17 de junio de 2023

Ángeles Mastretta, el mundo iluminado

La escritora y periodista mexicana Ángeles Mastretta (1949) nació en la ciudad de Puebla, dónde realizó todos sus estudios pre-universitarios hasta que en 1971 se mudó a la Ciudad de México. Allí estudió Ciencias de la Comunicación en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México) y luego lo hizo en el Taller Literario del Centro Mexicano de Escritores, publicando por aquellas fechas sus primeros poemas. Entre 1975 y 1977 se desempeñó como directora de Difusión Cultural de la ENEP (Escuela Nacional de Estudios Profesionales) de Acatlán y de 1979 a 1982 dirigió el Museo Universitario del Chopo, en la ciudad de México, dedicado a la promoción del arte contemporáneo. Colaboradora en los medios periodísticos “Ovaciones”, “Excélsior”, “La Jornada”, “Nexos”, “Proceso” y “Unomásuno”, todos ellos de su país natal, y en “Die Welt” de Alemania y “El País” de España, en el año 2003 fue nombrada Doctora Honoris Causa por la Universidad Autónoma de Puebla.
Autora de poemas, relatos cortos y novelas, obras muchas de las cuales han sido traducidas al alemán, al francés, al italiano, al inglés y al neerlandés, su temática versa principalmente sobre la sociedad mexicana de su tiempo y en especial de la femenina, asumiendo una posición liberadora de la mujer oprimida en busca del control de su destino en una sociedad cuya cultura dominante durante siglos ha sido la misoginia. Así, mediante una actitud de compromiso social ante los problemas que enfrenta la mujer mexicana -el poder patriarcal, la violencia de género, la discriminación sexual y la falta de educación para las mujeres- los presentó y contextualizó en su obra narrativa.


Autora de los poemarios “La pájara pinta” y “Desvaríos”, los libros de cuentos “Mujeres de ojos grandes”, “Maridos” y “Puerto libre”, las novelas “Arráncame la vida”, “Mal de amores” y “Ninguna eternidad como la mía”, también ha publicado varias obras en las que mixturó el ensayo y las memorias, entre ellas “El mundo iluminado”, “El cielo de los leones”, “La emoción de las cosas” y “El viento de las horas”. Fue con “Arráncame la vida”, novela por la que fue galardonada con el Premio Mazatlán en 1985, que Ángeles Mastretta consiguió fama internacional entre un público mayoritariamente femenino. Doce años más tarde, esto es en 1997, resultó ganadora del Premio Rómulo Gallegos gracias a su novela “Mal de amores”, convirtiéndose de ese modo en la primera mujer en la historia a la que se le había otorgado esa distinción.


El Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos es un galardón creado en honor al novelista venezolano el 1 de agosto de 1964. Inicialmente restringido a Latinoamérica, en 1990 se tomó la decisión de ampliar la convocatoria a todas las obras en español. Considerado uno de los más importantes del ámbito hispano, grandes autores han recibido el premio, entre ellos Arturo Uslar Pietri (1906-2001), Gabriel García Márquez (1927-2014), Carlos Fuentes (1928-2012), Elena Poniatowska (1932), Abel Posse (1934-2023), Ricardo Piglia (1941-2017), Mempo Giardinelli (1947), Enrique Vila Matas (1948), Javier Marías (1951-2022) y Roberto Bolaño (1953-2003).


La ceremonia de entrega se realiza siempre el 2 de agosto, día del nacimiento de Rómulo Gallegos (1884-1969). En una entrevista que concedió poco después de ser distinguida con el premio, confesó que había llorado durante dos horas, “pero no era por la emoción, ojalá -dijo-. Era por la contradicción. Porque a mí me enseñaron a aceptar con más naturalidad las tristezas que las alegrías, a ponerle buena cara al mal tiempo, me dijeron que así era y lo aprendí como una ley. Y no necesariamente aprendí no sólo a esperar que me fuera bien, sino que no aprendí a sentir que me merezco lo que me pasa. Estaba Tomás Eloy Martínez entre los finalistas, y a mí me parecía que por lógica, por edad, porque él es un gran escritor, tenían que darle el premio a él. Luego yo entendí y he ido entendiendo con el tiempo que los premios son azarosos, y que dependen de que la mayoría de los jurados hayan estado de acuerdo en darte el premio a ti y no a otro. Eso no te hace mejor escritor que otro, solamente te hace un premiado, lo cual para mí finalmente fue una maravilla porque he aprendido, después de eso, a decir sí gracias, qué bueno que esto me pasó y a abrir las manos y cerrar los ojos y a aceptar lo que la vida me va dando. Porque lo viví primero como un ataque, te digo que lloré. Estaba muy desvelada, muy desvelada. Había dormido como tres horas y estaba yo en una contradicción, no lo supe manejar”.


El discurso que pronunció en ocasión de recibir la distinción fue publicado a fines de 1998 en “El mundo iluminado”, un libro conformado por relatos cortos, ensayos periodísticos, filosóficos y autobiográficos que van de la realidad a la ficción. En ellos ofreció a sus lectores una idea íntima y personal de sus recuerdos, reflexiones y su preocupación por su propio mundo y la concepción que tiene de él, temas todos ellos íntimamente relacionados con su país natal. El pasado, el presente, el futuro, la política del país, sus amigos, su familia y sus viajes nacionales e internacionales son relatados con la cordura, modestia y brillantez habituales en sus obras. En ocasión de la presentación del libro en España declaró que en el libro había hablado de sí misma con dosis de memoria y olvido. “Creo que escribo para tratar de entender el mundo”. En dicho discurso dijo lo siguiente:

A veces, la vida nos reta con el fin de saber si tendremos la fortaleza necesaria para recibir su generosidad con sencillez. A mí me cuesta siempre más trabajo entender la sorpresa de una dicha que la justicia inmanente de las penas. Me enseñaron que se necesita valor para enfrentar la desgracia y que es virtud ponerle buena cara al mal tiempo. En cambio, no hay receta para aceptar las grandes alegrías. Sé de qué tamaño es el privilegio que recibo con este premio, quiero agradecerlo con la misma fuerza con que sé y acepto la responsabilidad que entraña.
Quiero recibir este reconocimiento sin perder el deseo de confiar en mis dudas más que en mis dogmas, sin creer que traiciono a mi padre que murió mucho antes de que alguien comprendiera su pasión por las palabras, sin desertar de la paciencia con que tantos escritores han trabajado y trabajan desprovistos de la ambición de un premio y absteniéndose de maldecir a quienes los ganan. Quiero recibir este premio con el regocijo que produce un buen amor, no con la arrogancia de quien imagina una victoria.
Sé bien de la intensidad y la sabiduría de los escritores que me preceden en esta ventura y que antes me precedieron y aún me enseñan el valor y la tenacidad que se necesitan para entregarse a la febril aventura de hacer libros. Sé también, como lo saben ellos, que ha habido y hay otros cómplices de nuestras aventuras que merecen tanto o más la ventura de un premio.
Considero un privilegio el oficio de escribir como lo hicieron tantas mujeres y tantos hombres a quienes sólo rigió el deseo de contar una historia para consolar o hacer felices a quienes se reconocen en ella. De contar una historia para desentrañar y bendecir la complejidad de lo que parece fácil, la importancia de lo que se supone que no importa, de lo que no registran ni los periódicos ni los libros de economía, de lo que no explican los sociólogos, no curan los médicos, ni aparece como un peldaño en nuestro currículum de la hazaña diaria que es sobrevivir al desamor, al momento en que nos sentimos más amados que ningún otro, a la maravilla de andar como vivos eternos aun cuando la muerte golpea a nuestra puerta, al delirio de quienes nos abandonan y al delirio con que abandonamos, a la decisión que más duele y menos se pregona, a la vejez y a la adolescencia, al mar y a los atardeceres, a la luna inclemente y al sol tibio.
Aun menos certeros que los geólogos, más empeñados en la magia que los médicos, los escritores trabajamos para soñar con los otros, para mejorar nuestro destino, para vivir todas las vidas que no sería posible vivir siendo sólo nosotros. Siempre he pensado que es suficiente recompensa un lector que asume las cosas que uno cuenta como las cosas que pudieron pasar. Tal vez por eso el premio Rómulo Gallegos, entregado a “Mal de amores”, esta novela cuyo aire me hizo sentir a resguardo mientras lo respiraba, me conmovió y me sorprende tanto.
No sé si las estrellas sueñan o deciden nuestro destino, creo sí que nuestro destino es impredecible y azaroso como los sueños. Por eso las mujeres y los hombres de nuestro tiempo aún temblamos cada mañana cuando el mundo se ilumina y nos despierta.
Hace tres siglos, Sor Juana Inés de la Cruz escribió el más grande de sus poemas para invocar la noche en que soñó que de una vez quería comprender todas las cosas de que se compone el universo. En cientos de versos a veces herméticos y siempre de una sonoridad gozosa, la poeta se describe dormida, volando, una y otra vez aferrada al intento de dibujar los secretos del mundo, sin conseguirlo ni cuando lo divide en categorías, ni cuando lo busca en un solo individuo. Por fin la ingrata noche se acaba y la luz del amanecer la encuentra desengañada y despierta.
Menos audaces que Sor Juana, más lejos de su genio que de su empeño, quienes tenemos la fortuna de encontrar un destino en la voluntad de nombrar el mundo, compartimos con ella el diario desengaño de no comprenderlo. Por eso escribimos, regidos por ese desencanto y convocados por una ambición que imagina que al nombrar el fuego, los peces, la cordura, el viento, el estupor, la muerte, conseguimos por un instante comprender lo que son. De ahí que cada vez que abandonamos un libro creyendo que lo hemos acabado, despertemos a la zozobra de un universo milagroso cuya razón de ser no comprendemos. De semejante desamparo no nos libra sino la urgencia de inventar otro libro.
Nos dedicamos a escribir un día con miedo y otro con esperanza como quien camina con placer por el borde de un precipicio. Ayudados por la imaginación y la memoria, por nuestros deseos y nuestra urgencia de hacer creíble la quimera. No imagino un quehacer más pródigo que éste con el que di como si no me quedara otro remedio. Por eso recibo este premio más suspensa que ufana. Siempre he sabido que la fortuna fue generosa conmigo al concederme una profesión con la que me gano la vida, mejoro mi vida y sobrevivo cuando la vida se vuelve ardua. No me hubiera atrevido a pedirle al destino ninguna otra recompensa a cambio de mi trabajo.