No son pocas las barbaridades,
las mentiras y los exabruptos que proliferan en la Argentina de hoy en día. Entre
la malicia y las ambiciones de los políticos y los grandes empresarios, y la ingenuidad
y el hastío de buena parte de la ciudadanía, es posible escuchar insensateces
tales como “la justicia social es una aberración, es un pecado capital”, “va a llegar
un momento donde la gente se va a morir de hambre pero no se necesita
intervenir, alguien lo va a resolver”, “los voy a dejar sin un peso, los voy a
fundir a todos”, “el que fuga dólares es un héroe ya que logró escaparse de las
garras del Estado”, “los
opositores son parásitos mentales”, “que los trabajadores se olviden de las
paritarias libres”, “no odiamos lo suficiente a los periodistas”, etc. etc. En
medio de escuchar semejantes idioteces, como si no fuera poco los ciudadanos
tuvieron que prestar oídos a una senadora cordobesa que aseguró que Dios se
había hecho hombre, refiriéndose al anarcocapitalista presidente argentino.
Por su parte, un politólogo de la ultraderecha argentina, ante la pregunta que le hicieron en una entrevista televisiva sobre los agravios del presidente hacia una gran parte de la sociedad, muchos de los cuales no piensan igual que él, lo comparó con el mismísimo Jesucristo ya que “el mesías del catolicismo también tuvo maneras violentas de referirse a sus enemigos”; y aseguró: “No está mal tener formas violentas contra el mal”. Seguramente se refería al relato evangélico que muestra a Jesús enojado con los fariseos y los escribas a los que llamó hipócritas porque no escuchaban sus palabras, pero esta filípica no era más que una lamentación no un llamado a ponerlos en la picota. ¿Será posible que la gente acepte estos disparates con total naturalidad? Resulta obvio que ni el presidente ni el “experto” en ciencias políticas leyeron el versículo 32 del capítulo 12 del Evangelio de Lucas, en el que Jesús les decía a los miembros de su “pequeño rebaño” que vendieran sus posesiones y le diesen limosna a los que pasaban necesidades, que no temieran ya que Dios les entregaría el reino del Cielo.
Claro, es evidente que para los poderosos de hoy en día su reino está en la Tierra. No necesitan ser dadivosos ni caritativos, su paraíso no es celestial, es terrenal. O acaso el gobierno libertario argentino no le está aplicando a los multimillonarios tasas impositivas más bajas que a ningún otro grupo económico, ampliando cada vez más la desigualdad social. Es más, en sus pomposos discursos el presidente aseguró que regular los monopolios, destruirle las ganancias, afectaría el crecimiento económico del país; que los grandes capitalistas son los héroes de la historia del progreso de la humanidad; que son benefactores sociales porque lejos de apropiarse de la riqueza ajena, contribuyen al bienestar general, etc. etc. ¿Cómo terminará todo esto? Sólo Dios lo sabe, aseguró otro periodista. Dios, Dios, todos se la pasan hablando de Dios, respaldando sus actos en el “señor todopoderoso”.
Por su parte, un politólogo de la ultraderecha argentina, ante la pregunta que le hicieron en una entrevista televisiva sobre los agravios del presidente hacia una gran parte de la sociedad, muchos de los cuales no piensan igual que él, lo comparó con el mismísimo Jesucristo ya que “el mesías del catolicismo también tuvo maneras violentas de referirse a sus enemigos”; y aseguró: “No está mal tener formas violentas contra el mal”. Seguramente se refería al relato evangélico que muestra a Jesús enojado con los fariseos y los escribas a los que llamó hipócritas porque no escuchaban sus palabras, pero esta filípica no era más que una lamentación no un llamado a ponerlos en la picota. ¿Será posible que la gente acepte estos disparates con total naturalidad? Resulta obvio que ni el presidente ni el “experto” en ciencias políticas leyeron el versículo 32 del capítulo 12 del Evangelio de Lucas, en el que Jesús les decía a los miembros de su “pequeño rebaño” que vendieran sus posesiones y le diesen limosna a los que pasaban necesidades, que no temieran ya que Dios les entregaría el reino del Cielo.
Claro, es evidente que para los poderosos de hoy en día su reino está en la Tierra. No necesitan ser dadivosos ni caritativos, su paraíso no es celestial, es terrenal. O acaso el gobierno libertario argentino no le está aplicando a los multimillonarios tasas impositivas más bajas que a ningún otro grupo económico, ampliando cada vez más la desigualdad social. Es más, en sus pomposos discursos el presidente aseguró que regular los monopolios, destruirle las ganancias, afectaría el crecimiento económico del país; que los grandes capitalistas son los héroes de la historia del progreso de la humanidad; que son benefactores sociales porque lejos de apropiarse de la riqueza ajena, contribuyen al bienestar general, etc. etc. ¿Cómo terminará todo esto? Sólo Dios lo sabe, aseguró otro periodista. Dios, Dios, todos se la pasan hablando de Dios, respaldando sus actos en el “señor todopoderoso”.
Ciertamente, el embustero mandatario argentino no es el único que lo hace. A lo largo de la historia no fueron pocos los que lo hicieron. Por ejemplo, el dictador español Francisco Franco (1892-1975) lo hizo tras su victoria en la Guerra Civil en un acto llevado a cabo en una iglesia de Madrid, donde dijo que “por la gracia de Dios” había vencido con heroísmo a los enemigos de la verdad. “Señor Dios -continuó el tirano- préstame tu asistencia para conducir a este pueblo a la plena libertad del imperio, para gloria tuya y de la Iglesia. Señor: que todos los hombres conozcan a Jesús, que es Cristo, hijo de Dios vivo”. Otro tanto hizo Adolf Hitler (1889-1945) en Alemania al crear el movimiento “Deutsche Christen”, una organización de cristianos alemanes que se presentaban a sí mismos como “las S.S. de Cristo en lucha por la destrucción de los males físicos, sociales y espirituales”. Hacían referencia a la “SchutzStaffel”, la organización paramilitar que tenía como norma la aplicación del terror y el crimen como solución a los asuntos políticos. Y en agosto de agosto de 1945, a pocos meses de haber asumido la presidencia de Estados Unidos, Harry S. Truman (1884-1972), quien en sus discursos decía que “con la ayuda de Dios, el futuro de la humanidad resultará en un mundo de justicia, armonía y paz”, con el fin de forzar a Japón a rendirse durante la Segunda Guerra Mundial, ordenó los bombardeos de las ciudades japonesas Hiroshima y Nagasaki. Las bombas atómicas, lanzadas sobre la población civil, causaron la muerte de más de doscientas mil personas y los sobrevivientes sufrieron graves consecuencias físicas por la radiación. Para justificarse, el presidente que conocía bien la “Biblia”, asistía a la iglesia con regularidad y oraba a diario pidiendo la guía de Dios, declaró que “cuando tienes que tratar con una bestia tienes que tratarlo como a una bestia”.
Unos años después, en
Argentina, el general Juan D. Perón (1895-1974), cuando asumió su segunda presidencia,
declaró que había aceptado ese “sacrificio confiando solamente en que la
Providencia habría de permitirme completar una obra que en la primera
presidencia no pudo ser completada”. Y al poco tiempo, le pedía a Dios que para
terminar con “los malos de adentro y con los malos de afuera, con los
deshonestos y con los malvados”, no tuviera que emplear la represión aplicando
“penas terribles”. Por su parte en Paraguay, el dictador Alfredo Stroessner
(1912-2006) creaba una secta político-religiosa conocida como “Pueblo de Dios”,
la que se autoproclamaba como católica, apostólica y paraguaya, y ante sus
integrantes aseguraba que tenía “la misión divina” de ser presidente.
También hubo alusiones a la “sacrosanta deidad” en boca de sujetos como Donald Trump (1946) quien aseguró que fue “salvado por Dios para hacer grande de nuevo a Estados Unidos”. Esto además de otros funestos personajes como Fujimori en Perú, Netanyahu en Israel, Bolsonaro en Brasil, Orbán en Hungría, Kast en Chile, Áñez en Bolivia, Peña en Paraguay, Bukele en El Salvador… la lista es extensa.
Por cierto, en lo concerniente particularmente al caso de América Latina, ya existen antecedentes de estos desatinos desde la época de su conquista y ocupación por parte de exploradores y soldados, principalmente españoles y portugueses. El navegante y cartógrafo Cristóbal Colón (1451-1506), devoto lector de la Biblia, quien ya había llegado a estas tierras en 1492, 1493 y 1498 financiado por los Reyes Católicos de España, en 1502, mientras se preparaba para realizar su cuarto viaje, escribió el “Libro de las Profecías”, obra en la que anotó pasajes de la Biblia para acompañar sus consideraciones sobre sus exploraciones como un “portador de Cristo” al Nuevo Mundo. “Es a mí a quien Dios ha elegido como su mensajero -escribió- al mostrarme dónde se encontraban el nuevo cielo y la nueva tierra de que el Señor había hablado por boca de san Juan en su Apocalipsis, y de que antes había hecho mención Isaías”. Y también afirmó que había sido el Espíritu Santo quien lo había ayudado especialmente a entender tanto el mensaje de las “sagradas escrituras” como las ciencias de la navegación y la geografía que se requerían para aquella misión de su vida.
Otro tanto hizo el oficial naval portugués y almirante de la flota española Fernando de Magallanes (1480-1521), tanto en la costa brasileña como en la Patagonia argentina durante la que se convertiría en la primera circunnavegación de la Tierra. Allí estableció, entre 1519 y 1520, relaciones comerciales con los indígenas e intentó convertirlos al cristianismo. Antes de emprender el largo viaje, él y los tripulantes habían asistido a una ceremonia religiosa para obtener el favor divino y la protección durante la expedición, ceremonia que tuvo lugar en el convento de Nuestra Señora de la Victoria en Sevilla. Años después, en 1532, el capitán general y alguacil mayor español Francisco Pizarro (1478-1541) conquistó el Imperio Inca en nombre de Dios y del rey de España, utilizando la religión como justificación para su expansión y dominio. Como se ve, todos ellos justificaron sus actos respaldados por Dios. Los saqueos, la usurpación de las tierras, la esclavización y el exterminio de los pueblos originarios que siguieron después de estas expediciones, ¿también fueron una misión encomendada por Dios? No es necesario profesar cualquier religión monoteísta o ser ateo o agnóstico para advertir que todo esto no fue más que una descomunal farsa.
Sabido es que gran parte de las personas son creyentes, ya sea que practiquen el catolicismo, el judaísmo, el islamismo, el hinduismo o cualquier otra religión. Para todas ellas la idea de la existencia de un Dios es importante ya que les ayuda a ordenar y encontrarle un sentido a sus vidas. Hay, sin dudas, razones motivacionales para las creencias religiosas, muchas veces en aquellas personas socialmente aisladas, ya que la fe religiosa tal vez les permite sentir que no están verdaderamente solas. Así como en Brasil se venera como santo a Pedro de Alcántara (1499-1562), en Perú a Martín de Porres (1579-1639), en México a Cristóbal Magallanes (1869-1927), en Chile a José Agustín Fariña (1879-1936) y en Argentina a Ceferino Namuncurá (1886-1905), por citar sólo algunos ejemplos, en Bolivia los pobladores de La Higuera y Vallegrande canonizaron como santo a Ernesto “Che” Guevara (1928-1967) después de su asesinato, tras su intento de generar un foco revolucionario en la nación andina que se expandiera al resto de Latinoamérica. Luego de ese incidente comenzó a decirse que el Che era San Ernesto de La Higuera, santo de Vallegrande, alguien que, a pesar de su asma y la falta de comida, en la selva había luchado por los pobres y había entrado puro en el cielo. En fin, cada uno tendrá sus razones y sus argumentos para crear santos y sostener sus creencias en ellos.
Ahora bien, cuando por un lado existen la miseria, la desgracia y la crueldad que perviven en muchas partes del mundo, por otro lado, existe la creencia de que hay un Dios que creó el mundo, que es perfecto, que está en todos lados, que todo lo sabe, que todo lo ve y que todo lo puede. Ante la incompatibilidad de estas dos cuestiones, cabe la pregunta de si alguien tan perfecto pudo haber creado algo tan imperfecto. Una respuesta sencilla sería pensar que creer en Dios es el consuelo que le queda a los creyentes frente a la miseria que abruma a buena parte de los seres humanos; es la posibilidad de despojarse de toda responsabilidad y quedar libre de toda culpa ya que, pase lo que pase, Él siempre estará al lado de sus fieles y su palabra los guiará en tiempos difíciles. Pero, ciertamente no es tan sencilla la cuestión.
Desde tiempos lejanos hubo conceptos sobre Dios muy favorables difundidos por teólogos cristianos como Agustín de Hipona (354-430) y Tomás de Aquino (1225-1274), por el hinduista Mahatma Gandhi (1869-1948) y por sionistas como Martin Buber (1787-1965) y David Ben Gurión (1886-1973), además de varios escritores renombrados como Cervantes, Shakespeare, Shaw, Bécquer y Tolstói. En la vereda de enfrente, se destacaron algunas rotundas sentencias como las del filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900) quien aseveró que “el hombre, en su orgullo, creó a Dios a su imagen y semejanza” o que “negar a Dios será la única forma de salvar el mundo”; la del poeta francés Charles Baudelaire (1821-1867) quien sostuvo que “Dios es el único ser que para reinar no tuvo ni siquiera necesidad de existir”; la del historiador francés Alphonse de Lamartine (1790-1869) quien afirmó que “Dios no es más que una palabra para explicar el mundo”; la de la filósofa francesa Simone de Beauvoir (1908-1986) quien comentó que “me resulta más fácil creer en un mundo sin creador que en un creador cargado con todas las contradicciones del mundo”; o la del escritor portugués José Saramago (1922-2010) quien declaró que “hay quien me niega el derecho de hablar de Dios porque no creo, y yo digo que tengo todo el derecho del mundo. Quiero hablar de Dios porque es un problema que afecta a toda la humanidad. Sinceramente, creo que la muerte es la inventora de Dios. Si fuéramos inmortales no tendríamos ningún motivo para inventar un Dios”.
Pero, además del autor de “El Evangelio según Jesucristo”, hubo también muchos escritores que se manifestaron de manera más ambigua sobre la existencia de Dios. El colombiano Gabriel García Márquez (1927-2014), por ejemplo, expresó: “Me desconcierta tanto pensar que Dios existe como que no existe”. Por su parte el uruguayo Mario Benedetti (1920-2009) reveló: “Yo no sé si Dios existe, pero si existe, sé que no le va a molestar mi duda”; o el ruso Máximo Gorki (1868-1936) quien sentenció: “¿Crees en Dios? Si crees en Él existe; sino crees, no existe”. Más irónicos fueron el argentino Ernesto Sábato (1911-2011) cuando aseguró que “Dios existe, pero a veces duerme: sus pesadillas son nuestra existencia”; o el irlandés Oscar Wilde (1854-1900) al decir que “a veces pienso que Dios creando al hombre sobreestimó un poco su habilidad”. Y más sarcástico fue el inglés Arthur C. Clarke (1917-2008) al afirmar que “puede que nuestro papel en este planeta no sea alabar a Dios sino crearlo”.
También hubo (¿ambivalentes?, ¿contradictorias?) apreciaciones sobre la existencia de Dios vertidas a lo largo de su vida por el científico más importante del siglo XX, el físico alemán Albert Einstein (1879-1955). Radicado en Estados Unidos ante la llegada del nazismo al poder, en una entrevista, cuando le preguntaron por Dios respondió que era la pregunta más difícil del mundo y que no podía responderse “simplemente con un sí o un no. Dios es un misterio, pero un misterio comprensible. No tengo nada sino admiración cuando observo las leyes de la naturaleza. No hay leyes sin un legislador. El hombre encuentra a Dios detrás de cada puerta que la ciencia logra abrir”. Y agregó: “Intente penetrar con nuestros medios limitados a los secretos de la naturaleza y encontrará que, detrás de todas las concatenaciones perceptibles, queda algo sutil, intangible e inexplicable. La veneración a esta fuerza que está más allá de lo que podemos comprender es mi religión. En ese sentido soy, de hecho, religioso”.
En otras oportunidades había dicho que Dios era sofisticado, pero no malévolo, o que el azar no existía ya que Dios no jugaba a los dados, afirmaciones ambas que daban a entender que creía en la existencia de Dios. También dijo que la ciencia y la religión debían coexistir, complementarse y enriquecerse mutuamente ya que, según sus propias palabras, “la ciencia sin religión está coja; la religión sin ciencia está ciega”. Sin embargo, hacia el final de su vida, en una carta que le envió a un amigo, expresó: “La palabra Dios es para mí nada más que la expresión y el producto de las debilidades humanas y la Biblia es una colección de leyendas venerables, pero más bien primitivas. No hay interpretación, sin importar cuán sutil sea, que pueda cambiar esto para mí”.