8 de agosto de 2013

Entremeses literarios (CLXIX)

LA NIEBLA
Pedro Mairal
Argentina (1970)

Mi madre se enmudece, pierde palabras, dice se fueron a..., ellos con la prima de..., trajeron una... No encuentra las palabras, una cabeza sin lenguaje. Su inexactitud de siempre, pero cada vez más grave. Y el mundo pierde nitidez, todo se vuelve difuso, las cosas ya no tienen borde, como perder la vista. Si las cosas pierden su nombre, entonces el límite de las cosas se desdibuja: el plato no tiene nombre, no tiene borde, es una sola cosa con el individual que tampoco tiene nombre. Por eso ella agarra todo para levantarlo, agarra lo levantable, agarra el individual y lo levanta junto al plato, para llevar todo a la cocina. Quería hacer un licuado con las frutas que tenía en el plato. Las cosas pier­den su nombre y se pegan a las cosas vecinas. Se funden, se confunden. Perder el habla no es sólo mudez, es perder símbolos, conceptos, la capacidad de entender el mundo. Perder el lenguaje es perder la realidad. Irse hacia adentro a una soledad sin los otros, sin uno mismo, alejarse del propio pensamiento, hacia zonas de niebla, perderse hasta del propio dialo­gante, el interlocutor fantasma, el único amigo que nos soporta, el uno mismo ausente. Y así en la niebla el miedo avanza, no hay conceptos claros que lo frenen, no hay "esto no es verdad, todo está bien", no hay palabras de escudo, no hay paredes semánticas, cerrojos, todo es nada y esa nada es fácil de penetrar por los fantasmas. Son cuarenta, dice mamá, son cuarenta. ¿Los qué?, ¿quiénes son cuarenta? Son cuarenta, repite, están todos ahí. Los cuarenta ladrones quizá o quizá no, pero son cuarenta y meten miedo en el alma de mi madre, en su tran­quilidad, en su vida de mujer querible, todo el miedo entrando, espantando la luz que ella tenía, llevándose su risa. El miedo atraviesa la niebla, la nada. La niebla es toda caminos, entradas en lo frágil que uno es, lo vulnerable sin piel. La niebla es no tener piel, ni manos para frenar el miedo. No hay poema en la niebla, sólo hay ese grito monstruo de querer gri­tar en sueños, un grito sin palabra pero que quiere ser palabra, un grito horrible, mundo sin voz, mundo sin lengua, mundo mudo, madre muda. Ella parada y se van llevando muebles, los muebles del lenguaje se los llevan al hombro las hormigas de su enfermedad, cargan palabras y se las van llevando, la despojan, la mudan, y ella se queda parada en la casa vacía de su vida, de su respiración. Es horrible, pudo decirme un día, es como quedarte solo en medio de la gente jugando en un rincón con una pelotita. Pudo decirme eso.


IGUANAS
Otto González Coronado
Guatemala (1921-2007)

Aunque se haya comprado en el panteón un metro o metro y medio de tierra no es posible afirmar que ahí residiremos para siempre o que ésa sea la tierra prometida. Las iguanas cohabitan en las copas de los árboles y vienen a morir atadas como reos sobre las frías baldosas del mercado, pero el estero se llenó de huevecillos y por una iguana muerta las palmeras saben que deben abanicar a cien.


ESE LÍQUIDO VERDE
Mario Levrero
Uruguay (1940-2004)

Llaman a la puerta. No espero a nadie; me ex­traña que llamen. Sin embargo, abro. Hay una muchacha de uniforme y ojos verdes; sonríe, muestra un portafolios y me dice:
- ¿Me permite pasar? Es una demostración gratuita domiciliaria.
No lo pienso; me hago a un lado y entra, al tiempo que abre el portafolios. Extrae una franela y un frasco, pero aún no reparo en esto; detrás de ella entra un payaso, que se para de manos en el centro de la pieza, y hay más gente afuera. La muchacha humedece la franela con el con­tenido del frasco -un líquido verde- y comien­za a pasarla por una mesa, frotando lentamente con movimientos circulares. Ha entrado una pare­ja de equilibristas que hacen pruebas maravillo­sas. Una consiste en hamacarse, colgados de la araña, y dar una vuelta completa en el aire y caer de pie haciendo un saludo; pero yo estoy atento al domador que entra con un león y un tigre (que gruñen con sonidos estomacales y peligrosos), y luego a la ecuyére de pie sobre el caballo, y a los camellos y a la jirafa y al elefante. Éste queda tra­bado en la puerta, a pesar de que el director ha abierto especialmente las dos hojas. El elefante tiene una expresión penosa mientras el domador y el payaso lo empujan hacia afuera, para destrabar­lo; luego lo empujan de nuevo hacia adentro, tor­ciéndolo ligeramente, y logran hacerlo pasar. Quedaba el motorista suicida que irrumpe con ruido infernal, a gran velocidad; da vueltas por las paredes y hasta por el techo.
Me acerco a la muchacha y le digo que ya tengo bastante de su demostración domiciliaria, que ya no me interesa, que no he de comprar, de todos modos, ningún producto; que está perdiendo tiempo y yo el mío. No se enoja; sonríe, interrumpe sus movi­mientos circulares, guarda sus cosas, me saluda y sale. Mientras baja la escalera me asomo y le gri­to:
- Y llévese también su circo. ¡Por Dios!
- ¿Mi circo? -pregunta, asombrada-. ¿Qué me dice? Esa gente no ha venido conmigo.


A MI REGRESO DE PARÍS
Miguel Ángel de Rus
España (1963)

Todo comenzó a mi regreso de París. Yo estaba nervioso y cansado de aquella semana de trabajo agotador. Sabía que abrirían mis maletas buscando los regalos que les traía, con ansiedad, más preocupados en los paquetes que en besarme. Era normal. Yo era sólo quien se dedicaba a satisfacer sus necesidades, creo que poco más. Cuando llegué a casa, cansado, la familia comenzó a abrir mis maletas; sacaron las bolsitas de azúcar de Fauchon que había guardado con tanto cariño, abrieron las latas de té al melocotón y metieron la nariz en ellas, se comieron con prisa, con ansia animal, el marrón glacé. Mancharon los libros de segunda mano que había comprado en Saint Germain des Prés, esos libros que había elegido durante horas, como si pretendiera que me acompañaran el resto de mi vida. No tuve más remedio que matarlos.
No sé por qué me mira así.


NOSTALGIA
Juan Carlos Cia
Argentina (1954)

Todo se había aquietado tras la lluvia y sólo quedaba el ruido sobre el techo de zinc. La cama revuelta, la botella de vodka por la mitad, un vaso al que le quedó el olor y otro que extraña la marca de tu lápiz de labios. El ropero medio vacío. Los zapatos apilados en un rincón. Tu visita inesperada en medio de la noche. Las caricias intangibles y heladas que no me pueden tocar pero me queman, tu cuerpo cubierto de ausencia y la mirada de perdón y de pena. El murmullo de las palabras con el adiós definitivo que no llegó a decirse ahogadas por la tormenta. Desolación. El corazón apretado, medio lleno de angustia y la soledad que le enseña al alma su futuro, mientras en los ojos sigue el aguacero. Ya no estás, no habrá regreso. De vos quedó un hueco eterno en el pecho. Un hueco arropado por telarañas que, con piedad, cubrirán del olvido aquello que nunca podrá ser olvidado.


AVISO DE ROBO
Lilian Elphick
Chile (1959)

Mi silencio ha sido robado. La persona que lo encuentre, trátelo con cariño. No le grite, que se asusta. No lo maree con palabras inútiles. Una vez que el silencio se haya acostumbrado, favor de clavarle el puñal bien adentro, en el centro de su total indiferencia. Deje los restos en la calle. No faltará quien se los lleve.


UN BRILLANTE EN EL EMPEINE
Patricio Leone
Argentina (1963)

10 de Septiembre. Querida señora o señorita de pollera de jean por las rodillas: Hoy, sin querer, la vi cruzando la calle. Hacía como un equilibrio sobre el empedrado que me resultaba muy gracioso. ¿Dónde compró esos zapatos tipo chancleta que tienen un brillante en el empeine? ¿En la zapatería de la avenida? Sus ojos se parecen a ese brillante, y eso que la vi de espaldas. Espero volver a verla. Suyo. Fonseca.
17 de Septiembre. Querida señorita: Ya verá que he averiguado su estado civil. Disculpemé el atrevimiento pero me fui hasta la zapatería y pregunté por Ud. Cuando mencioné los zapatos la recordaron en seguida. Se ve que los ojos suyos hacen estragos. Muy suyo. Fonseca.
23 de Septiembre. Muy querida señorita: Hoy la volví a ver. Sus ojos no son claros como yo pensaba. Son marrones, pero igual brillan como los ojos de los gatos abajo de los autos cuando otro auto que viene los ilumina de frente. Quiero iluminarla de frente con el farol de mi corazón. Suyísimo. Fonseca.
28 de Septiembre. Querida María Clara: Averigüé también su nombre. Ud. tuvo un novio a dos cuadras de acá, pícara. Se lo tenía guardadito, eh. Hoy charlé de Ud. con mamá. Ella no la conoce. Bah, me parece que no la conoce porque se dio vuelta y se fue ni bien le dije el nombre suyo. Es celosa la vieja. Como siempre, suyo. Fonseca.
2 de Octubre. Querida María Clarita: Desde que la conocí, no veo la hora de acercarme a Ud. Y reflejarme en sus zapatos, nuestras mejillas unidas y los corazones latiendo como... latiendo mucho. También me enteré que salió tres años con ese muchacho. Igual la perdono, aunque sé que estaba bastante metida. Otra vez suyo. Fonseca.
5 de Octubre. María Clarita: ¿Ese no fue su único novio? Yo pensaba que sí, pero la peluquera de mamá me dio a entender que no, que tuvo varios. Fue un golpe duro, pero sabré recuperarme. Un saludo. Fonseca.
7 de Octubre. María Clara: Los muchachos me dijeron en el bar que Ud. es bastante ligerita, que no se priva de nada. Oiga, así me paga mis sentimientos. Contésteme urgente si quiere encarrilarse y no taconee a la hora de la siesta que se escucha todo. Fonseca.
8 de Octubre. Señorita: Ud. me hizo pasar un calor bárbaro en el almacén. ¿Cómo me va a decir mamarracho si no me conoce? ¿Qué tengo que decir yo de Ud.? ¿Atorranta le tengo que decir? ¿Puta de mierda le tengo qué decir? ¿Eso? Me hizo quedar como un idiota. Yo.
8 de Octubre. Prostituta de cuarta: Metete el zapato ese con el brillante bien en el orto antes de hablar de mí. P.D.: tu ex-novio se casó con la Rita. Jodete por boluda.


EL RELOJ
Charles Baudelaire
Francia (1821-1867)

Los chinos ven la hora en los ojos de los gatos. Un día, un misionero que se paseaba por un barrio de Nankín se dio cuenta de que se había olvidado el reloj y le preguntó a un muchacho que hora era. El chiquillo del Celeste Imperio dudó al principio; después, volviendo sobre sí, respondió:
- Voy a decírselo.
Al rato se presentó nuevamente trayendo un enorme gato, y mirándole, como suele decirse, a lo blanco de los ojos afirmó, sin dudar:
- Aún no son las doce en punto.
Y así era en verdad.


AMOR Y BASURA
Carmela Greciet
España (1963)

Correr una vez más en medio de la noche al vertedero. Sumergirme hasta el cuello en la montaña hedionda que emana gas y moscas. Buscarte y rebuscarte frenético y a tientas entre el caldo de grasas y vísceras podridas, de vinagre y de bilis, de orines y cebolla, de entrañas maceradas, de amoniaco, de sangre. Encontrarte indefensa y fetal y rescatarte. Cargarte a mis espaldas como un fardo humeante y, ya en casa, amor mío, limpiarte la carita y desamordazarte y regresarte y besarte y peinarte y amarte, amarte, amarte hasta que ya de hastío pueda odiarte. Hacer entonces, contigo, un fardo, vida mía, y arrojarte después a la basura, para de nuevo correr al vertedero, y una vez más, mi amor, poder salvarte, amarte, odiarte y arrojarte.


MI PELOTA Y YO
Stella Maris Riera
Argentina (1958)

Siempre fuimos mi pelota y yo. Luego llegaron los días largos y mi tiempo empezó a estar libre de deberes escolares. El calor calentaba mi cuerpo y, de a poco con el juego, también mi alma. Yo salía a correr al pasaje. Mi pelota se movía delante de mí, al lado o por detrás, así, mágicamente, como si algún hilo invisible la atara a mi vieja alpargata. Yo reía. Y aunque era un poco solitario, pronto comencé a tener amigos. No sé cómo pero fueron llegando. Vino el Juan, que siempre jugaba con los grandes. La sacaba de costado y la pasaba con la zurda, y con él estaba su hermano Robertito, claro, "porque si no lo llevás no salís", decía su madre imponiéndose en un grito lejano que se perdía en el viento. Y también vino el Coco, que corría como rayo por la cuadra-cancha, armando el juego y se la pasaba al Santi que con movimientos casi incomprensibles la pateaba casi al mismo tiempo que se subía las medias. Y también el Pepu, que se bancaba cualquier puesto y el Paquito que, vaya a saber por qué, siempre iba al arco. Y cada tanto la Teresa se asomaba a su ventana avisándonos: "si rompen un vidrio lo van a tener que pagar ehhh". Y yo reía. El sudor en la piel hacía que las camisetas quedaran mojadas. La noche se acercaba. Mi madre y las de ellos, salían una y otra vez repitiéndonos: "hay que entrar ehhh, que ya es hora". El día largo se nos quedaba corto, y aunque la luna se sentaba en el cordón de la vereda esperando el gol que no llegaba, yo reía. Porque nunca estuve solo. Siempre fuimos, mi pelota y yo.