12 de noviembre de 2025

Testimonios sobre una persistente intromisión (1/5)

América Latina, el “destino providencial” de Estados Unidos

El 2 de diciembre de 1823, en su discurso ante el Congreso de los Estados Unidos, el presidente James Monroe (1758-1831) sostuvo que cualquier intervención en los asuntos políticos en el continente americano por parte de naciones extranjeras de otros continentes era un acto potencialmente hostil contra su país. En colaboración con el Secretario de Estado John Quincy Adams (1767-1848), creó lo que años después se conocería como Doctrina Monroe, una ideología que se oponía al colonialismo europeo en el hemisferio occidental en un momento en el que casi todas las colonias españolas en América ya habían logrado la independencia o estaban cerca de conseguirla. Fue la primera declaración contundente sobre las pretensiones hegemónicas de Estados Unidos en el continente americano ya que, fundamentalmente estableció la no injerencia europea en asuntos americanos.
Aquel día declaró Monroe: “Se ha juzgado la ocasión propicia para afirmar, como un principio que afecta a los derechos e intereses de los Estados Unidos, que los continentes americanos, por la condición de libres e independientes que han adquirido y mantienen, no deben en adelante ser considerados como objetos de una colonización futura por ninguna potencia europea. Debemos por consiguiente al candor y a las amistosas relaciones existentes entre los Estados Unidos y esas potencias declarar que consideraremos cualquier intento por su parte de extender su sistema a cualquier porción de este hemisferio como peligroso para nuestra paz y seguridad. Con las colonias o dependencias existentes de potencias europeas no hemos interferido y no interferiremos”.
Dicha proclama fue alimentada más tarde por otros presidentes con algunas enmiendas conocidas como “corolarios”. En 1904 lo hizo Theodore Roosevelt (1858-1919) estableciendo que su país podía intervenir en los asuntos internos de los países latinoamericanos si cometían faltas flagrantes y crónicas. En 1909 lo hizo William Taft (1857-1930) imponiendo la “diplomacia del dólar”, un modelo de política exterior para dominar a América Latina a través de la concesión de créditos a largo plazo. En 1913 lo hizo Woodrow Wilson (1856-1924) llevando a cabo una política exterior intervencionista en Iberoamérica ocupando militarmente Cuba, Honduras, México, Nicaragua, Panamá y República Dominicana con el pretexto de “enseñar a las repúblicas sudamericanas a elegir hombres buenos”. Y en 1934 lo hizo Franklin Roosevelt (1882-1945) estableciendo la política del “buen vecino” mediante la cual apoyó las dictaduras sangrientas y corruptas instauradas en varios países caribeños, a las que consideró protectoras del hemisferio occidental de la influencia soviética.


Fue ésta la manera en que Washington “apoyó” la independencia del continente con la postura “América para los americanos” y marcó la estrategia estadounidense en política exterior basada en sus intereses expansionistas y hegemónicos que fue clave durante el siglo XX y parece continuar siéndolo en el siglo actual. No por nada, un siglo antes, el 5 de agosto de 1829 en una carta enviada al diplomático escocés Patrick Campbell (1779-1857), una de las figuras más trascendentes de las guerras de independencia hispanoamericanas, el general Simón Bolívar (1783-1830), expresó: “Los Estados Unidos parecen estar destinados por la Providencia a plagar la América de miserias en nombre de la libertad”, un ideario con el que coincidieron, con matices, otros grandes libertadores como José Gervasio Artigas (1764-1850), Bernardo O'Higgins (1778-1842) y José de San Martín (1778-1850).
Unos años más tarde, el abogado, economista y autor intelectual de la Constitución Argentina de 1853 Juan Bautista Alberdi (1810-1884) publicó en febrero de 1848 un artículo en el diario “El Comercio” de Chile en el cual opinó sobre la Doctrina Monroe: “Entre la anexión colonial de Sudamérica a una nación de Europa, y la anexión no colonial a los Estados Unidos, ¿cuál es la diferencia? ¿Cuál es la preferible para Sud América? Ninguna. Es decir, ni monroísmo ni Santa Alianza”. Y en otros artículos se refirió a la independencia económica y política de los pueblos de América del Sur advirtiendo el avance constante y decidido de Estados Unidos sobre el territorio, ya fuese por necesidad imperiosa o por estrategia de expansión en busca de los recursos naturales de la región.
Ya en el siglo XX, el 4 de marzo de 1909 asumió la presidencia de Estados Unidos el mencionado miembro del Partido Republicano William H. Taft. En su discurso inaugural, pronosticando lo que sería su gestión, declaró que no nombraría a afroamericanos en empleos federales, que eliminaría a los negros del sur del país de cargos públicos y que enfatizaría su labor en hacer crecer a la Nación a través del uso del poder económico para alcanzar sus objetivos en América Latina. Tres años después declaró: “No está lejano el día en que tres banderas de barras y estrellas señalen en tres sitios equidistantes la extensión de nuestro territorio: una en el Polo Norte, otra en el Canal de Panamá y la tercera en el Polo Sur. Todo el hemisferio nos pertenecerá, como de hecho, ya nos pertenece moralmente, por la virtud de la superioridad de nuestra raza”.
Extensa es la historia de la relación neocolonial que prevalece entre Estados Unidos y América Latina. Efectivamente y de manera indudable, durante todo el siglo XX y lo que va del XXI, los intereses de la potencia norteamericana se centraron en lo que, desde la época del citado presidente James Monroe, se denominó “America's backyard” (patio trasero de Estados Unidos), esto es América Latina, la región en la que aplicó un intervencionismo basado en la invasión de territorios, la organización de golpes de Estado, el apoyo a los dictadores militares y a los gobernantes autoritarios o populistas y en la cimentación de su hegemonía sobre los recursos naturales en connivencia con dirigentes políticos tanto de la derecha radical como de la derecha conservadora. Entre 1806 y la actualidad, fueron algo más de ciento cuarenta las intervenciones y las injerencias norteamericanas en América Latina.
Bien lo dice el Senador mexicano Alberto Anaya Gutiérrez (1946) en un artículo publicado en la “Gaceta Informativa” el pasado 27 de septiembre. Bajo el título “La construcción de la sustentabilidad político-electoral de los gobiernos progresistas”, expresó: “En los últimos doscientos años, en un momento u otro, los Estados Unidos han invadido casi todos los países de América Latina y el Caribe; algunos de ellos varias veces. Las invasiones estadounidenses no han sido con fines democráticos sino por razones comerciales y para convertir a los invadidos en una fuente de riqueza, Se han documentado más de una docena de golpes de Estado y las acciones desestabilizadoras superan el centenar”.


Y fue justamente México el país que más intervenciones sufrió por parte de su vecino norteño. Desde 1806, fueron casi una veintena las acciones llevadas adelante por Estados Unidos, a las que hay sumarle las decenas de veces que participó en operaciones de represión y control de países de la región como Cuba, Haití, Honduras, Nicaragua y Panamá. Y a lo largo de los años también lo hizo en menos oportunidades, no por ello menos nefastas, en Bahamas, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Granada, Guatemala, Jamaica, Paraguay, Puerto Rico, Rep. Dominicana, Uruguay, Venezuela y, por supuesto, Argentina.
En el caso específico de la Argentina, apenas ocho años después de la proclamación de la Doctrina Monroe, el 31 de diciembre de 1831 ocurrió lo que se conocería como “incidente de la Lexington” en el Puerto Soledad de las islas Malvinas, el archipiélago ubicado el océano Atlántico Sur a unos 500 km. de la costa. En 1820, el gobierno de la Confederación Argentina había enviado desde Buenos Aires una fragata a tomar posesión y reafirmar sus derechos como sucesión de España. Allí, en 1823, el gobierno le había concedido al comerciante alemán nacionalizado argentino Luis Vernet (1791-1871) la explotación de recursos de las islas y lo había nombrado Primer Comandante Político Militar en las Islas Malvinas. Luego de su asentamiento, éste pobló el lugar con colonos no sólo originarios de distintas provincias argentinas sino también con campesinos y pescadores alemanes, escoceses, españoles, franceses y portugueses entre otros.
Además, construyó un fuerte, instaló algunos cañones para la defensa del lugar y se comprometió a hacer cumplir la legislación argentina, cuidar sus costas y los reglamentos de pesca vigentes. Por eso las actividades que llevó a cabo para expulsar barcos balleneros y pesqueros estadounidenses en agosto de 1831, provocó que la corbeta estadounidense USS Lexington, comandada por el capitán de la Armada de Estados Unidos Silas Duncan (1788-1834), arribara al Puerto Soledad. Alí un contingente desembarcó, redujo a las autoridades, saqueó las dependencias oficiales y las viviendas particulares y destruyó el asentamiento tomando prisioneros a la mayoría de sus habitantes. Este incidente cobró gran importancia histórica porque el proceso culminó con la ocupación británica de las islas. El 2 de enero de 1833 llegó la fragata de guerra británica HMS Clio, al mando del capitán John James Onslow (1796-1856), quien reivindicó la soberanía británica y tomó posesión de las islas. Esta violación de la soberanía argentina fue la primera aplicación de la Doctrina Monroe en este país, en este caso a favor de su aliado inglés.
Pasaron veinte años para que se produjera la segunda intervención estadounidense en territorio argentino. Sabido es que, desde su declaración de la independencia de la Corona Española en 1816, la por entonces denominada Provincias Unidas del Río de la Plata sufrió numerosas revoluciones y guerras civiles motivadas por las diferencias económicas y sociales que existían entre Buenos Aires y el interior. Además de las disputas por el poder político y por las divergencias sobre cómo debía organizarse el Estado, se generaron también desavenencias en relación a las actividades económicas, las cuales estaban centralizadas principalmente en el sector ganadero que hacía sus exportaciones desde el puerto de Buenos Aires.


Esa preeminencia de Buenos Aires, que controlaba los recursos obtenidos a través del puerto y la aduana, no era bien vista por las diferentes provincias lideradas por caudillos como Martín Miguel de Güemes (1785-1821), Francisco Ramírez (1786-1821), Estanislao López (1786-1838), Juan Facundo Quiroga (1788-1835), Ángel Vicente Peñaloza (1798-1863) y Felipe Varela (1821-1870), por citar sólo a los más destacados, quienes tenían un gran apoyo de las clases rurales y defendían los intereses de sus respectivas provincias organizándolas económica y administrativamente frente al gobierno central de Buenos Aires. La gobernación de Buenos Aires fue ejercida de manera dictatorial por Juan Manuel de Rosas (1793-1877) entre 1835 y 1852, quien no permitía la libertad comercial y la autonomía de las provincias del interior. Este régimen era incompatible con los intereses estadounidenses en la región, que en aquel entonces se centraban en controlar el comercio fluvial y las ricas orillas del Río de la Plata. Las riquezas naturales, el comercio y la ubicación geopolítica de la Argentina bastaban para que Estados Unidos fuera algo más que un simple espectador.
Ya desde inicios de 1850, la desconfianza de Estados Unidos hacia Rosas era evidente. Distintos enviados norteamericanos residentes en Buenos Aires informaban sobre las irregularidades cometidas por su régimen. Entre ellas citaban las interrupciones que hacían las autoridades porteñas al tránsito comercial por el Río de la Plata de las embarcaciones norteamericanas por medio de fiscalizaciones y detenciones injustificadas que alteraban su normal funcionamiento. En una carta enviada al Secretario de Estado Daniel Webster (1782-1852) por el Encargado de Negocios William A. Harris (1805-1864), éste hizo referencia al control irrestricto ejercido por Rosas en toda la nación, consideró a su gobierno como una tiranía y juzgó la represión con la que actuaba frente a la población civil. Fue a partir de entonces que las autoridades norteamericanas comenzaron a observar con escepticismo la administración rosista.
Como puede verse, la diplomacia estadounidense fue algo más que una simple espectadora de estos sucesos al propiciar la caída del gobierno de Rosas. Cuando en 1851 el gobernador de la provincia de Entre Ríos Justo José de Urquiza (1801-1870) decidió enfrentar al gobierno bonaerense, hubo un despliegue de fuerzas navales estadounidenses en el Río de la Plata que estaban atentas a los acontecimientos. Finalmente, el 3 de febrero de 1852 se produjo la Batalla de Caseros, en la cual Urquiza derrotó a Rosas, cuya caída permitió una mayor apertura comercial y diplomática favorable a los intereses económicos y políticos de los Estados Unidos en la región. Si bien no hubo una participación militar estadounidense directa en el campo de batalla, ese mismo día desembarcaron marines norteamericanos en Buenos Aires para proteger, según declararon, los intereses de sus ciudadanos.


Ciertamente la política llevada adelante por Rosas había sido cada vez menos amigable con el comercio extranjero. En aquellos tiempos fueron habituales en la aduana porteña los bloqueos a los buques foráneos, las inspecciones injustificadas y las alzas tarifarias, entre otras medidas. Fue ésta la excusa para que la Doctrina Monroe siguiese vigente en la Argentina. En 1975, la Academia Nacional de Historia realizó en las cuidades de Paraná y Santa Fe el Tercer Congreso de Historia Argentina y Regional. Las exposiciones vertidas durante el mismo fueron publicadas por la Academia en Buenos Aires en 1997. Entre ellas puede leerse: “La caída de Rosas constituyó la oportunidad favorable que los representantes diplomáticos norteamericanos esperaban para abrir los ríos de la cuenca del Plata a la navegación de ultramar. Los comerciantes norteamericanos radicados en Buenos Aires no habían recibido hasta ese momento un trato preferencial por parte del gobierno de Rosas”.
Durante las últimas décadas del siglo XIX, la política exterior de Estados Unidos se caracterizó por su naturaleza imperialista. Suele atribuírsele a Thomas Jefferson (1743-1826), presidente de Estados Unidos entre 1801 y 1809, ser el gran exponente de una doctrina de expansión que miraba más allá de las fronteras de su país. Esto se notó de manera elocuente en todas las naciones de Latinoamérica y el Caribe, en las cuales de algún modo se naturalizó la irrupción de Estados Unidos como potencia dominante y su intervención en sus asuntos internos. En el caso específico de la Argentina, que hasta fines del siglo XIX el 80% de las inversiones extranjeras provenían de Gran Bretaña, durante las primeras décadas del siglo XX experimentó un aluvión de inversiones norteamericanas, particularmente en el sector industrial y en el comercio. En los años ’30 era por lejos el principal destino de las inversiones extranjeras de Estados Unidos en Latinoamérica.
Así, durante aquellos años, se establecieron en Argentina empresas como la productora de aparatos eléctricos General Electric, la fabricante de máquinas de coser Singer Sewing Machine, la comercializadora y distribuidora de carne Swift & Co., la fabricante de máquinas de escribir Remington Typewriter Co., la ensambladora de automóviles Ford Co., las fabricantes de neumáticos Goodyear y Firestone, y se abrieron en Buenos Aires sucursales de los bancos norteamericanos National City Bank of New York y First National Bank of Boston. Luego, las relaciones diplomáticas entre ambos países se agudizaron, tanto durante la Gran Guerra como durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los gobiernos argentinos de turno decidieron permanecer neutrales hasta las últimas semanas de dichas contiendas, actitud que finalmente abandonaron ante la presión ejercida por Estados Unidos.
Durante la década del ’30, conocida como “Década Infame”, la política argentina estuvo signada por las constantes y alevosas elecciones fraudulentas, la proscripción de la Unión Cívica Radical, la ascendente adhesión de los sectores marginales de la élite al nacionalismo de derecha, la corrupción, los fusilamientos, las torturas, los primeros desaparecidos y las deportaciones de militantes obreros. La Argentina por entonces mantenía una relación prácticamente de dependencia económica con Gran Bretaña al punto tal que el 99% de la exportación de carne congelada era para Inglaterra, reforzando los lazos de dependencia y colonialismo. Pero, tras la Primera Guerra Mundial, hubo un cambio sustancial en la producción de bienes producto de lo que se conoció como “fordismo”, esto es, el método de producción en cadena (también llamado producción en masa) creado por el ingeniero estadounidense Henry Ford (1863-1947) para la fabricación del automóvil Ford T.
Este cambio benefició significativamente a Estados Unidos y contribuyó a generar el declive económico de Gran Bretaña dados sus gastos en armamentos para enfrentar a las Potencias del Eje encabezadas por la Alemania nazi. El Reino Unido terminó el conflicto con una considerable deuda a acreedores extranjeros, principalmente a los Estados Unidos, y su base industrial había sufrido daños considerables, por lo cual le resultó impracticable mantener su hegemonía imperial. Esto no hizo más que acentuar la presión del imperialismo norteamericano sobre la Argentina. El país, que durante muchos años se había convertido en una semicolonia británica, ahora pasaba a ser una semicolonia estadounidense.