4. Sobre clases sociales y conflictividad
En 1885, Friedrich
Engels escribía en el prefacio a la tercera edición alemana de “Der achtzehnte
Brumaire des Louis Bonaparte” (El 18 de Brumario de Luis Bonaparte) que fue
Marx “el primero en descubrir la ley según la cual todas las luchas históricas,
ya se libren en el plano político, religioso, filosófico o en cualquier otro
terreno ideológico, no son, de hecho, más que la expresión más o menos clara de
la pugna entre clases sociales: ley en virtud de la cual la existencia de esas
clases y, consiguientemente, también sus enfrentamientos, están, a su vez,
condicionados por el grado de desarrollo de su situación económica, por su modo
de producción y de cambio”. Al momento de esbozar su pensamiento el filósofo y
economista alemán, la competencia de los asalariados había garantizado la
prosperidad de los empresarios privados. “Ésta era la libertad de los pobres
-dice el sociólogo alemán Max Horkheimer (1895-1973), uno de los miembros más
destacados de la Escuela de Frankfurt, en “Autoritärer Staat” (El Estado
autoritario)-. Primeramente, la pobreza era un estado social, luego se
convirtió en un pánico. Los pobres habían de correr y tropezar unos con otros
como la muchedumbre en un edificio en llamas. La salida era la entrada en la
fábrica, el trabajar para el empresario. No podía haber suficientes pobres, su
número era una bendición para el capital. Sin embargo, en la misma medida en
que el capital concentra a los trabajadores en la gran empresa, cae en la
crisis y vuelve problemática su existencia”. Y anticipaba: “Al desarrollo
natural del orden mundial capitalista le está reservado el destino de un fin
innatural”.
Hasta el
propio Arthur Schopenhauer (1788-1860), un filósofo bastante conservador,
advertía en su “Parerga und Paralipomena” (Parerga y Paralipómena) que la
historia se halla penetrada por la explotación como condi-ción social decisiva:
“Pobreza y esclavitud son únicamente dos formas, casi podría decirse dos
nombres de una misma cosa, cuya naturaleza reside en el hecho de que las
fuerzas de una persona no pueden emplearse en gran parte para ella misma, sino
para otras”. Horkheimer agrega: “La llamada economía libre, debido a su propia
regularidad, conduce a su ruina. El que una parte considerable de la plusvalía,
del sobrante de la producción, a través de las simples necesidades de vida de
las masas, es decir, de la base material del progreso técnico-industrial, tenga
que pasar de la disposición de empresas privadas a la esfera del poder público
para impedir males internos y externos, indica que la mera sociedad de
competencia no puede sobrevivir por sí misma. Marx, al profetizar esto, fue más
allá de la gran Ilustración”.
También Kant
reconocía en “Idee zu einer allgemeinen geschichte in weltbürgerlicher absicht”
(Ideas para una historia universal en sentido cosmopolita) la imposibilidad de
la economía liberal “en tanto subsistiera entre los pueblos el liberalismo
jurídicamente ilimitado. La historia, a través de las guerras, a través del
vasto e incesante armamento que se requiere para hacerlas, a través de la
miseria, que por ello al fin ha de sentir internamente cualquier Estado, incluso
en medio de la paz, pero finalmente al cabo de muchas desolaciones, trastornos
e incluso del más completo agotamiento interno de sus fuerzas, tiende hacia
aquello que la razón habría podido decirle también sin tan lúgubre
experiencia”. Marx indicó que las tensiones y las guerras, los problemas
políticos externos, dependen tanto de las condiciones internas, del peligro de
las crisis en los países industriales como los problemas económicos internos de
la lucha de los pueblos y bloques del mundo. Los conflictos internos y externos
se hallan en acción recíproca. El liberalismo en un país, puede a la larga
subsistir tan poco como el socialismo en otro país. Lo primero lo supo Kant, lo
segundo lo supo Trotsky.
Las clases
sociales están compuestas por grandes grupos de individuos que se diferencian
entre sí por el lugar que ocupan en el sistema de producción social, por las
relaciones en que se encuentran respecto a los medios de producción, por el
papel que desempeñan en la organización social del trabajo, y por el modo y la
proporción en que perciben parte de la riqueza social generada. Marx y Weber,
cada uno a su manera, intentaron fundamentar los criterios para definir las
clases sociales. Marx, desde su visión materialista histórica, las definió en
términos estrictamente económicos, esto es, en términos de poseedores y no
poseedores de los medios de producción, o sea, los burgueses capitalistas y los
trabajadores industriales. El capitalista es el poseedor de los medios de
producción y el trabajador es el poseedor de su fuerza de trabajo. Entre ellos
se genera un intercambio que genera la desigualdad entre ambas clases sociales.
Weber, cultor de la sociología interpretativa, en cambio definió las clases
sociales no sólo en términos productivistas sino también en términos de
posición social. Esto es, concuerda con Marx en cuanto a que las clases
sociales están dadas según la participación de los sujetos en el proceso
económico, pero le agrega la posición externa del sujeto y el destino personal
del mismo. Estas últimas están condicionadas por una combinación tanto de la
posesión de los factores productivos como de las posibilidades de éxito en el
ámbito mercantil. Para Weber, el hecho de poseer medios de producción no lleva
necesariamente al individuo a pertenecer a un determinado grupo social y, a
diferencia de Marx, afirma que las clases son definidas por mucho más que su
participación en el proceso productivo.
Desde el
funcionalismo, el susodicho Émile Durkheim analizó esta conflictiva relación en
términos morales. “La moral profesional -afirmó-, no existe verdaderamente sino
en estado rudimentario. Si se intentase fijar en un lenguaje un poco definido
las ideas reinantes sobre lo que deben ser las relaciones del patrono con el
empleado, del obrero con el jefe de empresa, de los industriales en competencia
unos con otros o con el público, ¡qué fórmulas más vagas se obtendrían! Los
actos más censurables son con tanta frecuencia absueltos por el éxito, que el
límite entre lo que está permitido y lo que está prohibido, de lo que es justo
y de lo que no lo es, no tiene nada de fijo, sino que casi parece poder
variarse arbitrariamente por los individuos. A este estado de anomia deben
atribuirse los conflictos que renacen sin cesar y los desórdenes de toda clase
cuyo triste espectáculo nos da el mundo económico pues, como nada contiene a
las fuerzas en presencia y no se les asignan límites que estén obligados a
respetar, tienden a desenvolverse sin limitación y vienen a chocar unas con
otras para rechazarse y reducirse mutuamente. Sin duda que las de mayor
intensidad llegan a aplastar a las más débiles, o a subordinarlas. Pero, las
treguas siempre son provisorias y no pacifican a los espíritus. Si falta toda
autoridad de este género, la ley del más fuerte es la que reina y, latente o
agudo, el estado de guerra se hace necesariamente crónico”.
Horkheimer
fue muy claro en “Der rationalismusstreit in der gegenwärtigen philosophie” (El
racionalismo en la filosofía contemporánea): “Al proclamar Marx la diferencia
entre los poseedores de los instrumentos de producción de la riqueza económica
y la masa de aquellos que sólo pueden vender su mano de obra, la oposición de
las clases, de los dominadores y dominados, como esencia de la economía burguesa
capitalista, denunció la superación de las crisis en la libertad intacta de la
ilusión y opuso entre sí la ilustración y la sociedad a la que ésta aspiraba”.
No obstante, cuando se afirma que las clases sociales derivan de la división
social del trabajo impuesta por la estructura económica, muchas veces se suele
intentar rebatir tal aserto utilizando peyorativamente el término “ideología”,
como si la cuestión pasase por un mero cariz ideológico. Fue el filósofo
francés Antoine Destutt de Tracy (1754-1836) quien, a poco de finalizada la Revolución
Francesa, usó por primera vez tal locución para designar la ciencia de las
ideas. Marx, en cambio, lo aplicó a los sistemas filosóficos, jurídicos,
políticos y religiosos, en la medida en que consideraba que no se basaban en la
realidad sino que la desvirtuaban y, aún más, se presentaban como sistemas de
justificación y legitimización de la misma realidad que desvirtuaban. Así, para
Marx la superestructura ideológica, condicionada por la estructura económica,
estaba constituida por el conjunto de ideas, creencias, costumbres, etc., las
que, plasmadas en las formas ideológicas de la cultura, la religión, la
filosofía, etc., no hacen más que enmascarar la realidad social. Y es
precisamente entonces cuando se da aquel “estado de guerra crónico” del que hablaba
Durkheim.
En el caso
específico de Latinoamérica, según puntualiza el economista y sociólogo alemán
André Gunder Frank (1929-2005) en “Lumpenbourgeoisie: lumpendevelopment”
(Lumpenburguesía: lumpendesarrollo), “la estructura de clases latinoamericana,
a través del desarrollo del capitalismo mundial, ha sido básicamente el
producto de la estructura colonial que la metrópoli ibérica y más tarde la
inglesa y norteamericana impusieron e inculcaron a la América Latina. Por ende,
y no sólo en el nivel nacional sino también en el local, América Latina vino a
tener y todavía tiene, la estructura de clases de una economía exportadora colonial
y neocolonial”. Para Frank, “la dependencia no debe ni puede considerarse como
una relación meramente externa impuesta a todos los latinoamericanos desde
afuera y contra su voluntad, sino que la dependencia es igualmente una
condición interna e integral de la sociedades latinoamericanas, que determina a
la burguesías dominantes en Latinoamérica pero, a la vez, es consciente y
gustosamente aceptada por ellas. Si la dependencia fuera solamente externa
podría argumentarse que las burguesías nacionales tendrían las condiciones
objetivas para ofrecer una salida nacionalista o autónoma del subdesarrollo.
Pero esta salida no existe precisamente porque la dependencia es integral y
hace que la propia burguesía sea dependiente”.
¿Cómo evaluar entonces las reformas y la
política de desarrollo que algunas burguesías latinoamericanas emprendieron a
mediados del siglo pasado? “A primera vista -responde Frank- podría parecer que
en realidad lograron el ‘despegue’ hacia el desarrollo que a menudo se les ha
atribuido. Pero no debe olvidarse que el crecimiento durante la época del
imperialismo clásico del siglo XIX parecía significar lo que hoy denominamos
‘desarrollo’. Sin embargo, aunque no se debe y no se puede desconocer el progreso
que Latinoamérica vivió durante aquella época, la historia nos enseñó que
dentro de la dependencia neo colonial del capitalismo mundial, este progreso
también resultó ser el instrumento eficiente de la creciente dependencia y del
mismo subdesarrollo”. Yendo un poco más lejos, añade: “Para la generación del
subdesarrollo estructural, más importante aún que la succión de su excedente
económico es la impregnación de la economía nacional del satélite con la misma
estructura capitalista y sus contradicciones fundamentales, lo que organiza y
domina la vida nacional de los pueblos en lo económico, político y social”.
Para concluir que “todos los ensayos conducen a una conclusión de importancia
cardinal: el capitalismo nacional y la burguesía nacional no pueden ofrecer
salida alguna al subdesarrollo en América Latina”.
Es en los
denominados enfoques clásicos respecto a la estratificación y la estructura de
clases, es decir en las teorías de Marx, Weber y Durkheim, donde es posible
encontrar las primeras referencias analíticas para una conceptualización de los
sectores medios. Por cierto, en estos enfoques no se encuentra un abordaje
acabado en torno a dichos sectores ya que, indudablemente, los intentos
teóricos por construir un concepto de estructura de clases han variado con el
paso de los años y se complejizaron a medida que las relaciones de producción
han ido evolucionando a la par de las transformaciones estructurales producidas
en dichas relaciones por los avances tecnológicos. Hoy en día, y como resultado
de esas transformaciones, también puede hablarse de capas sociales, entendidas
éstas como agentes que ocupan posiciones jerárquicas diferentes al interior de
una clase; de fracciones de clase, para referirse a la distribución de los
agentes según los sectores de actividad que ocupen como por ejemplo la
industrial, la comercial o la financiera, y de categorías sociales, aludiendo a
las diferenciaciones que se producen en ámbitos no económicos, es decir, en el
seno de los aparatos jurídicos, políticos e ideológicos. Dentro de este
complejo y extenso esquema de estratificación social, más allá de la dicotomía
burguesía-proletariado, pueden ubicarse las así llamadas clases medias, las que
tienden a distribuirse en torno a las clases fundamentales, ya sea en los
márgenes de la burguesía (propietarios, trabajadores independientes,
profesores, agentes políticos y funcionarios del Estado) o en torno a clase
obrera (agentes comerciales y empleados de oficina).
Retomando
el caso particular de América Latina, los estudios e investigaciones sobre las
clases medias están estrechamente ligados a la comprensión de las principales
dimensiones asociadas al proyecto desarrollista o de industrialización
sustitutiva de importaciones que tuvo lugar en la segunda mitad del siglo XX.
Así, las clases medias aparecieron como una de las principales bases sociales
impulsoras de las políticas desarrollistas y, al mismo tiempo, como una
categoría social profundamente transformada en su composición y orientación por
las transformaciones estructurales implicadas en dichas políticas. Esto, sin
embargo, no les impidió abstraerse de las ideas esenciales de la clase
dominante dado que, tal como señalara Marx, ésta, al controlar los medios de
producción material, también controla la conformación el pensamiento social,
imponiendo así dichas ideas al resto de la sociedad. De este modo, el fin de la
cultura y la ideología burguesas estaría determinado por las leyes del
desarrollo histórico del capitalismo y las contradicciones que éste encierra.
Esto nos remite a Gramsci, para quien la clase dominante tiene una concepción
del mundo elaborada y sistemática, políticamente organizada y centralizada, que
es hegemónica en tanto consigue imponerse en el conjunto del entramado social.
Los grupos
hegemónicos que detectan el poder en cualquier comunidad necesitan
invariablemente, para gobernarla, construir un consenso favorable a sus
intereses y lograr que se perciban como intereses generales. Las clases medias,
cuando ascendieron lo hicieron pactando con la oligarquía. “Una de las mayores
paradojas de la historia social latinoamericana -dice Frank- es que las clases
medias, tanto por su origen histórico como por su brega para hacerse reconocer
por las oligarquías y para ser apoyadas por los estratos populares, sólo
pudieran hablar el lenguaje de una ideología universalista, mientras que la
heterogeneidad de su composición y la naturaleza del problema que enfrentaban
las obligaran a ser estrictamente particularistas en su comportamiento real”.
Lo más notable de las clases medias es su altísimo nivel de instrumentalidad,
dado su objetivo fundamental, esto es, el asegurarse un papel razonable,
moderado, en la distribución del poder.
Las clases
populares, por su parte, comprenden a todos aquellos que están desposeídos del
control de los resortes fundamentales que determinan su existencia, y que se
encuentran sometidos -tal como lo analiza el historiador argentino Ezequiel
Adamovsky (1971) en “Historia de la clase media argentina”- a situaciones de
“explotación, opresión, violencia, pobreza, abandono, precariedad o discriminación”.
Si bien las clases populares pueden ser conservadoras o progresistas,
reaccionarias o innovadoras, en gran medida eso depende de cómo se relacionen
con la cultura hegemónica. Dicha relación puede ser de oposición, de
resistencia, de combate, o puede estar orientada a influir en los espacios de
poder para obtener reivindicaciones propias, aunque lo más probable es que las
clases populares se limiten a expresar adaptación o adhesión pasiva a las
formaciones políticas dominantes. De esta manera, más allá de las diferencias
internas, lo que estas clases comparten es una situación común de dependencia e
inferioridad respecto de las elites.
En
conclusión, lo más intrincado es lograr un proceso de cambio de mentalidad en
los amplios sectores de la clase media, aquella que en “El medio pelo en la
sociedad argentina” el ensayista argentino Arturo Jauretche (1901-1974) definió
como “una agregación de estratos superpuestos y cambiantes que descienden desde
la clase media alta, ubicada cultural y económicamente en las fronteras de la
alta burguesía y aun de la aristocracia, hasta los confines de la clase
baja". Esta clase, a pesar de su heterogeneidad, al estar sus actividades
económicas íntimamente ligadas al mercado interno y, consecuentemente, a los
niveles de empleo e ingresos, tiende a compartir intereses objetivos con la
clase obrera. Oscilando entre su deseo de ascenso social y su temor a la
proletarización, es altamente incierto que la pequeña burguesía tome conciencia
sobre su rol dentro de lo que Marx denominó estructura, esto es, las fuerzas
productivas y las relaciones de producción, ni dentro de la superestructura, es
decir, los intereses de clase de los grupos que crearon a aquélla. En el
capitalismo, pese a que Marx reconoce la existencia de otras clases sociales,
la lucha de clases se da entre la burguesía y el proletariado. Ahora bien, el
proletariado está sometido a los elementos ideológicos, no teniendo pues,
conciencia de su situación real. El desarrollo de una conciencia de clase le
librará del dominio de la ideología y le llevará a reivindicar el fin de la
alineación y de la explotación en el trabajo. Las clases medias, aunque
temerosas lo nieguen, están en idéntica situación.
Hoy por
hoy, las predicciones históricas acerca del destino de la sociedad burguesa han
resultado ciertas. En el sistema de la libre economía de mercado, que ha
conducido a los hombres a los inventos ahorradores de trabajo y finalmente a la
fórmula matemática del mundo, ha convertido sus productos específicos, la
tecnología entre ellos, en medios de destrucción al hacer superfluos a los
trabajadores. La burguesía misma está diezmada, la mayoría de los ciudadanos
han perdido su independencia; cuando no caen en el proletariado o en la masa de
los desempleados, caen en la dependencia de las grandes corporaciones o del
Estado. Es entonces cuando volvemos a la sentencia de Durkheim en cuanto a “el
estado de guerra crónico” o a la de Horkheimer en cuanto “al destino de un fin
innatural” que le está reservado al orden mundial capitalista.
El teórico
alemán de la ciencia militar Carl von Clausewitz (1780-1831) sostenía que “la
guerra es la continuación de la política por otros medios”, lo que el antes
citado filósofo francés Michel Foucault se atrevió a refutar afirmando que, al
contrario, la política es la continuación de la guerra por otros medios dado
que “si bien muchos de los conceptos de la guerra son aplicados a la política,
las relaciones de fuerza políticas se hacen valer mediante un complejo de
relaciones mayor y más rico que el de la violencia manifiesta”. En todo caso,
la política como arte “ofrece más pliegues, sutilezas y complejidades que la
guerra tal” como lo señalara Trotsky, que además denunciaba el antihumanismo de
la guerra en general. En ese sentido, se puede definir metafóricamente a la
política como continuidad de la guerra cotidiana entre las clases sociales
explotada y explotadora. Así, la política es una manifestación de la guerra de
clases que recorre de arriba abajo la realidad social bajo la explotación
capitalista. De esta manera, la lógica de la guerra se transformó totalmente:
ya no se dirige a la dominación de un grupo sobre otros por motivos de derechos
de conquista, linajes, tierra, jerarquías nobiliarias, etc. En la nueva
dinámica, el lucro, la ganancia, la acumulación y reproducción ampliada del
capital se transforman en los ejes que atraviesan y sostienen a la guerra que
se vive, se intensifica y se magnifica en el cuerpo social.