Bertolt
Brecht fue un escritor alemán, nacido en Augsburg en 1898 y muerto en Berlín
oriental en 1956. Fue uno de los dramaturgos más destacados e innovadores y
también se cuenta entre los más importantes e influyentes poetas del siglo XX.
Aparte de estas dos facetas, cabe destacar también su prosa breve de carácter
didáctico y dialéctico.
La atmósfera de enrarecimiento político y las convulsiones provocadas por las guerras fueron determinantes para la producción literaria alemana en las primeras décadas del siglo XX. En este escenario, las preocupaciones de Brecht se centraron en el hombre y su destino, el desamparo y la maldad imperantes en la sociedad, la alienación y la ausencia de moral, males que debieran ser superados con el advenimiento de una comunidad solidaria que proyectase al ser humano hacia su verdadera realización. La base de toda su producción fue una posición antiburguesa, una crítica a las formas de vida, la ideología y la concepción artística de la burguesía, poniendo de relieve al mismo tiempo la necesidad humana de felicidad como base para la vida.
Con excepción de "Kalendergeschichten" (Cuentos de almanaque) y "Geschichten vom Herrn K." (Historias del señor Keuner) publicados por el autor en vida, el resto de sus cuentos breves fue publicado en diarios y revistas de las décadas del ‘20 y del ‘30. El propio Brecht no había previsto editar esas narraciones. A continuación, algunas de ellas:
La atmósfera de enrarecimiento político y las convulsiones provocadas por las guerras fueron determinantes para la producción literaria alemana en las primeras décadas del siglo XX. En este escenario, las preocupaciones de Brecht se centraron en el hombre y su destino, el desamparo y la maldad imperantes en la sociedad, la alienación y la ausencia de moral, males que debieran ser superados con el advenimiento de una comunidad solidaria que proyectase al ser humano hacia su verdadera realización. La base de toda su producción fue una posición antiburguesa, una crítica a las formas de vida, la ideología y la concepción artística de la burguesía, poniendo de relieve al mismo tiempo la necesidad humana de felicidad como base para la vida.
Con excepción de "Kalendergeschichten" (Cuentos de almanaque) y "Geschichten vom Herrn K." (Historias del señor Keuner) publicados por el autor en vida, el resto de sus cuentos breves fue publicado en diarios y revistas de las décadas del ‘20 y del ‘30. El propio Brecht no había previsto editar esas narraciones. A continuación, algunas de ellas:
Un hombre viejo y enfermo iba andando por el campo, cuando cuatro granujas lo asaltaron y lo despojaron de sus bienes. El anciano prosiguió tristemente su camino. Pero al llegar al primer cruce de carreteras vio con sorpresa que tres de los ladrones atacaban al cuarto para quitarle el producto de su robo. En la lucha, el botín cayó al suelo. Lleno de alegría, el anciano lo recogió y se alejó de prisa, pero en la próxima ciudad fue detenido y llevado ante el juez. Allí estaban los cuatro granujas, ahora otra vez en armonía y lo acusaban.
La decisión del juez fue la siguiente:
El anciano debía entregar a los ladrones los bienes que acababa de recuperar. Porque de no ser así -dijo aquel sabio y justo magistrado- los cuatro bribones podrían quebrantar la paz de la comarca.
Trepó al tren repleto, en el que los viajeros se amontonaban como arenques y abrió la puerta de un compartimiento. Alguien cerró la puerta desde adentro. El hombre la volvió a abrir y vio a un individuo gordo y a dos mujeres sentadas, acunando unos niños sobre sus faldas.
- Cierre -dijo el gordo, con acritud-. Compartimiento para heridos de guerra.
El viajero permaneció un tiempo como un arenque más en el pasillo, con la perspectiva de pasar así dos horas; de pronto extendió una mano tensa hacia la puerta, la abrió y dijo:
- ¿Tiene usted credenciales? Aquí hay lugares libres. ¡Permítame!
El gordo se ponía de pie cada vez que la puerta se abría, quién sabe por qué.
- No puede entrar aquí -dijo.
El viajero, que era un hombre joven, lo miró de frente, con expresión grave y dijo:
- ¿No se da cuenta que es una desconsideración?
El gordo quiso cerrar la puerta, pero el joven interpuso un pie. El hecho de entrar para sentarse carecía de importancia; pero la gente que estaba allí dentro estaba abusando de sus derechos y no iban a salirse con la suya. El sentido de la justicia del joven lo exigía.
- Me sentaré aquí -dijo-. ¡Quite esa caja!
El gordo se había puesto nuevamente de pie. Su frente estaba perlada de sudor.
- Apiádese de las mujeres -dijo-. En el compartimiento viajan niños a los que es preciso acunar.
- ¿Quiere que permanezca de pie? -preguntó el joven-. Puedo hacerlo, pero no quiero. No hay derecho. El gordo hizo un último intento.
- No le gustará mucho. Los niños lloran continuamente.
El joven se sentó. No estaba mucho más cómodo. El compartimiento estaba en penumbra, las mujeres acunaban a sus críos, que chillaban como si los estuvieran martirizando. Pero él estaba satisfecho en su fuero interno, porque había triunfado la justicia. Permaneció sentado hasta la estación terminal. Tres días más tarde cayó enfermo para no levantarse más. La gente del compartimiento llevaba niños con escarlatina.
- Buenos días.
- ¿Hum?
- Quisiera visitar el Departamento de Astronomía.
- ¡Ah! ¿No sabe leer?
- Cómo no.
-¿Y no ve que el Departamento de Astronomía está cerrado hoy?
- Sí... pero, sabe lo que pasa... sólo permaneceré este día en la ciudad.
- Y se le ocurre visitar precisamente el Departamento de Astronomía.
- Sí.
- ¡Justamente hoy que está cerrado!
- Está bien. Quisiera hablar con el director.
- ¿Con el director? ¿Y qué quiere decirle al director?
- Quiero ver si el director puede hacer algo para solucionar mi problema.
- Más vale que se ahorre la visita. Yo le puedo decir desde ya que el director no puede hacer nada.
- ¡Hum!
- ¿Tengo el gusto de hablar con el señor director?
- Sí, ¿qué pasa?
- Tengo interés en visitar el Departamento de Astronomía.
- ¡Ah! ¿Y para qué?
- Tengo que hacer un trabajo. Soy escritor.
- Aja. Así que escritor. ¿Y cómo se llama?
- Brecht.
- Aja.
- Sólo puedo permanecer un día aquí.
- ¿Y de dónde viene?
- De Berlín.
- Aja. Y quiere visitar el Departamento de Astronomía.
- Sí, si usted me lo permite.
- Precisamente hoy, el día en que está cerrado.
- Sí. ¿Y por qué no puedo visitarlo? En realidad lo único que necesito es un ordenanza que me acompañe. Supongo que alguna vez se harán excepciones. Sobre todo cuando no se trata de turistas, sino de gente que necesita visitar el museo por algún trabajo.
- ¿Y por qué no busca datos en Berlín?
- Tengo entendido que este departamento de su museo es muy bueno.
- Es tan bueno como cualquier otro. Hay otros mucho mejores.
- ¿De veras?
- Se lo estoy diciendo.
- ¿No sabe leer?
- Cómo no.
- ¿Y no ve que ahí dice Salida?
- ¿Es usted el portero?
- Sí. ¿Qué pasa?
La hermana de mi abuela era muy piadosa. Tenía una renta anual de cuatrocientas coronas y una habitación en casa de su hermana, mi abuela. Entregaba a ésta todo su dinero y de ese dinero se compraba lo que ella necesitaba. Además ganaba una suma adicional tejiendo medias, a 25 ores el par. Esa ganancia la destinaba a los pobres. Nunca usaba joyas, ni siquiera un broche. Usó el mismo vestido durante treinta años. En la segunda mitad de su vida aprendió, sin profesores, griego y latín; pero aun así continuó viviendo con sólo dos libros: una biblia y un pequeño catecismo. Llegó a los 85 años; pero su lucha contra la muerte duró tres días enteros. En su delirio hablaba mucho de Napoleón, a quien había admirado en su juventud. Además, continuamente intentaba rezar, pero había olvidado las palabras del Padrenuestro. Eso la hacía sufrir mucho. Aquella muerte terminó con el resto de mi fe en Dios.
En la aldea Mija, los fascistas habían incendiado una de cada cinco casas y habían detenido con ametralladoras a los aldeanos que intentaban combatir el fuego. Cuando atravesó el pueblo el primer regimiento proletario, de un establo salió una aldeana con tres niñitos. No le quedaba otra cosa que un ternero y lo entregó a los guerrilleros. Cuando el regimiento se puso nuevamente en marcha, la mujer los siguió un trecho y, procurando que los niños no la vieran, sacó del corpiño un puñado de harina atado en un pañuelo y se lo entregó a los guerrilleros.
- Consérvalo -dijeron los hombres-. Tus hijos también tienen hambre.
- Tómenlo -insistió ella-. Les servirá para espesar la sopa. Tienen que derrotar al enemigo.
Cuando comenzó la guerra se necesitó mucho personal sanitario de sexo femenino. Las voluntarias eran sometidas a una única prueba. Se les preguntaba si preferían ser personal de jerarquía o enfermeras comunes. A aquellas que preferían ser personal de jerarquía se las llevaba a una habitación y allí se les informaba que no se las necesitaría, porque no se necesitaba personal de jerarquía. Todas las demás voluntarias ingresaban. Entre ellas había muchas muchachas de la calle; su comercio dejaba poca ganancia en esos días. Las enfermeras no eran buenas desde el comienzo; durante mucho tiempo, las supervisoras debían levantarse varias veces por noche para cerciorarse de que el personal nuevo no se había dormido.
Cuando la guerra terminó, ya no se necesitaron los servicios de esas mujeres y se las devolvió a la calle. Para eso no se las sometió a ninguna prueba.
“Hoy -se quejó el señor K.- hay innumerables personas que se jactan públicamente de poder escribir grandes libros por sí mismas, y esto es generalmente aprobado. Cuando aún era un hombre, el filósofo chino Dschuang Tsi escribió un libro de cien mil palabras, nueve décimas partes de las cuales eran citas. Tales libros ya no se pueden escribir aquí porque falta el espíritu. Como resultado, los pensamientos solo se producen en el propio taller, mientras que aquellos que no producen suficientes se sienten perezosos. Por supuesto, no hay entonces ningún pensamiento que pueda adoptarse, y tampoco ninguna formulación de un pensamiento que pueda citarse. ¡Qué poco necesitan todos para su actividad! ¡Un bolígrafo y un poco de papel es todo lo que tienen para mostrar! Y sin ninguna ayuda, solo con el magro material, que un solo hombre puede traer en sus armas, levantan sus chozas! ¡No conocen edificios más grandes que los que un hombre puede construir!"
En los tiempos de la ilegalidad, un día llegó a casa del señor Egge un agente que le mostró un documento expedido en nombre de quienes dominaban la ciudad y en el cual se decía que toda vivienda en la que él pusiera el pie pasaría a pertenecerle; también le pertenecería cualquier comida que pidiera, y todo hombre que se cruzara en su camino debería asimismo servirle.
Y el agente se sentó en una silla, pidió comida, se lavó, se acostó y, con la cara vuelta hacia la pared, poco antes de dormirse preguntó:
- ¿Estás dispuesto a servirme?
El señor Egge lo cubrió con una manta, ahuyentó las moscas, veló su sueño y, al igual que aquel día, lo siguió obedeciendo por espacio de siete años. No obstante, hiciera lo que hiciera por él, hubo una cosa de la que siempre se abstuvo: decir aunque solo fuera una palabra.
Transcurridos los siete años murió el agente, que había engordado de tanto comer, dormir y dar órdenes. El señor Egge lo envolvió entonces en la manta ya podrida, lo arrastró fuera de la casa, lavó el camastro, enjalbegó las paredes, lanzó un suspiro de alivio y respondió:
- No.
Un transeúnte preguntó a un muchacho que lloraba amargamente cuál era la causa de su congoja.
- Había reunido dos monedas para ir al cine -dijo el interrogado-, pero se me ha acercado un chico y me quitó una. Y señaló a un chiquillo que estaba a cierta distancia.
- ¿Y no pediste ayuda? -preguntó el hombre.
- Claro que sí -replicó el muchacho, sollozando con más fuerza.
- ¿Y nadie te oyó? -siguió preguntando el hombre, al tiempo que lo acariciaba tiernamente.
- No -gimió el chico.
- ¿Y no puedes gritar más fuerte? -preguntó el hombre.
- No -replicó el chico, mirándolo con ojos esperanzados, pues el hombre sonrió.
- Entonces, dame la que te queda -dijo el hombre, y quitándole la última moneda de la mano, prosiguió despreocupadamente su camino.
El editor alemán Siegfried Unseld (1924-2002), quien durante muchos años fue director de la prestigiosa editorial alemana Suhrkamp Verlag, publicó en 1984 el ensayo “Der verleger und seine autoren” (El editor y sus autores). En él comentó la relación con sus editores de renombrados escritores en lengua alemana como Johann W. von Goethe (1749-1832), Rainer María Rilke (1875-1926), Herman Hesse (1877-1962), Robert Walser (1878-1956), Rudolf Schröder (1878-1962) y, por supuesto, Bertolt Brecht. Sobre este último escribió: “Un rasgo típico del método creativo de Brecht era su capacidad para reanudar una y otra vez, durante años incluso, el trabajo en una fábula, una idea dramática, un borrador. Ninguna versión impresa era la definitiva, y seguramente ni siquiera recordaba ya él mismo dónde había hecho los cambios”. Se refería principalmente a las pequeñas historias que el dramaturgo fue escribiendo, desde 1926 hasta su muerte, a las que se podría denominar “piezas didácticas”, textos ilustrativos de la filosofía brechtiana por excelencia.
El quizás más influyente
dramaturgo alemán del siglo XX, conocido sobre todo por sus obras teatrales en las
que denunció la opresión, la injusticia y las desigualdades sociales y
económicas, siempre creyó que sus dramas podrían cambiar a la sociedad y hacer reflexionar
y concientizar a las personas aniquiladas por el capitalismo, siempre manifestó
su condolencia hacia los pobres y su sufrimiento, al tiempo que atacó la falsa
respetabilidad de los burgueses. Por esa razón, siempre centralizó la temática
de sus obras en los seres humanos desamparados, alienados y víctimas de la
maldad imperantes en la sociedad, males que debían superarse hasta lograr una
comunidad solidaria que los proyectara hacia su verdadera realización.