17 de octubre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (XII) 3º parte. Bosquejo ontológico

Conceptos (como elogio de la lectura)
4. Sobre clases sociales y conflictividad

En 1885, Friedrich Engels escribía en el prefacio a la tercera edición alemana de “Der achtzehnte Brumaire des Louis Bonaparte” (El 18 de Brumario de Luis Bonaparte) que fue Marx “el primero en descubrir la ley según la cual todas las luchas históricas, ya se libren en el plano político, religioso, filosófico o en cualquier otro terreno ideológico, no son, de hecho, más que la expresión más o menos clara de la pugna entre clases sociales: ley en virtud de la cual la existencia de esas clases y, consiguientemente, también sus enfrentamientos, están, a su vez, condicionados por el grado de desarrollo de su situación económica, por su modo de producción y de cambio”. Al momento de esbozar su pensamiento el filósofo y economista alemán, la competencia de los asalariados había garantizado la prosperidad de los empresarios privados. “Ésta era la libertad de los pobres -dice el sociólogo alemán Max Horkheimer (1895-1973), uno de los miembros más destacados de la Escuela de Frankfurt, en “Autoritärer Staat” (El Estado autoritario)-. Primeramente, la pobreza era un estado social, luego se convirtió en un pánico. Los pobres habían de correr y tropezar unos con otros como la muchedumbre en un edificio en llamas. La salida era la entrada en la fábrica, el trabajar para el empresario. No podía haber suficientes pobres, su número era una bendición para el capital. Sin embargo, en la misma medida en que el capital concentra a los trabajadores en la gran empresa, cae en la crisis y vuelve problemática su existencia”. Y anticipaba: “Al desarrollo natural del orden mundial capitalista le está reservado el destino de un fin innatural”.
Hasta el propio Arthur Schopenhauer (1788-1860), un filósofo bastante conservador, advertía en su “Parerga und Paralipomena” (Parerga y Paralipómena) que la historia se halla penetrada por la explotación como condi-ción social decisiva: “Pobreza y esclavitud son únicamente dos formas, casi podría decirse dos nombres de una misma cosa, cuya naturaleza reside en el hecho de que las fuerzas de una persona no pueden emplearse en gran parte para ella misma, sino para otras”. Horkheimer agrega: “La llamada economía libre, debido a su propia regularidad, conduce a su ruina. El que una parte considerable de la plusvalía, del sobrante de la producción, a través de las simples necesidades de vida de las masas, es decir, de la base material del progreso técnico-industrial, tenga que pasar de la disposición de empresas privadas a la esfera del poder público para impedir males internos y externos, indica que la mera sociedad de competencia no puede sobrevivir por sí misma. Marx, al profetizar esto, fue más allá de la gran Ilustración”.
También Kant reconocía en “Idee zu einer allgemeinen geschichte in weltbürgerlicher absicht” (Ideas para una historia universal en sentido cosmopolita) la imposibilidad de la economía liberal “en tanto subsistiera entre los pueblos el liberalismo jurídicamente ilimitado. La historia, a través de las guerras, a través del vasto e incesante armamento que se requiere para hacerlas, a través de la miseria, que por ello al fin ha de sentir internamente cualquier Estado, incluso en medio de la paz, pero finalmente al cabo de muchas desolaciones, trastornos e incluso del más completo agotamiento interno de sus fuerzas, tiende hacia aquello que la razón habría podido decirle también sin tan lúgubre experiencia”. Marx indicó que las tensiones y las guerras, los problemas políticos externos, dependen tanto de las condiciones internas, del peligro de las crisis en los países industriales como los problemas económicos internos de la lucha de los pueblos y bloques del mundo. Los conflictos internos y externos se hallan en acción recíproca. El liberalismo en un país, puede a la larga subsistir tan poco como el socialismo en otro país. Lo primero lo supo Kant, lo segundo lo supo Trotsky.


Las clases sociales están compuestas por grandes grupos de individuos que se diferencian entre sí por el lugar que ocupan en el sistema de producción social, por las relaciones en que se encuentran respecto a los medios de producción, por el papel que desempeñan en la organización social del trabajo, y por el modo y la proporción en que perciben parte de la riqueza social generada. Marx y Weber, cada uno a su manera, intentaron fundamentar los criterios para definir las clases sociales. Marx, desde su visión materialista histórica, las definió en términos estrictamente económicos, esto es, en términos de poseedores y no poseedores de los medios de producción, o sea, los burgueses capitalistas y los trabajadores industriales. El capitalista es el poseedor de los medios de producción y el trabajador es el poseedor de su fuerza de trabajo. Entre ellos se genera un intercambio que genera la desigualdad entre ambas clases sociales. Weber, cultor de la sociología interpretativa, en cambio definió las clases sociales no sólo en términos productivistas sino también en términos de posición social. Esto es, concuerda con Marx en cuanto a que las clases sociales están dadas según la participación de los sujetos en el proceso económico, pero le agrega la posición externa del sujeto y el destino personal del mismo. Estas últimas están condicionadas por una combinación tanto de la posesión de los factores productivos como de las posibilidades de éxito en el ámbito mercantil. Para Weber, el hecho de poseer medios de producción no lleva necesariamente al individuo a pertenecer a un determinado grupo social y, a diferencia de Marx, afirma que las clases son definidas por mucho más que su participación en el proceso productivo.
Desde el funcionalismo, el susodicho Émile Durkheim analizó esta conflictiva relación en términos morales. “La moral profesional -afirmó-, no existe verdaderamente sino en estado rudimentario. Si se intentase fijar en un lenguaje un poco definido las ideas reinantes sobre lo que deben ser las relaciones del patrono con el empleado, del obrero con el jefe de empresa, de los industriales en competencia unos con otros o con el público, ¡qué fórmulas más vagas se obtendrían! Los actos más censurables son con tanta frecuencia absueltos por el éxito, que el límite entre lo que está permitido y lo que está prohibido, de lo que es justo y de lo que no lo es, no tiene nada de fijo, sino que casi parece poder variarse arbitrariamente por los individuos. A este estado de anomia deben atribuirse los conflictos que renacen sin cesar y los desórdenes de toda clase cuyo triste espectáculo nos da el mundo económico pues, como nada contiene a las fuerzas en presencia y no se les asignan límites que estén obligados a respetar, tienden a desenvolverse sin limitación y vienen a chocar unas con otras para rechazarse y reducirse mutuamente. Sin duda que las de mayor intensidad llegan a aplastar a las más débiles, o a subordinarlas. Pero, las treguas siempre son provisorias y no pacifican a los espíritus. Si falta toda autoridad de este género, la ley del más fuerte es la que reina y, latente o agudo, el estado de guerra se hace necesariamente crónico”.


Horkheimer fue muy claro en “Der rationalismusstreit in der gegenwärtigen philosophie” (El racionalismo en la filosofía contemporánea): “Al proclamar Marx la diferencia entre los poseedores de los instrumentos de producción de la riqueza económica y la masa de aquellos que sólo pueden vender su mano de obra, la oposición de las clases, de los dominadores y dominados, como esencia de la economía burguesa capitalista, denunció la superación de las crisis en la libertad intacta de la ilusión y opuso entre sí la ilustración y la sociedad a la que ésta aspiraba”. No obstante, cuando se afirma que las clases sociales derivan de la división social del trabajo impuesta por la estructura económica, muchas veces se suele intentar rebatir tal aserto utilizando peyorativamente el término “ideología”, como si la cuestión pasase por un mero cariz ideológico. Fue el filósofo francés Antoine Destutt de Tracy (1754-1836) quien, a poco de finalizada la Revolución Francesa, usó por primera vez tal locución para designar la ciencia de las ideas. Marx, en cambio, lo aplicó a los sistemas filosóficos, jurídicos, políticos y religiosos, en la medida en que consideraba que no se basaban en la realidad sino que la desvirtuaban y, aún más, se presentaban como sistemas de justificación y legitimización de la misma realidad que desvirtuaban. Así, para Marx la superestructura ideológica, condicionada por la estructura económica, estaba constituida por el conjunto de ideas, creencias, costumbres, etc., las que, plasmadas en las formas ideológicas de la cultura, la religión, la filosofía, etc., no hacen más que enmascarar la realidad social. Y es precisamente entonces cuando se da aquel “estado de guerra crónico” del que hablaba Durkheim.
En el caso específico de Latinoamérica, según puntualiza el economista y sociólogo alemán André Gunder Frank (1929-2005) en “Lumpenbourgeoisie: lumpendevelopment” (Lumpenburguesía: lumpendesarrollo), “la estructura de clases latinoamericana, a través del desarrollo del capitalismo mundial, ha sido básicamente el producto de la estructura colonial que la metrópoli ibérica y más tarde la inglesa y norteamericana impusieron e inculcaron a la América Latina. Por ende, y no sólo en el nivel nacional sino también en el local, América Latina vino a tener y todavía tiene, la estructura de clases de una economía exportadora colonial y neocolonial”. Para Frank, “la dependencia no debe ni puede considerarse como una relación meramente externa impuesta a todos los latinoamericanos desde afuera y contra su voluntad, sino que la dependencia es igualmente una condición interna e integral de la sociedades latinoamericanas, que determina a la burguesías dominantes en Latinoamérica pero, a la vez, es consciente y gustosamente aceptada por ellas. Si la dependencia fuera solamente externa podría argumentarse que las burguesías nacionales tendrían las condiciones objetivas para ofrecer una salida nacionalista o autónoma del subdesarrollo. Pero esta salida no existe precisamente porque la dependencia es integral y hace que la propia burguesía sea dependiente”.


¿Cómo evaluar entonces las reformas y la política de desarrollo que algunas burguesías latinoamericanas emprendieron a mediados del siglo pasado? “A primera vista -responde Frank- podría parecer que en realidad lograron el ‘despegue’ hacia el desarrollo que a menudo se les ha atribuido. Pero no debe olvidarse que el crecimiento durante la época del imperialismo clásico del siglo XIX parecía significar lo que hoy denominamos ‘desarrollo’. Sin embargo, aunque no se debe y no se puede desconocer el progreso que Latinoamérica vivió durante aquella época, la historia nos enseñó que dentro de la dependencia neo colonial del capitalismo mundial, este progreso también resultó ser el instrumento eficiente de la creciente dependencia y del mismo subdesarrollo”. Yendo un poco más lejos, añade: “Para la generación del subdesarrollo estructural, más importante aún que la succión de su excedente económico es la impregnación de la economía nacional del satélite con la misma estructura capitalista y sus contradicciones fundamentales, lo que organiza y domina la vida nacional de los pueblos en lo económico, político y social”. Para concluir que “todos los ensayos conducen a una conclusión de importancia cardinal: el capitalismo nacional y la burguesía nacional no pueden ofrecer salida alguna al subdesarrollo en América Latina”.
Es en los denominados enfoques clásicos respecto a la estratificación y la estructura de clases, es decir en las teorías de Marx, Weber y Durkheim, donde es posible encontrar las primeras referencias analíticas para una conceptualización de los sectores medios. Por cierto, en estos enfoques no se encuentra un abordaje acabado en torno a dichos sectores ya que, indudablemente, los intentos teóricos por construir un concepto de estructura de clases han variado con el paso de los años y se complejizaron a medida que las relaciones de producción han ido evolucionando a la par de las transformaciones estructurales producidas en dichas relaciones por los avances tecnológicos. Hoy en día, y como resultado de esas transformaciones, también puede hablarse de capas sociales, entendidas éstas como agentes que ocupan posiciones jerárquicas diferentes al interior de una clase; de fracciones de clase, para referirse a la distribución de los agentes según los sectores de actividad que ocupen como por ejemplo la industrial, la comercial o la financiera, y de categorías sociales, aludiendo a las diferenciaciones que se producen en ámbitos no económicos, es decir, en el seno de los aparatos jurídicos, políticos e ideológicos. Dentro de este complejo y extenso esquema de estratificación social, más allá de la dicotomía burguesía-proletariado, pueden ubicarse las así llamadas clases medias, las que tienden a distribuirse en torno a las clases fundamentales, ya sea en los márgenes de la burguesía (propietarios, trabajadores independientes, profesores, agentes políticos y funcionarios del Estado) o en torno a clase obrera (agentes comerciales y empleados de oficina).
Retomando el caso particular de América Latina, los estudios e investigaciones sobre las clases medias están estrechamente ligados a la comprensión de las principales dimensiones asociadas al proyecto desarrollista o de industrialización sustitutiva de importaciones que tuvo lugar en la segunda mitad del siglo XX. Así, las clases medias aparecieron como una de las principales bases sociales impulsoras de las políticas desarrollistas y, al mismo tiempo, como una categoría social profundamente transformada en su composición y orientación por las transformaciones estructurales implicadas en dichas políticas. Esto, sin embargo, no les impidió abstraerse de las ideas esenciales de la clase dominante dado que, tal como señalara Marx, ésta, al controlar los medios de producción material, también controla la conformación el pensamiento social, imponiendo así dichas ideas al resto de la sociedad. De este modo, el fin de la cultura y la ideología burguesas estaría determinado por las leyes del desarrollo histórico del capitalismo y las contradicciones que éste encierra. Esto nos remite a Gramsci, para quien la clase dominante tiene una concepción del mundo elaborada y sistemática, políticamente organizada y centralizada, que es hegemónica en tanto consigue imponerse en el conjunto del entramado social.


Los grupos hegemónicos que detectan el poder en cualquier comunidad necesitan invariablemente, para gobernarla, construir un consenso favorable a sus intereses y lograr que se perciban como intereses generales. Las clases medias, cuando ascendieron lo hicieron pactando con la oligarquía. “Una de las mayores paradojas de la historia social latinoamericana -dice Frank- es que las clases medias, tanto por su origen histórico como por su brega para hacerse reconocer por las oligarquías y para ser apoyadas por los estratos populares, sólo pudieran hablar el lenguaje de una ideología universalista, mientras que la heterogeneidad de su composición y la naturaleza del problema que enfrentaban las obligaran a ser estrictamente particularistas en su comportamiento real”. Lo más notable de las clases medias es su altísimo nivel de instrumentalidad, dado su objetivo fundamental, esto es, el asegurarse un papel razonable, moderado, en la distribución del poder.
Las clases populares, por su parte, comprenden a todos aquellos que están desposeídos del control de los resortes fundamentales que determinan su existencia, y que se encuentran sometidos -tal como lo analiza el historiador argentino Ezequiel Adamovsky (1971) en “Historia de la clase media argentina”- a situaciones de “explotación, opresión, violencia, pobreza, abandono, precariedad o discriminación”. Si bien las clases populares pueden ser conservadoras o progresistas, reaccionarias o innovadoras, en gran medida eso depende de cómo se relacionen con la cultura hegemónica. Dicha relación puede ser de oposición, de resistencia, de combate, o puede estar orientada a influir en los espacios de poder para obtener reivindicaciones propias, aunque lo más probable es que las clases populares se limiten a expresar adaptación o adhesión pasiva a las formaciones políticas dominantes. De esta manera, más allá de las diferencias internas, lo que estas clases comparten es una situación común de dependencia e inferioridad respecto de las elites.
En conclusión, lo más intrincado es lograr un proceso de cambio de mentalidad en los amplios sectores de la clase media, aquella que en “El medio pelo en la sociedad argentina” el ensayista argentino Arturo Jauretche (1901-1974) definió como “una agregación de estratos superpuestos y cambiantes que descienden desde la clase media alta, ubicada cultural y económicamente en las fronteras de la alta burguesía y aun de la aristocracia, hasta los confines de la clase baja". Esta clase, a pesar de su heterogeneidad, al estar sus actividades económicas íntimamente ligadas al mercado interno y, consecuentemente, a los niveles de empleo e ingresos, tiende a compartir intereses objetivos con la clase obrera. Oscilando entre su deseo de ascenso social y su temor a la proletarización, es altamente incierto que la pequeña burguesía tome conciencia sobre su rol dentro de lo que Marx denominó estructura, esto es, las fuerzas productivas y las relaciones de producción, ni dentro de la superestructura, es decir, los intereses de clase de los grupos que crearon a aquélla. En el capitalismo, pese a que Marx reconoce la existencia de otras clases sociales, la lucha de clases se da entre la burguesía y el proletariado. Ahora bien, el proletariado está sometido a los elementos ideológicos, no teniendo pues, conciencia de su situación real. El desarrollo de una conciencia de clase le librará del dominio de la ideología y le llevará a reivindicar el fin de la alineación y de la explotación en el trabajo. Las clases medias, aunque temerosas lo nieguen, están en idéntica situación.


Hoy por hoy, las predicciones históricas acerca del destino de la sociedad burguesa han resultado ciertas. En el sistema de la libre economía de mercado, que ha conducido a los hombres a los inventos ahorradores de trabajo y finalmente a la fórmula matemática del mundo, ha convertido sus productos específicos, la tecnología entre ellos, en medios de destrucción al hacer superfluos a los trabajadores. La burguesía misma está diezmada, la mayoría de los ciudadanos han perdido su independencia; cuando no caen en el proletariado o en la masa de los desempleados, caen en la dependencia de las grandes corporaciones o del Estado. Es entonces cuando volvemos a la sentencia de Durkheim en cuanto a “el estado de guerra crónico” o a la de Horkheimer en cuanto “al destino de un fin innatural” que le está reservado al orden mundial capitalista.
El teórico alemán de la ciencia militar Carl von Clausewitz (1780-1831) sostenía que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”, lo que el antes citado filósofo francés Michel Foucault se atrevió a refutar afirmando que, al contrario, la política es la continuación de la guerra por otros medios dado que “si bien muchos de los conceptos de la guerra son aplicados a la política, las relaciones de fuerza políticas se hacen valer mediante un complejo de relaciones mayor y más rico que el de la violencia manifiesta”. En todo caso, la política como arte “ofrece más pliegues, sutilezas y complejidades que la guerra tal” como lo señalara Trotsky, que además denunciaba el antihumanismo de la guerra en general. En ese sentido, se puede definir metafóricamente a la política como continuidad de la guerra cotidiana entre las clases sociales explotada y explotadora. Así, la política es una manifestación de la guerra de clases que recorre de arriba abajo la realidad social bajo la explotación capitalista. De esta manera, la lógica de la guerra se transformó totalmente: ya no se dirige a la dominación de un grupo sobre otros por motivos de derechos de conquista, linajes, tierra, jerarquías nobiliarias, etc. En la nueva dinámica, el lucro, la ganancia, la acumulación y reproducción ampliada del capital se transforman en los ejes que atraviesan y sostienen a la guerra que se vive, se intensifica y se magnifica en el cuerpo social.