La Doctrina de Seguridad Nacional
desde las dictaduras hasta las revoluciones pasivas
A partir del comienzo de la década de los ’60, los sucesivos gobiernos estadounidenses aplicaron en Latinoamérica lo que se conoció como Doctrina de Seguridad Nacional, una ideología promovida en marzo de 1947 por el entonces presidente de Estados Unidos, el ya citado Harry Truman, con la intención de contrarrestar con la asistencia militar del Departamento de Defensa, cualquier agresión contra regímenes afines a la política exterior de Washington. Bajo esa premisa, Estados Unidos apoyó todos los golpes militares que se produjeron en Latinoamérica. La gran ofensiva injerencista llevada adelante bajo esa doctrina, en cierto modo puede relacionarse con la teoría del “Big stick” (Gran garrote), un concepto utilizado en 1901 por el antes mencionado presidente Theodore Roosevelt para realizar negociaciones y pactos con los países latinoamericanos, pero mostrando siempre la posibilidad de una intervención armada.
Roosevelt era un gran aficionado a la caza mayor. Tras dejar la presidencia en 1909, viajó a África para participar en un safari patrocinado por el Smithsonian Institution (Instituto Smithsoniano), una institución dedicada a la investigación científica. Según narró en su libro “African game trails” (Senderos de caza africanos) publicado en 1910, una noche durante la cacería, se le acercó un nativo y le explicó que, para cazar, según establecía una tradición ancestral, había que hablar en voz baja pero siempre teniendo un garrote a mano. “Speak softy and carry a big stick, you will go far” (habla suavemente y lleva un gran garrote, así llegarás lejos) escribió Roosevelt, y con esa táctica hizo dar los primeros pasos al imperialismo estadounidense y a su actuación como potencia mundial, intereses que dejó en claro, tal como se mencionó anteriormente, en 1904 en su Corolario a la Doctrina Monroe.
Por entonces, durante el gobierno de Richard Nixon (1913-1994), su vicepresidente Nelson Rockefeller (1908-1979) emitió un informe en el cual valoró la bondad de las dictaduras militares que actuaban con la estrecha colaboración del Departamento de Estado y de la Central Intelligence Agency (Agencia Central de Inteligencia - CIA). Entre otros conceptos, expresó: “Virtualmente todos los gobiernos militares en el hemisferio han llegado al poder para ‘rescatar’ al país de un gobierno incompetente o de una situación económica o política intolerable. Históricamente, estos regímenes han variado ampliamente en sus actitudes hacia las libertades civiles, la reforma social y la represión”. Y agregó: “En muchos países de Sud y Centroamérica, los militares forman el más poderoso grupo político en la sociedad. Los hombres militares son símbolo de poder, autoridad y soberanía, y foco del orgullo nacional. Han sido tradicionalmente considerados en la mayoría de los países como los árbitros últimos del bienestar de la nación”.
Más adelante, el Proceso de Reorganización Nacional (tal como se denominó a la dictadura cívico-militar-clerical que gobernó desde el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976) contó con el apoyo de diversos sectores del empresariado, de la burguesía, de la oposición antiperonista y de la Iglesia Católica. Aunque la CIA no intervino directamente en el golpe, el presidente estadounidense Gerald Ford (1913-2006) brindó apoyo político, económico y militar a la dictadura iniciada por Jorge Rafael Videla (1925-2013), una dictadura que haciendo uso del “terrorismo de Estado”, produjo miles de desapariciones, asesinatos, torturas, violaciones, apropiación de menores, exilios forzosos, persecución del activismo obrero, supresión de derechos civiles. etc. Una política represiva que fue implementada a través del Plan Cóndor, una campaña de represión que coordinó a varios países de Sudamérica y contó con el apoyo de sectores civiles y de los Estados Unidos.
Y agrega más adelante: “El retorno a la democracia en América Latina no fue un proceso inmediato ni pacífico. Una vez derrotadas las dictaduras, los nuevos gobiernos democráticos enfrentaron enormes desafíos en la reconstrucción institucional y social. La herencia de represión, censura y corrupción dejó sociedades fracturadas y economías debilitadas. La democratización también implicó reformas políticas, como la convocatoria a asambleas constituyentes en varios países para redactar nuevas cartas magnas que garantizaran derechos civiles y políticos. Sin embargo, la inestabilidad económica, los altos niveles de pobreza y la persistencia de elites tradicionales dificultaron la profundización de la democracia. En muchos casos, los nuevos gobiernos tuvieron que aplicar ajustes neoliberales bajo presión de organismos como el FMI, lo que generó malestar social y protestas”.
Efectivamente, la transición de las dictaduras militares a nuevos gobiernos democráticos se fue dando paulatinamente durante la década de los ’80. Por esos años se produjo una gran recesión mundial que redujo los precios internacionales de las materias primas latinoamericanas y esto, combinado con el gran endeudamiento externo que habían contraído gran parte de los países de América Latina con el International Monetary Fund (Fondo Monetario Internacional - FMI) y el World Bank (Banco Mundial - BM), provocó una crisis económica que dificultó la administración político-económica de los gobernantes elegidos democráticamente. Luego, durante la última década del siglo XX, siguiendo las premisas impulsadas por el citado presidente de Estados Unidos Ronald Reagan y la Primera Ministra del Reino Unido Margaret Thatcher (1925-2013), países como Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador, Paraguay y Perú profundizaron políticas económicas neoliberales.
El proceso de consolidación de ese modelo como fase capitalista contemporánea
supuso, tal como lo consideró en 1999 el historiador y ensayista inglés Perry Anderson (1938) en “Neoliberalism: a provisional assessment” (Neoliberalismo: balance provisorio), “un complejo proceso de confrontaciones sociales y de crisis. Confrontación con las fuerzas instituciones y culturales de las décadas pasadas, confrontación con los movimientos sociales que pretendían una perspectiva emancipatoria diferente y, por último, confrontación también con las fuerzas que postulaban otras salidas capitalistas a la crisis”. En el caso de Argentina, los gobiernos de Carlos Menem (1930-2021) primero y Fernando de la Rúa (1937-2019) después, adoptaron políticas neoliberales con privatizaciones y recorte del gasto público, lo que, sumado al aumento del desempleo, la restricción de la extracción de dinero de los bancos, la represión de las protestas y los numerosos escándalos de corrupción, llevaron al estallido social generalizado la noche del 19 de diciembre de 2001.
También otros países latinoamericanos sufrieron por entonces de manera dramática crisis económicas. Pueden mencionarse a Paraguay, Uruguay y Venezuela y, en menor medida Bolivia y Colombia. Como respuesta, surgieron durante los primeros años de la primera década del 2000 varios gobiernos calificados como “populistas”, aplicando políticas que, en combinación el nacionalismo, el liberalismo y el socialismo, de algún modo democratizaron la participación social, política y económica y generaron órdenes sociales más igualitarios. En esa línea pueden mencionarse el gobierno de Venezuela entre 1999 y 2013, el de Argentina entre 2003 y 2015, el de Brasil entre 2003 y 2016, el de Bolivia entre 2006 y 2019, y el de Ecuador entre 2007 y 2017. Todos ellos hicieron coexistir los agronegocios, la industria petrolera, el extractivismo y la minería con una ambigua tendencia a la inclusión política y social.
Tal como expresó la Doctora en Ciencias Sociales argentina Lorena Soler (1975) en “Populismo del siglo XXI en América Latina”, tras una década caracterizada por políticas de ajuste estructural, reformas fiscales, la drástica reducción del gasto público y la desregulación económica, todo ello acompañado por una brutal transferencia de recursos estatales a capitales privados cuyo resultado fue la configuración de un indicador inequívoco: el incremento de la pobreza y el aumento de la desigualdad de la distribución del ingreso y de la riqueza, “lo que se puso en crisis fue el núcleo de esa hegemonía neoliberal, constituido por un conjunto de prácticas económicas y políticas orientadas a imponer reglas de mercado -desregulaciones, privatizaciones, austeridad fiscal- y a limitar el rol del Estado a la protección de los derechos de propiedad privada, el libre mercado y el libre comercio. La crisis del consenso neoliberal puso a toda la región frente a experiencias políticas inéditas. La academia y el campo intelectual acuñaron un conjunto de categorías porosas para dar cuenta de un cambio de época que fue inesperado tanto para los observadores como para los propios actores políticos”.
Y agregó: “El derrotero de nuevos gobiernos en Venezuela, en Brasil, en Argentina, en Bolivia y en Ecuador, fue producto de contextos atravesados por el conflicto social y de la presencia significativa de los más diversos movimientos sociales, organizaciones políticas y expresiones más anómicas, como ‘ciudadanos indignados’, que tomaron protagonismo a raíz de la crisis surgida tras la implementación de las reformas neoconservadoras impulsadas a partir del denominado ‘Consenso de Washington’ y el recorte o la eliminación de políticas básicas de ciudadanía social”. Se refería al conjunto de medidas del gobierno estadounidense que, a diferencia de la Doctrina Monroe que proponía la intervención y la coerción diplomática, decidió intervenir mediante instituciones como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo y el Departamento del Tesoro de Estados Unidos.
Con estas medidas, lo que buscaba Washington era mantener su hegemonía, su “destino providencial” sobre Latinoamérica, algo que lograron porque en América Latina los ciclos progresistas de las primeras dos décadas del siglo XXI realizaron transformaciones materiales y simbólicas innegables, pero bajo una lógica de integración subordinada: ampliaron derechos sin alterar el patrón de acumulación. La redistribución se hizo compatible con el extractivismo, y la representación con la desmovilización. La potencia popular fue traducida en administración estatal, y el conflicto en consenso. En definitiva, lo que hicieron todos esos gobiernos fue lo que hace casi cien años el filósofo, sociólogo y periodista italiano Antonio Gramsci (1891-1937) denominó “revolución pasiva”.
El historiador y ensayista inglés Perry Anderson (1938) en “The H-word: the peripeteia of hegemony” (La palabra con H: la peripecia de la hegemonía), no sólo analizó las ideas de Gramsci sino también describió la forma en que el concepto de hegemonía había sido aplicado a la política internacional en el pensamiento estadounidense para analizar las relaciones entre Estados a partir de su nuevo rol protagónico como potencia mundial. En cuanto a Gramsci, sabido es que fue encarcelado en 1926 por oponerse férreamente el régimen fascista de Benito Mussolini (1883-1945). Estando en prisión escribió “Quaderni del carcere” (Cuadernos de la cárcel), una serie de treinta y tres ensayos en los que expresó que “toda revolución pasiva supone una modernización conservadora: un cambio sin revolución, una adaptación desde arriba de las clases dominantes que incorpora elementos de las clases subalternas sin que éstas adquieran poder real”.
Agrega más adelante Nicolás Mayr: “El siglo XXI perfeccionó la técnica del transformismo. Los Estados posneoliberales aprendieron a traducir demandas radicales en políticas de gestión emocional: inclusión financiera, consumo como ciudadanía, derechos culturales sin redistribución estructural. El deseo de igualdad fue sustituido por el deseo de reconocimiento, y la militancia por la autoafirmación identitaria. El resultado fue una hegemonía afectiva: el progresismo ya no pedía sacrificio, sino empatía. Pero la empatía, convertida en tecnología de gobierno, se volvió anestesia. Pero la anestesia no es neutral: desactiva la capacidad de afectarse políticamente. Cuando todo se vuelve gestión emocional, la rabia -que es motor de lo histórico- se patologiza. El pueblo se vuelve espectador de su propio agotamiento”.



