14 de octubre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (XI) 3º parte. Bosquejo ontológico

Conceptos (como elogio de la lectura)
3. Sobre Estado, política y sociedad

Al cavilar sobre el actual poder económico-financiero global, sus privilegios, su autoridad, sus vínculos, sus transacciones y tantos otros componentes de la lógica de su organización sólidamente instaurada para ejercer su dominio, es casi inevitable retrotraerse a principios del siglo XVII y recordar al poeta inglés John Donne (1572-1631), quien a esbozaba la cuestión en brillantes imágenes poéticas: “Todo está en pedazos, la coherencia se ha ido, carece de toda provisión justa y de toda relación”. Algo similar a lo que subrayaba su contemporáneo, el filósofo inglés Thomas Hobbes (1588-1679) que, angustiado ante una sociedad compuesta por hombres rapaces, egoístas y competitivos embarcados en una guerra constante de todos contra todos, consideraba que la comunidad política “sólo es aceptada por las razones más anticomunitarias: es el único modo de proteger a cada uno frente a una anarquía que llevaría a la ruina de todos. Pero, en la realidad, esta autoridad política está dominada por una élite, a la cual sirve de instrumento contra las mayorías”.
La naturaleza humana que describía Hobbes no era eterna, sino resultado del naciente nuevo orden capitalista. Como lo señala el filósofo político canadiense Crawford B. Macpherson (1911-1987) en su “The political theory of possessive individualism. From Hobbes to Locke” (Teoría política del individualismo posesivo. De Hobbes a Locke), “en las sociedades tradicionales como el feudalismo, la mayoría de la gente estaba satisfecha con la situación social en que nacieron y la competencia se limitaba generalmente a los nobles y a los clérigos; de modo que, a lo que realmente se refería Hobbes, era al ‘hombre nuevo’ que el capitalismo estaba creando en el siglo XVII”. Esa teoría medieval de la sociedad terminó de resquebrajarse cuando el antes citado filósofo, economista, sociólogo e historiador escocés David Hume planteó que sólo eran ciertas aquellas proposiciones que podían verificarse empíricamente, un criterio que aplicó a las categorías tradicionales del pensamiento socavando así algunas ideas perennes como la ley de causa y efecto. Podría uno describir, dice Hume, “la forma en que un hecho sigue a otro, pero ello no prueba que exista vínculo alguno entre ambos hechos”. En la visión de Hobbes, el hombre político y el hombre económico estaban empeñados en un conflicto permanente, uno frente al otro; en el concepto de Hume, se hallaba totalmente privado de sus viejas verdades.


El filósofo alemán Immanuel Kant (1724-1804), aunque idealista, era consciente de las circunstancias históricas que habían provocado la crisis. No era producto sólo de cierta incertidumbre filosófica, también tenía sus raíces en la estructura del propio sistema capitalista. Como lo señaló el sociólogo húngaro György Lukács (1885-1971) en “Geschichte und klassenbewusstsein” (Historia y conciencia de clase) al analizar el contexto en que Kant desarrolló su obra, “el capitalismo era el tipo de sociedad más racional que había existido nunca, ya que en él cada aspecto de la vida estaba cuantificado para producir más. Por otra parte, la economía capitalista -como ella misma lo había reconocido orgullosamente- no tenía ningún principio rector consciente; por lo contrario, confiaba en la mano invisible del mercado, que supuestamente canalizaba todas las ambiciones privadas hacia el bien común”. La vida intelectual capitalista de entonces era, pues, particularmente esquizofrénica. El sistema era cada vez más científico en cuanto a los detalles, pero más irracional en cuanto a la totalidad, y cada periodo próspero de producción acababa en una crisis inexplicable. Es más: el capitalismo idealizaba su propia atomización, alegando que su obra maestra era la división de la sociedad en individuos aislados que competían entre sí. Dadas las condiciones políticas y sociales en que fueron definidas, resultaba difícil para Kant aceptar las premisas de semejante sociedad, descubrir en ella algún principio de coherencia.
Fue Hegel quien buscó una salida de este callejón y en sus escritos ilustró cómo el pensamiento social y el pensamiento metafísico pueden estar íntimamente relacionados. Rechazó la “sociedad asocial” de Kant y de Hobbes en que los hombres eran, cada uno, el límite de la libertad del otro, y en la cual los derechos de un individuo están circunscritos por los de su vecino. En la política, insistió, “deben existir conexiones vivas”. El pensamiento de Hegel estaba impregnado del movimiento del cambio y de la idea de nuevos tiempos por venir. "No es difícil - escribió en su “Phänomenologie des geistes” (Fenomenología del espíritu)-entender que nuestro tiempo es un tiempo de nacimiento y de transición hacia un nuevo periodo", y fue esta conciencia la que le hizo celebrar las interconexiones vivas entre las ideas y la realidad y entre los hombres. Incluso en su radicalismo juvenil vio a la Revolución Francesa como un triunfo de sus propias ideas más que de sus revolucionarios, lo que no quita que fuera el primer filósofo que captara la esencia de la realidad en el cambio histórico y en el desarrollo de la conciencia de sí mismo del hombre. El desarrollo en la historia significaba desarrollo hacia el concepto de libertad. Pero, después de 1815, la inspiración de la Revolución Francesa feneció en la apatía de la Restauración. Hegel era demasiado tímido políticamente, y estaba, en sus últimos años, demasiado afincado en los núcleos rectores de su sociedad, como para introducir ningún significado concreto en las proposiciones metafísicas.
No coincide con esta apreciación Edward H. Carr (1892-1982) en su “What is history?” (¿Qué es la historia?). Para el historiador británico, “Hegel revistió su absoluto con el manto místico de un espíritu mundial, y cometió el error cardinal de abocar el curso de la historia a su fin en el presente en vez de proyectarlo en el futuro. Reconocía en el pasado un proceso de evolución continua, y se lo negó al futuro de modo incongruente. Los que, desde Hegel, han reflexionado más profundamente acerca de la naturaleza de la historia, han visto en ella una síntesis del pasado y del futuro”. En ese sentido podría incluirse al historiador francés Alexis de Tocqueville (1805-1859) que, a pesar de no haberse liberado nunca del lenguaje teológico de su tiempo dándole a su absoluto un contenido demasiado estrecho, percibió sin embargo la esencia del problema. En su obra “De la démocratie en Amérique” (De la democracia en América), después de aludir al desarrollo de la igualdad como fenómeno universal y permanente, afirmaba que si “se llevase a los hombres de nuestro tiempo a concebir el gradual y progresivo desarrollo de la igualdad como pasado a la vez que futuro de su historia, este solo descubrimiento revestiría dicho desarrollo del carácter sagrado que para ellos tiene la voluntad de su amo y señor”.


Hegel aportó la notación, pero no le dio contenido práctico. Así, aunque hostilizó la atomización de tantos aspectos de la vida y del pensamiento de la era capitalista, también él, al fin de cuentas, creyó en una mano invisible. De hecho, incluso es posible que literalmente haya adoptado el concepto de las "astucias de la razón" a partir de la visión que tuvo el economista escocés Adam Smith de la milagrosa armonía de la competencia capitalista: “El individuo es guiado por una mano invisible para la consecución de un fin. El punto más importante de la actividad económica es el interés individual. Cuando todos tengan interés individual en alcanzar un mayor crecimiento y desarrollo, mayor será el bienestar público”. Es que Hegel basó su concepción de la historia en términos de una necesidad lógica. En su sistema, la marcha de la historia tiene como fin que el mundo tome conciencia de sí mismo, como obra del espíritu. La “astucia de la razón” remite a la idea de que la razón utiliza los intereses de los individuos para realizar sus fines; aunque los individuos no formulan de manera consciente estos fines, los realizan de todas maneras de manera no consciente, al perseguir sus fines particulares. Es éste el aspecto que lo separa de Marx.
Karl Marx debe mucho a su precursor conservador. El autor de “Die klassenkämpfe in Frankreich 1848 bis 1850” (Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850), que compartía algunas de las inhibiciones de Hegel en cuanto a mirar hacia el futuro, y que se interesaba sobre todo en arraigar firmemente su enseñanza en la historia pasada, se vio compelido, por la naturaleza de su tema, a proyectar hacia el futuro su absoluto de la sociedad sin clases. A diferencia de los utopistas, el autor de “Die heilige familie” (La sagrada familia) no proyectó sus ideas sobre la realidad y después trató de persuadir a Dios o a distintos príncipes, clérigos y banqueros de que las llevasen a la práctica. Siguiendo la tradición hegeliana, insistió en que el socialismo debe ser una tendencia visible y real del desarrollo social para que se le pueda tomar en serio; pero difirió muy profundamente de Hegel -y esta diferencia tiene una importancia infinitamente mayor que el contraste entre el materialismo del uno y el idealismo del otro- en que sostuvo que "la historia no hace nada, no posee riquezas colosales, no libra ninguna batalla. Es más bien el hombre -el hombre real, vivo- el que actúa, posee y lucha. No es de ninguna manera la historia la que utiliza al hombre como medio para llevar a cabo sus fines, como si se tratara de otra persona; por el contrario, la historia no es más que la actividad del hombre en persecución de sus propios fines”.


Michael Harrington (1928-1989), teórico político estadounidense, dice en su obra “Socialism” (Socialismo) que, “por supuesto, Marx coincidió con Hegel en que los actores históricos generalmente sirven a fines muy distintos de los que se proponían; pero no se regocijó con ese hecho, como lo hizo Hegel: por el contrario, propuso que se modificara, que se ayudara a los hombres a volverse, por primera vez, verdaderamente conscientes y, con ello, a ser dueños de su propio destino”. Al mismo tiempo, Marx pretendió haber resuelto esa contradicción entre “lo que es y lo que debe ser” a la que antes se había enfrentado cuando era un joven estudiante de filosofía. “La cuestión de la justicia, de la ética -de la utopía, si se quiere- no era ya un tema teórico de discusión académica; se había convertido en una tendencia de la realidad, y ahora los hombres, por primera vez en la historia, tenían la oportunidad -y la obligación- de determinar libremente el contenido de su propia naturaleza humana. La verdad no tenía por qué descubrirse mediante una retrospectiva hegeliana del pasado: la verdad tenía que ser creada por una revolución social que construyese el futuro”, agrega Harrington.
Fue así como, en medio de un debate filosófico que vibró con el estruendo de las revoluciones de 1848, Marx no sólo logró entender los requisitos de la historia sino también la necesidad de influir en ella. Con esto, definió una posibilidad, no una fatalidad (aunque él mismo habló a veces de ella como si fuese inevitable). Para él, la historia no estaba predestinada a ser socialista, pero los hombres ya podían luchar para que así fuese. La posibilidad definida por Marx se había estado elaborando durante más de dos mil años y, si se entendía cómo fue evolucionando la utopía a través de los siglos, desde los desiertos de Palestina hasta las ciudades industriales de Europa, se podía tener un criterio básico acerca del futuro socialista. Una sociedad mejor no podía lograrse con los buenos deseos de profetas, santos o filósofos, sino que requería de un determinado nivel de desarrollo económico y, sobre todo, de la actividad consciente de millones de personas antes de que pudiese convertirse en realidad.
En el pensamiento de Marx, esa transformación ocurriría en el momento en que la concentración monopólica de los medios de producción -provocada por la propia ley de la producción capitalista- se desembarazase de la “envoltura del capitalismo”. Tal envoltura, obra de determinadas condiciones de la producción, estallaría bajo la acción de las fuerzas productivas cuando estas estuviesen maduras para pasar a la fase de la propiedad colectiva. Esto último sucedería cuando el Estado -o sea, el proletariado constituido en clase dominante- concentrase en sus manos las fuerzas productivas ya centralizadas por la evolución del capitalismo y las transformase en propiedad del Estado; cuando la evolución de la producción capitalista llegase a su término y el monopolio del capital se convirtiese en traba para el modo de producción. De todas maneras, en los escritos de Marx no se encuentra ningún pasaje que aluda a la posible utilización del poder estatal del proletariado constituido en clase dominante para que éste acelere por sí mismo esa evolución del capitalismo, para que haga progresar su desarrollo en el sentido del Estado, para que continúe la obra del centralismo capitalista, esto es, la concentración del capital, consecuencia -según Marx- de la ley de la producción capitalista.


Por su parte Friedrich Engels (1820-1895), economista político alemán, estrecho colaborador de Marx y coautor con él de obras fundamentales para el nacimiento del socialismo científico, realizó un análisis en “Der ursprung der familie, des privateigenthums und des Staats” (El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado) sobre la sociedad que reorganizaría la producción sobre la base de la asociación libre e igualitaria de los productores y que relegaría todo el aparato estatal al museo de antigüedades. Estas declaraciones, saludadas por el teórico anarquista holandés Arthur Lehning (1899-2000) en su “Anarchisme et marxisme dans la Révolution Russe” (Marxismo y anarquismo en la Revolución Rusa), parecen estar en abierta contradicción con la práctica del marxismo-leninismo puesta en marcha a partir de 1917. Para Lehning, “sólo es dable comprender tal contradicción a la luz de la propia sociología del marxismo, del materialismo histórico y de su método dialéctico”. Según Engels, el Estado es producto, únicamente, de las condiciones económicas. En la sociedad primitiva -que no conocía la existencia de clases- la división del trabajo hizo surgir antagonismos. Además, la propia sociedad engendraba funciones bien determinadas que creaban, en la división del trabajo, una rama particular; ésta se volvía independiente al convertirse en fuerza pública, en Estado, que se oponía entonces a la sociedad escindida en clases como un poder, que -aunque surgido de esa sociedad- se alzaba por encima de ella, separándose cada vez más. Tal poder era necesario para impedir que los antagonismos nacidos de los divergentes intereses económicos de las clases destruyeran a éstas y, con ellas, a la sociedad.
Fue Engels quien puso en evidencia la distinción esencial existente entre la doctrina marxista y las doctrinas socialistas anteriores: las doctrinas socialistas anteriores a Marx no eran sino utópicas, la doctrina de Marx es científica. ¿Qué representa una doctrina socialista utópica? se pregunta el antes mencionado Althusser en “La philosophie comme arme de la révolution” (La filosofía como arma de la revolución). “Es una doctrina que por una parte propone objetivos socialistas a la acción de los hombres, pero que por otra está basada en principios no científicos, principios de inspiración religiosa, moral o jurídica, es decir, sobre principios ideológicos. La naturaleza ideológica de su fundamento teórico es decisiva, pues repercute sobre la concepción que toda doctrina socialista utópica se haga, no solamente de los fines del socialismo, sino también de los medios de acción a emplear para obtener esos fines. La doctrina socialista utópica define así los fines del socialismo, es decir, la sociedad socialista del porvenir por categorías morales y jurídicas; habla del reino de la igualdad y de la fraternidad de los hombres y traduce estos principios morales y jurídicos en principios económicos tan utópicos como los anteriores, o sea ideológicos, ideales e imaginarios: por ejemplo, el reparto integral de los productos del trabajo entre los trabajadores, el igualitarismo económico, la negación de toda ley económica, la desaparición inmediata del Estado”.
Algunos pasajes de los escritos de Marx y Engels en los que expresan que la meta final es la sociedad sin Estado y sin clases ya que en la sociedad socialista, no habrá poder político propiamente dicho porque ya no habrá clases que oprimir y los antagonismos de clase serán suprimidos, parecen expresar una concepción anarquista de la meta final hacia la cual se encamina la evolución de la sociedad. Así lo entendió el ya mencionado Lehning cuando afirmó en la obra antes citada que, tras la revolución de 1917, los bolcheviques no sólo lucharon por realizar las condiciones favorables al capitalismo burgués, sino que -aún más-, asumieron las tareas de la burguesía. En vez de un gran número de capitalistas, apareció un capitalista gigantesco: el Estado bolchevique. “Lo indefendible de la hipótesis acerca del nacimiento del Estado y, sobre todo, el rechazo de la utopía marxista de la supresión del Estado por el desarrollo dialéctico del proceso de producción dan lugar a una posición totalmente diferente en la cuestión del paso al socialismo, es decir, a la sociedad sin clases y sin Estado, como con razón se la denomina. El socialismo anarquista considera que la historia, indiscutiblemente, es la historia de la lucha de clases y reconoce, con Marx, que el deber del proletariado es suprimir los antagonismos de clase, luchando contra la clase capitalista para destruir el monopolio de su poder económico. Pero este monopolio sólo ha podido existir por obra del monopolio del poder, esto es, por la fuerza organizada como Estado, que primero dio nacimiento a aquél y que, en posesión de ambos monopolios, ha cobrado un desarrollo cada vez mayor; de ahí la necesidad de destruir el monopolio del Estado político, así como el monopolio económico”.


A los teóricos del Estado, de todas las tendencias, los anarquistas como Lehning opusieron esta concepción: el Estado no es, en modo alguno, producto orgánico de la sociedad, ni consecuencia de los antagonismos de clase, sino la causa de éstos, algo con lo que coincidía el sociólogo y economista político alemán Franz Oppenheimer (1864-1943) cuando en su “System der soziologie” (Sistema de sociología) afirmaba que el capitalismo, si bien era "un sistema de explotación y los ingresos de capital son las ganancias de esa explotación, la responsabilidad no recae en el mercado libre sino en la intervención del Estado”. Oppenheimer opinaba que existen dos maneras para hacerse de riqueza: una es el método de la producción, generalmente seguida de intercambios voluntarios de los bienes producidos (medio económico); la otra es la de la expropiación, por la violencia ejercida por Estado, de la propiedad de otra persona (medio político). Para Trotsky, “la propiedad del Estado no es la de ‘todo el pueblo’ más que en la medida en que desaparecen los privilegios y las distinciones sociales y en que, en consecuencia, el Estado pierde su razón de ser. Dicho de otra manera: la propiedad del Estado se hace socialista a medida que deja de ser propiedad del Estado”.
A partir de lo dicho por Engels en “Herrn Eugen Dührings umwälzung der wissenschaft” (La revolución de la ciencia de Eugenio Dühring) o simplemente “Anti-Dühring” en cuanto a que “el primer acto en que el Estado se manifiesta efectivamente como representante de toda la sociedad -la toma de posesión de los medios de producción en nombre de la sociedad- es, paralelamente, su último acto independiente como Estado” y que la “intervención de la autoridad del Estado en las relaciones sociales se hará superflua en un campo tras otro de la vida social y se adormecerá por sí misma”, para concluir que “el gobierno sobre las personas será sustituido por la administración de las cosas. El Estado no será abolido; se extinguirá”, los anarquistas vieron en la Revolución de Octubre una grave contradicción. En ella, dice Lehning, se vio que “el monopolio capitalista de Estado no era de gran provecho para todo el pueblo sino sólo para una fracción bien determinada del pueblo: la que formaban quienes ejercían el poder en el Estado, quienes tenían en sus manos el monopolio capitalista, la oligarquía partidaria que se da el nombre de dictadura del proletariado. El Estado es siempre una organización política al servicio de una clase dirigente. Es un Estado burocrático. La clase dominante de ese Estado es el Partido, que mediante la dictadura y el terror ejerce el poder en forma exclusiva”.