Resulta muy
evidente que el actual mundo globalizado enfrenta el incremento acelerado de
una crisis marcada por los conflictos armados, el cambio climático y las
turbulencias económicas, problemas todos ellos de difícil solución y que no
hacen más que presagiar el desencadenamiento de una situación mundial cada vez
más grave. En ese ámbito cabe preguntarse cuál es rol que juegan los medios de
prensa al referirse a dicha situación y qué influencia ejercen sobre la gente
para interpretar la cruda realidad. Para esto es absolutamente necesario que
exista la libertad de prensa, una condición clave para promover la pluralidad
de opiniones y el pensamiento racional de los seres humanos. Es entonces cuando
surge la pregunta: ¿existe la libertad de prensa? O, si quiere, ¿existió alguna
vez? Según testimonios de grandes pensadores de siglos pasados, parece que no.
Allá por 1710, el filósofo irlandés George Berkeley (1685-1753) decía en su "A treatise concerning the principles of human knowledge” (Tratado sobre los principios del conocimiento humano) que “la utilidad y la verdad no pueden ser divididas; el bien general de la humanidad será la regla o la medida de la verdad moral”. Y por su parte, en 1743, el filósofo francés César Du Marsais (1676-1756) aseguraba en “Nouvelles libertés de penser” (Nuevas libertades de pensamiento) que “el rasgo distintivo de la verdad es que resulta igual y constantemente ventajosa para todos; mientras que la falsedad, útil por poco tiempo para pocos individuos, es siempre lesiva para la masa”. Unos años después, en 1769, otro filósofo francés, en este caso Denis Diderot (1713-1784), afirmaba en su ensayo “Sur la liberté de la presse” (Sobre la libertad de prensa) que “engullimos con avidez cualquier mentira que nos halaga, pero bebemos gota a gota la verdad que nos amarga”, y agregaba que “la libre comunicación de los pensamientos y de las opiniones es uno de los derechos más preciosos del hombre; todo ciudadano puede, pues, hablar, escribir o imprimir libremente, pero debe responder del abuso de esta libertad en los casos determinados por la ley”.
Allá por 1710, el filósofo irlandés George Berkeley (1685-1753) decía en su "A treatise concerning the principles of human knowledge” (Tratado sobre los principios del conocimiento humano) que “la utilidad y la verdad no pueden ser divididas; el bien general de la humanidad será la regla o la medida de la verdad moral”. Y por su parte, en 1743, el filósofo francés César Du Marsais (1676-1756) aseguraba en “Nouvelles libertés de penser” (Nuevas libertades de pensamiento) que “el rasgo distintivo de la verdad es que resulta igual y constantemente ventajosa para todos; mientras que la falsedad, útil por poco tiempo para pocos individuos, es siempre lesiva para la masa”. Unos años después, en 1769, otro filósofo francés, en este caso Denis Diderot (1713-1784), afirmaba en su ensayo “Sur la liberté de la presse” (Sobre la libertad de prensa) que “engullimos con avidez cualquier mentira que nos halaga, pero bebemos gota a gota la verdad que nos amarga”, y agregaba que “la libre comunicación de los pensamientos y de las opiniones es uno de los derechos más preciosos del hombre; todo ciudadano puede, pues, hablar, escribir o imprimir libremente, pero debe responder del abuso de esta libertad en los casos determinados por la ley”.
Hacia fines del siglo XVIII el filósofo alemán Immanuel Kant (1724-1804) aseveraba en su célebre ensayo “Kritik der praktischen vernunft” (Crítica de la razón práctica) que, para que el hombre saliera del estado de ignorancia en el que se encontraba, “debía desarrollar su capacidad de razonamiento para llegar al conocimiento verdadero de las cosas”. Y a mediados del siglo siguiente, el filósofo y economista británico John Stuart Mill (1806-1873) defendía la libertad de prensa en su libro “On liberty” (Sobre la libertad). Allí expresó: “Un individuo tiene el derecho de expresarse siempre y cuando no dañe a otros individuos. Si toda la humanidad menos uno, fuera de una opinión, y una, sólo una persona fuera de la opinión contraria, la humanidad no estaría más justificada para silenciar a esa persona de lo que esa lo estaría, si tuviera el poder para ello, para silenciar a toda la humanidad”.
El “British Packet and Argentine News” apareció en Buenos Aires entre 1826 y 1858. Desde su lanzamiento y hasta 1845, su director y único redactor fue Thomas George Love (1784-1845), un inglés de gran prestigio entre los británicos residentes en la gran aldea porteña. Love fue un escritor satírico, tolerante y liberal, conocedor minucioso de la ciudad en que vivía y, al decir del escritor y crítico literario Paul Groussac (1848-1929), “un periodista lúcido y moderno, muy adelantado a su tiempo”. El 27 de octubre de 1827, cuando la prensa rioplatense debatía ardorosamente los sucesos que tenían como protagonistas al gobernador Manuel Dorrego (1787-1828) y al representante de los intereses de la Corona Británica en Buenos Aires, lord John Ponsomby (1772-1855), a raíz del conflicto con el Imperio del Brasil, Thomas Love escribió: “La guerra desencadenada en los periódicos de Buenos Aires parece estar dirigida más bien contra los individuos que contra los principios. Sin embargo, vemos que algunos escritores han fijado particularmente su atención en una cuestión política más compleja: la libertad de prensa”.
“No podemos aprobar esta elección -agregó- porque, además de las complicaciones y dificultades del tema que sólo puede ser profundamente tratado después de siglos de experiencia en la carrera de la libertad, es tan delicado y frágil en su naturaleza, que apenas puede tocarse, sin herirlo. La prensa tiene una virtud admirable, que no posee ninguna otra institución humana: los males que causa también los cura. En verdad, sólo ella puede curarlos. Así pues, ni el error ni la calumnia pueden disfrutar más que un breve y precario triunfo si se hace uso de los medios de difusión. La verdad y la inocencia inmediatamente se presentan y, sin el más mínimo esfuerzo, ponen a su miserable adversario fuera de combate. Si entonces se nos preguntara qué debería hacerse con la libertad de prensa, nosotros contestaríamos: dejarla en paz”.
Ahora bien, más allá de todas estas reflexiones éticas, el tiempo transcurre y cada vez son más evidentes los vínculos disimulados entre el periodismo, los ideales políticos y los interese económicos, una relación incompatible con un alegato crítico y una información independiente. Muy lejos de esta certeza parece haber quedado la llamada Declaración de Windhoek, una declaración de los principios de la libertad de prensa realizada por periodistas africanos el 3 de mayo de 1991 en la capital de Namibia, un manifiesto que dos años más tarde fue utilizado por la Asamblea General de las Naciones Unidas, por iniciativa de los países miembros de la UNESCO, para proclamar el 3 de mayo como el “Día Mundial de la Libertad de Prensa", con la idea de fomentarla en el mundo al reconocer que una prensa libre, pluralista e independiente era un componente esencial de toda sociedad democrática.
¿Puede llamarse libertad de prensa a lo que, por ejemplo, hizo el editor francés Charles Panckoucke (1736-1798), fundador del periódico “Le Moniteur Universel”, en ocasión de la derrota de Napoleón Bonaparte (1808-1873) ante las tropas aliadas en la batalla de Arcis-sur-Aube, la última de las batallas libradas por el ejército imperial francés en lo que se conoce como Guerras Napoleónicas, conflictos armados que involucraron, entre otros países, a Austria, España, Inglaterra, Portugal, Prusia, Suecia y Rusia? La derrota del por entonces emperador de Francia fue anunciada en dicho periódico como la conclusión de una “aventura miserable” llevada adelante por el “Monstruo”, el “Ogro”, que lo llevaría a ser “un vagabundo entre las montañas”. Sin embargo, cuando Napoleón consiguió retornar a su patria, el mismo periódico anunció: “La tarde de ayer Su Majestad el Emperador hizo su entrada pública y llegó a las Tullerías. Nada puede exceder la alegría universal. ¡Viva el Imperio!”. No por nada dijo alguna vez Napoleón: “Temo más a tres periódicos que a cien mil bayonetas”.
En el caso
específico de la Argentina vale la pena mencionar el artículo titulado “Las
batallas ideológicas de la prensa argentina” publicado por la periodista
española Nazaret Castro (1980) en mayo de 2016 en el diario digital español “El
Confidencial”. Allí escribió: “El problema de la legitimidad de la prensa
argentina viene, al menos, de la sangrienta dictadura militar de 1976-1983. Fue
en esos años que los medios hegemónicos se hicieron con Papel Prensa, la única
empresa argentina que provee de papel a los diarios argentinos, cuyas acciones
pertenecen hoy en un 49% al Grupo Clarín y en un 22,49% a La Nación; el resto
es propiedad del Estado”. “Las heridas de la dictadura siguen abiertas” agregó
más adelante, y cita al investigador y docente uruguayo Philip Kitzberger (1969)
quien, en uno de sus múltiples artículos sobre el tema, afirmó que “la pretensión
de los propietarios de los medios de comunicación es utilizar la información
como un poder al servicio de sus intereses empresariales y políticos. De allí
que el campo de la libertad de prensa sea siempre uno de continuas tensiones
entre la libre expresión y la responsabilidad informativa”.
“Un sector de la población argentina, desde hace tiempo, ya no confía en la prensa de su país -añadió luego-. El descrédito del periodismo en Argentina no tiene una única causa, y se inserta en una crisis global de la prensa, y en un contexto latinoamericano en el que históricamente el estatus de la profesión ha sido débil: los periodistas han gozado de muy escasa autonomía respecto de los propietarios de los medios de comunicación”. Queda claro entonces que, tal como afirmó el periodista español Xosé Soengas Pérez (1964) en “Los medios de comunicación en la sociedad actual: crisis, negocio y politización” publicado en la revista “Ámbitos” en marzo de 2018, “los vínculos entre el periodismo, la política y la economía son históricos, pero las relaciones entre los tres sectores han sido siempre interesadas y, con frecuencia, la prensa se ha convertido en aliada de partidos políticos y de grupos económicos, algo incompatible con un discurso crítico y con una información independiente”.
En el
mismo artículo manifestó que los medios de comunicación “siempre han tenido
gran influencia en la sociedad, pero también hay que relativizar su poder porque
están condicionados por una serie de factores, políticos y económicos, que
limitan su independencia, restringen sus funciones y los hacen vulnerables.
Cuando no ejercen como contrapeso del poder se transforman en aparatos de
propaganda. En ese contexto de dependencia, los medios pierden libertad e
identidad porque se integran en un sistema de mercado cuyos objetivos son
incompatibles con los valores y las exigencias propias del periodismo. El
pluralismo, la independencia, el rigor, la calidad de los contenidos y las
condiciones profesionales y laborales de los periodistas han sido los grandes
perdedores en un escenario diseñado conjuntamente por el poder político y
económico para favorecer sus intereses”.
Guy Berger
(1937), periodista francés y director de la División para la Libertad de
Expresión y el Desarrollo de los Medios de la UNESCO, afirmó en su ensayo “Why
the world became concerned with journalistic safety. The assault on journalism”
(Por qué el mundo se preocupó por la seguridad periodística. El asalto al
periodismo) que “la libertad de prensa es esencial para la realización del
pleno y efectivo ejercicio de la libertad de expresión y un instrumento
indispensable para el funcionamiento y profundización de la democracia
representativa. Por otra parte, debemos señalar que así como los medios de
comunicación tienen derecho a realizar su labor en forma independiente, sin
presiones directas o indirectas dirigidas a silenciar la labor informativa,
están obligados a cumplir con ese mismo requisito de cara a la sociedad, sin
presionar, ni condicionar o silenciar voces, profundizando la reflexión entre
los profesionales de los medios de comunicación sobre temas de libertad de
prensa y la ética profesional”.
Sin
embargo, tal como afirmó la socióloga ecuatoriana Claudia Detsch (1976) en “De
la captura corporativa a la captura de las corporaciones”, un artículo
publicado en la revista “Nueva Sociedad” en noviembre de 2016, los medios de
comunicación “se convirtieron en voceros de sus amos y dejaron de ser los
voceros de los ciudadanos. Su poder está en que militan y operan para el relato
de hegemonía política que les conviene; operan sobre la opinión pública
blindando unos y atacando otros modos de hacer política, inventando grietas,
polarizaciones, crisis. Su poder de lobby e incidencia política y económica
está en que trabajan en la producción de visibilidades, percepciones, representaciones
y emociones públicas. Así su incidencia afecta directamente los ambientes
simbólicos, los climas sociales, el control y la vigilancia de la vida privada
de los ciudadanos”.
“No puede
haber libertad de prensa si los y las periodistas ejercen su profesión en un
entorno de corrupción” asegura con razón la Federación Internacional de
Periodistas (FIP), la mayor organización de periodistas a nivel mundial fundada
en París en 1926 que tiene representantes en un centenar y medio de países. Y
así es efectivamente, porque si hay algo que predomina hoy en día en el mundo
globalizado es la corrupción, una acción perversa que socava la legitimidad de
las instituciones públicas, atenta contra la sociedad, el orden moral y la
justicia, profundiza las desigualdades sociales, el egoísmo y el individualismo,
así como el desarrollo integral de los pueblos. Lamentablemente la libertad de
prensa y su imprescindible ética profesional, hoy por hoy y mucho más que en
tiempos pasados, no son más que una mamarrachada inmunda.