El psicoanalista español Miquel Bassols analiza, en esta cuarta parte del resumen de entrevistas, la condición de la estructura
entre la corrupción y el sentimiento de culpa, y diferencia esa situación en
las tradiciones católicas, protestantes y shintoistas, en un mundo estragado
por la pobreza donde, de 7.000 millones de habitantes, 2.500 no tienen las más
mínimas condiciones sanitarias, laborales ni políticas. El
sentimiento de culpa está ligado, en la tradición judeocristiana, a un obrar en
oposición a la moral convenida que conlleva el castigo. En cuanto a la
impunidad, en esta perspectiva quedaba vinculada a una vivencia clandestina y
mal vista, pero hoy el goce, satisfacción que empuja a su máximo logro, le otorga
otro estatuto. Ya no se trata de los viejos vicios privados -discretamente
practicados- que quedaban sin reprimenda; ahora, el no ser castigado se
presenta a menudo precedido de una investidura social positiva: la idolatría de
ciertos personajes (algunos enjuiciados) como ejemplos públicos resulta muy
significativo al respecto. "Los vínculos inconscientes que existen entre la
corrupción y los sentimientos de culpa son -dice Bassols-, más bien paradójicos
y fuente de toda suerte de hipocresías. Son tan secretos que terminan por ser
secretos para cada uno. La historieta contada por
el cómico americano Emo Philips lo resume muy bien: 'Cuando era pequeño
solía rezar cada noche para tener una bicicleta. Un día me di cuenta de que
Dios no funciona así, de modo que robé una y recé para que me perdonara'. Así
de paradójica es la relación del sujeto de nuestro tiempo con el goce y con la
culpa. El cinismo del argumento no excluye la mísera verdad escondida en la
operación: mejor creer en la absolución de la culpa, en la impunidad del goce
inmediato, que en el deseo que me haría merecer por mí mismo este objeto de
goce. Es una ecuación que el psicoanálisis descubre en los entresijos del
sentimiento de culpa: sólo la certeza y la constancia de un deseo me hacen
responsable de un goce que nunca obtendré de manera impune".
¿Por qué
serían paradojales las relaciones entre la corrupción y la culpa?
La paradoja empieza con la idea de que los
corruptos son siempre los otros y que eso nunca es responsabilidad mía. Sigue
con la idea de que el corrupto lo es con el único fin de un beneficio y de un
goce propios. Y sigue todavía más con la idea de que el corrupto nunca se
siente responsable, de que es alguien sin escrúpulos, sin sentimiento alguno de
culpa, alguien que goza como nadie con el beneficio de su secreta corrupción.
Si esto fuera tan cierto, la historia no estaría tan sembrada de corrupción
explícita, de una corrupción socialmente permitida, cuando no promovida desde
la propia política. Alguien tan políticamente correcto como Winston
Churchill pudo decir, no sin cierto cinismo, aquella frase que cité y que hoy
ningún político osaría defender: "Un mínimo de corrupción sirve como
lubricante benéfico para el funcionamiento de la máquina de la democracia". O
también: "Corrupción en la patria y agresión fuera, para disimularla". ¿Se
justifica así la corrupción? El problema no es tan sencillo, pero todos hemos
escuchado casos de corrupción llevada a cabo con las mejores de las
intenciones. Quienes han estudiado el fenómeno, como Carlo Brioschi en
su "Breve historia de la corrupción", han tenido que ponerse a cierta distancia
de algunos prejuicios. No ha habido, en efecto, ninguna época de la historia
sin una dosis de corrupción en los distintos ámbitos sociales y políticos. Y
esta extensión de la corrupción viene siempre acompañada de un secreto
sentimiento de culpa. Corrupción y sentimiento de culpa parecen así una pareja
inseparable. Entonces, cuando este vínculo se hace demasiado evidente, la
paradoja nos conduce hacia el polo opuesto: ¡todos corruptos, todos
culpables! Mire las primeras páginas de los periódicos de cada día. La
paradoja se mantiene en la medida en que creemos que la corrupción no supone en
ningún caso un sentimiento de culpa, sentimiento que según Freud es siempre
inconsciente. El ideal del corrupto, el corrupto perfecto sería alguien que no
sentiría culpa en ningún caso, es decir, un verdadero perverso. Los hay, es
cierto, pero no tantos como creemos entre los que se consideran social o
políticamente corruptos. Aunque cuando aparece alguno, también es cierto que no
hay quien lo pare. Por otra parte, el verdadero culpable, el que siente un
intenso sentimiento de culpa, no sabe nunca verdaderamente de qué es culpable,
como en los mejores personajes de Kafka. Tanto es así que existe una especie,
mucho más extendida de lo que creemos, diagnosticada por el mismo Freud
como delincuentes por culpabilidad. Son los que delinquen o se corrompen
para satisfacer un sentimiento inconsciente de culpa. Y los hay, se lo aseguro;
los psicoanalistas los escuchamos a veces en los divanes, pero también pueden
encontrarse casos en algunas historias de delincuentes conocidos, y en ejemplos
de corrupción política reciente.
¿Podría usted extender esa idea de que
en los países de tradición luterana los estragos de la corrupción son menores
que en los de tradición católica? Esa idea, ¿condenaría a los países del sur?
¿Y qué pasa en los Estados Unidos?
Parece un hecho constatado por encuestas de este
tipo, aunque no siempre sean ajenas a los fenómenos que pretenden denunciar con
la elaboración de sus "rankings" internacionales de corrupción. En todo caso, es
cierto que hay una importante diferencia entre la lógica del discurso católico
y la lógica del discurso protestante. La tradición católica de la confesión de
los pecados y de su posterior absolución -por supuesto, siempre en el ámbito del
sacramento de la confesión-, propicia sin duda la impunidad del goce. Puedo
permitirme mejor una falta si preveo su confesión y su posterior absolución,
algo absolutamente fuera de lugar en la tradición protestante, que abomina de
la confesión, especialmente de la confesión privada. Pero solemos ver hoy
también este fenómeno en el ámbito público de los medios de comunicación. Cada
vez queda mejor, por decirlo así, confesar públicamente ya sean los errores,
las faltas o los supuestos pecados. Y cuando no se hace o se intenta negar la
culpa, se paga un precio. El caso reciente del Rey Juan Carlos apareciendo en
la televisión española pidiendo disculpas con su "me he equivocado y no
volverá a ocurrir", después de haberse hecho pública su afición a la caza de elefantes,
es un ejemplo. En realidad, era un desplazamiento de los casos de corrupción
que han ido apareciendo en el seno de la propia familia real. Todo ello ha ido
a la par de la caída de uno de los semblantes -como decimos los
lacanianos-, uno de los símbolos mayores que sostuvo la llamada transición
democrática española. La disculpa pública, impensable en una monarquía de
antaño, ha tenido cierto efecto, entre patético y pacificador. El caso reciente
de François Hollande en Francia intentando separar lo público y lo privado con
el descubrimiento de su infidelidad, es un ejemplo inverso. De hecho, en
Francia, estos asuntos no eran antes tomados tan en serio. Las infidelidades de
Miterrand no produjeron tanto escándalo, y hasta su esposa pudo elogiarlas un poco: François
era así, era un seductor. En los temas vinculados con la corrupción está
ocurriendo algo similar. También se pasa a veces del mayor escándalo a la
complacencia más secreta. Hay cierta hipocresía social al respecto. En todo
caso, y para añadir más diferencias a las distintas tradiciones que articulan
faltas, corrupciones y culpas, no debemos dejar de lado al Japón, donde la
tradición shintoista implica una relación con el honor que puede hacer
imperdonable seguir viviendo después de haberse descubierto una falta por
corrupción. El honor japonés parece preferir el suicidio a la confesión o a la
impunidad del goce. Y hay que señalar que el fenómeno
llamado globalización está difuminando cada vez más las fronteras entre
países y tradiciones, entre costumbres del norte y costumbres del sur, entre
orientales y occidentales. Estamos ya en la época de la post-humanidad,
como ha dicho Jacques Alain Miller en alguna ocasión, donde la primera
corrupción, la más generalizada, sea tal vez la corrupción del lenguaje mismo a
escala global. Hay palabras que pierden su poder evocador, hasta de
interpretación.
Usted dice que el tráfico de influencias
o prebendas está sancionado socialmente (en las formaciones luteranas) pero
después dice que comprada la absolución, ésta puede tomar un matiz
mimético, sin respetar tradiciones.
El tráfico de influencias está sancionado
socialmente, incluso en el sentido de prohibido, pero en muchos casos también
está regulado de forma más o menos institucionalizada. A veces, forma parte de
manera explícita de lo que se da en llamar el sistema, y de ahí la idea
tan extendida de que no hay corrupción en el sistema sino que el
sistema es la corrupción. Pero no es por mimesis o imitación que eso
se propaga. Lo que los estudiosos del fenómeno llaman ley de
reciprocidad responde al hecho de que -especialmente en política económica
pero no sólo en ella-, no hay ningún favor desinteresado, nada se hace por
nada. Gozar de una prebenda estará entonces siempre justificado y la supuesta
reciprocidad se contagia entonces como un ideal muy singular, según el cual
cada uno piensa que debe gozar de lo mismo que goza el otro. ¡Si el otro puede
gozar de ello yo también! Este es por otra parte el principio de la publicidad,
y también el principio de la corrupción. Pero en realidad no hay nada tan
singular, tan irrepetible y tan inimitable como el goce de cada uno, empezando
por el goce sexual. Es lo que Jacques Lacan llamó el goce del Uno. Y esto es
algo que atraviesa siglos y tradiciones, lenguas y fronteras, y cada vez de
manera más rápida en nuestro mundo de realidades virtuales. Cuando uno ve en
qué se gastan a veces los beneficios de la corrupción, la cuestión tiene un
lado tragicómico. Es la inutilidad del goce.
Si la corrupción es un hecho de estructura,
¿será acaso porque el sistema de jerarquías que ordena una sociedad jamás es
igualitario?
Por supuesto, la jerarquía no será nunca
igualitaria. La corrupción puede entenderse por este sesgo, siguiendo un eje
vertical en las relaciones sociales de poder. Pero la corrupción es también y
sobre todo un fenómeno vinculado al reconocimiento entre pares, entre sujetos
de una misma clase, sea cual sea esa clase, siguiendo su horizontalidad y según
la ley de reciprocidad a la que antes aludíamos. Muchas veces,
la propuesta de corrupción es más una afirmación de igualdad y de
reconocimiento entre pares que no de afirmación de una diferencia en la
estructura jerárquica del poder. Hay aquí una paradoja difícil de
tratar: cuanto más homogéneo e igualitario se pretende un grupo, más
segregación interna se produce, más tendencia a la corrupción podrá encontrarse
entonces. Es algo que Lacan anticipó de manera sorprendente en los '60,
cuando el ideal comunitario, especialmente el de la Comunidad Europea, parecía
la promesa de una integración en condiciones ideales de igualdad, incluida
también la Europa del Este. El resultado es en la mayor parte de los casos una
feroz segregación interna y un aumento notable de las críticas a la corrupción
generalizada. Pero el mismo Claude Lévi Strauss se encontró un poco abucheado
al defender la necesaria diferencia y la separación de las poblaciones para
mantener una convivencia soportable entre formas de gozar diferentes. La
igualdad forzada por un lado retorna como diferencia segregada por el
otro. Parece un virus para el que no encontramos antídoto. El
psicoanálisis propone una ética del deseo, lo que supone siempre una pérdida de
goce, y eso es siempre una buena vacuna contra la corrupción.
¿Es
posible que los chinos se hayan contagiado también? ¿Cómo pensar una absolución
(un goce) comprado en la tradición confuciana?
Y sí, China ha entrando ya de lleno en el
contagio, no hay duda alguna. Y además de una manera que parece mucho más
eficaz, es decir, posiblemente mucho más arrasadora para la subjetividad de
nuestra época porque la propia transacción de bienes, por ejemplo, no es
entendida de la misma forma. Pruebe a negociar con un comerciante o con un
empresario chino, no terminará de saber nunca si se ha cerrado o no el acuerdo.
Tal vez la tradición del confucionismo, que según Max Weber toleraba mucho más
que otras tradiciones una gran variedad de cultos populares sin proponer un
sistema cerrado, esté en el principio de esta facilidad de contagio que es a la
vez signo de una gran flexibilidad. Pero aquí de nuevo, por muchas puertas al
campo que se quieran poner, como con el endurecimiento de la censura en
Internet por parte del gobierno chino, el contagio del lenguaje y de las formas
de goce está asegurado. Y veremos adónde nos llevará.
Usted seguro usted leyó la nota
sobre las fortunas que algunos jerarcas chinos han escondido en paraísos
fiscales. ¿Qué relación tiene esa cultura con la culpa y el goce?
La idea de que el nuevo comunismo chino
puede ser mucho más eficaz -eficaz también en el peor de los sentidos-, que
el viejo capitalismo occidental puede parecer sorprendente. Un
neocapitalismo de trabajadores ideales, dispuestos a trabajar masiva y
solidariamente sin sentirse explotados porque encuentran las promesas de su estado
realizadas de manera rápida, puede ser una maquinaria tan infernal como
efectiva. Lo interesante es que todo ello parecería fundarse en la eficacia de
un Estado-Padre que interviene sin contemplación en los mercados, sin dejarlos
seguir la pendiente de su supuesto principio de autorregulación, ese principio
del placer que se nos ha vendido en Occidente como la mejor de las leyes
del aparato psíquico-financiero. Y es cierto, el principio del placer, el
supuesto principio homeostático de los mercados, fracasa por definición, tal
como hemos comprobado de manera trágica durante estas últimas décadas. Es el
fracaso del principio del placer descubierto por Freud y del que Lacan extrajo
la nueva economía del goce, la economía de lo inútil. El fracaso del principio
del placer parece tener un vínculo con la crisis de los Estados-Padre. ¿Cómo no
evocar aquí ese declive de la "imago" paterna que Lacan
diagnosticaba hace unas cuantas décadas en Occidente como uno de los factores
más sintomáticos de su malestar? Pero tampoco hay nada bueno que esperar de cualquier intento de restauración de
esta figura de Un Padre, sea en el estado que sea. Tampoco en China. En
todo caso, hay algo que aprender, especialmente en la nueva y vieja Europa: era
más lógico haber partido de una unidad política que no de una comunidad
económica y monetaria como ha sucedido con el euro y los tratados de
Maastricht. Pero es también más prudente partir de la diversidad de las
identidades en juego que de la homogenización impuesta por la identificación
con Un Padre. La pluralización de los Nombres del Padre indicada por Lacan
como un dato de la clínica psicoanalítica es un signo de nuestra era.
¿Qué
incidencia puede tener el psicoanálisis en los ámbitos políticos y sociales?
¿Cuál sería la brújula del psicoanálisis en caso de plantearse tal incidencia?
Desde sus orígenes el psicoanálisis ha tenido
incidencia en el campo social bajo distintas perspectivas, no solamente en lo
que se refiere a la acción terapéutica y a las redes de salud, sino que ha tenido
también una incidencia en el ámbito social y cultural. Esto, sin duda, nos
retrotrae a Freud, nos induce a pensar en Lacan y en mayo del '68, que fue otro
gran momento en el que se notó esta incidencia. También nos hace pensar, en un
momento mucho más reciente, en la acción llevada a cabo por Jacques Alain
Miller en distintos frentes, ya sea a propósito de la liberación de la
psicoanalista iraní Mitra Kadivar o de la legislación sobre el matrimonio
homosexual en Francia.
¿Pero no
está usted refiriéndose a los grandes maestros del psicoanálisis?
No se reduce solamente a ellos, en efecto. Pero
estamos de acuerdo en afirmar que son momentos donde ha tomado más relieve una
acción de este tipo. Habría que estudiar bien la idea de acción, distinta por
una parte del acto analítico mismo, pero que no es tampoco la acción como la
que se produce en el activismo propio de un partido político, aunque tiene algo
que ver también con el auge actual de los movimientos sociales que vemos en
distintos lugares, especialmente en España. En la vida actual de la política
española se están viendo una serie de movimientos sociales que están tomando
muchas veces el relevo de lo que antes eran las acciones de los partidos
políticos. El problema que se presenta es saber qué forma de representación
política tomará esa acción. Es un debate muy interesante que se está
produciendo actualmente en España, pero no solamente allí sino también en otros
países de los distintos continentes. Con esto queremos decir que sin ser un
partido político la orientación lacaniana, podemos considerar a la AMP y al
Campo Freudiano una forma de acción, que llamamos acción lacaniana, que debe
tener su incidencia en los ámbitos políticos y sociales con una política que es
la política del síntoma. Tomamos en cuenta lo que podemos elaborar a partir de
la noción de "política del síntoma", que motivó para Lacan el hecho de que el
propio psicoanálisis estuviera a la cabeza de la política, como afirmó en su
texto “"Lituratierra". Se trata de la política en el sentido fuerte de la
palabra, del ordenamiento de la polis, de la ciudad, de lo que es la acción en
lo social y en lo cotidiano. Tenemos líneas fundamentales y acciones concretas
que ya se han llevado a cabo y que deben seguir desarrollándose.