Enzo Traverso: “En el siglo XXI, la extrema derecha logró en amplia medida construir un nuevo relato de una hegemonía cultural y política, de una redefinición de la identidad de los actores políticos” (2/2)
Habitual colaborador en
diarios y revistas como “La Quinzaine Littéraire”, “Contretemps” y “Lignes” de
Francia, “Il Manifesto” de Italia, “Jacobin” de Estados Unidos y “Salvage” de
Inglaterra, por citar sólo algunos, Enzo Traverso ha escrito numerosos ensayos
en varias lenguas. Entre ellos pueden mencionarse los escritos en italiano “Il
totalitarismo. Storia di un dibattito” (El totalitarismo. Historia de un debate),
“A ferro e fuoco. La guerra civile europea 1914-1945” (A sangre y fuego. La
guerra civil europea 1914-1945), “Gaza davanti alla storia” (Gaza ante la
historia) y “Che fine hanno fatto gli intellettuali?” (¿Qué fue de los
intelectuales?); los escritos en francés “Le passé, modes d’emploi. Histoire,
mémoire, politique” (El pasado, instrucciones de uso. Historia, memoria,
política), “La violence nazie. Une généalogie européenne” (La violencia nazi.
Una genealogía europea), “L'histoire déchirée. Essai sur Auschwitz et les
intellectuels” (La historia desgarrada. Ensayo sobre Auschwitz y los
intelectuales), “Les juifs et l'Allemagne. De la symbiose judéo-allemande à la
mémoire d'Auschwitz” (Los judíos y Alemania. De la simbiosis judeo-alemana al
recuerdo de Auschwitz), “Les marxistes et la question juive. Histoire d’un
débat 1843-1943” (Los marxistas y la cuestión judía. Historia de un debate
1843-1943), “La fin de la modernité juive. Histoire d'un tournant conservateur”
(El final de la modernidad judía. Historia de un giro conservador), “L'histoire
comme champ de bataille. Interpréter les violences du XXe siècle” (La historia
como campo de batalla. Interpretar las violencias del siglo XX) y “Les nouveaux
visages du fascisme” (Las nuevas caras del fascismo); y los escritos en inglés
“Left-wing melancholia. Marxism, history and memory” (Melancolía de izquierda.
Marxismo, historia y memoria), “Singular pasts. The ‘I’ in historiography”
(Pasados singulares. El ‘yo’ en la historiografía) y “Revolution. An intellectual
history” (Revolución. Una historia intelectual), entre muchos otros, los
cuales, la mayoría de ellos, han sido traducidos a más de una docena de
idiomas.
A continuación, la segunda
parte de los extractos de las entrevistas publicadas en la revista “Passés
Futurs” n° 17 en febrero de 2025 (a cargo de Ana Clarisa Agüero y Daniel
Sazbón) y en la revista “Jacobin” n°11 en agosto de 2025 (a cargo de Martín
Mosquera), de las cuales se reproducen las partes vinculadas al crecimiento
exponencial de las derechas en América y Europa, y al proyecto antidemocrático
de rasgos autoritarios llevado adelante por el presidente argentino.
En varias ocasiones ha
aparecido una idea de la relación entre pasado, presente y futuro, de “régimen
de historicidad”; la mirada conservadora que tenía la tradición fascista,
frente a una mirada casi utópica de un futuro promisorio que se abriría por las
nuevas tecnologías, por el despliegue del capital, en las nuevas derechas. Por
otro lado, tenemos también la puesta en cuestión de parte de estos movimientos
de ciertos consensos anteriores sobre el pasado reciente, por ejemplo, en el
caso argentino sobre la memoria de la dictadura militar de los años ‘70, o en
el caso europeo sobre el antifascismo posterior a 1945. En ese escenario, ¿qué
lugar queda para la historia?
Uno de los temas que es
subyacente a todas esas corrientes es cómo relacionarse con el pasado y cómo
construir una memoria; construir una política memorial que pueda soportar estos
movimientos o las políticas de los gobiernos cuando esas corrientes llegan al
poder. Esa es una preocupación compartida, pero las respuestas son muy
distintas. Y eso es el espejo de la diversidad, de los orígenes distintos de
las fuerzas que componen esta constelación. No hay duda de que atrás de Trump
está el supremacismo blanco, están todas las corrientes racistas de Estados
Unidos, los herederos del Ku Klux Klan. Trump no tiene ningún conocimiento de
la historia de una manera general, y él puede aceptar cualquier discurso
memorial si le conviene desde un punto de vista de ganancia electoral. Hay un
eclecticismo, un oportunismo, y eso es otro rasgo del mundo, de la sociedad
global del espectáculo en el siglo XXI: su capacidad de mentira permanente. El
cree que el pasado se puede moldear, manejar, transformar como quieras. Pero
hay otros componentes que son muy contradictorios. Por ejemplo, en Italia,
Giorgia Meloni, que tiene una identidad política, que tiene una historia, en el
gobierno sostiene una política muy clara de rehabilitación del fascismo, de
relegitimación del fascismo y de construcción también de un marco institucional
de referencias al fascismo como una página legítima en la historia de Italia,
en el pasado, una historia de la cual se puede estar orgulloso, etcétera. En
este marco yo veo algunas analogías entre Argentina e Italia. Es decir, en
Italia una rehabilitación del fascismo, en la Argentina de Milei una
rehabilitación de la dictadura militar. Y eso se ve en políticas memoriales.
Por ejemplo, cerrar el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, cerrar todo
un conjunto de instituciones que encarnan, que representan este trabajo
colectivo de memoria. Y eso nos devela un hecho fundamental: en la Italia de
posguerra, el antifascismo fue codificado ideológicamente y casi
institucionalmente, culturalmente, como una religión civil de la República.
Hubo una sacralización de los valores del antifascismo, una sacralización
ritualizada de un modo casi religioso, con su propia liturgia secular: con
instituciones, conmemoraciones, ceremonias, monumentos, memoriales, etcétera. Y
después de algunas décadas -y con Meloni en el gobierno, eso es evidente hoy-,
esta memoria que fue durante largo tiempo silenciada y censurada, reaparece. Y
su política es reprimir y criminalizar la memoria antifascista. Después de que
el fascismo se legitimó como una de las páginas sino “gloriosas” por lo menos
“legítimas” de la historia nacional, ahora es el antifascismo el que es puesto
en cuestión. En la Argentina algo similar ocurrió algunas décadas después. La
transición a la democracia tuvo lugar en la década de los ‘80, que es la década
de construcción hegemónica de un discurso sobre derechos humanos en escala
global, que está también vinculada a la derrota de toda una idea de socialismo.
En la Argentina, el discurso sobre los derechos humanos casi expulsó del
espacio público la memoria de la dictadura, que ahora reaparece y reivindica
sus derechos.
Escribió un libro que tuvo
mucha repercusión, traducido al español como “Las nuevas caras de la derecha”,
donde acuñó el término “posfascismo”. Desde entonces pasaron varios años y
surgieron episodios clave vinculados al ascenso de la extrema derecha: el
asalto al Capitolio en Estados Unidos, el intento similar en Brasil con Jair
Bolsonaro, el triunfo de Javier Milei en Argentina, el nuevo ascenso de Trump,
etcétera. ¿Cómo analiza hoy a la extrema derecha y el concepto de posfascismo a
la luz de estos nuevos acontecimientos?
El concepto de “posfascismo”
que intenté delinear me sigue resultando útil para definir este fenómeno,
aunque no lo considero un fenómeno cerrado, definido. Me parece que sigue
siendo un fenómeno transicional, cuyo desenlace final es aún difícil de
comprender o de describir con precisión. Sin embargo, no hay dudas de que
muchas cosas han cambiado, y algunas tendencias que ya se podían identificar y
analizar hace diez años hoy aparecen mucho más claras y, podríamos decir,
consolidadas a escala global. Todos los fenómenos que mencionas lo confirman,
ya sea hablando de Europa, de Estados Unidos, de América Latina o incluso más
allá. La mutación más notable, diría yo, no es sólo el fortalecimiento de la
derecha radical, sino su nueva legitimidad. Lo que cambió respecto al análisis
que hice hace diez años es que hoy la derecha radical se ha convertido en un
interlocutor legítimo -y en muchos casos privilegiado- de las élites dominantes
a nivel global. Eso no era así hace una década. La derecha radical no era vista
como una opción viable por las élites. Al contrario: era observada con mucha
desconfianza, tanto en Estados Unidos como en Europa y también en América
Latina. Incluso Bolsonaro no ganó como candidato directo del gran capital
brasileño. Tenía apoyos dentro del Ejército y algunos sectores económicos, sí,
pero el candidato a ganar seguía siendo del Partido dos Trabalhadores (Partido
de los Trabajadores), que en ese momento aparecía como una opción mucho más
sólida. En 2017, en Europa, ocurrió algo que fue vivido como una especie de
trauma: el ingreso del partido político Alternative für Deutschland (Alternativa
para Alemania) al parlamento alemán marcó un punto de inflexión. Poco después
surgió Vox en España. Y el paisaje cambió de forma significativa. Ahora bien,
ese proceso no ha sido lineal. En el medio vino la pandemia y la crisis
económica global que trajo aparejada. La crisis, en lugar de fortalecer a la
derecha radical, la debilitó, porque quedó claro que era incapaz de enfrentar
desafíos de esa envergadura. Fue un momento de retroceso y, en general,
perdieron las siguientes elecciones. Después vino una nueva oleada, la que
estamos enfrentando en el presente. Entonces insisto: no se trata de un proceso
lineal, pero la tendencia general es bastante clara. Esto no significa que
estemos frente a un nuevo fascismo con un perfil bien definido y rasgos
nítidos. Creo que aún se trata de una constelación muy heterogénea que está
buscando formas de convergencia. Y aunque hoy esa nueva alianza entre el posfascismo
y las élites globales es innegable, sigue estando marcada por tensiones y
contradicciones. No se puede hablar todavía de un nuevo bloque histórico, en el
sentido gramsciano del término. Es más una convergencia basada en intereses
comunes que la constitución de un bloque.
Con el auge de la nueva
derecha radical volvió con fuerza el debate sobre el fascismo, un debate que
tiende a polarizarse entre quienes sostienen que, si se trata de fascismo,
deberá implicar un cambio de régimen político -con elementos como el partido
único o el Estado corporativo, como ocurrió en los años ’30-, y quienes
argumentan que si se mantiene la vigencia formal de la democracia liberal, se
trataría simplemente de una nueva versión de la derecha tradicional, con una
idiosincrasia distinta.
El fascismo clásico
establecía una dicotomía radical entre fascismo y democracia: se definía
explícitamente como antidemocrático. Esto no sólo lo teorizaban sus ideólogos,
sino que también lo reivindicaban con orgullo sus líderes carismáticos. El
fascismo hacía ostentación de su desprecio por la democracia. Hoy, en cambio,
todos los movimientos y líderes que llamo posfascistas adoptan una retórica
democrática. Todos reivindican su pertenencia al marco de la democracia liberal
y se presentan incluso como sus mejores defensores. Esa retórica ha sido
fundamental para su legitimación ante la opinión pública. Esta es una
transformación fundamental: la relación de la nueva derecha radical con la
democracia es completamente distinta a la del fascismo histórico. Hoy la
frontera entre democracia y fascismo ya no es clara. El fascismo del siglo XXI
no busca abolir las formas democráticas, sino intervenirlas desde adentro,
erosionarlas, transformarlas desde su interior. Ahora bien, hay que considerar
también otra diferencia histórica que ayuda a explicar esta mutación. En los
años de entreguerras, la democracia era una conquista reciente, una conquista
histórica de las clases subalternas, producto -o subproducto- de la Revolución
de Octubre y de la ola revolucionaria que siguió al colapso del orden liberal
decimonónico tras la Primera Guerra Mundial. Fue un período de crisis brutal,
pero también de importantes avances democráticos: el sufragio universal
masculino se consolidó en muchos países, en algunos las mujeres conquistaron el
derecho al voto, el espacio público se transformó, emergieron nuevas formas de
participación popular. En ese contexto, el fascismo apareció claramente como el
enemigo de la democracia. Fue así en Italia desde los años ‘20, en Alemania con
la destrucción fulminante de la República de Weimar en 1933, y en la Guerra Civil
española, que fue un enfrentamiento directo entre fascismo y democracia. Hoy,
en cambio, el contexto es completamente distinto. La democracia ya no aparece
como una conquista por defender, sino más bien como una cáscara vacía. En gran
parte del mundo occidental -y podríamos decir, a escala global-, la democracia
se percibe como un cascarón formal, profundamente erosionado por los procesos
de solidificación mercantil del espacio público, por el vaciamiento de las
instituciones, por una transformación estructural de la relación entre economía
y política. Nadie piensa ya en la democracia como una promesa emancipadora. Y
para buena parte de las clases populares, de los sectores trabajadores, la
defensa de la democracia es lo último en su lista de preocupaciones. Por
supuesto que hay un grado de ceguera ahí, pero el problema es más profundo: no
se puede defender la democracia identificándola con lo que existe hoy. La
cuestión es qué democracia queremos defender, qué democracia queremos
construir. Porque si la democracia es sólo estas instituciones vaciadas, será
muy difícil movilizar un gran movimiento antifascista para defenderlas, sobre
todo cuando quienes las atacan se presentan también como demócratas y dicen -con
algo de razón- que estas instituciones no funcionan. ¿Qué es lo que hay que
defender? Ahí está el problema.
Mencionaba como posible
analogía con los años ‘20 o ‘30 el hecho de que no estamos ante una mera crisis
económica o política, sino frente a una conmoción más profunda, una suerte de
crisis estructural de largo alcance. En aquel entonces se trataba del colapso
del orden liberal del siglo XIX; en ese marco, el ascenso del fascismo aparecía
vinculado también al declive de ciertas potencias, como el de Alemania tras la
Primera Guerra Mundial. ¿Le parece una conexión que se puede establecer también
en el presente? Es decir, lo que estamos viendo hoy, con el ascenso de las
nuevas extremas derechas, ¿puede estar relacionado con un proceso más amplio de
declive de Occidente frente al ascenso de Asia, y especialmente de China? ¿Piensa
que esa disputa geopolítica es una motivación importante -aunque quizás
indirecta- del auge de estas derechas?
No, no creo que se pueda
hablar de una analogía en ese sentido. Sí se pueden hacer comparaciones, pero
hay diferencias fundamentales. En los años de entreguerras, frente al colapso
del orden liberal decimonónico, emergieron dos modelos alternativos que eran,
en sí mismos, proyectos de civilización. Por un lado, el socialismo, con una
utopía de emancipación, igualdad, revolución; por el otro, el fascismo, con su
exaltación de la nación, la raza y la dominación. Ambos eran visiones del
futuro, modelos integrales de sociedad que prometían transformar radicalmente
la vida de las personas. Hoy no veo nada comparable en las nuevas derechas. No
hay un horizonte utópico ni un proyecto de civilización propiamente dicho. Por
eso me parece útil el concepto de “posfascismo”, porque estas derechas
radicales son profundamente conservadoras. Su impulso no es hacia adelante sino
hacia atrás: lo que buscan es restaurar un orden tradicional. Los valores que
reivindican forman una especie de hilo rojo que las conecta. En algunos casos,
como el de la Argentina de Javier Milei, puede parecer que hay un intento de
construir un nuevo modelo civilizacional. Milei se presenta como el arquitecto
de una nueva sociedad inspirada en un neoliberalismo extremo. Pero incluso ahí,
ese proyecto no es realmente nuevo. Si uno lee sus discursos y posicionamientos,
hay una correspondencia evidente con las ideas de Hayek, quien describía una
sociedad completamente regida por el mercado. Ese es el modelo que parece
inspirar a Milei: un neoliberalismo autoritario (o un posfascismo neoliberal,
si se quiere; se lo puede nombrar de diferentes maneras). Lo que Milei pretende
ahora es otra cosa: hacer del modelo neoliberal el núcleo de una nueva
civilización. Pero, insisto, no es un proyecto nuevo. No es el “hombre nuevo”
del fascismo clásico. Es una versión radicalizada de un modelo antropológico
que ya domina el mundo global: individualismo, competencia, mercado. Lo que
hace es empujarlo hasta el extremo, y pretender que de ahí surja una nueva
sociedad. Pero se trata de una intensificación de lo ya existente, no una
alternativa histórica. Y eso, me parece, hay que tenerlo muy en cuenta. Este
proyecto, ciertamente, es profundamente antidemocrático y tiene rasgos
autoritarios.