles de olores de la ciudad buscando el del criado que había huido de Bagdad. Enseguida descubrió su escondite: se hallaba en la tienda de Kalbum Dahabin. Un instante después, ya corría hacia el lugar. En el horizonte empezó a levantarse una débil neblina. El sol comenzaba a adueñarse del mundo. La Muerte llegó a la tienda de Kalbum. Abrió la puerta de golpe y... sus ojos se llenaron de desconcierto. Porque en aquella tienda no vio a un solo criado, sino a cinco, siete, diez criados iguales al que buscaba. Miró de soslayo hacia la ventana. Los primeros rayos del sol brillaban ya en la cortina blanca. ¿Qué sucedía allí? ¿Por qué había tantos criados en la tienda? No le quedaba tiempo para averiguaciones. Agarró a uno de los criados que estaba en la sala y salió a la calle. La luz inundaba todo el cielo. Aquel día, el vecino que vivía frente a la tienda de la plaza anduvo furioso y maldiciendo.
- Esta mañana -decía- cuando me he levantado de la cama y he mirado por la ventana, he visto a un ladrón que huía con un espejo bajo el brazo. ¡Maldito sea mil veces! ¡Debía haber dejado en paz a un hombre tan bueno como Kalbum Dahabin, el fabricante de espejos!”.


Unos años después, en 1986, el escritor colombiano Gabriel García Márquez (1927-2014), autor de novelas inolvidables como “Cien años de soledad”, “El coronel no tiene quien le escriba”, “El otoño del patriarca” y “Crónica de una muerte anunciada”, en San Antonio de los Baños, una pequeña localidad cercana a La Habana, Cuba, fundó la Escuela Internacional de Cine y Televisión. En uno de sus talleres de cine para referirse a “historias de quince minutos que se pueden contar más rápidamente”, mencionó una versión de la famosa leyenda. En 1995, la incluyó en su ensayo “Cómo se cuenta un cuento”, razón por la cual suele atribuírsele su autoría. Bajo el título “La muerte en Samarra” escribió:
“El criado llega aterrorizado a casa de su amo.
- Señor -dice- he visto a la Muerte en el mercado y me ha hecho una señal de amenaza.
El amo le da un caballo y dinero, y le dice:
- Huye a Samarra.
El criado huye. Esa tarde, temprano, el señor se encuentra a la Muerte en el mercado.
- Esta mañana le hiciste a mi criado una señal de amenaza -dice.
- No era de amenaza -responde la Muerte- sino de sorpresa. Porque lo veía ahí, tan lejos de Samarra, y esta misma tarde tengo que recogerlo allá.
Más recientemente, el escritor británico Jeffrey Archer (1940), quien a partir de la publicación de su primera novela “Not a penny more, not a penny less” (Ni un centavo más, ni un centavo menos) en 1976, alcanzó los primeros puestos en las listas de los libros más vendidos tanto en Inglaterra como en Estados Unidos, inició su libro de cuentos “To cut a long story short” (En pocas palabras), publicado en 2000, con una versión del clásico apólogo que, al igual que la de Somerset Maugham, también puso en boca de la propia Muerte titulada “Death speaks” (La Muerte habla):
“Érase una vez un mercader de Bagdad que envió a su criado al mercado para comprar provisiones, y el criado regresó al poco rato, pálido y tembloroso, y dijo: Amo, cuando estaba en el mercado, una mujer me empujó en medio de la multitud, y cuando me volví, vi que era la muerte quien me había empujado. Me miró e hizo un gesto amenazador. Présteme vuestro caballo, huiré de esta ciudad y burlaré a mi destino. Iré a Samarra, y allí la muerte no me encontrará. El mercader le prestó el caballo, el criado lo montó, hundió las espuelas en sus flancos y el caballo partió a galope tendido. Después, el mercader fue al mercado, me vio entre la multitud, se acercó a mí y dijo: ¿Por qué hiciste un gesto amenazador a mi criado cuando te vio esta mañana? No fue un gesto amenazador, dije, sólo de sorpresa. Me sorprendió verlo aquí en Bagdad, porque tenía una cita con él esta noche en Samarra”.


Un ejemplo peculiar del encuentro con la muerte puede también leerse en el cuento breve “La muerte” del escritor argentino Enrique Anderson Imbert (1910-2000) incluido en “Cuentos selectos”, una antología que el autor de notables ensayos como “Historia de la literatura hispanoamericana”, “Los primeros cuentos del mundo” y “Teoría y técnica del cuento” publicó un año antes de su fallecimiento. Dice así:
“La automovilista (negro el vestido, negro el pelo, negros los ojos, pero con la cara tan pálida que a pesar del mediodía parecía que en su tez se hubiese detenido un relámpago) la automovilista vio en el camino a una muchacha que hacía señas para que parara. Paró.
- ¿Me llevas? Hasta el pueblo no más -dijo la muchacha-.
- Sube -dijo la automovilista. Y el auto arrancó a toda velocidad por el camino que bordeaba la montaña.
- Muchas gracias -dijo la muchacha con un gracioso mohín- pero, ¿no tienes miedo de levantar por el camino a personas desconocidas? Podrían hacerte daño. ¡Esto está tan desierto!
- No, no tengo miedo.
- ¿Y si levantaras a alguien que te atraca?
- No tengo miedo.
- ¿Y si te matan?
- No tengo miedo.
- ¿No? Permíteme presentarme -dijo entonces la muchacha, que tenía los ojos grandes, límpidos, imaginativos y enseguida, conteniendo la risa, fingió una voz cavernosa-. Soy la Muerte, la M-u-e-r-t-e.
La automovilista sonrió misteriosamente. En la próxima curva el auto se desbarrancó. La muchacha quedó muerta entre las piedras. La automovilista siguió a pie y al llegar a un cactus desapareció”.
Hasta aquí sólo una muestra de las diferentes versiones de una leyenda que ha perdurado a lo largo de los siglos. Ha habido más, muchas más. Algunas de ellas: la del dramaturgo francés Jacques Deval (1895-1972), que la incluyó en su drama “Ce soir a Samarcande” (Esta noche en Samarcanda) y la del escritor estadounidense Paul Theroux (1941), que hizo otro tanto en su colección de tres novelas breves “The Elephanta Suite” (La Suite Elefanta). Por supuesto no fueron pocos los escritores argentinos que abordaron el tema de la muerte en el contenido de algunas de sus obras. Entre ellos pueden citarse a Leopoldo Lugones (1874-1938) en “El hombre muerto”, a Alfonsina Storni (1892-1938) en “La inquietud del rosal”, a Roberto Arlt (1900-1942) en “Estoy cargada de muerte”, a Ernesto Sabato (1911-2011) en “El escritor y sus fantasmas”, a Alejandra Pizarnik (1936-1972) en “Escritura y pulsión de muerte”, a Juan José Saer (1937-2005) en “El limonero real”, a Ricardo Piglia (1941-2017) en “El camino de Ida” y a María Rosa Lojo (1954) en “Así los trata la muerte”.
Vale destacar que sobre esta añeja leyenda hay también versiones en formato de historieta como la del dibujante estadounidense Tim Sale (1956-2022), principalmente conocido por sus colaboraciones en cómics estadounidenses como “Batman”, “Superman” y “Spider-Man”, quien la publicó con el título “Appointment in Samarra” (Cita en Samarra), y la de la guionista y dibujante iraní Marjane Satrapi (1969), quien la incluyó en su comic “Poulet aux prunes” (Pollo con ciruelas). Incluso hay referencias a ella en el cine. Un ya anciano Boris Karloff (1887-1969) contó la vieja fábula persa sobre la Muerte en “Targets” (Blancos móviles), la película que Peter Bogdanovich (1939-2022) rodó en 1968, y, más recientemente, en el film “Redacted” (Guerra sin fin) dirigido en 2007 por Brian de Palma (1940), basado en un hecho real (el asesinato de toda una familia iraquí por un grupo de soldados norteamericanos), en el cual también aludió a la historia de la Muerte.


Evidentemente, el tema de la inexorabilidad de la muerte es el eje sobre el que giran estas historias y, sin dudas, han dejado una marca en las conciencias coherentes. No fueron pocos los filósofos que, a lo largo de sus vidas, alguna vez se ocuparon de buscar de manera racional el sentido de la vida y de la muerte. Lo hizo el filósofo inglés Thomas More (1478-1535) en “The four last things” (Las cuatro últimas cosas), un tratado que comenzó a escribir en 1522 y que, incompleto, fue publicado póstumamente en 1557. En él recomendó la meditación frecuente sobre la muerte, diciendo que nunca se debería mirarla “como una cosa lejana si consideramos que, aunque ella no se da prisa por alcanzarnos, nunca cesamos nosotros de darnos prisa yendo hacia ella”.
Por la misma época, el filósofo francés Michel de Montaigne (1533-1592) decía en el primer tomo de sus “Essais” (Ensayos) que “el último paso no produce el agotamiento: lo pone de manifiesto. Todos los días se dirigen a la muerte; el último la alcanza”. Y un siglo más tarde, el holandés Baruch Spinoza (1632-1677) sostenía en su ensayo “Ethica” (Ética) que un hombre libre “en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida”. Más adelante, en 1889, el filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900) opinaba en “Götzen dämmerung, oder wie man mit dem hammer philosophirt” (El crepúsculo de los ídolos, o cómo se filosofa a martillazos) que se debía “morir orgullosamente cuando ya no es posible vivir con orgullo”.
Ya en el siglo XX, el filósofo austríaco-británico Ludwig Wittgenstein (1889-1951) consideraba en “Tractatus logico-philosophicus” (Tratado lógico-filosófico) que “la muerte no es ningún acontecimiento de la vida. La muerte no se vive. Si por eternidad se entiende no una duración temporal infinita, sino la intemporalidad, entonces vive eternamente quien vive en el presente”. Por otro lado, para el multifacético escritor y filósofo argelino-francés Albert Camus (1913-1960) la muerte era la razón sin razón. En “Le mythe de Sisyphe” (El mito de Sísifo), publicado en 1942, se preguntaba: “¿Qué es más absurdo, la vida o la muerte?”. Y respondía: “En un universo absurdo, la muerte es una contingencia tan irrazonable como la vida”. Por su parte, para el filósofo francés Jean Paul Sartre (1905-1980), la muerte era ruptura, quiebra, límite, caída en el vacío. Lejos de dar un sentido a la vida, le quitaba toda significación. En “La mort dans l'âme” (La muerte en el alma), decía con amargura que “se muere demasiado pronto o demasiado tarde”.
Para Simone de Beauvoir (1908-1986), una de las filósofas y escritoras existencialistas francesas más destacadas, no existía la muerte natural. En 1964, en su libro autobiográfico “Une mort très douce” (Una muerte muy dulce) expresó que “nada de lo que le sucede al hombre es natural puesto que su sola presencia cuestiona el mundo. Todos los hombres son mortales: pero para todos, la muerte es un accidente y, aunque la conozcan y la acepten, es una violencia indebida”. Queda claro que cada época, cada autor y cada cultura expusieron de manera particular la cuestión de la muerte, un tema que estremece y que mayoritariamente las personas tratan de evitar el pensar en ella. En cambio, el actor y director cinematográfico estadounidense Woody Allen (1935), como no podía ser de otra manera, se lo tomó con más humor: “No le temo a la muerte, sólo que no me gustaría estar allí cuando suceda”. En definitiva, tal como dice un viejo refrán “la muerte, aún sin tener las llaves, todas las puertas abre”.

9 de enero de 2025

La sempiterna leyenda del encuentro con la Muerte (3/4)

Ella me miró e hizo un gesto amenazador
 
También orientada hacia la versión de la Muerte como padrino se dirigió en 1870 la coleccionista de cuentos de hadas de origen suizo-alemán Laura Gonzenbach (1842-1878), una italiana nacida en el seno de una familia de origen suizo que, estando en Sicilia, se dedicó a estudiar las fábulas populares y a recopilarlas en “Sizilianische märchen” (Cuentos de hadas sicilianos). Entre ellas figuraba “Gevatter Tod” (Padrino Muerte):  
“Había una vez un hombre que tenía un hijo único. En aquellos tiempos, algunos no bautizaban a sus hijos cuando eran pequeños, sino que esperaban hasta que fueran mayores. Así que este niño ya tenía siete años y su padre aún no lo había bautizado. Cuando el buen Dios vio esto desde el cielo, se enojó y llamó a San Juan y le dijo: Oye, Juan, ve a tal hombre y pregúntale por qué no ha bautizado aún a su hijo. Entonces San Juan bajó a la tierra y llamó a la puerta del hombre.
- ¿Quién está ahí? -preguntó el hombre.
- ¡Soy yo, San Juan!
- ¿Qué quieres de mí? -preguntó el hombre.
- El buen Dios me ha enviado -dijo el santo-. Quiere saber por qué no has bautizado aún a tu hijo.
- No he conseguido encontrar un buen padrino -respondió el hombre.
- Pues bien, si es así -dijo San Juan-, entonces yo seré el padrino de tu hijo.
- Gracias -dijo el hombre-, pero eso no puede ser. Si fueras el padrino de mi hijo, sólo tendrías un deseo: llevarlo al paraíso lo antes posible, y yo no quiero eso.
Así que San Juan tuvo que regresar al cielo sin haber logrado nada. Entonces el buen Dios envió a San Pedro para advertir al hombre. Pero no hizo nada mejor. El hombre le dio las mismas respuestas que le había dado a San Juan y no quería que San Pedro fuera el padrino de su hijo.
Entonces el buen Dios pensó: ¿Qué es lo que tiene en mente? Seguramente quiere darle a su hijo la inmortalidad, así que tendré que enviarle la Muerte. Entonces el buen Dios llamó a la Muerte y la envió a donde vivía el hombre para preguntarle por qué aún no había bautizado al niño.
Entonces la Muerte se acercó a la casa del hombre y llamó a la puerta.
- ¿Quién está ahí? -preguntó el hombre.
- Dios me ha enviado -respondió la Muerte-. Quiere saber por qué tu hijo no ha sido bautizado todavía.
- Dile a Dios -dijo el hombre- que aún no he encontrado un padrino adecuado.
- ¿Quieres que sea su padrino? -preguntó la Muerte.
- ¿Quién eres entonces?
- Yo soy la muerte.
- Sí -exclamó el hombre- me gustaría que fueras el padrino de mi hijo y lo bautizaremos de inmediato.
Así que el niño fue bautizado.
Unos meses después, el padrino Muerte volvió de repente al hombre, que lo recibió con amabilidad y quiso ofrecerle toda clase de cosas buenas. Pero la Muerte habló:
- No te molestes tanto, sólo vine a llevarte.
- ¿Qué? -exclamó el hombre asombrado-. Te elegí como padrino de mi hijo para que me perdonaras la vida a mí, a mi mujer y a mi hijo.
- Eso no es posible -respondió la Muerte-. La hoz corta toda la hierba que encuentra a su paso. No puedo prescindir de ti.
Entonces la Muerte llevó al hombre a un sótano oscuro, donde ardían gran cantidad de candiles en todas las paredes.
- Ya ves -dijo- esas son luces de vida; cada ser humano tiene una luz así, y cuando se apaga, debe morir.
- ¿Cuál es mi luz? -preguntó el hombre.
Entonces la Muerte le mostró un pequeño candil en el que casi no quedaba aceite, y cuando se apagó el hombre cayó y murió. ¿La Muerte hizo morir también al hijo? Sí, por supuesto. La muerte no perdona a nadie. Cuando llegó su hora, el hijo también tuvo que morir”.
Y una versión similar a la de Asbjørnsen y Moe fue publicada en 1881 por el maestro danés Evald Tang Kristensen (1843-1929) quien recopiló canciones, acertijos y leyendas provenientes de Jutlandia, la península que comprende la parte continental y más extensa de Dinamarca y la parte más septentrional de Alemania. Lo hizo con el título “Doktoren og Døden” (El doctor y la Muerte) en su obra “Jyske folkeminder” (Folclore de Jutlandia).


Muchos años más tarde, en 1926, el filósofo, poeta y ensayista holandés Pieter Nicolaas van Eyck (1887-1954) publicó “De tuinman en de dood” (El jardinero y la muerte), un poema con el que obtuvo una inmensa fama. En él reprodujo casi sin variaciones la vieja historia sin mencionar su origen, por lo que sería muchos años después acusado de plagio.
Luego, en 1933, el novelista, dramaturgo y ensayista británico William Somerset Maugham (1874-1965) estrenó en el Wyndham's Theatre de Londres la que sería su última obra teatral: “Sheppey”. En el tercer y último acto de la pieza, el protagonista, un laborioso peluquero llamado precisamente Sheppey, mantiene un diálogo con la Muerte. El autor de recordadas novelas como “Of human bondage” (Servidumbre humana), “The moon and sixpence” (La luna y seis peniques) y “The razor's Edge” (El filo de la navaja) aclaró desde un principio que él no había inventado la leyenda incluida en la obra. La misma apareció más tarde con el título “The appointment in Samarra” (La cita en Samarra), texto que tiene la particularidad de que está narrado por la Muerte, tal como indicó Somerset Maugham en su párrafo inicial:
“El hablante es la Muerte. Había un mercader en Bagdad que envió a su sirviente al mercado a comprar provisiones y al poco rato el sirviente regresó, pálido y tembloroso, y dijo: Maestro, hace un momento, cuando estaba en el mercado, una mujer me empujó entre la multitud y cuando me volví vi que era la Muerte quien me empujaba. Ella me miró e hizo un gesto amenazador: Préstame tu caballo y me iré de esta ciudad y evitaré mi destino. Iré a Samarra y allí la Muerte no me encontrará. El mercader le prestó su caballo y el sirviente montó en él, y clavó las espuelas en sus flancos y se puso a galopar tan rápido como el caballo pudo. Entonces el mercader bajó al mercado y me vio de pie entre la multitud y se me acercó y me dijo: ¿Por qué hiciste un gesto amenazador a mi sirviente cuando lo viste esta mañana? Eso no fue un gesto amenazador, dije, fue sólo un sobresalto. Me quedé asombrado al verlo en Bagdad, pues tenía una cita con él esa noche en Samarra”.
Este texto fue utilizado un año después por el escritor estadounidense John O’Hara (1905-1970) como epígrafe de su novela “Appointment in Samarra” (Cita en Samarra). Al mismo se referiría el escritor argentino Julio Cortázar (1914-1984) en una de las clases de Literatura que dio en 1980 en la University of California de Berkeley, una ciudad estadounidense situada sobre la bahía de San Francisco. En la clase que tituló “Sobre la fatalidad en el cuento”, el autor de renombradas obras como “Rayuela”, “Todos los fuegos el fuego” e “Historias de cronopios y de famas” expresó que la noción de la fatalidad no sólo se daba entre los griegos, sino que se transmitió a lo largo de la Edad Media y estaba también presente en el mundo islámico, en el mundo árabe, donde se expresó literariamente en relatos, poemas y tradiciones perdidas en el tiempo. Como ejemplo de ello citó al texto de John O’Hara diciendo que “La cita en Samarra” era una historia donde el mecanismo de la fatalidad se daba de una manera totalmente infalible.


En el prólogo a la reimpresión de 1952, O'Hara señaló que el título provisional de la novela era “The infernal grove” (El surco infernal), pero cuando leyó la historia en la obra de Maugham, decidió cambiarlo. Lo concreto es que su novela fue incluida por la editorial estadounidense Modern Library en la lista de las cien mejores novelas escritas en inglés durante el siglo XX junto a afamadas obras como “Ulysses” (Ulises) de James Joyce (1882-1941), “The great Gatsby” (El gran Gatsby) de Francis Scott Fitzgerald (1896-1940), “The sound and the fury” (El sonido y la furia) de William Faulkner (1897-1962), “The sun also rises” (Fiesta) de Ernest Hemingway (1899-1961), “The grapes of wrath” (Las uvas de la ira) de John Steinbeck (1902-1968), “Animal farm” (Rebelión en la granja) de George Orwell (1903-1950) y “The heart of the matter” (El revés de la trama) de Graham Greene (1904-1991).
La leyenda del encuentro con la Muerte se popularizó alcanzando una gran difusión en la literatura más reciente e inspiró a conocidos escritores para narrar sus propias versiones. El escritor español Juan Benet (1927-1993), por ejemplo, en su libro “Trece fábulas y media” de 1981 -un volumen en el que las apariencias, la muerte y el destino son los temas que sirven de hilo conductor al conjunto de los relatos- escribió en el capítulo titulado “Fábula novena”:
“El criado, en estado de intenso azoramiento, llegó al mediodía a casa de su amo, un rico comerciante, y con las siguientes palabras le vino a explicar el trance, por el que había pasado:
- Señor, esta mañana mientras paseaba por el mercado de telas para comprarme un nuevo sudario, me he topado con la Muerte, que me ha preguntado por ti. Me ha preguntado también si acostumbras a estar en casa por la tarde, pues en breve piensa hacerte una visita. He pensado, señor, si no será mejor que lo abandonemos todo y huyamos de esta casa a fin de que no nos pueda encontrar en el momento en que se le antoje.
El comerciante quedó muy pensativo.
- ¿Te ha mirado a la cara, has visto sus ojos? -preguntó el comerciante, sin perder su habitual aplomo.
- No, señor. Llevaba la cara cubierta con un paño de hilo bastante viejo, por cierto.
- ¿Y además se tapaba la boca con un pañuelo?
- Sí, señor. Era un pañuelo barato y bastante sucio, por cierto.
- Entonces no hay duda, es ella -dijo el comerciante, y tras recapacitar unos minutos añadió:
- Escucha, no haremos nada de lo que dices; mañana volverás al mercado de telas y recorrerás los mismos almacenes y si te es dado encontrarla en el mismo o parecido sitio, procura saludarla a fin de que te aborde. En modo alguno deberás sentirte amedrentado. Y si te aborda y pregunta por mí en los mismos o parecidos términos, le dirás que siempre estoy en casa a última hora de la tarde y que será un placer para mí recibida y agasajada como toda dama de alcurnia se merece.


Así lo hizo el criado y al mediodía siguiente estaba de nuevo en casa de su amo, en un estado de irreprimible zozobra.
- Señor, de nuevo he encontrado a la Muerte en el mercado de telas y le he transmitido tu recado que, por lo que he podido observar, ha recibido con suma complacencia. Me ha confesado que suele ser recibida con tan poca alegría que nunca logra visitar a una persona más de una vez, y que por ser tu invitación tan poco común piensa aprovecharla en la primera oportunidad que se le ofrezca. Y que piensa corresponder a tu amabilidad demostrándote que hay mucha leyenda en lo que se dice de ella. ¿No será mejor que nos vayamos de aquí sin que nos demuestre nada?
- ¿Lo ves? -repuso el comerciante con evidente satisfacción-. La hemos ahuyentado; puedo asegurarte que ya no vendrá en mucho tiempo, si es que un día se decide a venir. Esa dama presume que ella no busca a nadie, sino que todos, voluntaria o involuntariamente, la requieren y persiguen. Y, por otra parte, nada le gusta tanto como las sorpresas y nada detesta como el emplazamiento a fecha fija. Debes conocer esa historia de la Antigüedad que narra el encuentro que tuvo con ella un hombre que trataba de huir de una cita que ella no había preparado. Pues bien, me atrevo a afirmar que ahora que la hemos invitado no acudirá a esta casa, a no ser que cualquiera de nosotros dos pierda el aplomo y se deje arrastrar a alguna de sus astutas estratagemas.
Aquella tarde la Muerte, con un talante sinceramente amistoso y desenfadado, acudió a la casa del comerciante para, aprovechando un rato de ocio, testimoniarle su afecto y disfrutar de su compañía y de su conversación. Pero el criado al abrir la puerta no pudo reprimir su espanto al verla en el umbral, la cara cubierta con un paño de hilo muy viejo y protegida la boca con un pañuelo sucio. Y sospechando que se trataba de una artimaña compuesta entre su amo y la dama para deshacerse de él, se precipitó ciego de ira en el gabinete donde descansaba aquél y, sin siquiera anunciarle la visita, lo apuñaló hasta matarle y huyó por otra puerta.
Cuando la Muerte, extrañada por el silencio que reinaba en la casa y de la poca atención que le demostraba aquel hombre que ni siquiera le invitaba a entrar, por sus propios pasos se introdujo en el gabinete del comerciante. Al observar su cuerpo exánime sobre un charco de sangre, no pudo reprimir un gesto de asombro que pronto quedó subsumido en un pensamiento habitual y resignado:
- En fin, lo de siempre. Otra vez será”.
Unos años después, en 1988, la escritora estadounidense Katherine Neville (1945), conocida principalmente por sus novelas “The fire” (El fuego) y “The magic circle” (El círculo mágico), colocó el texto “Legend of the appointment in Samarra” (Leyenda de la cita en Samarra) como cita introductoria al capítulo 2 de “The eight” (El ocho), la que fue su primera novela:
“Un criado oyó en la plaza del mercado que la Muerte lo estaba buscando. Volvió a casa corriendo y le dijo a su amo que debía huir a la vecina población de Samarra para que la Muerte no lo encontrara. Esa noche, después de la cena, llamaron a la puerta. El amo abrió y vio a la Muerte, con su larga túnica y su capucha negras. La Muerte preguntó por el criado.
- Está enfermo y en cama -se apresuró a mentir el amo-. Está tan enfermo que nadie debe molestarlo.
- ¡Qué raro! -comentó la Muerte-. Seguramente se ha equivocado de sitio, pues hoy, a medianoche, tenía una cita con él en Samarra”.

8 de enero de 2025

La sempiterna leyenda del encuentro con la Muerte (2/4)

A mí nadie se me resiste
 
Durante la primera mitad del siglo XIX, los hermanos Jacob Grimm (1785-1863) y Wilhelm Grimm (1786-1859) fueron dos escritores alemanes que coleccionaron y publicaron colecciones de cuentos en las que popularizaron relatos orales tradicionales como “Aschenputtel” (La Cenicienta), “Daumesdick” (Pulgarcito), “Hänsel und Gretel” (Hansel y Gretel), “Dornröschen” (La bella durmiente) y “Schneewittchen” (Blancanieves). En 1812 publicaron el primer volumen de “Kinder und hausmärchen” (Cuentos para la infancia y el hogar) una colección de fábulas en la que incluyeron “Die boten des todes” (Los mensajeros de la muerte), el cual dice así:
“Una vez -hace de ello muchísimo tiempo-, pasaba un gigante por la carretera real cuando de repente se le presentó un hombre desconocido y le gritó:
- ¡Alto! ¡Ni un paso más!
- ¡Cómo! -exclamó el gigante-. ¿Un renacuajo como tú, al que puedo aplastar con dos dedos, pretende cerrarme el paso? ¿Quién eres, pues, que osas hablarme con tanto atrevimiento?
- Soy la Muerte -replicó el otro-. A mí nadie se me resiste y también tú has de
obedecer mis órdenes.
Sin embargo, el gigante se resistió y se entabló una lucha a brazo partido entre él y la Muerte. Fue una pelea larga y enconada, pero al fin venció el gigante que, de un puñetazo, derribó a su adversario, el cual fue a desplomarse junto a una roca. Prosiguió el gigante su camino, dejando a la Muerte vencida y tan extenuada que no pudo levantarse.
¿Qué va a ocurrir -se dijo-, he de quedarme tendida en este rincón? Ya nadie
morirá en el mundo y va a llenarse tanto de gente que no habrá lugar para todos. En esto acertó a pasar un joven fresco y sano, cantando una alegre canción y paseando la mirada en derredor. Al ver a aquel hombre tumbado, casi sin sentido, se le acercó, compasivo, lo incorporó, le dio a beber de su bota un trago reconfortante y aguardó a que se repusiera.
- ¿Sabes quién soy y a quién has ayudado? -preguntó el desconocido levantándose.
-No -respondió el joven-, no te conozco.
- Pues soy la Muerte -dijo el otro-. No perdono a nadie, y tampoco contigo podré hacer una excepción. Más, para que veas que soy agradecida, te prometo que no te llevaré de manera imprevista, sino que te enviaré antes a mis emisarios para que te avisen.
- Bien -respondió el joven-. Siempre es una ventaja saber cuándo has de venir; al menos viviré seguro hasta entonces.
Y se marchó, contento y satisfecho, viviendo en adelante con despreocupación. Sin embargo, la juventud y la salud no le duraron mucho tiempo; pronto acudieron las enfermedades y los dolores, amargándole los días y robándole el sueño por las noches. No voy a morir -se decía- pues la Muerte me debe enviar a sus emisarios; sólo quisiera que pasasen estos malos días de enfermedad.
En cuanto se sintió restablecido, volvió a su existencia ligera hasta que, cierto día, alguien le dio un golpecito en el hombro y, al volverse, vio a la Muerte a su espalda que le decía:
- Sígueme, ha sonado la hora en que tienes que despedirte del mundo.
- ¿Cómo? -protestó el hombre-. ¿Vas a faltar a tu palabra? ¿No me prometiste que me enviarías a tus emisarios antes de venir tú a buscarme? No he visto a ninguno.
- ¿Qué dices? -replicó la Muerte-. ¿No te los he estado enviando uno tras otro? ¿No vino la fiebre, que te atacó, te molió y te postró en una cama? ¿No te turbaron la cabeza los vahídos? ¿No te atormentó la gota en todos tus miembros? ¿No te zumbaron los oídos? ¿No sentiste en las mandíbulas las punzadas del dolor de muelas? ¿No se te oscureció la vista? Y, además y por encima de todo esto, ¿acaso mi hermano el Sueño no te ha hecho pensar en mí noche tras noche? Cuando dormías, ¿no era como si estuvieses muerto?
El hombre no supo qué replicar, y, resignándose a su destino, se fue con la Muerte”.


Tres años después, en el segundo volumen incluyeron “Der gevatter Tod” (El padrino Muerte), una versión peculiar de la legendaria leyenda:
“Hace mucho, mucho tiempo, tanto tiempo que ya casi nadie se acuerda, había una vez un pobre sastre que apenas podía alimentar a sus doce hijos. Cuando nació el décimo tercer hijo, el hombre, angustiado, salió corriendo a un camino cercano decidido a encontrar a alguien que aceptara ser padrino del niño. El sastre sabía que era la única manera para mantener a su recién nacido.
El primero que pasó fue Dios, pero el sastre lo rechazó: Dios da a los ricos y quita a los pobres. Esperaré a que venga otro. El segundo fue el Diablo, pero el sastre lo rechazó también: él miente y engaña a los hombres buenos y conduce por el mal camino. Esperaré a otro. El tercero en pasar por el camino fue la
Muerte, a quien el sastre consideró con atención: la Muerte trata a todos los hombres por igual, sean ricos o pobres. A ella le haré mi solicitud.
La Muerte nunca antes había recibido una petición así, pero la aceptó de inmediato. A tu hijo no le faltará nada, dijo, porque yo soy un amigo poderoso. Pasaron los años y la Muerte cumplió su palabra. El niño y su familia vivieron sin carencias. Cuando el niño finalmente alcanzó la mayoría de edad, la Muerte apareció ante él. Es tiempo de establecerte en el mundo, le dijo. Tú serás un gran médico. Toma esta hierba mágica, el remedio para cualquier enfermedad en esta tierra. Búscame cuando te llamen a la cama de un paciente. Si me ves a la cabeza de la persona, dales una infusión de la hierba y tu paciente estará bien. Pero si me ves a sus pies, sabrás que es su hora de morir. Tus diagnósticos serán siempre acertados y serás famoso en todo el mundo.
Y así fue. El joven se convirtió en el médico más famoso de su tiempo y su fama se extendió por todas partes, hasta llegar a oídos del rey. Su Alteza estaba acostado en su cama de oro y llamó al hijo del sastre. Pero cuando el joven médico llegó, en el dormitorio exquisitamente decorado vio que el rey estaba muy grave y que la Muerte estaba a sus pies. El rey era muy querido y el joven deseaba curarlo de todo corazón. Rápidamente, el médico instruyó a los asistentes de la corte a que giraran la cama, para después restaurar la salud del rey con una infusión de la hierba mágica. La Muerte no estaba satisfecha. Movió sus dedos largos y huesudos y, señalando a su ahijado, le dijo: nunca deberás engañarme otra vez. Si lo haces sufrirás las consecuencias.
El joven médico tomó esta advertencia en serio y no desobedeció a su padrino otra vez, hasta que la hija del rey cayó enferma y él fue llamado de vuelta al palacio. Era hija única del buen rey. El padre estaba desesperado por verla así. Salva su vida, le pidió el rey, te daré su mano en matrimonio. El doctor fue a la alcoba de la hermosa doncella donde estaba la Muerte. Se colocó a los pies de la cama de la princesa, listo para llevársela. No me desobedezcas otra vez, le advirtió el padrino, pero el doctor ya se sentía enamorado. Ordenó que la cama de la princesa fuera girada antes de darle la infusión a base de hierbas.
La princesa se curó de inmediato, pero la Muerte extendió su mano fría y blanca y sujetó del brazo a su ahijado anunciándole: irás conmigo en su lugar. Llevó al joven médico a una cueva, donde había nichos en las paredes con millones de velas. Aquí, dijo, están las velas encendidas de todas las vidas sobre la tierra. Cada vez que una vela se extingue y se apaga, una vida se termina. Esta es la tuya. La Muerte le enseñó una vela que ardía casi al punto de ser sólo una gota de cera. Por favor, rogó el ahijado, durante muchos años fui tu fiel servidor. Por favor, padrino Muerte, ¿no puedes encender una vela nueva para mí? La Muerte lo miró sin piedad. La vela chisporroteó y se apagó, y el joven doctor cayó muerto”.


También se ocuparon del tema los escritores y folcloristas noruegos Peter Christen Asbjørnsen (1812-1885) y Jørgen Engebretsen Moe (1813-1882), quienes en “Norske folkeeventyr” (Cuentos populares noruegos) bajo el título “Gutten med øldunken” (El muchacho con el barril de cerveza). Escribieron:
“Érase una vez un muchacho que había servido a un hombre en las montañas del norte durante mucho tiempo. Este hombre era un maestro en la elaboración de cerveza. Era tan extraordinariamente buena que no se podía encontrar otra igual. Así que, cuando el muchacho tuvo que dejar su puesto y el hombre tuvo que pagarle el salario que había ganado, no aceptó otra paga que un barril de cerveza navideña. Bueno, lo cogió y se fue con él, y lo llevó lejos, lejos; pero cuanto más llevaba el barril, más pesado se volvía, así que empezó a mirar a su alrededor para ver si venía alguien con quien pudiera beber, para que la cerveza disminuyera y el barril se aligerara. Y después de mucho, mucho tiempo, se encontró con un anciano con una gran barba.
- Buen día -dijo el hombre.
- Buen día -dijo el muchacho.
- ¿A dónde vas? -preguntó el hombre.
- Estoy buscando a alguien que beba conmigo y me alivie el ánimo -dijo el muchacho.
- ¿No puedes beber conmigo igual que con cualquier otro? -dijo el hombre-. He viajado por todas partes y estoy cansado y sediento.
- Bueno, ¿por qué no habría de hacerlo? -dijo el muchacho-. Pero dime, ¿de dónde eres y qué clase de hombre eres?
- Yo soy el Señor y vengo del Cielo -dijo el hombre.
- No beberé contigo-dijo el muchacho-, porque haces tanta distinción entre las personas aquí en la tierra y repartís los derechos de forma tan desigual que unos se hacen muy ricos y otros muy pobres. ¡No, no beberé contigo! Y dicho esto, se alejó de nuevo con su barril.
Cuando había avanzado un poco más, el barril se volvió demasiado pesado. Pensó que no podría llevarlo más tiempo a menos que viniera alguien con quien beber y así disminuir la cerveza en el barril. Entonces se encontró con un hombre feo y flacucho que se acercaba corriendo.
- Buen día -dijo el hombre.
- Buen día -dijo el muchacho.
- ¿A dónde vas? -preguntó el hombre.
- Oh, estoy buscando a alguien con quien beber y aligerar mi cerveza -dijo el muchacho.
- ¿No puedes beber conmigo igual que con cualquier otro? -dijo el hombre-. He viajado por todas partes y estoy cansado y sediento.
- Bueno, ¿por qué no? -dijo el muchacho-. Pero, ¿quién eres tú y de dónde vienes?
- ¿Quién soy yo? Soy el Diablo y vengo del Infierno, de ahí vengo -dijo el hombre.
- ¡No! -dijo el muchacho-. No haces más que atormentar y fastidiar a la gente pobre, y si hay algún problema, siempre dicen que es culpa tuya. No beberé contigo.
Así que siguió caminando cada vez más lejos con su barril de cerveza a la espalda, hasta que pensó que se había vuelto tan pesado que ya no podía seguir llevándolo. Comenzó a mirar a su alrededor de nuevo para ver si venía alguien con quien pudiera beber y aligerar su barril. Así que después de mucho, mucho tiempo, llegó otro hombre, y estaba tan seco y flacucho que era un milagro que sus huesos se mantuvieran unidos.
- Buen día -dijo el hombre.
- Buen día", dijo el muchacho.
- ¿A dónde vas? -preguntó el hombre.
- Oh, sólo estaba mirando a mi alrededor para ver si podía encontrar a alguien con quien beber, para aligerar un poco mi barril, que es muy pesado de llevar.
- ¿No puedes beber conmigo igual que con cualquier otra persona? -dijo el hombre.
- Sí, ¿por qué no? -dijo el muchacho-. Pero ¿qué clase de hombre eres tú?
- Me llaman Muerte -dijo el hombre.
- Beberé contigo con mucho gusto -dijo el muchacho.
Y mientras decía esto, dejó el barril y comenzó a servir cerveza en un cuenco. - Eres un buen hombre porque tratas a todos por igual, tanto a los ricos como a los pobres.
Así que bebió a su salud y la Muerte bebió a su salud. La Muerte dijo que nunca había probado una bebida así, y como al muchacho le gustaba, bebieron tazón tras tazón hasta que la cerveza disminuyó y el barril casi se vació.
Finalmente, la Muerte dijo:
- Nunca he conocido bebida que supiera mejor ni que me hiciera tanto bien como esta cerveza que me has dado, y no sé qué darte a cambio.


Pero después de pensarlo un rato, dijo que el barril nunca se vaciaría por mucho que bebieran de él, y que la cerveza que contenía se convertiría en una bebida curativa con la que el muchacho podría curar a un enfermo mejor que cualquier médico. Y también dijo que cuando el muchacho entrara en la habitación de un enfermo, la Muerte siempre estaría allí y se le mostraría, y que para él sería una señal segura si veía a la Muerte al pie de la cama que podía curar al enfermo con un trago del barril; pero si se sentaba junto a la almohada, no habría curación ni medicina, porque entonces la persona enferma pertenecería a la Muerte.
El muchacho se hizo famoso y lo llamaban de todas partes, y ayudó a muchos que habían sido abandonados a su suerte a recuperar la salud. Cuando entró y vio que la Muerte estaba sentada junto a la cama de un enfermo, predijo que la muerte sería su vida, y sus predicciones nunca se equivocaban. Se convirtió en un hombre rico y poderoso, y por fin lo llamaron para que fuera a ver a la hija de un rey que vivía muy, muy lejos en el mundo. Su enfermedad era tan grave que ningún médico pensó que pudiera hacerle ningún bien, así que le prometieron todo lo que pudiera pedir si tan solo le salvaba la vida.
Ahora bien, cuando entró en la habitación de la princesa, allí estaba la Muerte sentada junto a su almohada; pero mientras estaba sentado, dormitó y cabeceó, y mientras hacía esto ella se sentía mejor.
- Ahora está en juego la vida o la muerte -dijo el doctor- y temo, por lo que veo, que no hay esperanza.
Pero ellos dijeron que debía salvarla, aunque eso costara tierras y reinos. Entonces miró a la Muerte y, mientras estaba sentado allí y dormitaba de nuevo, hizo una señal a los sirvientes para que voltearan la cama tan rápido que la Muerte quedó sentada a los pies, y en el mismo momento en que voltearon la cama, el médico le dio la bebida y le salvó la vida.
- Ahora me has engañado -dijo la Muerte- y ya no estamos en paz.
- Me vi obligado a hacerlo -dijo el muchacho - a menos que quisiera perder tierras y reino.
- Eso no te servirá de mucho -dijo la Muerte-. Tu tiempo se acabó, porque ahora me perteneces.
- Bueno -dijo el muchacho-, lo que tiene que ser, será. Pero, ¿me darás tiempo para leer primero el Padrenuestro?
Sí, tenía permiso para hacerlo, pero se cuidaba mucho de leer el Padrenuestro. Leía todo lo demás, pero el Padrenuestro nunca salía de sus labios, y al final pensó que había engañado a la Muerte para siempre. Pero cuando la Muerte pensó que había esperado demasiado, una noche fue a la casa del muchacho y colgó una gran tabla con el Padrenuestro pintado sobre ella, frente a su cama. Así que cuando el muchacho se despertó por la mañana, comenzó a leer la tabla y no comprendió bien lo que estaba haciendo hasta que llegó a Amén. Pero entonces fue demasiado tarde y la Muerte lo atrapó”.

7 de enero de 2025

La sempiterna leyenda del encuentro con la Muerte (1/4)

¿Sabe usted si hay un lugar donde no se muera?

Una disposición habitual de la condición humana es la tenencia de cierta ansiedad o temor ante la percepción de la irrefutabilidad de la muerte. Tal vez estaba en lo cierto el filósofo francés Blaise Pascal (1623-1662) cuando expresaba que “es más fácil soportar la muerte sin pensar en ella, que soportar el pensamiento de la muerte”. O aquella aseveración del novelista francés André Malraux (1901-1976) quien afirmaba que “la muerte sólo tiene importancia en la medida que nos hace reflexionar sobre el valor de la vida”. Sea como sea, lo concreto es que la muerte forma parte de la vida y llegará inevitablemente. Dicen los psicólogos que lo mejor que se puede hacer es aceptarla y disfrutar de la vida lo más posible. En ese sentido se expresó el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud (1856-1939), quien aseguró que “si se quiere soportar la vida, hay que prepararse para la muerte”. En todo caso, tal como aseveró el escritor germano-estadounidense Charles Bukowski (1920-1994), “lo terrible no es la muerte, sino las vidas que la gente vive o no vive hasta su muerte”. Quizás es acertado el viejo adagio que dice que cuando la muerte le pregunta a la vida “¿por qué a mí todos me odian y a ti todos te aman?”, la vida le responde: “porque yo soy una bella mentira y tú una triste verdad”.
Ciertamente, desde tiempos inmemoriales, la muerte ha sido un tema empleado con frecuencia en distintas disciplinas artísticas, y una de ellas, sin dudas, es la literatura. Una manifestación notoria de esto la consumó el escritor nacido en Cuba y nacionalizado italiano Italo Calvino (1923-1985), autor de recordadas obras como “Il barone rampante” (El barón rampante) y “Le città invisibili” (Las ciudades invisibles). 


En 1956 publicó “Fiabe italiane” (Cuentos populares italianos), obra en la que reprodujo una antigua fábula de autor desconocido llamada “Il paese dove non si muore mai” (El lugar donde nunca se muere). Ella dice así:
“Cuentan que un día dijo un joven:
- A mí eso de que todos tengamos que morir no me gusta nada. Iré en busca de un lugar donde no se muera- y se despidió de su padre, de su madre, de sus tíos y de sus primos, y se fue. Caminó y caminó días y días, caminó y caminó semanas, caminó meses, y a todo el que se encontraba le hacía la misma pregunta:
- ¿Sabe usted si hay un lugar donde no se muera?
Pero nadie lo sabía. Un día llegó a un bosque espeso, tan espeso que casi no se podía caminar entre los árboles, y tan grande que parecía no tener fin. Allí halló a un viejo con la barba blanca hasta el pecho, que cortaba ramas con una navaja.
- Discúlpeme -le dijo el joven-, ¿usted sabría decirme si hay un lugar donde no se muera?
- Si buscas un lugar donde no se muera, quédate conmigo -le dijo el viejo-. No
morirás hasta que haya talado todo el bosque con mi navaja.
- ¿Y cuánto tardará?
- Cien años
- ¿Y después tendré que morir?
- ¿No te basta?
- No, no me basta. Yo busco un lugar donde uno no muera nunca. Éste no es el lugar que busco.
Y el joven siguió caminando hasta que un día llegó al pie de una montaña y allí se encontró con un viejo con la barba blanca hasta el ombligo que llevaba una carretilla llena de piedras.
- Buen hombre, ¿sabría decirme si hay algún lugar donde no se muera? -le
preguntó.
- Si buscas un lugar donde no se muera, quédate conmigo. Hasta que yo termine de transportar con mi carretilla piedra a piedra toda la montaña, no morirás.
- ¿Y cuántos años tardará?
- Quinientos años necesitaré.
- ¿Pero después tendré que morir?
- Seguro.
- No, no es éste el lugar que busco. Yo quiero encontrar un lugar donde uno no muera nunca- y se despidió del viejo y siguió adelante.
Meses después, llegó a orillas del mar. Allí había un viejo con barba blanca hasta las rodillas que miraba fijamente a un pato que bebía agua de mar.
- Discúlpeme, ¿sabría usted dónde queda un lugar donde no se muere?
- Si tienes miedo a morir, quédate conmigo. Hasta que este pato no termine de
beberse el mar, no morirás.
- ¿Y cuánto tiempo le llevará?
- Mil años.
- ¿Y después tendré que morir?
- ¿Y qué quieres?, ¿cuántos años quieres vivir?
- Quiero vivir siempre. Éste tampoco es el lugar que busco. Quiero encontrar un lugar donde uno no muera nunca.
Y siguió su camino. Un día, al atardecer, llegó a un majestuoso palacio. Llamó a la puerta y le abrió un viejo con la barba blanca hasta los pies.
- ¿Qué deseas, muchacho?
- Estoy buscando el lugar donde nunca se muere.
- Aquí es. Ya has llegado al lugar donde nunca se muere. Mientras estés conmigo, no morirás.
- ¡Al fin! ¡Caminé tanto! ¡Éste es justo el lugar que buscaba! ¿Puedo quedarme?
- Quédate conmigo si así lo deseas. Estoy muy solo y, si tú te quedas, me harás
compañía.


Y el joven se instaló en el palacio con el viejo. Años, años y años pasaron sin que se diera cuenta, llevando vida señorial. Un día el joven le dijo al viejo:
- La verdad es que estoy muy bien aquí con usted, pero me gustaría visitar a mis parientes para saber cómo les ha ido en todos estos años.
- Ya no tienes parientes a quienes visitar. Ha pasado tanto tiempo que están todos muertos.
- Aun así, me gustaría ir. Tengo muchas ganas de volver a ver mi pueblo, y quién sabe si no me encontraré con los hijos de los hijos de mis parientes.
- Veo que se te ha metido en la cabeza la idea de volver a tu pueblo y no hay manera de sacártela. Te enseñaré, pues, lo que tienes que hacer. Ve al establo y ensilla mi caballo blanco que corre como el viento, y galopa y galopa. Él te conducirá a tu pueblo. Pero nunca desmontes del caballo suceda lo que suceda porque, si pones los pies en el suelo, morirás.
- No desmontaré, quédese tranquilo.
Fue al establo, ensilló el caballo blanco, lo montó y galopó tan veloz como el viento. Pasó por el lugar donde había encontrado al viejo con el pato; donde estaba el mar ahora había una gran pradera. En el medio vio una pila de huesos blancos: eran los huesos del viejo y del pato. Hice bien en seguir adelante, se dijo el joven. Si me hubiese quedado aquí, ¡ahora también estaría muerto! Y siguió galopando hasta que llegó al lugar donde viera al viejo con su carretilla acarreando las piedras de la montaña. Ahora había una llanura llana como un plato llano. En el medio de la planicie, un montón de huesos blancos. Menos mal que no me quedé con este viejo, porque ahora estaría tan muerto como él, pensó el joven.
Y galopó y galopó hasta que llegó hasta el lugar donde había encontrado al viejo con su navaja talando el bosque. En lugar del espeso bosque se hallaba un desierto ralo, sin árbol ni arbusto, y en medio, un montón de huesos blancos. El joven no pudo contener otra exclamación: “¡Si me hubiera quedado aquí, ahora estaría bien muerto!”. Y siguió galopando hasta que por fin llegó a su pueblo, pero estaba tan cambiado que apenas lo reconoció. Buscó su casa, pero no quedaba ni siquiera la calle. Preguntó por los suyos, pero nadie había oído jamás su apellido. Se sintió mal, muy mal. Era como si no hubiese ninguna huella de su paso por aquel lugar. “¿Qué hago yo aquí si no queda nadie que me recuerde? Más vale que vuelva enseguida al lugar donde nunca se muere”, se dijo. Hizo girar el caballo blanco y emprendió el regreso. Pero aún no había
hecho la mitad del camino cuando vio un carro tirado por una yunta de bueyes, parado en el borde del camino. El carro iba lleno de zapatos viejos, rotos. El carretero, con una rueda en la mano, se dirigió al joven:
- ¡Por caridad, señor! ¿Podría usted bajar un momento y ayudarme a poner esta rueda que se me salió el eje?
- Lo siento, buen hombre, tengo prisa y no puedo desmontar de mi caballo ni un solo momento- dijo el joven.
- Hágame el favor, mire que soy muy viejo, estoy solo y ya anochece…
El joven sintió pena por aquel viejo desvalido y desmontó para ayudarlo. Aún tenía un pie en el estribo y otro en tierra cuando el carretero le agarró un brazo y le dijo:
- ¡Ah! ¡Al fin te atrapé! ¿Sabes quién soy? ¡Soy la Muerte! ¿Ves todos estos zapatos rotos que hay en el carro? Son los que he gastado siguiéndote todos estos años. ¡Pero ya te tengo!”.
Y en cuanto puso el otro pie en la tierra al joven le llegó la hora de morir”.
Unos años antes, en 1940, los escritores argentinos Jorge Luis Borges (1899-1986), Silvina Ocampo (1903-1993) y Adolfo Bioy Casares (1914-1999) habían publicado “Antología de la literatura fantástica”, una compilación en la que incluyeron textos de reconocidos escritores como François Rabelais (1494-1553), Thomas Carlyle (1795-1881), Edgar Allan Poe (1809-1849), Lewis Carroll (1832-1898), Léon Bloy (1846-1917), Guy de Maupassant (1850-1893), May Sinclair (1863-1946), Rudyard Kipling (1865-1936), H. G. Wells (1866-1946), Alexandra David-Néel (1868-1969), G. K. Chesterton (1874-1936), Leopoldo Lugones (1874-1938), Macedonio Fernández (1874-1952), Giovanni Papini (1881-1956), Franz Kafka (1883-1924), Ramón Gómez de la Serna (1888-1963) y Elena Garro (1916-1998) entre muchos otros.
También incluyeron un apólogo de Jean Cocteau (1889-1963) al que titularon “El gesto de la muerte”. La palabra apólogo proviene del latín “apolŏgus” cuyo significado es fábula. Según el diccionario de la Real Academia Española se trata de una “composición literaria de carácter narrativo, relativamente breve, de la que se extrae una enseñanza práctica o moral”. Una de esas composiciones que, con un mínimo de narración y un predominio del diálogo, expuso la eterna lucha entre la vida y la muerte fue precisamente “El gesto de la muerte”, un breve texto que el escritor francés había intercalado sin título a modo de pasaje en su novela “Le grand écart” (La gran separación) en 1923.
En esa breve narración, la versión más difundida y conocida en español, un joven jardinero persa dice a su príncipe:
“- ¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahán.
El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la muerte y le pregunta:
- Esta mañana, ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?
- No fue un gesto de amenaza -le responde- sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahán esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahán”.


El origen de este apólogo se remonta, según algunos historiadores, al “Talmud Bávli” (Talmud de Babilonia) del siglo VI y, para otros, a la tradición sufí de Oriente Medio recogida en la obra “Hikayat-i-Naqshia” (Historias con moraleja) a principios del siglo IX. Pero, lo cierto es que la vieja historia de la lucha entre la vida y la muerte sirvió de germen, a lo largo de los años, a múltiples recreaciones literarias -ya sean cuentos, novelas, obras de teatro, ensayos o poemas- con algunas variantes en la trama y distintos títulos y finales. El antecedente más antiguo que se conoce es una versión atribuida al teólogo musulmán Al-Baydawi (631-685), quien en una de sus obras escribió:
“Una vez Azrael, el ángel de la muerte, entró en la casa de Salomón en Canaán y fijó su mirada en uno de los amigos de éste. El amigo preguntó: ¿Quién es? El ángel de la muerte, respondió Salomón. Parece que ha fijado sus ojos en mí -continuó el amigo-. Ordena entonces al viento que me lleve consigo y me pose en la India. Salomón así lo hizo. Entonces habló el ángel: Si lo miré tanto tiempo fue porque me sorprendió verlo aquí, puesto que he recibido orden de ir a buscar su alma a la India y, sin embargo, estaba en tu casa en Canaán”.
Más adelante, en el siglo XIII, el poeta y filósofo persa Yalal ad-Din Muhammad Rumi (1207-1273) incluyó en sus “Masnavi-ye manavi” (Coplas espirituales) -un vastísimo tratado sobre el sufismo- el apólogo llamado “Sulaiman wa Azriel” (Salomón y Azrael):
“Un hombre vino muy temprano a presentarse en el palacio del profeta Salomón, con el rostro pálido y los labios descoloridos. Salomón le preguntó:
- ¿Por qué estás en ese estado?
Y el hombre le respondió:
- Azrael, el ángel de la muerte, me ha dirigido una mirada impresionante, llena de cólera. ¡Manda al viento, por favor te lo suplico, que me lleve a la India para poner a salvo mi cuerpo y mi alma!
Salomón mandó, pues, al viento que hiciera lo que pedía el hombre. Y, al día siguiente, el profeta preguntó a Azrael:
- ¿Por qué has echado una mirada tan inquietante a ese hombre, que es un fiel? Le has causado tanto miedo que ha abandonado su patria.
Azrael respondió:
- Ha interpretado mal esa mirada. No lo miré con cólera, sino con asombro. Dios, en efecto, me había ordenado que fuese a tomar su vida en la India, y me dije: ¿cómo podría, a menos que tuviese alas, trasladarse a la India?”.
En 1706 se lanzó la primera edición en idioma inglés de “Hekayat-haye hezar-o-yek shab” (Las mil y una noches) basada en un manuscrito hallado en la región de la actual Siria en el siglo XIV. La obra contuvo cuentos y leyendas de origen hindú, árabe y persa escritos durante la época conocida como Edad de Oro del Islam o Renacimiento Islámico, un período que se extendió entre los siglos VIII y XIII. Entre los cuentos narrados por la protagonista Scheherezade al sultán Shahriar hay varios protagonizados por Yemoti Meli'āki (el Ángel de la Muerte) que bien podrían citarse como la fuente de muchas versiones posteriores.