2. Sobre economía y relaciones de producción
La
relación que existe entre la economía y la historia es inmanente. La
cohabitación entre ambas ciencias sociales no fue lineal ni armónica y puede
definirse como compleja y cambiante, pero su interdisciplinariedad es
ineludible. Así como el estudio de la economía se beneficia con el estudio de
la historia, lo mismo ocurre a la inversa: el estudio de los acontecimientos
históricos no puede ser abordado sin tener en cuenta las investigaciones
realizadas en el campo económico. La historia ha aportado a la economía
elementos de juicio que le permitieron a ésta explicar el marco político,
social, jurídico y cultural en que se desarrollaron las actividades económicas
en las distintas épocas; o participar significativamente en la formación de
conceptos y categorías analíticas claves como régimen, sistema, estructura,
etc. y las consecuencias que éstos tuvieron en el desarrollo de los pueblos.
Por su parte, la economía suministró a la historia teorías, conceptos,
categorías analíticas, registros estadísticos adecuadamente dispuestos y
criterios de sistematización de los diversos modelos económicos, elementos
todos ellos de innegable influencia en los procesos políticos, sociales y
culturales.
Algunas de
las dificultades que presenta el estudio de la economía se deben a los cambios
institucionales, políticos y sociales ocurridos a lo largo de la historia, pero
estas mutaciones siempre se debieron a la variabilidad de los fenómenos
económicos. Fue recurriendo a la historia como Adam Smith (1723-1790), al
estudiar la obra de los economistas británicos William Petty (1623-1687) y
Richard Cantillon (1680-1734) por ejemplo, dio forma a sus teorías económicas,
las que luego serían debatidas y ampliadas por Thomas Malthus (1766-1834),
David Ricardo (1772-1823) y tantos otros que le siguieron después. Y fue a
partir de la lectura de la obra de estos economistas como Marx conformó la
suya. Pero mientras los primeros -conscientes de las desigualdades sociales que
los sistemas por ellos propuestos generaban- se ampararon en los valores de la
libertad, del honor o de la religión para justificar las sociedades de clases,
Marx abandonó todo idealismo y planteó que dichos contrastes ocasionaban un
enfrentamiento inevitable y hasta independiente de las voluntades y conciencias
de los individuos dado que, según el lugar que ocupasen en el proceso de
producción de la riqueza, involucraban el mantenimiento de sus privilegios y la
perpetuación de su dominio (para los poseedores de los medios de producción) y
la mera supervivencia (para los que sólo están en condiciones de vender su
fuerza de trabajo para poder subsistir). Este antagonismo de clases
irreconciliables genera una hostilidad que, en definitiva, ha sido la base
sobre la que se produjeron los hechos que dan forma a las sociedades. En otras
palabras, la Economía es el factor determinante de la historia.
El
historiador francés Pierre Vilar (1906-2003) observaba en “Histoire marxiste, histoire
en construction” (Historia marxista, historia en construcción) que la
producción es importante puesto que “al producir sus medios de vida, el hombre
produce indirectamente su propia vida material”, y aclaraba que el término
producción no debía considerarse como una clave mágica, pues debía ser
concebido “en función de la población y de las relaciones de los hombre entre
ellos”. Complementariamente, el historiador alemán Helmut Fleischer (1927-2012)
formulaba en su “Marxismus und Geschichte” (Marxismo e Historia) que el hecho
que para Marx la producción fuese el fundamento del orden social y condicionase
a la totalidad de los procesos vitales, sociales, políticos y espirituales, se
sustentaba en que los hombres “primeramente comen antes de que puedan dedicarse
a la política, la ciencia o el arte. Esto implica que una parte considerable de
las energías que se invierten en las luchas políticas y religiosas, provienen
de la aspiración de lograr bienes materiales”. Y añadía: “La interpretación
marxista de la historia fue delineando como conceptos básicos del análisis las
nociones de fuerzas productivas y relaciones de producción. Pese a las diversas
interpretaciones que se presenten sobre este tópico, lo determinante en el
análisis original de Marx son las relaciones de producción”. Es decir que lo
que define una época histórica es la naturaleza de las relaciones que se
establecen entre los hombres. Por eso las relaciones de producción no implican
únicamente la producción de bienes sino que, en un sentido global, son
relaciones “que integran su actividad vital y en cuyo logro formulan múltiples
exigencias relativas al tiempo de trabajo, a las condiciones de trabajo, a las
formas de cooperación y subordinación sociales; no interesa solamente el
producto bruto, sino también la manera cómo se obtiene y se lo distribuye
socialmente”.
También el
periodista y filósofo italiano Antonio Gramsci se refirió a la importancia que
para el análisis histórico significó el estudio en términos de relaciones de
producción. En un escrito de 1918, “Il nostro Marx” (Nuestro Marx), decía que
“para conocer con exactitud cuáles son los objetivos históricos de un país, de
una sociedad, de un grupo, lo que importa ante todo es conocer cuáles son los
sistemas y las relaciones de producción y cambio de aquel país, de aquella
sociedad. Sin ese conocimiento es perfectamente posible redactar monografías
parciales, disertaciones útiles para la historia de la cultura y se captarán
reflejos secundarios, consecuencias lejanas; pero no se hará historia, la
actividad práctica no quedará explícita con toda su sólida compacidad”. Así,
puede atribuírsele a Marx el mérito de haber introducido el uso de conceptos y
categorías para el análisis histórico: fuerzas productivas, clase social, lucha
de clases, modo y relaciones de producción, ideología, conciencia, etc.,
nociones todas ellas que permitieron superar el predominio de la Historia
descriptiva sin teoría que la sustente para sustituirla por la Historia
razonada, esto es, tal como la definió el ya citado Vilar, una Historia que “ni
separa ni mezcla el momento económico, el social, el político y el puro
acontecer sino que los combina todos. Más aún: esta Historia razonada, por el
brotar espontáneo de los razonamientos, por la viveza y la ironía del relato,
es una historia viva”. Fue Marx, en definitiva, el primer economista que vio y
enseñó, sistemáticamente, cómo la teoría económica puede convertirse en
análisis histórico y cómo la narración histórica puede convertirse en historia
razonada.
León
Trotsky escribió en abril de 1939 un artículo destinado a servir de prólogo a la
edición de “Das kapital” (El capital), la trascendental obra de Marx que el
periodista y escritor alemán Otto Rühle (1874-1943) estaba preparando por
entonces. Decía allí el revolucionario ruso que “nadie ha sido capaz de exponer
la teoría del valor del trabajo mejor que el propio Marx. Todas y cada una de
las categorías de la economía de mercado -explicaba- parecen ser aceptadas sin
análisis, como evidentes por sí mismas y como si fueran las bases naturales de
las relaciones humanas. Sin embargo, mientras las realidades del proceso
económico son el trabajo humano, las materias primas, las herramientas, las
máquinas, la división del trabajo, la necesidad de distribuir los productos
terminados entre los participantes en el proceso del trabajo, etc., las
categorías como mercancía, dinero, jornales, capital, beneficio, impuesto, etc.,
son únicamente reflejos subjetivos en las cabezas de los hombres de los
diversos aspectos de un proceso económico que no comprenden y que no pueden
dominar. Para descifrarlos es indispensable un análisis científico completo”. Y
agregaba: “Quienquiera que no haya dominado la costumbre de aceptar sin un
examen riguroso las reflexiones ideológicas hechas a la ligera sobre el
progreso económico, quienquiera que no haya razonado, siguiendo los pasos de
Marx, la naturaleza esencial de la mercancía como célula básica del organismo
capitalista, estará incapacitado para comprender científicamente las
manifestaciones más importantes de nuestra época”.
Habiendo
definido a la ciencia como el conocimiento de los recursos objetivos de la
naturaleza, el hombre ha tratado persistentemente de excluirse a sí mismo de
ella, reservándose privilegios especiales en la forma de un pretendido
intercambio con fuerzas espirituales como la religión o con preceptos morales
como los del idealismo. Para Trotsky, Marx privó al hombre definitivamente de
esos odiosos privilegios, considerándole como un eslabón natural en el proceso
evolutivo de la naturaleza material, a la sociedad como la organización para la
producción y la distribución, y al capitalismo como una etapa en el desarrollo de
la sociedad humana. “La finalidad de Marx -añadió Trotsky- no era descubrir las
leyes eternas de la economía. Negó la existencia de semejantes leyes. La
historia del desarrollo de la sociedad humana es la historia de la sucesión de
diversos sistemas económicos, cada uno de los cuales actúa de acuerdo con sus
propias leyes. La transición de un sistema a otro ha sido determinada siempre
por el aumento de las fuerzas de producción, por ejemplo, de la técnica y de la
organización del trabajo. Hasta cierto punto, los cambios sociales son de
carácter cuantitativo y no alteran las bases de la sociedad, entre ellas, las
formas prevalecientes de la propiedad. Pero se alcanza un nuevo punto cuando
las fuerzas productoras maduras ya no pueden contenerse más tiempo dentro de
las viejas formas de la propiedad; entonces se produce un cambio radical en el
orden social, acompañado de conmociones. La comuna primitiva fue reemplazada o
complementada por la esclavitud; la esclavitud fue sucedida por la servidumbre
con su superestructura feudal; el desarrollo comercial de las ciudades llevó a
Europa, en el siglo XVI, al orden capitalista, el que pasó inmediatamente a
través de diversas etapas”.
La
economía de la familia de agricultores primitiva, que se bastaba a sí misma, no
tenía necesidad de la “economía política”, pues estaba dominada, por un lado,
por las fuerzas de la naturaleza y, por el otro, por las fuerzas de la
tradición. La economía natural de los griegos y romanos, completa en sí misma,
fundada en el trabajo de los esclavos, dependía de la voluntad del propietario
de los esclavos, cuyo objetivo estaba determinado directamente por las leyes de
la naturaleza y de la rutina. Lo mismo puede decirse también del Estado
medieval con sus siervos campesinos. En todos estos casos las relaciones
económicas eran claras y transparentes en su crudeza primitiva. Pero el caso de
la sociedad contemporánea es completamente diferente. Ha destruido esas viejas
conexiones completas en sí mismas y esos modos de trabajo heredados. Las nuevas
relaciones económicas han relacionado entre sí a las ciudades y las villas, a
las provincias y las naciones. La división del trabajo ha abarcado a todo el
planeta. Habiendo destrozado la tradición y la rutina, esos lazos no se han
compuesto de acuerdo con algún plan definido, sino más bien al margen de la
conciencia y la previsión humanas. La interdependencia de los hombres, los
grupos, las clases, las naciones, consecuencia de la división del trabajo, no
está dirigida por nadie. Los hombres trabajan los unos para los otros sin
conocerse entre sí, sin conocer las necesidades de los demás, con la esperanza,
e inclusive con la seguridad, de que sus relaciones se regularizarán de algún
modo por sí mismas. Y lo hacen así o, más bien, quisieran hacerlo. Es completamente
imposible buscar las causas de los fenómenos de la sociedad capitalista en la
conciencia subjetiva -en las intenciones o proyectos- de sus miembros. Los
fenómenos objetivos del capitalismo fueron formulados antes de que la ciencia
comenzara a pensar seriamente sobre ellos. Hasta hoy día la mayoría
preponderante de los hombres nada saben acerca de las leyes que rigen a la
economía capitalista. Toda la fuerza del método de Marx reside en su
acercamiento a los fenómenos económicos, no desde el punto de vista subjetivo
de ciertas personas, sino desde el punto de vista objetivo del desarrollo de la
sociedad en su conjunto, del mismo modo que un hombre de ciencia que estudia la
naturaleza se acerca a una colmena o a un hormiguero.
Marx, ya
se ha dicho, tuvo predecesores. La economía política clásica floreció antes de
que el capitalismo se hubiese desarrollado. El autor de “Lohnarbeit und
capital” (Trabajo asalariado y capital) rindió a los grandes clásicos su
gratitud. Sin embargo, el error básico de los economistas clásicos era que
consideraban al capitalismo como la existencia normal de la humanidad en todas
las épocas en vez de considerarlo simplemente como una etapa histórica en el
desarrollo de las sociedades. Marx inició la crítica de esa economía política,
expuso sus errores así como las contradicciones del mismo capitalismo, y
demostró que era inevitable su colapso. “La ciencia -afirmó Trotsky- no alcanza
su meta en el estudio herméticamente sellado del erudito, sino en la sociedad
de carne y hueso. Todos los intereses y pasiones que despedazan a la sociedad
ejercen su influencia en el desarrollo de la riqueza y de la pobreza. La lucha
de los trabajadores contra los capitalistas obligó a los teóricos de la
burguesía a volver la espalda al análisis científico del sistema de explotación
y a ocuparse en una descripción vacía de los hechos económicos, el estudio del
pasado económico y, lo que es inmensamente peor, una falsificación absoluta de
las cosas tales como son, con el propósito de justificar el régimen
capitalista. La doctrina económica que se ha enseñado hasta el día de hoy en
las instituciones oficiales de enseñanza y se ha predicado en la prensa
burguesa no está desprovista de materiales importantes relacionados con el
trabajo, pero no obstante es completamente incapaz de abarcar el proceso
económico en su conjunto y descubrir sus leyes y perspectivas, ni tiene deseo alguno
de hacerlo”.
Escribió
Marx: “La acumulación de riqueza en un polo es, al mismo tiempo, acumulación de
miseria, sufrimiento en el trabajo, esclavitud, ignorancia, brutalidad,
degradación mental en el polo opuesto, es decir en el lado de la clase que
produce su producto en la forma de capital”. Esa tesis de Marx, bajo el nombre
de “Theorie der wachsenden verarmung” (Teoría de la miseria creciente), fue
sometida a ataques constantes por parte de los reformadores socialdemócratas,
especialmente durante el período que va desde la última década del siglo XIX
hasta los primeros años del siglo XX, cuando el capitalismo se desarrolló rápidamente
e hizo ciertas concesiones a los trabajadores, especialmente a su estrato
superior. Después de la Primera Guerra Mundial, cuando la burguesía,
atemorizada por la Revolución de Octubre, concedió algunas reformas sociales
cuyo valor fue neutralizado simultáneamente por la inflación y la desocupación,
la teoría de la evolución progresiva de la sociedad capitalista de deshizo en
pedazos. La historia se encargaría de demostrar que la contradicción económica
entre el proletariado y la burguesía se vería agravada durante los períodos más
prósperos del desarrollo capitalista, cuando el ascenso del nivel de vida de
cierta capa de trabajadores ocultó la disminución de su participación en la
riqueza nacional y la ilusión del progreso ininterrumpido de todas las clases se
desvaneció sin dejar rastro.
Con la
centralización del capital, decía Marx, se altera la naturaleza de la
competencia. La cantidad se transforma en calidad. Según las leyes de la
producción capitalista, que él formuló, un poder económico cada vez mayor sería
dirigido por un número de empresas cada vez menor. El capital, explicaba Marx,
puede “acumularse en grandes cantidades en una mano, porque en ella es
sustraído a muchos individuos. En una determinada rama de los negocios, la
centralización habrá alcanzado su límite máximo cuando todos los capitales
depositados en ella se hayan fundido en un solo capital. En una sociedad
determinada, este límite sólo se alcanzará en el momento en que todo el capital
social esté reunido en la mano o bien de un solo capitalista, o bien de una
sola comunidad de capitalistas”.
Siguiendo ese razonamiento premonitorio, se
podría decir que la centralización, la aglomeración del capital, ha llegado
hasta el punto en que los empresarios individuales ya no resultan representativos
para las decisivas ramas del comercio y de la industria. Las sociedades
anónimas, por mucho que haya rivalidad entre ellas, están orientadas por
directrices que resultan de múltiples intereses y tendencias internos y externos.
Hoy en día, las grandes empresas multinacionales abarcan, dominan y duplican
vertiginosamente sus ganancias en todas las direcciones que pueden sin
preocuparse por las leyes y los límites que el contexto de la globalización les
permite esquivar fácilmente. Sin preocuparse demasiado por los Estados
-empantanados, acusados, puestos en tela de juicio y frecuentemente más pobres
que ellas-, las potencias económicas pueden lanzarse a la acción, más libres,
más motivadas, más ágiles, infinitamente más influyentes que aquéllos, sin
preocupaciones electorales, responsabilidades políticas, controles ni, desde
luego, la menor solidaridad con aquellos a quienes aplastan. Se colocan por
encima de todas las instancias políticas sin necesidad de tener en cuenta
ninguna ética asfixiante, ningún sentimiento. En el límite, en la más alta de
sus esferas, donde el juego se vuelve imponderable, no tienen que responder por
éxitos o fracasos ni jugarse por otra cosa que ellas mismas y sus transacciones,
esas especulaciones sin término, ni otro fin que su propia rentabilidad. Los
únicos obstáculos que conocen son aquellos que les oponen ferozmente sus
propios pares. Pero éstos siguen el mismo camino que ellas, van hacia los
mismos objetivos, y si algunos tratan de alcanzarlos antes que otros o en su lugar,
eso no altera en absoluto el sistema general. En verdad, la competencia
desenfrenada en el seno de redes tan complejas los une, afila sus energías
orientadas hacia los mismos fines, dentro de una ideología común, jamás
formulada ni confesada, sólo aplicada.
Estas
redes económicas privadas transnacionales dominan cada vez más los poderes
estatales; lejos de ser controladas por ellos, los controlan y, en suma,
conforman una suerte de Nación sin territorio ni instituciones de gobierno que
rige las instituciones y las políticas de diversos países, con frecuencia por intermedio de importantes organizaciones
como el Barco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, el Club de París o la
Organización Mundial del Comercio. En muchos casos, las potencias económicas
privadas suelen dominar las deudas de los Estados que, por eso mismo, dependen
de ellas y están sometidos a su arbitrio. Dichos Estados (como sucedió en la
Argentina) no vacilan en convertir las deudas de sus protectores en deuda
pública y tomarla a su cargo. A partir de entonces esas deudas serán pagadas,
sin compensación alguna, por el conjunto de la ciudadanía. Todo esto tiene
lugar en un mercado floreciente, con tal de que crezca sin cesar, bajo el
eufemismo de que la prosperidad es indispensable para que haya más trabajo y
bienestar general. Detentar el poder económico, es ostensible, produce un ácido
que corroe la sensibilidad. Sin una sensibilidad devastada sería imposible
hacer nada con el poder. Y un poder que no se ejerce, no se tiene. Por lo tanto,
hay que ejercerlo, aunque sólo sea para comprobar si todavía se lo tiene.
En los
años ‘70, el citado anteriormente economista belga Ernest Mandel gozaba de un
curioso privilegio: tenía prohibido el ingreso tanto a los Estados Unidos como
a la Unión Soviética. El dirigente del Secretariado Unificado de la IV
Internacional, que denunciaba con igual fervor tanto al criminal imperialismo
estadounidense como a la nauseabunda burocracia soviética, publicó por entonces
“Les ondes longues du développement capitaliste” (Las ondas largas del
desarrollo capitalista) en el cual auguraba lo siguiente: “Si los largos
períodos de prosperidad crean las condiciones más favorables para el compromiso
y el consenso, los largos períodos de recesión son propicios a los conflictos
en los cuales todas las partes se niegan a hacer concesiones importantes. Lo
que tiende a prevalecer, no es una regulación exitosa, sino contradicciones y
conflictos crecientes”. Efectivamente, en la década de 1970 comenzaron a
manifestarse una serie de cambios profundos en la dinámica global de
acumulación de capital y en las formas políticas, culturales y estéticas que se
habían erigido en dominantes desde la posguerra. A partir de entonces, y con el
correr de los años, tal crisis conduciría, como bien define el teórico social
británico David Harvey (1935) en “The enigma of capital and the crises of
capitalism” (El enigma del capital y las crisis del capitalismo) a “una
profunda reestructuración de la sociedad capitalista a escala global, un
proceso de profunda reconfiguración territorial, económica y política que se ha
llamado globalización neoliberal y que posee como aspectos más salientes los elevados
niveles de transnacionalización de las empresas capitalistas, la mundialización
de las relaciones capitalistas de producción, la reducción de costos de
transporte y comunicaciones y el desarrollo y tecnificación del capital
ficticio (financiero), entre otros aspectos relevantes”. No en vano Mandel
-revisionista para algunos, ortodoxo para otros- entendía que el así llamado
Tercer Mundo (Latinoamérica incluida) tenía la prioridad en el avance
revolucionario.