29 de octubre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (XIV) 3º parte. Bosquejo ontológico

Rudimentos (como intento de comprensión)
1. Sobre el materialismo histórico y el materialismo dialéctico

Hace algo más de ciento cincuenta años, Karl Marx decía que la historia del desarrollo de la sociedad humana es la historia de la sucesión de diversos sistemas económicos, cada uno de los cuales actúa de acuerdo con sus propias leyes. La comuna primitiva fue reemplazada o complementada por la esclavitud; la esclavitud fue sucedida por la servidumbre con su superestructura feudal; el desarrollo comercial de las ciudades llevó a Europa, en el siglo XVI, al orden capitalista, el que pasó inmediatamente a través de diversas etapas. El pasaje de un sistema al otro siempre es determinado por el aumento de las fuerzas productivas, esto es, de la técnica y de la organización del trabajo. Hasta cierto punto, los cambios sociales son de carácter cuantitativo y no alteran las bases de la sociedad, es decir, las formas dominantes de la propiedad. Pero se alcanza un nuevo punto cuando las fuerzas productivas maduras ya no pueden contenerse más tiempo dentro de las viejas formas de la propiedad; entonces se produce un cambio radical en el orden social, acompañado de conmociones. Marx predijo que la socialización de los medios de producción sería la única solución del colapso económico en el que debe culminar, inevitablemente, el desarrollo del capitalismo, un colapso que, todo parece indicar, hoy tenemos a la vista.
Avezado tanto en la obra de Adam Smith como en la de Georg W.F. Hegel, Marx partió de la concepción de un mundo gobernado por leyes racionales de la naturaleza. Explica el antes mencionado historiador inglés Edward H. Carr en “What is history?” (¿Qué es la historia?) que “lo mismo que Hegel, pero esta vez de modo práctico y concreto, operó la transición a la concepción de un mundo ordenado por leyes que evolucionan siguiendo un pro-ceso racional, a consecuencia de la iniciativa revolucionaria del hombre. En la síntesis final de Marx, la historia significaba tres cosas, inseparables una de otra y que constituían un todo racional y coherente: el devenir de los acontecimientos según leyes objetivas y primordialmente económicas; el correspondiente desarrollo del pensamiento siguiendo un proceso dialéctico; y la consiguiente acción en forma de lucha de clases que reconcilia y une la teoría y la práctica de la revolución”. “El concepto materialista de la historia -respaldó Trotsky- ha resistido perfectamente la prueba de los hechos y los golpes de la crítica hostil. Constituye hoy uno de los instrumentos más valiosos del pensamiento humano.
Lo que Marx brindó en consecuencia fue una síntesis de leyes objetivas y acción consciente para traducirlas a la práctica. Lo hizo mencionando constantemente leyes a las que los hombres estaban sometidos sin darse cuenta de ello: “las concepciones que acerca de las leyes de producción se formen en las mentes de los agentes de la producción y de la circulación diferirán mucho de las leyes reales”, decía en el tercer volumen de “Das capital” (El capital). Y en “Der achtzehnte Brumaire des Louis Bonaparte” (El 18 Brumario de Luis Bonaparte) hablaba de la “conciencia intelectual que, en un proceso empezado hace un siglo, viene disolviendo todas las ideas tradicionales”. Sería el proletariado quien habría de disolver la falsa conciencia de la sociedad capitalista, e introduciría la conciencia verdadera de la sociedad sin clases. “Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos -decía en las “Thesen über Feuerbach” (Tesis sobre Feuerbach)- pero de lo que se trata es de cambiarlo”. Así, “el proletariado se valdrá de su dominación política para despojar paso a paso a la burguesía de todo capital, y concentrar todos los medios de producción en las manos del Estado”, declaraba en el “Manifest der Kommunistischen Partei” (Manifiesto del Partido Comunista).


Marx hizo del trabajo humano el fundamento de todo el edificio. El contexto histórico en el que hizo estas apreciaciones estaba signado por el auge de una sociedad industrial capitalista que primaba la inversión sobre el consumo, es decir, el capital sobre el trabajo. Existían excesivas jornadas laborales de entre catorce y dieciséis horas con salarios bajos debido a la saturación del mercado de la mano de obra, el que funcionaba según la ley de la oferta y la demanda, según los principios liberales, rechazando cualquier intervención del Estado que regulase las condiciones de trabajo de los asalariados. El cálculo económico era establecido atendiendo al pleno rendimiento de los factores de producción, la obtención de un máximo beneficio y un salario mínimo necesario para que se pudiera renovar la fuerza de trabajo del obrero. La llegada del maquinismo hizo aumentar enormemente el proceso de división del trabajo, el obrero asalariado fue desplazando poco a poco a los artesanos y trabajadores a domicilio. Pero el obrero se vio como un elemento aislado que no podía captar el sentido total de aquel proceso.
El economista alemán Jürgen Kuczynski (1904-1997) reflejó en su “Geschichte der lage der arbeiter unter dem kapitalismus” (Historia de la condición de los trabajadores bajo el capitalismo) cómo los trabajadores eran considerados simples apéndices de las máquinas y se encontraban alineados de las potencialidades intelectuales del trabajo: “La exaltación del maquinismo afectó a todos los sectores. Como las características y precio la alejaron del alcance del obrero individual, la máquina fue esencial para la aparición de la clase obrera poseedora tan sólo de su fuerza de trabajo. El núcleo principal de los denominados proletarios lo componían los obreros fabriles, pero también se incluían a los mineros, albañiles, etcétera. Algunos trabajadores no pertenecientes a esta gran industria (artesanos, tipógrafos, broncistas, etc.), al ser dueños a veces de los medios de producción, fueron considerados como una aristocracia obrera y, al conservar lazos de solidaridad dentro de las asociaciones, constituyeron la elite rectora hasta la segunda mitad del siglo XIX del movimiento obrero y fue muy importante su intervención en toda la problemática de su clase”.
El historiador español Francesc Ll. Cardona (1954) relata en su ensayo “Karl Marx. El hombre y su mundo” como los obreros tenían que desenvolverse en medio de durísimas condiciones materiales y sociales: “locales de trabajo insalubres, dureza de la labor, excesivos horarios y una rígida disciplina, explotación de mujeres y niños con salarios más bajos de lo que ya eran normalmente, mayor competencia por ello y agravación del paro. Además, como las ciudades y zonas industriales habían crecido de forma rápida y desmesurada tan sólo bajo el empuje de la industrialización y sin ninguna planificación ni servicios elementales de limpieza, abastecimiento de agua, sanidad y vivienda adecuadas para la clase trabajadora, de regreso a su hogar, los obreros tenían que soportar alojamientos lúgubres e insanos, deficiente alimentación y un cúmulo de problemas familiares entre los que eran moneda corriente la enfermedad y el consiguiente bajo rendimiento o pérdida de empleo, ya que el desamparo más absoluto se desataba ante la enfermedad, el paro o la vejez”.


Uno de los puntos más débiles del proletariado y cuya superación se estimó imprescindible en el camino de la conquista de mejoras y libertades, fue su nula formación cultural. Existían impuestos sobre el saber y presiones y dificultades de todo tipo. En medio de éstas se abrieron algunos centros culturales dedicados al proletariado y se editaron revistas como “Political Register” a cargo de William Cobbett (1763-1835), un periodista radical que criticaba los efectos de la industrialización en la Inglaterra rural. Sin embargo, los obreros desconfiaban de estas instituciones patrocinadas por la pequeña burguesía al descubrir que su finalidad era la de atraer sus votos. Simultáneamente, el proceso de transformación económica expulsó a miles de personas de su hábitat natural y el éxodo rural provocó un desordenado crecimiento urbano, lo que contribuyó al aumento del vagabundeo y la mendicidad. Todo ello trajo aparejado un aumento de la criminalidad, la violencia, el infanticidio, la prostitución, el alcoholismo, lo que provocó en las clases acomodadas un efecto de rechazo por las clases trabajadoras a las que se responsabilizó como peligrosas generadoras de enfermedades y vicios, así como dispuestas siempre al motín y a la insurrección.
La forma de Marx de enfocar el estudio de esta realidad demuestra que su relación como historiador con las causas tiene el mismo carácter doble y recíproco que la relación que lo une a sus hechos. Las causas determinan su interpretación del proceso histórico, y su interpretación determina la selección que de las causas hace, y su modo de encauzarlas. La jerarquía de las causas, la importancia relativa de una u otra causa o de este o aquel conjunto de ellas, tal es la esencia de su interpretación. Pero, para hacerla, Marx desarrolló una teoría filosófica que presenta la particularidad de estar constituida por dos disciplinas científicas unidas una a otra por razones de principio, aunque efectivamente distintas entre sí, ya que sus objetos son distintos: el materialismo histórico y el materialismo dialéctico.
Tal como expone Althusser en “Écrits philosophiques et politiques” (Escritos filosóficos y políticos), el materialismo histórico es la ciencia de la historia. “Puede ser definida con mayor precisión como la ciencia de los modos de producción, de sus estructuras propias, de sus constituciones, de sus funcionamientos, y de las formas de transición que hacen pasar de un modo de producción a otro. El capital representa la teoría científica del modo de producción capitalista”. Así, la historia es el resultado del modo en que los seres humanos organizan la producción social de su existencia. En ella, dice Marx en “Grundrisse der kritik der politischen ökonomie” (Contribución a la crítica de la economía política), “los hombres entran en relaciones determinadas, necesarias e independientes de su voluntad, en relaciones de producción que corresponden a un grado determinado de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones constituye la estructura económica de la sociedad, o sea, la base real sobre la cual se alza una superestructura jurídica y política y a la cual corresponden formas determinadas de la conciencia social. En general, el modo de producción de la vida material condiciona el proceso social, político y espiritual de la vida. No es la conciencia de los hombres lo que determina su ser, sino al contrario, su ser social es el que determina su conciencia. En un determinado estadio de su desarrollo las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes o, por usar la equivalente expresión jurídica, con las relaciones de propiedad dentro de las cuales se habían movido hasta entonces. De formas de desarrollo que eran las fuerzas productivas, esas relaciones se convierten en trabas de las mismas. Empieza entonces una época de revolución social”.


Tal es, evocada de modo muy esquemático, la naturaleza de la primera de las dos ciencias fundadas por Marx: el materialismo histórico. Pero, al fundar esta ciencia de la historia, Marx fundó al mismo tiempo otra disciplina científica: el materialismo dialéctico. “Aquí interviene -dice Althusser en la obra citada- una diferencia de hecho. Mientras que Marx logró muy ampliamente desarrollar el materialismo histórico, no pudo hacer lo mismo con el materialismo dialéctico, sino únicamente echar sus bases, sea en rápidos esbozos, sea en textos polémicos, en algún texto metodológico muy denso y en algunos pasajes de ‘El capital’. Fueron las necesidades de la lucha ideológica en el terreno de la filosofía las que llevaron a Engels y a Lenin a desarrollar más ampliamente los principios esbozados por Marx del materialismo dialéctico. De todos modos, ninguno de esos textos ni los textos de Engels y de Lenin, que son también, en lo esencial, textos polémicos o textos de lectura, presentan un grado de elaboración y de sistematicidad ni, por tanto, de cientificidad comparable de lejos al grado de elaboración del materialismo histórico que encontramos en ‘El capital’”.
El materialismo dialéctico es una disciplina científica distinta al materialismo histórico. La distinción entre estas dos disciplinas científicas reposa en la distinción de sus objetos. El objeto del materialismo histórico está constituido por los modos de producción, su constitución y sus transformaciones. El objeto del materialismo dialéctico está constituido por lo que Engels llamó “la historia del pensamiento”, o lo que Lenin denominó la historia del “paso de la ignorancia al conocimiento”, o lo que Althusser designó como la “historia de la producción de conocimientos”. La teoría del conocimiento, entendida de esta manera -agrega precisamente el filósofo francés-, constituye el corazón de la filosofía marxista. “Estudiando las condiciones reales de la práctica específica que produce los conocimientos, la teoría filosófica marxista es llevada necesariamente a definir la naturaleza de las prácticas no científicas (prácticas ideológicas) y todas las prácticas reales sobre las cuales está fundada la práctica científica y con las cuales está en relación (práctica de la transformación de las relaciones sociales o práctica política; práctica de transformación de la naturaleza o práctica económica). Esta práctica pone al hombre en relación con la naturaleza, que es la condición material de su existencia biológica y social”.


“Es por esto que el materialismo es llamado dialéctico: la dialéctica, que expresa la relación de la teoría con su objeto, la expresa no como la relación entre términos simplemente distintos, sino como interior a un proceso de transformación, de producción real, por consiguiente. Es esto lo que se afirma al decir que la dialéctica es la ley de la transformación, del devenir de los procesos reales (tanto de los procesos naturales y sociales como de los procesos del conocimiento). Es en este sentido que la dialéctica marxista no puede ser sino materialismo pues no expresa la ley de un puro proceso imaginario o pensado, sino la ley de los procesos reales, que son ciertamente distintos y relativamente autónomos pero que están todos fundados en última instancia en los procesos de la naturaleza material”, concluye Althusser. El materialismo dialéctico, entonces, considera que no existe más realidad fundamental que la materia, pero la materia no es una realidad inerte sino dinámica, que contiene en sí la capacidad de su propio movimiento como resultado de la lucha de los elementos contrarios (siendo la contradicción la esencia de la realidad) que se expresa en el movimiento dialéctico. “Todo cambia completamente en cuanto consideramos las cosas en su movimiento, su transformación, su vida, y en sus recíprocas interacciones -afirmaba Engels en ‘Herrn Eugen Dührings umwälzung der wissenschaft’ (Anti-Dühring)-. Entonces tropezamos inmediatamente con contradicciones. El mismo movimiento es una contradicción; ya el simple movimiento mecánico local no puede realizarse sino porque un cuerpo, en uno y el mismo momento del tiempo, se encuentra en un lugar y en otro, está y no está en un mismo lugar. Y la continua posición y simultánea solución de esta contradicción es precisamente el movimiento”.
La teoría del materialismo dialéctico marxista remodeló su antecedente hegeliano sin constituir su antítesis ni su prolongación. Si bien hubo incluso una corriente marxista que entendió que el materialismo dialéctico, concebido como visión general del mundo, era una extensión indebida de la teoría crítica al conjunto de las ciencias naturales que provenía de una elaboración exclusiva de Engels ajena a Marx ya que éste se concentró en el análisis socioeconómico, político e histórico, la denominación de materialismo dialéctico continúa siendo adecuada para caracterizar un procedimiento que ofrece grandes contribuciones para el desarrollo actual de la economía política. La dialéctica no es sólo un método para el estudio de la economía capitalista. Es, sobre todo, una concepción del mundo y esta concepción es radicalmente diferente de las concepciones anteriores porque no se separa metafísicamente de la realidad y de las ciencias específicas que estudian aspectos diversos de esa realidad, sino que constituye la generalización más amplia de sus resultados.
El materialismo dialéctico, entonces,  asume consecuentemente el proceso sociohistórico. Pero aún más: el propio núcleo de la filosofía marxista, o sea, la dialéctica es una concepción del movimiento, del cambio y desarrollo de lo real, no sólo de sus cambios cuantitativos, sino de la relación de estos con los cambios cualitativos y de las fuerzas que los determinan las contradicciones inherentes a todo lo existente. Esta idea del desarrollo que es la dialéctica la conforma como método del conocimiento que nos conduce a la esencia de cualquier proceso y, en consecuencia, como guía para la acción práctica que busca intervenir en él. Hoy, cuando la economía de mercado difunde la ideología neoliberal como única verdad absoluta -una ideología que trastoca los paradigmas educativos del lenguaje, fomenta la alienación, destruye el medio ambiente y profundiza las inequidades sociales-, los hechos, analizados desde el materialismo dialéctico lo posicionan a éste como un método de investigación válido para acercarse al conocimiento y descubrir la realidad, el mundo, la vida y la naturaleza, interpretar las ciencias exactas y las ciencias humanas, y analizar los vertiginosos cambios estructurales de la economía, la política y la sociedad.
Desde el comienzo, la historia estuvo determinada por la escasez -dice Horkheimer en “Gesellschaft im übergang” (Sociedad en transición)-. Los unos debían mandar, los otros tirar de la carreta. Con el paulatino perfeccionamiento de los utensilios, desde la azada hasta la máquina, pasando por el arado, pudieron las tribus, países, Estados aumentar su sustento y filialmente seguir un género de vida que correspondiera al desarrollo de sus energías. Con el perfeccionamiento de los instrumentos, la orden se convirtió en directriz, en indicación. Marx y Engels creían que había llegado ya la época en la que, a base de los nuevos logros técnicos, el orden social ya no debía determinarse por la índole del trabajo, como algo necesario y natural, señores o burgueses por un lado, obreros por otro lado. Consideraban que las clases era algo ya superado. La física, la química, la técnica, el saber que hacía posible el dominio de la naturaleza había progresado tanto que el orden humano ya no debía ser dictado por el rendimiento en el proceso de la producción, por la jerarquía, poder de la posesión, autoridad. Si bien las instrucciones siguen siendo necesarias en las realizaciones industriales, podía preverse un futuro en el que las diferencias entre la dificultad de diversas funciones en la producción carecerían de importancia, e incluso, serían intercambiables. Los sistemas de gobierno, las condiciones de clase resultarán anticuados, irracionales, cuando las fuerzas humanas, el saber, los instrumentos hayan progresado tanto que pueda lograrse la producción de una vida abundante para todos sin subordinación, sin injusticia”.


Trotsky aseveraba que para un revolucionario el entrenamiento dialéctico de la mente es tan necesario como ejercitar los dedos para un pianista. Es suposición previa en la historia el que el hombre es capaz de sacar provecho -no que siempre lo haga- de la experiencia de sus predecesores, y que el progreso descansa, en la historia y frente a lo que ocurre con la evolución en la naturaleza, sobre la transmisión del acervo así adquirido. Este legado incluye tanto los bienes materiales como la capacidad de dominar, transformar y utilizar el mundo circundante. Y desde luego ambos factores están estrechamente relacionados, y reaccionan recíprocamente. Nada, ni las situaciones más complicadas, fueron ni serán jamás definitivas. La historia presente lo demuestra. Aquí no se trata del “fin de la historia” como se ha pretendido persuadirnos apelando al método que el escritor irlandés Oscar Wilde (1854-1900) llamaba “pegar golpes bajos intelectuales”, sino, por el contrario, de un comienzo de ésta, agitada y manipulada como nunca, determinada y dirigida en un sentido único hacia un “pensamiento único”, estructurada, a pesar de la eficacia elegante con que se lo disimula, en torno de las ganancias de las clases dominantes. Algunos dicen que lo nuevo no puede empezar antes de que haya llegado su tiempo. A lo mejor ya es tiempo de cambiar el mundo, empezando por uno mismo, claro.

23 de octubre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (XIII) 3º parte. Bosquejo ontológico

Conceptos (como elogio de la lectura)
5. Sobre ciencia, filosofía e historia

Alfonso Reyes (1889-1959), ensayista, crítico, poeta y narrador mexicano, autor de una voluminosa obra y promotor de la fundación de instituciones dedicadas a la difusión del conocimiento, escribió en uno de sus ensayos que “entrar en la interpretación de un hombre es cosa que requiere delicadeza y piedad. Si se entra en tal interpretación armado con una filosofía hostil a la que inspiró la vida y la obra de aquel hombre, se incurre en un error crítico evidente y se comete, además, un desacato”. Tal apreciación es perfectamente aplicable a las numerosas y heterogéneas -antagónicas o partidarias- apreciaciones que se han hecho sobre Lev Davidovich Bronstein, aquel hijo de campesinos nacido en un pequeño pueblo del sur ucraniano, en el entonces Imperio Ruso y que, con el correr de los años, se iba a convertir en uno de los máximos dirigentes de la Revolución Rusa de octubre de 1917, aquella que el antes citado historiador inglés Eric Hobsbawm definió como “un acontecimiento crucial que originó el movimiento revolucionario de mayor alcance que ha conocido la historia moderna”.
Trotsky fue uno de los más importantes teóricos del siglo XX, especialmente con su teoría de la “revolución permanente”. Pero también realizó importantes aportes en el terreno político y diplomático así como en el campo económico. Como periodista e historiador, fue reconocido -incluso por sus enemigos- como uno de los más grandes escritores políticos del siglo XX. Analizó cada uno de los procesos revolucionarios que presenció: la revolución alemana de 1923, la revolución china de 1923-1925, la revolución española de 1931-1939 y la Segunda Guerra Mundial. También se destacó por sus aportes en el terreno del arte y la cultura, campos en los que dejó una vasta obra. Escribió sobre filosofía, literatura, psicología, ética, religión y la situación de la mujer y la juventud entre muchos otros temas. Sin embargo, como él reconociera en la última etapa de su vida, su tarea más indispensable fue la construcción, primero, de la Oposición de Izquierda Internacional y luego, muy particularmente, de la IV Internacional. Durante estos años, coincidentes con su forzado exilio, Trotsky analizó y teorizó sobre los más importantes fenómenos de la época: las relaciones interimperialistas, su vinculación con la economía y la lucha de clases, el surgimiento del fascismo, la política estalinista de los "frentes populares", los regímenes bonapartistas "sui generis" en las semicolonias latinoamericanas así como las tendencias profundas hacia la revolución y contrarrevolución en la U.R.S.S., entre otros.


Así, la relación entre Trotsky y la historia trasciende los rótulos, los partidismos, los sectarismos, para anclarse fuertemente en una visión de la historia como teatro y del teatro como historia. Es la historia presentada como una evolución orgánica que va de lo general-estructural a lo específico-coyuntural, desarrollándose en el escenario cuasi teatral de la vida humana. Sus dotes en este ámbito fueron admitidas aun por prestigiosos historiadores que no concordaron con él como revolucionario, desde Edward P. Thompson (1924-1993) en “The making of the english working class” (La formación de la clase obrera en Inglaterra) y Perry Anderson (1938) en “Arguments within english marxism” (Consideraciones sobre el marxismo occidental), hasta un nutrido número de analistas que escribieron artículos sobre él en medios periodísticos como “Times Literary Supplement”, “New Left Review” o “Past & Present”. Desde luego, su concepción antideterminista y antidogmática de la historia y su rechazo de todo automatismo economicista fueron motivo de ásperas polémicas con historiadores rusos contemporáneos a él como Nikolai Pokrovsky (1865-1930) y Nikolai A. Rozhkov (1868-1927), figuras clave de la historiografía marxista soviética, para quienes Trotsky sustentaba sus tesis en una concepción idealista que se apartaba de los factores objetivos de la revolución.
En 1850 Engels publicó “Der deutsche bauernkrieg” (La guerra de los campesinos en Alemania), obra en la que trazó un paralelismo entre la revolución alemana de 1525 y la revolución de 1848, analizando las diferencias entre ambas. El protagonista histórico de Engels era la guerra de clases. Trotsky tomó como modelo la historiografía de Engels y la desarrolló para crear un enfoque historiográfico propio, particular. Manteniendo a la clase obrera como protagonista central, la articuló con el papel del partido marxista y de los revolucionarios socialistas. Así, si los estudios históricos de Engels apuntaban a reforzar el concepto de la guerra de clases como motor de la historia, develando la tendencia histórica de la sociedad clasista, para Trotsky la historia explica el presente y contribuye a definir el accionar futuro: “El marxismo no es el puntero de un maestro elevándose por encima de la historia, sino un análisis social de los caminos y medios del proceso histórico que está llevándose a cabo”.
Esta técnica recibió críticas de, por ejemplo, el historiador estadounidense Louis Reichenthal Gottschalk (1899-1975), para quien habría en Trotsky un conflicto entre el historiador y el sociólogo, perceptible a través del frecuente recurso a lo que él llama “la necesidad objetiva” de generalizar. Gottschalk se apoya esencialmente en el empleo que hace Trotsky de las analogías históricas, y en particular a las referencias a la Revolución Francesa, las que encuentra como argumentos forzados. Lo propio hizo el historiador británico Isaac Deutscher (1907-1967) cuando afirmó que esas recurrencias eran totalmente “oscuras” porque convertían “una analogía histórica en una consigna política”. Para Deutscher, Trotsky “se identificaba a sí mismo con la Historia en un sentido dramático”. El historiador francés Pierre Broué (1926-2005), en cambio, consideraba que Trotsky fue un historiador que, como revolucionario y no como sociólogo, reflexionó en una perspectiva histórica, buscando precedentes en la historia, queriendo descubrir y verificar en la acción de las leyes del desarrollo histórico. “Trotsky es el hombre que compara, identifica, distingue, evalúa, proyecta, porque no quiere recomenzar eternamente la historia desde el principio, porque es un hombre de acción comprometido en la transformación del mundo. Trotsky quiere hacer de la historia, a través del estudio del pasado, una herramienta de la comprensión del presente para su transformación. Esto es probablemente lo que le reprochen sus críticos atados a la representación de un ‘acontecimiento único’, y para quienes el ejercicio de la profesión de historiador no es, sin duda, más que un medio de ganarse la vida. Esta constatación no bastará para hacer de Trotsky un miembro de la Academia de Ciencias Históricas con título póstumo, pero al menos tendrá el mérito de subrayar la importancia de la historia escrita para los hombres que tienen la ambición de hacer historia sin más”.


Trotsky aportó hasta el momento de su asesinato la última contribución decisiva a la teoría marxista, tal vez sólo comparable con las contribuciones realizadas por filósofos de la talla de György Lukács, Antonio Gramsci o Herbert Marcuse. Sus interpretaciones acerca de la historia rusa tuvieron como matriz la concepción materialista histórica del devenir social. Sostuvo que el curso de la historia estaba determinado por leyes internas generales y para ello expuso su ley del “desarrollo desigual y combinado”, el instrumento de análisis social por el que dilucidó las características peculiares del desenvolvimiento de Rusia y la clave para explicar por qué era el proletariado y no la burguesía la clase portadora del cambio revolucionario. Al percibir que las transformaciones en las bases económicas de la sociedad no bastaban para explicar la dinámica del proceso de la Revolución Rusa, se centró en los cambios experimentados en la psicología de las clases sociales a efectos de comprender la evolución de la conciencia del proletariado. Como historiador marxista que era, proclamó que “el motor de la historia es la lucha de clases” y sobre ese fondo estudió el papel de los partidos y de los actores políticos. El alcance del factor individual en los acontecimientos siempre depende de las condiciones históricas, de manera tal que un individuo sólo podrá ejercer una influencia decisiva en las acciones cuando intervenga en el “punto culminante” de una larga evolución que contenga todos los factores objetivos del proceso.
“No sabemos nada del mundo excepto lo que se nos da a través de la experiencia -escribió-. Esto es correcto si no se entiende la experiencia en el sentido de testimonio directo de nuestros cinco sentidos individuales. Si reducimos la cuestión a la experiencia en el estrecho sentido empírico, entonces nos es imposible llegar a ningún juicio sobre el origen de las especies o, menos aún, sobre la formación de la corteza terrestre. Decir que la base de todo es la experiencia significa decir mucho o no decir absolutamente nada. La experiencia es la interrelación activa entre el sujeto y el objeto. Analizarla fuera de esta categoría, es decir, fuera del medio material objetivo del investigador, que se le contrapone y que desde otro punto de vista es parte de este medio, significa disolver la experiencia en una unidad informe donde no hay ni objeto ni sujeto sino sólo la mística fórmula de la experiencia”. Así, para Trotsky la dialéctica “no es una ficción ni una mística, sino una ciencia de las formas de nuestro pensamiento en la medida en que éste no se limita a los problemas cotidianos de la vida y trata de llegar a una comprensión de procesos más profundos y complicados”.
Dice el antes aludido filósofo y sociólogo alemán Herbert Marcuse en su “Vernunft und revolution” (Razón y revolución) que “para la lógica dialéctica, el ser es un proceso que evoluciona a través de contradicciones que determinan el contenido y el desarrollo de toda la realidad”. Esta lógica era para Hegel la que determinaba el proceso del pensamiento, la estructura de la razón; la filosofía de la historia expone ese contenido histórico de la razón. “O sea -acota Marcuse- , que el contenido de la razón es el mismo contenido de la historia, aunque al decir contenido no nos referimos a la miscelánea de los hechos históricos, sino a lo que hace de la historia una totalidad racional, las leyes y tendencias a las que apuntan los hechos y de las que reciben su significación”. Esta hipótesis hegeliana, que distingue al método filosófico de abordar la historia de cualquier otro método, no implica que la historia tenga un fin definido. “El carácter teleológico de la historia (si es que tiene tal carácter) sólo puede ser la conclusión de un estudio empírico de la historia y no una presunción a priori”. Hegel afirmaba que “en la historia el pensamiento tiene que estar subordinado a lo dado, a las realidades de hecho; esto constituye su base y su guía. En consecuencia, “tenemos que tomar a la historia tal como es. Tenemos que proceder históricamente, empíricamente”.


Continúa Marcuse: “Las leyes de la historia tienen que ser demostradas en y a partir de los hechos; hasta aquí el método hegeliano es un método empírico. Pero estas leyes sólo pueden ser conocidas si la investigación encuentra primero la orientación de la teoría adecuada. Los hechos en sí mismos no revelan nada; sólo responden a preguntas teóricas adecuadas. La verdadera objetividad científica requiere la aplicación de categorías sólidas que organicen los datos en su significado efectivo, y no una recepción pasiva de los hechos dados”. Y Hegel: “Aun el historiógrafo corriente e imparcial, que cree y profesa mantener una actitud simplemente receptiva, sometiéndose sólo a los datos de que dispone, no es en modo alguno pasivo en lo que se refiere a sus actividades de pensamiento. Trae consigo sus categorías y considera los fenómenos exclusivamente a través de ellas”. Pero, se pregunta el autor de “Triebstruktur und gesellschaft” (Eros y civilización), ¿cómo reconocer las categorías sólidas y la teoría adecuada? “De esto es la filosofía la que decide. Ella elabora las categorías generales que dirigen la investigación en los distintos campos especializados. Su validez en estos campos, sin embargo, tiene que ser verificada por los hechos, y esta verificación se obtiene cuando los hechos dados son comprendidos por la teoría de modo tal que aparezcan regulados por leyes definidas y como momentos de tendencias definidas, que expliquen su secuencia y su interdependencia. Es la filosofía la que le da a la historiografía sus categorías generales, y éstas son idénticas a los conceptos básicos de la dialéctica”.
Hegel sostiene que el sujeto o fuerza motor de la historia es el espíritu. Naturalmente, el hombre es también parte de la naturaleza, y sus impulsos y tendencias naturales desempeñan un papel material en la historia, porque, como ser natural, se encuentra confinado dentro de condiciones particulares: ha nacido en un lugar y tiempo determinado, es miembro de una u otra nación, está ligado al destino de la totalidad particular a la que pertenece. “La filosofía de la historia de Hegel hace mucho más justicia al papel desempeñado por estas tendencias e impulsos que muchas historiografías empíricas”, concluye Marcuse. “La primera mirada a la historia nos convence de que las acciones de los hombres provienen de sus necesidades, sus pasiones, sus caracteres y sus talentos y nos induce a pensar que dichas necesidades, pasiones e intereses son el único resorte de la acción, las causas eficientes en este despliegue de actividades”. Explicar la historia significa, pues, describir las pasiones de la humanidad, su genio y sus poderes activos.
Para Althusser la doctrina marxista presenta la notable particularidad de estar constituida por dos disciplinas distintas, unidas una a la otra por razones históricas y teóricas, pero en realidad distintas una de la otra, por cuanto tienen distintos objetos. En su ensayo “Matérialisme historique et matérialisme dialectique” (Materialismo histórico y materialismo dialéctico), hace un nítido distingo entre el materialismo histórico, o ciencia de la historia, y el materialismo dialéctico, o filosofía marxista, una distinción que ha sido confirmada, según Althusser, por la tradición marxista. Para el autor de “Lire le capital” (Para leer ‘El capital’), el materialismo histórico tiene por objeto los modos de producción que han surgido y que surgirán en la historia. Estudia su estructura, su constitución y las formas de transición que permiten el paso de un modo de producción a otro. “El materialismo, por tanto, no se refiere solamente al modo de producción capitalista, sino a todos los modos de producción, a quienes proporciona una teoría general. El propio Marx lo señala para condenar la interpretación de un crítico que consideraba que la nueva teoría de la historia concernía solamente a la sociedad capitalista y no a las formaciones sociales de la antigüedad (Atenas y Roma) y de la Edad Media: el materialismo histórico se refiere tanto a la antigüedad y al medioevo como al mundo moderno. Y podemos añadir que concierne igualmente a las sociedades primitivas, a todos los modos de producción existentes en la historia”. Mientras tanto, el materialismo dialéctico es una nueva filosofía, una disciplina teórica producto de “la situación excepcional de Marx en la historia del saber humano”.


La versión marxista basada en la “Dialektik der Natur” (Dialéctica de la Naturaleza) de Engels, suponía que la dialéctica existía tanto en la vida social e histórica del hombre como en la naturaleza. Trotsky aceptó la definición de Engels de materialismo dialéctico e intentó explicitar algunas leyes y relaciones generales entre naturaleza e historia humana. “La dialéctica constituye el fundamento de la concepción marxista del mundo, el método fundamental de análisis marxista. El segundo componente más importante del marxismo es el materialismo histórico, es decir, la aplicación de la dialéctica materialista a la estructura de la sociedad humana y su desarrollo histórico. Sería erróneo disolver al materialismo histórico en el materialismo dialéctico, del que no es más que una aplicación. Se puede decir con total justificación que el darwinismo es una explicación brillante -aunque no haya sido elaborada filosóficamente hasta el final- de la dialéctica materialista a la cuestión del desarrollo del mundo orgánico. El materialismo histórico entra dentro de la misma categoría. Es una aplicación de la dialéctica materialista a una parte distinta, aunque enorme, del universo”.
Es decir, si bien el materialismo dialéctico abarca tanto al materialismo histórico como a posibles desarrollos en otros campos, como el de las ciencias naturales, ello no significa que haya una identidad entre ellos, esto es, que la dialéctica funcione en dichos campos de la misma manera. Trotsky hizo un distingo entre la dialéctica objetiva (aquella aplicable a las ciencias naturales) y dialéctica subjetiva (la correspondiente a la acción y conciencia humanas). Ambas serían partes diferenciadas de una unidad que no está dada sólo por una casual aparición temporal sino porque marcan un desarrollo histórico concreto. Su conclusión fue que era necesario marcar las diferencias existentes entre ambas para evitar una visión mecánica que considere la relación entre la naturaleza y la sociedad humana como un mero juego de espejos: “La dialéctica subjetiva debe por esto ser una parte distintiva de la dialéctica objetiva, con sus propias formas especiales y regularidades”. Planteó así que, para que haya un movimiento de una a otra, tienen que fortalecerse algunos factores y debilitarse otros, tal como ocurrió con el paso del feudalismo al capitalismo y, el que preveía con el mismo criterio, del capitalismo al socialismo. Fue la comprensión de esa dialéctica a la vez espacial y temporal del curso de la historia que hizo que escribiera que “la historia no se repite”. Cada nuevo acontecimiento histórico estaba condicionado por la totalidad de la historia anterior y por su entorno.


Fue Trotsky quien analizó ya en aquellos años la economía mundial como un conjunto interdependiente: “Unificando en un sistema de dependencias y de contradicciones, países y continentes que han alcanzado grados diferentes de evolución, aproximando los diversos niveles de su desenvolvimiento y alejándolos inmediatamente después, oponiendo implacablemente todos los países entre sí, la economía mundial se ha convertido en una realidad poderosa que domina la de los diversos países y continentes”. Al tomar la economía mundial como punto de partida, y utilizando copiosamente la dialéctica del materialismo histórico, alejado de todo mecanicismo economicista y de cierto internacionalismo abstracto, advirtió con claridad el papel que ocupa cada una de las partes en la dinámica general. Como parte de un método en donde se interrelacionan las tendencias económicas, la lucha de clases y la relación entre Estados, sus análisis contemplaron la relación entre los distintos países imperialistas, entre éstos y los países del llamado Tercer Mundo, entre la economía capitalista mundial y el creciente avance de la hegemonía norteamericana con respecto a las otras potencias imperialistas. La fuerza de este método quedó demostrada en el hecho de que hoy, tanto sus múltiples análisis como sus formulaciones y definiciones representan un valiosísimo material para la interpretación de la actual crisis capitalista y su posible dinámica.
En los tiempos que corren, un considerable conjunto de prácticas sociales, declaraciones políticas y campañas mediáticas recurren cada vez más a la ideología fascista. Impulsado por el capital concentrado y ganando cada vez más aceptación en amplios sectores de la sociedad, el discurso fascista busca aglutinar las frustraciones en una propuesta simplista pero efectiva, que desvía el odio desde los problemas reales (la desigualdad social, la corrupción, la deuda externa, la desocupación, la inseguridad, la inflación, el narcotráfico) hacia un enemigo más fácil de enfrentar (los inmigrantes, los pueblos originarios, los musulmanes, los trotskistas, los anarquistas). Mientras la ciencia política tiende a analizar este fenómeno como un marco ideológico o simplemente como un sistema de gobierno que busca prescindir de la representación electoral a partir de un organicismo del Estado, el empresariado, los sindicatos y las fuerzas de seguridad, en un sentido más teórico debe caracterizárselo como un modo de funcionamiento institucional, una mirada ésta que siempre ha resultado ser la más productiva en tanto tiene mayor potencial para analizar críticamente el presente político. De allí la relevancia de las obras de Trotsky.

17 de octubre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (XII) 3º parte. Bosquejo ontológico

Conceptos (como elogio de la lectura)
4. Sobre clases sociales y conflictividad

En 1885, Friedrich Engels escribía en el prefacio a la tercera edición alemana de “Der achtzehnte Brumaire des Louis Bonaparte” (El 18 de Brumario de Luis Bonaparte) que fue Marx “el primero en descubrir la ley según la cual todas las luchas históricas, ya se libren en el plano político, religioso, filosófico o en cualquier otro terreno ideológico, no son, de hecho, más que la expresión más o menos clara de la pugna entre clases sociales: ley en virtud de la cual la existencia de esas clases y, consiguientemente, también sus enfrentamientos, están, a su vez, condicionados por el grado de desarrollo de su situación económica, por su modo de producción y de cambio”. Al momento de esbozar su pensamiento el filósofo y economista alemán, la competencia de los asalariados había garantizado la prosperidad de los empresarios privados. “Ésta era la libertad de los pobres -dice el sociólogo alemán Max Horkheimer (1895-1973), uno de los miembros más destacados de la Escuela de Frankfurt, en “Autoritärer Staat” (El Estado autoritario)-. Primeramente, la pobreza era un estado social, luego se convirtió en un pánico. Los pobres habían de correr y tropezar unos con otros como la muchedumbre en un edificio en llamas. La salida era la entrada en la fábrica, el trabajar para el empresario. No podía haber suficientes pobres, su número era una bendición para el capital. Sin embargo, en la misma medida en que el capital concentra a los trabajadores en la gran empresa, cae en la crisis y vuelve problemática su existencia”. Y anticipaba: “Al desarrollo natural del orden mundial capitalista le está reservado el destino de un fin innatural”.
Hasta el propio Arthur Schopenhauer (1788-1860), un filósofo bastante conservador, advertía en su “Parerga und Paralipomena” (Parerga y Paralipómena) que la historia se halla penetrada por la explotación como condi-ción social decisiva: “Pobreza y esclavitud son únicamente dos formas, casi podría decirse dos nombres de una misma cosa, cuya naturaleza reside en el hecho de que las fuerzas de una persona no pueden emplearse en gran parte para ella misma, sino para otras”. Horkheimer agrega: “La llamada economía libre, debido a su propia regularidad, conduce a su ruina. El que una parte considerable de la plusvalía, del sobrante de la producción, a través de las simples necesidades de vida de las masas, es decir, de la base material del progreso técnico-industrial, tenga que pasar de la disposición de empresas privadas a la esfera del poder público para impedir males internos y externos, indica que la mera sociedad de competencia no puede sobrevivir por sí misma. Marx, al profetizar esto, fue más allá de la gran Ilustración”.
También Kant reconocía en “Idee zu einer allgemeinen geschichte in weltbürgerlicher absicht” (Ideas para una historia universal en sentido cosmopolita) la imposibilidad de la economía liberal “en tanto subsistiera entre los pueblos el liberalismo jurídicamente ilimitado. La historia, a través de las guerras, a través del vasto e incesante armamento que se requiere para hacerlas, a través de la miseria, que por ello al fin ha de sentir internamente cualquier Estado, incluso en medio de la paz, pero finalmente al cabo de muchas desolaciones, trastornos e incluso del más completo agotamiento interno de sus fuerzas, tiende hacia aquello que la razón habría podido decirle también sin tan lúgubre experiencia”. Marx indicó que las tensiones y las guerras, los problemas políticos externos, dependen tanto de las condiciones internas, del peligro de las crisis en los países industriales como los problemas económicos internos de la lucha de los pueblos y bloques del mundo. Los conflictos internos y externos se hallan en acción recíproca. El liberalismo en un país, puede a la larga subsistir tan poco como el socialismo en otro país. Lo primero lo supo Kant, lo segundo lo supo Trotsky.


Las clases sociales están compuestas por grandes grupos de individuos que se diferencian entre sí por el lugar que ocupan en el sistema de producción social, por las relaciones en que se encuentran respecto a los medios de producción, por el papel que desempeñan en la organización social del trabajo, y por el modo y la proporción en que perciben parte de la riqueza social generada. Marx y Weber, cada uno a su manera, intentaron fundamentar los criterios para definir las clases sociales. Marx, desde su visión materialista histórica, las definió en términos estrictamente económicos, esto es, en términos de poseedores y no poseedores de los medios de producción, o sea, los burgueses capitalistas y los trabajadores industriales. El capitalista es el poseedor de los medios de producción y el trabajador es el poseedor de su fuerza de trabajo. Entre ellos se genera un intercambio que genera la desigualdad entre ambas clases sociales. Weber, cultor de la sociología interpretativa, en cambio definió las clases sociales no sólo en términos productivistas sino también en términos de posición social. Esto es, concuerda con Marx en cuanto a que las clases sociales están dadas según la participación de los sujetos en el proceso económico, pero le agrega la posición externa del sujeto y el destino personal del mismo. Estas últimas están condicionadas por una combinación tanto de la posesión de los factores productivos como de las posibilidades de éxito en el ámbito mercantil. Para Weber, el hecho de poseer medios de producción no lleva necesariamente al individuo a pertenecer a un determinado grupo social y, a diferencia de Marx, afirma que las clases son definidas por mucho más que su participación en el proceso productivo.
Desde el funcionalismo, el susodicho Émile Durkheim analizó esta conflictiva relación en términos morales. “La moral profesional -afirmó-, no existe verdaderamente sino en estado rudimentario. Si se intentase fijar en un lenguaje un poco definido las ideas reinantes sobre lo que deben ser las relaciones del patrono con el empleado, del obrero con el jefe de empresa, de los industriales en competencia unos con otros o con el público, ¡qué fórmulas más vagas se obtendrían! Los actos más censurables son con tanta frecuencia absueltos por el éxito, que el límite entre lo que está permitido y lo que está prohibido, de lo que es justo y de lo que no lo es, no tiene nada de fijo, sino que casi parece poder variarse arbitrariamente por los individuos. A este estado de anomia deben atribuirse los conflictos que renacen sin cesar y los desórdenes de toda clase cuyo triste espectáculo nos da el mundo económico pues, como nada contiene a las fuerzas en presencia y no se les asignan límites que estén obligados a respetar, tienden a desenvolverse sin limitación y vienen a chocar unas con otras para rechazarse y reducirse mutuamente. Sin duda que las de mayor intensidad llegan a aplastar a las más débiles, o a subordinarlas. Pero, las treguas siempre son provisorias y no pacifican a los espíritus. Si falta toda autoridad de este género, la ley del más fuerte es la que reina y, latente o agudo, el estado de guerra se hace necesariamente crónico”.


Horkheimer fue muy claro en “Der rationalismusstreit in der gegenwärtigen philosophie” (El racionalismo en la filosofía contemporánea): “Al proclamar Marx la diferencia entre los poseedores de los instrumentos de producción de la riqueza económica y la masa de aquellos que sólo pueden vender su mano de obra, la oposición de las clases, de los dominadores y dominados, como esencia de la economía burguesa capitalista, denunció la superación de las crisis en la libertad intacta de la ilusión y opuso entre sí la ilustración y la sociedad a la que ésta aspiraba”. No obstante, cuando se afirma que las clases sociales derivan de la división social del trabajo impuesta por la estructura económica, muchas veces se suele intentar rebatir tal aserto utilizando peyorativamente el término “ideología”, como si la cuestión pasase por un mero cariz ideológico. Fue el filósofo francés Antoine Destutt de Tracy (1754-1836) quien, a poco de finalizada la Revolución Francesa, usó por primera vez tal locución para designar la ciencia de las ideas. Marx, en cambio, lo aplicó a los sistemas filosóficos, jurídicos, políticos y religiosos, en la medida en que consideraba que no se basaban en la realidad sino que la desvirtuaban y, aún más, se presentaban como sistemas de justificación y legitimización de la misma realidad que desvirtuaban. Así, para Marx la superestructura ideológica, condicionada por la estructura económica, estaba constituida por el conjunto de ideas, creencias, costumbres, etc., las que, plasmadas en las formas ideológicas de la cultura, la religión, la filosofía, etc., no hacen más que enmascarar la realidad social. Y es precisamente entonces cuando se da aquel “estado de guerra crónico” del que hablaba Durkheim.
En el caso específico de Latinoamérica, según puntualiza el economista y sociólogo alemán André Gunder Frank (1929-2005) en “Lumpenbourgeoisie: lumpendevelopment” (Lumpenburguesía: lumpendesarrollo), “la estructura de clases latinoamericana, a través del desarrollo del capitalismo mundial, ha sido básicamente el producto de la estructura colonial que la metrópoli ibérica y más tarde la inglesa y norteamericana impusieron e inculcaron a la América Latina. Por ende, y no sólo en el nivel nacional sino también en el local, América Latina vino a tener y todavía tiene, la estructura de clases de una economía exportadora colonial y neocolonial”. Para Frank, “la dependencia no debe ni puede considerarse como una relación meramente externa impuesta a todos los latinoamericanos desde afuera y contra su voluntad, sino que la dependencia es igualmente una condición interna e integral de la sociedades latinoamericanas, que determina a la burguesías dominantes en Latinoamérica pero, a la vez, es consciente y gustosamente aceptada por ellas. Si la dependencia fuera solamente externa podría argumentarse que las burguesías nacionales tendrían las condiciones objetivas para ofrecer una salida nacionalista o autónoma del subdesarrollo. Pero esta salida no existe precisamente porque la dependencia es integral y hace que la propia burguesía sea dependiente”.


¿Cómo evaluar entonces las reformas y la política de desarrollo que algunas burguesías latinoamericanas emprendieron a mediados del siglo pasado? “A primera vista -responde Frank- podría parecer que en realidad lograron el ‘despegue’ hacia el desarrollo que a menudo se les ha atribuido. Pero no debe olvidarse que el crecimiento durante la época del imperialismo clásico del siglo XIX parecía significar lo que hoy denominamos ‘desarrollo’. Sin embargo, aunque no se debe y no se puede desconocer el progreso que Latinoamérica vivió durante aquella época, la historia nos enseñó que dentro de la dependencia neo colonial del capitalismo mundial, este progreso también resultó ser el instrumento eficiente de la creciente dependencia y del mismo subdesarrollo”. Yendo un poco más lejos, añade: “Para la generación del subdesarrollo estructural, más importante aún que la succión de su excedente económico es la impregnación de la economía nacional del satélite con la misma estructura capitalista y sus contradicciones fundamentales, lo que organiza y domina la vida nacional de los pueblos en lo económico, político y social”. Para concluir que “todos los ensayos conducen a una conclusión de importancia cardinal: el capitalismo nacional y la burguesía nacional no pueden ofrecer salida alguna al subdesarrollo en América Latina”.
Es en los denominados enfoques clásicos respecto a la estratificación y la estructura de clases, es decir en las teorías de Marx, Weber y Durkheim, donde es posible encontrar las primeras referencias analíticas para una conceptualización de los sectores medios. Por cierto, en estos enfoques no se encuentra un abordaje acabado en torno a dichos sectores ya que, indudablemente, los intentos teóricos por construir un concepto de estructura de clases han variado con el paso de los años y se complejizaron a medida que las relaciones de producción han ido evolucionando a la par de las transformaciones estructurales producidas en dichas relaciones por los avances tecnológicos. Hoy en día, y como resultado de esas transformaciones, también puede hablarse de capas sociales, entendidas éstas como agentes que ocupan posiciones jerárquicas diferentes al interior de una clase; de fracciones de clase, para referirse a la distribución de los agentes según los sectores de actividad que ocupen como por ejemplo la industrial, la comercial o la financiera, y de categorías sociales, aludiendo a las diferenciaciones que se producen en ámbitos no económicos, es decir, en el seno de los aparatos jurídicos, políticos e ideológicos. Dentro de este complejo y extenso esquema de estratificación social, más allá de la dicotomía burguesía-proletariado, pueden ubicarse las así llamadas clases medias, las que tienden a distribuirse en torno a las clases fundamentales, ya sea en los márgenes de la burguesía (propietarios, trabajadores independientes, profesores, agentes políticos y funcionarios del Estado) o en torno a clase obrera (agentes comerciales y empleados de oficina).
Retomando el caso particular de América Latina, los estudios e investigaciones sobre las clases medias están estrechamente ligados a la comprensión de las principales dimensiones asociadas al proyecto desarrollista o de industrialización sustitutiva de importaciones que tuvo lugar en la segunda mitad del siglo XX. Así, las clases medias aparecieron como una de las principales bases sociales impulsoras de las políticas desarrollistas y, al mismo tiempo, como una categoría social profundamente transformada en su composición y orientación por las transformaciones estructurales implicadas en dichas políticas. Esto, sin embargo, no les impidió abstraerse de las ideas esenciales de la clase dominante dado que, tal como señalara Marx, ésta, al controlar los medios de producción material, también controla la conformación el pensamiento social, imponiendo así dichas ideas al resto de la sociedad. De este modo, el fin de la cultura y la ideología burguesas estaría determinado por las leyes del desarrollo histórico del capitalismo y las contradicciones que éste encierra. Esto nos remite a Gramsci, para quien la clase dominante tiene una concepción del mundo elaborada y sistemática, políticamente organizada y centralizada, que es hegemónica en tanto consigue imponerse en el conjunto del entramado social.


Los grupos hegemónicos que detectan el poder en cualquier comunidad necesitan invariablemente, para gobernarla, construir un consenso favorable a sus intereses y lograr que se perciban como intereses generales. Las clases medias, cuando ascendieron lo hicieron pactando con la oligarquía. “Una de las mayores paradojas de la historia social latinoamericana -dice Frank- es que las clases medias, tanto por su origen histórico como por su brega para hacerse reconocer por las oligarquías y para ser apoyadas por los estratos populares, sólo pudieran hablar el lenguaje de una ideología universalista, mientras que la heterogeneidad de su composición y la naturaleza del problema que enfrentaban las obligaran a ser estrictamente particularistas en su comportamiento real”. Lo más notable de las clases medias es su altísimo nivel de instrumentalidad, dado su objetivo fundamental, esto es, el asegurarse un papel razonable, moderado, en la distribución del poder.
Las clases populares, por su parte, comprenden a todos aquellos que están desposeídos del control de los resortes fundamentales que determinan su existencia, y que se encuentran sometidos -tal como lo analiza el historiador argentino Ezequiel Adamovsky (1971) en “Historia de la clase media argentina”- a situaciones de “explotación, opresión, violencia, pobreza, abandono, precariedad o discriminación”. Si bien las clases populares pueden ser conservadoras o progresistas, reaccionarias o innovadoras, en gran medida eso depende de cómo se relacionen con la cultura hegemónica. Dicha relación puede ser de oposición, de resistencia, de combate, o puede estar orientada a influir en los espacios de poder para obtener reivindicaciones propias, aunque lo más probable es que las clases populares se limiten a expresar adaptación o adhesión pasiva a las formaciones políticas dominantes. De esta manera, más allá de las diferencias internas, lo que estas clases comparten es una situación común de dependencia e inferioridad respecto de las elites.
En conclusión, lo más intrincado es lograr un proceso de cambio de mentalidad en los amplios sectores de la clase media, aquella que en “El medio pelo en la sociedad argentina” el ensayista argentino Arturo Jauretche (1901-1974) definió como “una agregación de estratos superpuestos y cambiantes que descienden desde la clase media alta, ubicada cultural y económicamente en las fronteras de la alta burguesía y aun de la aristocracia, hasta los confines de la clase baja". Esta clase, a pesar de su heterogeneidad, al estar sus actividades económicas íntimamente ligadas al mercado interno y, consecuentemente, a los niveles de empleo e ingresos, tiende a compartir intereses objetivos con la clase obrera. Oscilando entre su deseo de ascenso social y su temor a la proletarización, es altamente incierto que la pequeña burguesía tome conciencia sobre su rol dentro de lo que Marx denominó estructura, esto es, las fuerzas productivas y las relaciones de producción, ni dentro de la superestructura, es decir, los intereses de clase de los grupos que crearon a aquélla. En el capitalismo, pese a que Marx reconoce la existencia de otras clases sociales, la lucha de clases se da entre la burguesía y el proletariado. Ahora bien, el proletariado está sometido a los elementos ideológicos, no teniendo pues, conciencia de su situación real. El desarrollo de una conciencia de clase le librará del dominio de la ideología y le llevará a reivindicar el fin de la alineación y de la explotación en el trabajo. Las clases medias, aunque temerosas lo nieguen, están en idéntica situación.


Hoy por hoy, las predicciones históricas acerca del destino de la sociedad burguesa han resultado ciertas. En el sistema de la libre economía de mercado, que ha conducido a los hombres a los inventos ahorradores de trabajo y finalmente a la fórmula matemática del mundo, ha convertido sus productos específicos, la tecnología entre ellos, en medios de destrucción al hacer superfluos a los trabajadores. La burguesía misma está diezmada, la mayoría de los ciudadanos han perdido su independencia; cuando no caen en el proletariado o en la masa de los desempleados, caen en la dependencia de las grandes corporaciones o del Estado. Es entonces cuando volvemos a la sentencia de Durkheim en cuanto a “el estado de guerra crónico” o a la de Horkheimer en cuanto “al destino de un fin innatural” que le está reservado al orden mundial capitalista.
El teórico alemán de la ciencia militar Carl von Clausewitz (1780-1831) sostenía que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”, lo que el antes citado filósofo francés Michel Foucault se atrevió a refutar afirmando que, al contrario, la política es la continuación de la guerra por otros medios dado que “si bien muchos de los conceptos de la guerra son aplicados a la política, las relaciones de fuerza políticas se hacen valer mediante un complejo de relaciones mayor y más rico que el de la violencia manifiesta”. En todo caso, la política como arte “ofrece más pliegues, sutilezas y complejidades que la guerra tal” como lo señalara Trotsky, que además denunciaba el antihumanismo de la guerra en general. En ese sentido, se puede definir metafóricamente a la política como continuidad de la guerra cotidiana entre las clases sociales explotada y explotadora. Así, la política es una manifestación de la guerra de clases que recorre de arriba abajo la realidad social bajo la explotación capitalista. De esta manera, la lógica de la guerra se transformó totalmente: ya no se dirige a la dominación de un grupo sobre otros por motivos de derechos de conquista, linajes, tierra, jerarquías nobiliarias, etc. En la nueva dinámica, el lucro, la ganancia, la acumulación y reproducción ampliada del capital se transforman en los ejes que atraviesan y sostienen a la guerra que se vive, se intensifica y se magnifica en el cuerpo social.

14 de octubre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (XI) 3º parte. Bosquejo ontológico

Conceptos (como elogio de la lectura)
3. Sobre Estado, política y sociedad

Al cavilar sobre el actual poder económico-financiero global, sus privilegios, su autoridad, sus vínculos, sus transacciones y tantos otros componentes de la lógica de su organización sólidamente instaurada para ejercer su dominio, es casi inevitable retrotraerse a principios del siglo XVII y recordar al poeta inglés John Donne (1572-1631), quien a esbozaba la cuestión en brillantes imágenes poéticas: “Todo está en pedazos, la coherencia se ha ido, carece de toda provisión justa y de toda relación”. Algo similar a lo que subrayaba su contemporáneo, el filósofo inglés Thomas Hobbes (1588-1679) que, angustiado ante una sociedad compuesta por hombres rapaces, egoístas y competitivos embarcados en una guerra constante de todos contra todos, consideraba que la comunidad política “sólo es aceptada por las razones más anticomunitarias: es el único modo de proteger a cada uno frente a una anarquía que llevaría a la ruina de todos. Pero, en la realidad, esta autoridad política está dominada por una élite, a la cual sirve de instrumento contra las mayorías”.
La naturaleza humana que describía Hobbes no era eterna, sino resultado del naciente nuevo orden capitalista. Como lo señala el filósofo político canadiense Crawford B. Macpherson (1911-1987) en su “The political theory of possessive individualism. From Hobbes to Locke” (Teoría política del individualismo posesivo. De Hobbes a Locke), “en las sociedades tradicionales como el feudalismo, la mayoría de la gente estaba satisfecha con la situación social en que nacieron y la competencia se limitaba generalmente a los nobles y a los clérigos; de modo que, a lo que realmente se refería Hobbes, era al ‘hombre nuevo’ que el capitalismo estaba creando en el siglo XVII”. Esa teoría medieval de la sociedad terminó de resquebrajarse cuando el antes citado filósofo, economista, sociólogo e historiador escocés David Hume planteó que sólo eran ciertas aquellas proposiciones que podían verificarse empíricamente, un criterio que aplicó a las categorías tradicionales del pensamiento socavando así algunas ideas perennes como la ley de causa y efecto. Podría uno describir, dice Hume, “la forma en que un hecho sigue a otro, pero ello no prueba que exista vínculo alguno entre ambos hechos”. En la visión de Hobbes, el hombre político y el hombre económico estaban empeñados en un conflicto permanente, uno frente al otro; en el concepto de Hume, se hallaba totalmente privado de sus viejas verdades.


El filósofo alemán Immanuel Kant (1724-1804), aunque idealista, era consciente de las circunstancias históricas que habían provocado la crisis. No era producto sólo de cierta incertidumbre filosófica, también tenía sus raíces en la estructura del propio sistema capitalista. Como lo señaló el sociólogo húngaro György Lukács (1885-1971) en “Geschichte und klassenbewusstsein” (Historia y conciencia de clase) al analizar el contexto en que Kant desarrolló su obra, “el capitalismo era el tipo de sociedad más racional que había existido nunca, ya que en él cada aspecto de la vida estaba cuantificado para producir más. Por otra parte, la economía capitalista -como ella misma lo había reconocido orgullosamente- no tenía ningún principio rector consciente; por lo contrario, confiaba en la mano invisible del mercado, que supuestamente canalizaba todas las ambiciones privadas hacia el bien común”. La vida intelectual capitalista de entonces era, pues, particularmente esquizofrénica. El sistema era cada vez más científico en cuanto a los detalles, pero más irracional en cuanto a la totalidad, y cada periodo próspero de producción acababa en una crisis inexplicable. Es más: el capitalismo idealizaba su propia atomización, alegando que su obra maestra era la división de la sociedad en individuos aislados que competían entre sí. Dadas las condiciones políticas y sociales en que fueron definidas, resultaba difícil para Kant aceptar las premisas de semejante sociedad, descubrir en ella algún principio de coherencia.
Fue Hegel quien buscó una salida de este callejón y en sus escritos ilustró cómo el pensamiento social y el pensamiento metafísico pueden estar íntimamente relacionados. Rechazó la “sociedad asocial” de Kant y de Hobbes en que los hombres eran, cada uno, el límite de la libertad del otro, y en la cual los derechos de un individuo están circunscritos por los de su vecino. En la política, insistió, “deben existir conexiones vivas”. El pensamiento de Hegel estaba impregnado del movimiento del cambio y de la idea de nuevos tiempos por venir. "No es difícil - escribió en su “Phänomenologie des geistes” (Fenomenología del espíritu)-entender que nuestro tiempo es un tiempo de nacimiento y de transición hacia un nuevo periodo", y fue esta conciencia la que le hizo celebrar las interconexiones vivas entre las ideas y la realidad y entre los hombres. Incluso en su radicalismo juvenil vio a la Revolución Francesa como un triunfo de sus propias ideas más que de sus revolucionarios, lo que no quita que fuera el primer filósofo que captara la esencia de la realidad en el cambio histórico y en el desarrollo de la conciencia de sí mismo del hombre. El desarrollo en la historia significaba desarrollo hacia el concepto de libertad. Pero, después de 1815, la inspiración de la Revolución Francesa feneció en la apatía de la Restauración. Hegel era demasiado tímido políticamente, y estaba, en sus últimos años, demasiado afincado en los núcleos rectores de su sociedad, como para introducir ningún significado concreto en las proposiciones metafísicas.
No coincide con esta apreciación Edward H. Carr (1892-1982) en su “What is history?” (¿Qué es la historia?). Para el historiador británico, “Hegel revistió su absoluto con el manto místico de un espíritu mundial, y cometió el error cardinal de abocar el curso de la historia a su fin en el presente en vez de proyectarlo en el futuro. Reconocía en el pasado un proceso de evolución continua, y se lo negó al futuro de modo incongruente. Los que, desde Hegel, han reflexionado más profundamente acerca de la naturaleza de la historia, han visto en ella una síntesis del pasado y del futuro”. En ese sentido podría incluirse al historiador francés Alexis de Tocqueville (1805-1859) que, a pesar de no haberse liberado nunca del lenguaje teológico de su tiempo dándole a su absoluto un contenido demasiado estrecho, percibió sin embargo la esencia del problema. En su obra “De la démocratie en Amérique” (De la democracia en América), después de aludir al desarrollo de la igualdad como fenómeno universal y permanente, afirmaba que si “se llevase a los hombres de nuestro tiempo a concebir el gradual y progresivo desarrollo de la igualdad como pasado a la vez que futuro de su historia, este solo descubrimiento revestiría dicho desarrollo del carácter sagrado que para ellos tiene la voluntad de su amo y señor”.


Hegel aportó la notación, pero no le dio contenido práctico. Así, aunque hostilizó la atomización de tantos aspectos de la vida y del pensamiento de la era capitalista, también él, al fin de cuentas, creyó en una mano invisible. De hecho, incluso es posible que literalmente haya adoptado el concepto de las "astucias de la razón" a partir de la visión que tuvo el economista escocés Adam Smith de la milagrosa armonía de la competencia capitalista: “El individuo es guiado por una mano invisible para la consecución de un fin. El punto más importante de la actividad económica es el interés individual. Cuando todos tengan interés individual en alcanzar un mayor crecimiento y desarrollo, mayor será el bienestar público”. Es que Hegel basó su concepción de la historia en términos de una necesidad lógica. En su sistema, la marcha de la historia tiene como fin que el mundo tome conciencia de sí mismo, como obra del espíritu. La “astucia de la razón” remite a la idea de que la razón utiliza los intereses de los individuos para realizar sus fines; aunque los individuos no formulan de manera consciente estos fines, los realizan de todas maneras de manera no consciente, al perseguir sus fines particulares. Es éste el aspecto que lo separa de Marx.
Karl Marx debe mucho a su precursor conservador. El autor de “Die klassenkämpfe in Frankreich 1848 bis 1850” (Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850), que compartía algunas de las inhibiciones de Hegel en cuanto a mirar hacia el futuro, y que se interesaba sobre todo en arraigar firmemente su enseñanza en la historia pasada, se vio compelido, por la naturaleza de su tema, a proyectar hacia el futuro su absoluto de la sociedad sin clases. A diferencia de los utopistas, el autor de “Die heilige familie” (La sagrada familia) no proyectó sus ideas sobre la realidad y después trató de persuadir a Dios o a distintos príncipes, clérigos y banqueros de que las llevasen a la práctica. Siguiendo la tradición hegeliana, insistió en que el socialismo debe ser una tendencia visible y real del desarrollo social para que se le pueda tomar en serio; pero difirió muy profundamente de Hegel -y esta diferencia tiene una importancia infinitamente mayor que el contraste entre el materialismo del uno y el idealismo del otro- en que sostuvo que "la historia no hace nada, no posee riquezas colosales, no libra ninguna batalla. Es más bien el hombre -el hombre real, vivo- el que actúa, posee y lucha. No es de ninguna manera la historia la que utiliza al hombre como medio para llevar a cabo sus fines, como si se tratara de otra persona; por el contrario, la historia no es más que la actividad del hombre en persecución de sus propios fines”.


Michael Harrington (1928-1989), teórico político estadounidense, dice en su obra “Socialism” (Socialismo) que, “por supuesto, Marx coincidió con Hegel en que los actores históricos generalmente sirven a fines muy distintos de los que se proponían; pero no se regocijó con ese hecho, como lo hizo Hegel: por el contrario, propuso que se modificara, que se ayudara a los hombres a volverse, por primera vez, verdaderamente conscientes y, con ello, a ser dueños de su propio destino”. Al mismo tiempo, Marx pretendió haber resuelto esa contradicción entre “lo que es y lo que debe ser” a la que antes se había enfrentado cuando era un joven estudiante de filosofía. “La cuestión de la justicia, de la ética -de la utopía, si se quiere- no era ya un tema teórico de discusión académica; se había convertido en una tendencia de la realidad, y ahora los hombres, por primera vez en la historia, tenían la oportunidad -y la obligación- de determinar libremente el contenido de su propia naturaleza humana. La verdad no tenía por qué descubrirse mediante una retrospectiva hegeliana del pasado: la verdad tenía que ser creada por una revolución social que construyese el futuro”, agrega Harrington.
Fue así como, en medio de un debate filosófico que vibró con el estruendo de las revoluciones de 1848, Marx no sólo logró entender los requisitos de la historia sino también la necesidad de influir en ella. Con esto, definió una posibilidad, no una fatalidad (aunque él mismo habló a veces de ella como si fuese inevitable). Para él, la historia no estaba predestinada a ser socialista, pero los hombres ya podían luchar para que así fuese. La posibilidad definida por Marx se había estado elaborando durante más de dos mil años y, si se entendía cómo fue evolucionando la utopía a través de los siglos, desde los desiertos de Palestina hasta las ciudades industriales de Europa, se podía tener un criterio básico acerca del futuro socialista. Una sociedad mejor no podía lograrse con los buenos deseos de profetas, santos o filósofos, sino que requería de un determinado nivel de desarrollo económico y, sobre todo, de la actividad consciente de millones de personas antes de que pudiese convertirse en realidad.
En el pensamiento de Marx, esa transformación ocurriría en el momento en que la concentración monopólica de los medios de producción -provocada por la propia ley de la producción capitalista- se desembarazase de la “envoltura del capitalismo”. Tal envoltura, obra de determinadas condiciones de la producción, estallaría bajo la acción de las fuerzas productivas cuando estas estuviesen maduras para pasar a la fase de la propiedad colectiva. Esto último sucedería cuando el Estado -o sea, el proletariado constituido en clase dominante- concentrase en sus manos las fuerzas productivas ya centralizadas por la evolución del capitalismo y las transformase en propiedad del Estado; cuando la evolución de la producción capitalista llegase a su término y el monopolio del capital se convirtiese en traba para el modo de producción. De todas maneras, en los escritos de Marx no se encuentra ningún pasaje que aluda a la posible utilización del poder estatal del proletariado constituido en clase dominante para que éste acelere por sí mismo esa evolución del capitalismo, para que haga progresar su desarrollo en el sentido del Estado, para que continúe la obra del centralismo capitalista, esto es, la concentración del capital, consecuencia -según Marx- de la ley de la producción capitalista.


Por su parte Friedrich Engels (1820-1895), economista político alemán, estrecho colaborador de Marx y coautor con él de obras fundamentales para el nacimiento del socialismo científico, realizó un análisis en “Der ursprung der familie, des privateigenthums und des Staats” (El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado) sobre la sociedad que reorganizaría la producción sobre la base de la asociación libre e igualitaria de los productores y que relegaría todo el aparato estatal al museo de antigüedades. Estas declaraciones, saludadas por el teórico anarquista holandés Arthur Lehning (1899-2000) en su “Anarchisme et marxisme dans la Révolution Russe” (Marxismo y anarquismo en la Revolución Rusa), parecen estar en abierta contradicción con la práctica del marxismo-leninismo puesta en marcha a partir de 1917. Para Lehning, “sólo es dable comprender tal contradicción a la luz de la propia sociología del marxismo, del materialismo histórico y de su método dialéctico”. Según Engels, el Estado es producto, únicamente, de las condiciones económicas. En la sociedad primitiva -que no conocía la existencia de clases- la división del trabajo hizo surgir antagonismos. Además, la propia sociedad engendraba funciones bien determinadas que creaban, en la división del trabajo, una rama particular; ésta se volvía independiente al convertirse en fuerza pública, en Estado, que se oponía entonces a la sociedad escindida en clases como un poder, que -aunque surgido de esa sociedad- se alzaba por encima de ella, separándose cada vez más. Tal poder era necesario para impedir que los antagonismos nacidos de los divergentes intereses económicos de las clases destruyeran a éstas y, con ellas, a la sociedad.
Fue Engels quien puso en evidencia la distinción esencial existente entre la doctrina marxista y las doctrinas socialistas anteriores: las doctrinas socialistas anteriores a Marx no eran sino utópicas, la doctrina de Marx es científica. ¿Qué representa una doctrina socialista utópica? se pregunta el antes mencionado Althusser en “La philosophie comme arme de la révolution” (La filosofía como arma de la revolución). “Es una doctrina que por una parte propone objetivos socialistas a la acción de los hombres, pero que por otra está basada en principios no científicos, principios de inspiración religiosa, moral o jurídica, es decir, sobre principios ideológicos. La naturaleza ideológica de su fundamento teórico es decisiva, pues repercute sobre la concepción que toda doctrina socialista utópica se haga, no solamente de los fines del socialismo, sino también de los medios de acción a emplear para obtener esos fines. La doctrina socialista utópica define así los fines del socialismo, es decir, la sociedad socialista del porvenir por categorías morales y jurídicas; habla del reino de la igualdad y de la fraternidad de los hombres y traduce estos principios morales y jurídicos en principios económicos tan utópicos como los anteriores, o sea ideológicos, ideales e imaginarios: por ejemplo, el reparto integral de los productos del trabajo entre los trabajadores, el igualitarismo económico, la negación de toda ley económica, la desaparición inmediata del Estado”.
Algunos pasajes de los escritos de Marx y Engels en los que expresan que la meta final es la sociedad sin Estado y sin clases ya que en la sociedad socialista, no habrá poder político propiamente dicho porque ya no habrá clases que oprimir y los antagonismos de clase serán suprimidos, parecen expresar una concepción anarquista de la meta final hacia la cual se encamina la evolución de la sociedad. Así lo entendió el ya mencionado Lehning cuando afirmó en la obra antes citada que, tras la revolución de 1917, los bolcheviques no sólo lucharon por realizar las condiciones favorables al capitalismo burgués, sino que -aún más-, asumieron las tareas de la burguesía. En vez de un gran número de capitalistas, apareció un capitalista gigantesco: el Estado bolchevique. “Lo indefendible de la hipótesis acerca del nacimiento del Estado y, sobre todo, el rechazo de la utopía marxista de la supresión del Estado por el desarrollo dialéctico del proceso de producción dan lugar a una posición totalmente diferente en la cuestión del paso al socialismo, es decir, a la sociedad sin clases y sin Estado, como con razón se la denomina. El socialismo anarquista considera que la historia, indiscutiblemente, es la historia de la lucha de clases y reconoce, con Marx, que el deber del proletariado es suprimir los antagonismos de clase, luchando contra la clase capitalista para destruir el monopolio de su poder económico. Pero este monopolio sólo ha podido existir por obra del monopolio del poder, esto es, por la fuerza organizada como Estado, que primero dio nacimiento a aquél y que, en posesión de ambos monopolios, ha cobrado un desarrollo cada vez mayor; de ahí la necesidad de destruir el monopolio del Estado político, así como el monopolio económico”.


A los teóricos del Estado, de todas las tendencias, los anarquistas como Lehning opusieron esta concepción: el Estado no es, en modo alguno, producto orgánico de la sociedad, ni consecuencia de los antagonismos de clase, sino la causa de éstos, algo con lo que coincidía el sociólogo y economista político alemán Franz Oppenheimer (1864-1943) cuando en su “System der soziologie” (Sistema de sociología) afirmaba que el capitalismo, si bien era "un sistema de explotación y los ingresos de capital son las ganancias de esa explotación, la responsabilidad no recae en el mercado libre sino en la intervención del Estado”. Oppenheimer opinaba que existen dos maneras para hacerse de riqueza: una es el método de la producción, generalmente seguida de intercambios voluntarios de los bienes producidos (medio económico); la otra es la de la expropiación, por la violencia ejercida por Estado, de la propiedad de otra persona (medio político). Para Trotsky, “la propiedad del Estado no es la de ‘todo el pueblo’ más que en la medida en que desaparecen los privilegios y las distinciones sociales y en que, en consecuencia, el Estado pierde su razón de ser. Dicho de otra manera: la propiedad del Estado se hace socialista a medida que deja de ser propiedad del Estado”.
A partir de lo dicho por Engels en “Herrn Eugen Dührings umwälzung der wissenschaft” (La revolución de la ciencia de Eugenio Dühring) o simplemente “Anti-Dühring” en cuanto a que “el primer acto en que el Estado se manifiesta efectivamente como representante de toda la sociedad -la toma de posesión de los medios de producción en nombre de la sociedad- es, paralelamente, su último acto independiente como Estado” y que la “intervención de la autoridad del Estado en las relaciones sociales se hará superflua en un campo tras otro de la vida social y se adormecerá por sí misma”, para concluir que “el gobierno sobre las personas será sustituido por la administración de las cosas. El Estado no será abolido; se extinguirá”, los anarquistas vieron en la Revolución de Octubre una grave contradicción. En ella, dice Lehning, se vio que “el monopolio capitalista de Estado no era de gran provecho para todo el pueblo sino sólo para una fracción bien determinada del pueblo: la que formaban quienes ejercían el poder en el Estado, quienes tenían en sus manos el monopolio capitalista, la oligarquía partidaria que se da el nombre de dictadura del proletariado. El Estado es siempre una organización política al servicio de una clase dirigente. Es un Estado burocrático. La clase dominante de ese Estado es el Partido, que mediante la dictadura y el terror ejerce el poder en forma exclusiva”.