En
su ensayo de 1991, "Modernity and ambivalence" (Modernidad y ambivalencia), Zygmunt
Bauman describe el comportamiento ambivalente de una sociedad con respecto a los
extranjeros migrantes, sociedad que, por un lado los admite con un cierto grado
de recelo debido a las diferencias culturales, mientras que, por otro lado, los
rechaza porque los considera socialmente impredecibles y marginales que viven
al margen de las normas comunes. Siendo él mismo un migrante ya que debió exiliarse
en varias oportunidades en distintas etapas de su vida, Bauman afirma que, en
la actualidad, aquellos que después de sobrevivir a guerras, pasar penurias de
todo tipo y cruzar una frontera con el afán de mejorar sus condiciones de vida,
son considerados “residuos humanos” sin ninguna función útil que desempeñar en el país
al que llegan y, por lo tanto, carecen de posibilidades de ser asimilados e
incorporados. La dialéctica de la
integración y expulsión de grupos sociales en la modernidad es uno de los temas
que ha volcado en una de sus últimas obras: "Moral blindness.
The loss of sensitivity in liquid modernity" (Ceguera moral. La pérdida de
sensibilidad en la modernidad líquida), ensayo en el que habla de la
incapacidad europea para afrontar las migraciones actuales, las que generan más
temores que solidaridad. Para Bauman, "los refugiados y los inmigrantes, que
vienen de 'lejos' pero se proponen establecerse, sólo son adecuados para
desempeñar un papel de efigie sobre la que se agita el espectro de las 'fuerzas
globales', temidas y aborrecidas porque actúan sin consultar antes a aquellos a
quienes va a afectar el resultado de su acción". Considera que los
"inmigrantes económicos" son remedos colectivos de la nueva élite en
el poder del mundo globalizado de la que tan generalizadamente se sospecha, y
con razón, que se trata del auténtico "malo" de la película. Tanto
los inmigrantes como esa élite no están ligados a ningún lugar y son furtivos e
impredecibles, y es precisamente en esta última donde están las raíces de la
precariedad actual de la condición humana. A continuación, la cuarta parte
del extracto de entrevistas realizadas a Bauman por diversos medios periodísticos, en la que el sociólogo polaco habla de la incapacidad
de muchos países para afrontar las migraciones actuales.
¿Quiénes son las nuevas víctimas de la desigualdad global en el contexto global actual?
El residuo humano es subproducto inevitable de la modernización. La doble intención del esfuerzo modernizador es imponerle orden a la desordenada contingencia y lograr "progreso económico" (producir bienes con menos costo y menos mano de obra). El ordenamiento hace que algunas personas sean "inadecuadas". Son un "descarte social" al que la sociedad es incapaz o reacia, o a la vez incapaz y reacia, de darle cabida. Por lo tanto, la modernización es también, inevitablemente, una era de migración masiva. Los migrantes son el principal "residuo humano" del nuevo contexto global. También son un tipo de residuo potencialmente tóxico para el cual todavía no se han diseñado plantas de reciclaje.
Parece que no somos capaces de afrontar el tema de los inmigrantes.
El volumen y la velocidad de la actual oleada migratoria es una novedad y un fenómeno. No es sorpresa que haya encontrado a los políticos y ciudadanos desprevenidos: material y espiritualmente. La imagen de miles de personas desarraigadas, acampadas en las estaciones provoca un shock moral y una sensación de alarma y angustia, como ocurre siempre en las situaciones en las que tenemos la impresión de que las cosas escapan a nuestro control. Pero si miramos bien los modelos sociales y políticos con los que se responde a las crisis, en la emergencia de inmigrantes, hay pocas novedades. Desde el inicio de la modernidad, los refugiados de la brutalidad de guerras y despotismo, de la vida sin esperanza, han golpeado nuestras puertas. Para la gente de este lado de la puerta, esas personas fueron siempre "extraños", "otros".
Entonces les tenemos miedo. ¿Por qué motivo?
Porque parecen terriblemente impredecibles en sus comportamientos, a diferencia de las personas con las que nos relacionamos en nuestra cotidianeidad y de quienes sabemos qué esperar. Los extranjeros podrían destruir las cosas que nos gustan y poner en riesgo nuestro modo de vida. De los extranjeros sabemos demasiado poco para poder leer sus modos de comportamiento, adivinar sus intenciones y qué van a hacer mañana. Nuestra ignorancia sobre qué debemos hacer en una situación que no controlamos es el mayor motivo de nuestro miedo.
¿El miedo lleva a buscar chivos expiatorios? ¿Por eso se habla de ellos como portadores de enfermedades? ¿Las enfermedades serían metáforas de nuestro malestar social?
En tiempos de una acentuada falta de certezas existenciales, de creciente precarización, en un mundo al borde de la desregulación, los nuevos inmigrantes son vistos como portadores de malas noticias. Nos recuerdan lo que hubiésemos preferido olvidar: hacen presente para nosotros hasta qué punto las fuerzas poderosas, globales, distantes de las que oímos hablar, pero que siguen siendo inefables para nosotros; hasta qué punto estas fuerzas misteriosas son capaces de determinar nuestras vidas, sin importar y desconociendo nuestras propias decisiones. Ahora, los nuevos nómades, los inmigrantes, víctimas colaterales de estas fuerzas, por una especie de lógica perversa terminan siendo percibidos como las vanguardias de un ejército hostil, tropas al servicio de las fuerzas misteriosas, y que están armando sus tiendas de campaña entre nosotros. Los inmigrantes nos recuerdan de una manera irritante cuán frágil es nuestro bienestar, que nos parece conseguido con mucho trabajo. Y para responder a la pregunta del chivo expiatorio: es un hábito, un uso humano, demasiado humano, acusar y castigar al mensajero, por el mensaje odioso del que es portador. Desviamos nuestra rabia desde las fuerzas elusivas y distantes de la globalización hacia sujetos, por así decir, "vicarios", hacia los inmigrantes, justamente.
¿Habla del mecanismo gracias al que crecen los consensos de las fuerzas políticas racistas y xenófobas?
Hay partidos acostumbrados a sacar su capital de votos oponiéndose a la "redistribución de las dificultades" (o de las ventajas), y esto rechazando compartir el bienestar de sus votantes con la parte menos afortunada de la nación, del país, del continente.
Una vez, en Europa, era la izquierda la que integraba a los inmigrantes, a través de organizaciones en el territorio, sindicatos, trabajo político…
Y ahora no hay más barrios de obreros, faltan las instituciones y las formas de integración de los trabajadores. Pero sobre todo, la izquierda, en su programa hace un guiño a la derecha con una promesa: vamos a hacer lo que hacen ustedes, pero mejor. Todas estas reacciones están lejos de las causas verdaderas de la tragedia de la que somos testigos. Estoy hablando, en efecto, de una retórica que no nos ayuda a que evitemos hundirnos más profundamente en las aguas turbias de la indiferencia y de la falta de humanidad. Todo esto es lo contrario al imperativo kantiano de no hacer al otro lo que no queremos que nos hagan.
¿Y ahora qué hay que hacer?
Se necesita de nosotros que podamos unir, no dividir. Sea cual sea el precio de la solidaridad con las víctimas colaterales y directas de las fuerzas de la globalización que reinan según el principio "divide et impera", sea cual sea el precio de los sacrificios que vamos a tener que pagar en lo inmediato, a largo plazo la solidaridad sigue siendo el único camino posible para dar una forma realista a la esperanza de contener futuros desastres y no empeorar la catástrofe en curso.
Hay quienes sostienen que no se puede "curar" la pobreza porque no es síntoma de capitalismo enfermo. Por el contrario, es señal de vigor y buena salud, de acicate para hacer mayores esfuerzos en pos de la acumulación...
Es una opinión lamentable; y no sólo porque los pobres necesitan y merecen toda la atención que podamos brindarles, sino también porque solemos transferir nuestros temores y ansiedades ocultos a la idea que tenemos de los pobres. Un análisis detenido del modo en que lo hacemos puede revelarnos algunos aspectos importantes de nosotros mismos. No es lo mismo ser pobre en una sociedad que empuja a cada adulto al trabajo productivo, que serlo en una sociedad que gracias a la enorme riqueza acumulada en siglos de trabajo puede producir lo necesario sin la participación de una amplia y creciente porción de sus miembros. Una cosa es ser pobre en una comunidad de productores con trabajo para todos; otra, totalmente diferente, es serlo en una sociedad de consumidores cuyos proyectos de vida se construyen sobre las opciones de consumo y no sobre el trabajo, la capacidad profesional o el empleo disponible. Si en otra época ser pobre significaba estar sin trabajo, hoy alude fundamentalmente a la condición de un consumidor expulsado del mercado. La diferencia modifica radicalmente la situación, tanto en lo que se refiere a la experiencia de vivir en la pobreza como a las oportunidades y perspectivas de escapar de ella.
La austeridad que están haciendo lo gobiernos, ¿puede resumirse así: pobreza para la mayoría y riqueza para unos pocos (los banqueros, los accionistas y los inversores)?
Para el habitante del primer mundo -ese mundo cada vez más cosmopolita y extraterritorial de los empresarios, los administradores de cultura y los intelectuales globales-, se desmantelan las fronteras nacionales tal como sucedió para las mercancías, el capital y las finanzas mundiales. Para el habitante del segundo, los muros de controles migratorios, leyes de residencia, políticas de "calles limpias" y "aniquilación del delito" se vuelven cada vez más altos; los fosos que los separan de los lugares deseados y la redención soñada se vuelven más anchos y los puentes, al primer intento de cruzarlos, resultan ser levadizos. Los primeros viajan a voluntad, se divierten mucho (sobre todo, si viajan en primera clase o en aviones privados), se les seduce o soborna para que viajen, se les recibe con sonrisas y brazos abiertos. Los segundos lo hacen subrepticia y a veces ilegalmente; en ocasiones pagan más por la superpoblada tercera clase de un bote pestilente y derrengado que otros por los lujos dorados de la "business class"; se les recibe con el entrecejo fruncido, y si tienen mala suerte los detienen y deportan apenas llegan.
En su libro "Mundo consumo" analiza la identidad atacada por un mundo escaso en valores éticos. ¿Es muy difícil conservar hoy la identidad laboral, cultural?
Este es un mundo incierto, expuesto a sorpresas desagradables tanto como agradables. Los vínculos humanos en los que nuestra identidad buscaba un refugio seguro son cada vez más frágiles y solubles. Necesitamos conciliar dos tareas incompatibles: hacer que nuestras identidades sean seguras y al mismo tiempo conservar la capacidad de convertirnos en otra persona. Combatimos en dos frentes simultáneamente: contra la amenaza constante de la exclusión y contra el peligro de "quedar fijados" cuando tantas personas a nuestro alrededor parecen estar en movimiento.
En 1960, el salario medio de un alto ejecutivo de Estados Unidos era doce veces mayor que el sueldo medio de un operario. En el 2000, esa desproporción ascendía a quinientas treinta veces. ¿Este mundo quién lo ha diseñado, Rockefeller?
Lo hemos diseñado las personas. El primer gran error que se suele cometer al analizar los fenómenos sociales consiste en creer que las cosas suceden porque sí, como si fueran fenómenos naturales. Falso. Somos los hombres y mujeres los que decidimos cómo vivimos, nada de lo que nos pasa nos viene dado de arriba, todo depende de nosotros. Las necesidades de hoy son el sedimento de las decisiones que se tomaron en el pasado.
¿Cuándo decidimos vivir en un mundo en el que los ricos iban a ser cada día más ricos y los pobres, más pobres?
Hay un momento clave: la década de los '70. La regulación de los mercados laborales que hubo en esos años cambió el panorama. Los sindicatos empezaron a perder fuerza, los trabajadores nos convertimos en competidores de los otros trabajadores y se rompió el equilibrio que había entre patrones y empleados.
¿Qué equilibrio?
Antiguamente, se temían pero se necesitaban. En los años '20, Henry Ford dobló el sueldo a sus operarios para que compraran los coches que fabricaban y, sobre todo, para tenerlos contentos y que no se fueran a la General Motors. Hoy los patrones están liberados de ese compromiso. Si el trabajador no acepta sus reglas, cierra la fábrica y se la lleva a China. Ante esto, la gente aguanta situaciones de desigualdad cada vez mayores, con el consuelo de ciertos mitos falsos.
¿Como cuáles?
El principal, el del crecimiento económico. Después de Margaret Thatcher, todos los líderes mundiales, igual de izquierdas que de derechas, abrazaron el dogma de que crecer era la solución de todos los problemas. De hecho, cuando no hay crecimiento entran en pánico. La mayoría de las economías llevan treinta años viendo aumentar su PIB, pero esto sólo ha servido para hacer más ricos a los ricos y que crezca la desigualdad entre estos y los pobres.
Se nos dice que no hay un modelo alternativo.
Cuando un grupo acepta una creencia como cierta, termina organizando su mundo para que sea congruente con ese pensamiento. Es decir: la realidad se adapta a esa idea, no al revés. Hemos asumido que el modelo liberal capitalista que tenemos es el único posible, pero no es cierto. Solo necesitaríamos reordenar los valores y las normas que nos guían para comprobarlo.
¿Cambiar los valores de la sociedad?
Imagine que nos rigiéramos por el patrón de la colaboración en vez de la competencia, que es la que gobierna nuestras relaciones humanas y económicas. Imagine que valoráramos más el orgullo del trabajo bien hecho que la acumulación de riquezas. Imagine que se pusieran de moda formas de buscar la felicidad que fueran más sencillas y menos caras que tener el último modelo de móvil o pasar la tarde en el centro comercial.
Pide usted mucha imaginación.
Cuesta verlo porque el mercado del consumo ha logrado colonizar todos los ámbitos de la actividad humana, incluido el amor. Hoy expresamos cariño comprando un anillo de brillantes. El padre que no puede pasar más tiempo con su hijo le compensa con un juguete. El consumismo se ha convertido en una virtud moral, la gente va a las tiendas a comprar tranquilizantes contra el sentimiento de culpa. Todo esto le viene muy bien a ese modelo que solo aspira a que el crecimiento del PIB sea unas décimas mayor.
Se escuchan voces que propician el retorno del humanismo. ¿Cómo le sienta esta idea?
Ojalá las cosas fueran tan simples como sugieren algunos filósofos. Este “retorno del individuo” refleja la tendencia actual a dejar a los hombres librados a su suerte, exhortarlos a buscar soluciones individuales a problemas de origen social y obligarlos a tratar, en vano, de aplicar esas soluciones con la ayuda de sus recursos individuales, magros. Entonces, todos somos "individuos por mandato del destino", pero la mayoría de nosotros bregamos por convertirnos en individuos de facto, es decir en personas capaces de autoafirmarse y controlar auténticamente su vida. A muchos de nosotros nos parece claro (y es profundamente frustrante) que los filósofos que toman la promesa de la autosuficiencia viven en las nubes: robustecen y perpetúan una ficción en lugar de ayudarnos a desenmascarar el engaño y el autoengaño en que se basa, y de permitirnos ver a través del engaño los verdaderos mecanismos sociales que moldean nuestro destino y frustran nuestros esfuerzos para cumplir con el mandato y hacer realidad la promesa.
¿Quiénes son las nuevas víctimas de la desigualdad global en el contexto global actual?
El residuo humano es subproducto inevitable de la modernización. La doble intención del esfuerzo modernizador es imponerle orden a la desordenada contingencia y lograr "progreso económico" (producir bienes con menos costo y menos mano de obra). El ordenamiento hace que algunas personas sean "inadecuadas". Son un "descarte social" al que la sociedad es incapaz o reacia, o a la vez incapaz y reacia, de darle cabida. Por lo tanto, la modernización es también, inevitablemente, una era de migración masiva. Los migrantes son el principal "residuo humano" del nuevo contexto global. También son un tipo de residuo potencialmente tóxico para el cual todavía no se han diseñado plantas de reciclaje.
Parece que no somos capaces de afrontar el tema de los inmigrantes.
El volumen y la velocidad de la actual oleada migratoria es una novedad y un fenómeno. No es sorpresa que haya encontrado a los políticos y ciudadanos desprevenidos: material y espiritualmente. La imagen de miles de personas desarraigadas, acampadas en las estaciones provoca un shock moral y una sensación de alarma y angustia, como ocurre siempre en las situaciones en las que tenemos la impresión de que las cosas escapan a nuestro control. Pero si miramos bien los modelos sociales y políticos con los que se responde a las crisis, en la emergencia de inmigrantes, hay pocas novedades. Desde el inicio de la modernidad, los refugiados de la brutalidad de guerras y despotismo, de la vida sin esperanza, han golpeado nuestras puertas. Para la gente de este lado de la puerta, esas personas fueron siempre "extraños", "otros".
Entonces les tenemos miedo. ¿Por qué motivo?
Porque parecen terriblemente impredecibles en sus comportamientos, a diferencia de las personas con las que nos relacionamos en nuestra cotidianeidad y de quienes sabemos qué esperar. Los extranjeros podrían destruir las cosas que nos gustan y poner en riesgo nuestro modo de vida. De los extranjeros sabemos demasiado poco para poder leer sus modos de comportamiento, adivinar sus intenciones y qué van a hacer mañana. Nuestra ignorancia sobre qué debemos hacer en una situación que no controlamos es el mayor motivo de nuestro miedo.
¿El miedo lleva a buscar chivos expiatorios? ¿Por eso se habla de ellos como portadores de enfermedades? ¿Las enfermedades serían metáforas de nuestro malestar social?
En tiempos de una acentuada falta de certezas existenciales, de creciente precarización, en un mundo al borde de la desregulación, los nuevos inmigrantes son vistos como portadores de malas noticias. Nos recuerdan lo que hubiésemos preferido olvidar: hacen presente para nosotros hasta qué punto las fuerzas poderosas, globales, distantes de las que oímos hablar, pero que siguen siendo inefables para nosotros; hasta qué punto estas fuerzas misteriosas son capaces de determinar nuestras vidas, sin importar y desconociendo nuestras propias decisiones. Ahora, los nuevos nómades, los inmigrantes, víctimas colaterales de estas fuerzas, por una especie de lógica perversa terminan siendo percibidos como las vanguardias de un ejército hostil, tropas al servicio de las fuerzas misteriosas, y que están armando sus tiendas de campaña entre nosotros. Los inmigrantes nos recuerdan de una manera irritante cuán frágil es nuestro bienestar, que nos parece conseguido con mucho trabajo. Y para responder a la pregunta del chivo expiatorio: es un hábito, un uso humano, demasiado humano, acusar y castigar al mensajero, por el mensaje odioso del que es portador. Desviamos nuestra rabia desde las fuerzas elusivas y distantes de la globalización hacia sujetos, por así decir, "vicarios", hacia los inmigrantes, justamente.
¿Habla del mecanismo gracias al que crecen los consensos de las fuerzas políticas racistas y xenófobas?
Hay partidos acostumbrados a sacar su capital de votos oponiéndose a la "redistribución de las dificultades" (o de las ventajas), y esto rechazando compartir el bienestar de sus votantes con la parte menos afortunada de la nación, del país, del continente.
Una vez, en Europa, era la izquierda la que integraba a los inmigrantes, a través de organizaciones en el territorio, sindicatos, trabajo político…
Y ahora no hay más barrios de obreros, faltan las instituciones y las formas de integración de los trabajadores. Pero sobre todo, la izquierda, en su programa hace un guiño a la derecha con una promesa: vamos a hacer lo que hacen ustedes, pero mejor. Todas estas reacciones están lejos de las causas verdaderas de la tragedia de la que somos testigos. Estoy hablando, en efecto, de una retórica que no nos ayuda a que evitemos hundirnos más profundamente en las aguas turbias de la indiferencia y de la falta de humanidad. Todo esto es lo contrario al imperativo kantiano de no hacer al otro lo que no queremos que nos hagan.
¿Y ahora qué hay que hacer?
Se necesita de nosotros que podamos unir, no dividir. Sea cual sea el precio de la solidaridad con las víctimas colaterales y directas de las fuerzas de la globalización que reinan según el principio "divide et impera", sea cual sea el precio de los sacrificios que vamos a tener que pagar en lo inmediato, a largo plazo la solidaridad sigue siendo el único camino posible para dar una forma realista a la esperanza de contener futuros desastres y no empeorar la catástrofe en curso.
Hay quienes sostienen que no se puede "curar" la pobreza porque no es síntoma de capitalismo enfermo. Por el contrario, es señal de vigor y buena salud, de acicate para hacer mayores esfuerzos en pos de la acumulación...
Es una opinión lamentable; y no sólo porque los pobres necesitan y merecen toda la atención que podamos brindarles, sino también porque solemos transferir nuestros temores y ansiedades ocultos a la idea que tenemos de los pobres. Un análisis detenido del modo en que lo hacemos puede revelarnos algunos aspectos importantes de nosotros mismos. No es lo mismo ser pobre en una sociedad que empuja a cada adulto al trabajo productivo, que serlo en una sociedad que gracias a la enorme riqueza acumulada en siglos de trabajo puede producir lo necesario sin la participación de una amplia y creciente porción de sus miembros. Una cosa es ser pobre en una comunidad de productores con trabajo para todos; otra, totalmente diferente, es serlo en una sociedad de consumidores cuyos proyectos de vida se construyen sobre las opciones de consumo y no sobre el trabajo, la capacidad profesional o el empleo disponible. Si en otra época ser pobre significaba estar sin trabajo, hoy alude fundamentalmente a la condición de un consumidor expulsado del mercado. La diferencia modifica radicalmente la situación, tanto en lo que se refiere a la experiencia de vivir en la pobreza como a las oportunidades y perspectivas de escapar de ella.
La austeridad que están haciendo lo gobiernos, ¿puede resumirse así: pobreza para la mayoría y riqueza para unos pocos (los banqueros, los accionistas y los inversores)?
Para el habitante del primer mundo -ese mundo cada vez más cosmopolita y extraterritorial de los empresarios, los administradores de cultura y los intelectuales globales-, se desmantelan las fronteras nacionales tal como sucedió para las mercancías, el capital y las finanzas mundiales. Para el habitante del segundo, los muros de controles migratorios, leyes de residencia, políticas de "calles limpias" y "aniquilación del delito" se vuelven cada vez más altos; los fosos que los separan de los lugares deseados y la redención soñada se vuelven más anchos y los puentes, al primer intento de cruzarlos, resultan ser levadizos. Los primeros viajan a voluntad, se divierten mucho (sobre todo, si viajan en primera clase o en aviones privados), se les seduce o soborna para que viajen, se les recibe con sonrisas y brazos abiertos. Los segundos lo hacen subrepticia y a veces ilegalmente; en ocasiones pagan más por la superpoblada tercera clase de un bote pestilente y derrengado que otros por los lujos dorados de la "business class"; se les recibe con el entrecejo fruncido, y si tienen mala suerte los detienen y deportan apenas llegan.
En su libro "Mundo consumo" analiza la identidad atacada por un mundo escaso en valores éticos. ¿Es muy difícil conservar hoy la identidad laboral, cultural?
Este es un mundo incierto, expuesto a sorpresas desagradables tanto como agradables. Los vínculos humanos en los que nuestra identidad buscaba un refugio seguro son cada vez más frágiles y solubles. Necesitamos conciliar dos tareas incompatibles: hacer que nuestras identidades sean seguras y al mismo tiempo conservar la capacidad de convertirnos en otra persona. Combatimos en dos frentes simultáneamente: contra la amenaza constante de la exclusión y contra el peligro de "quedar fijados" cuando tantas personas a nuestro alrededor parecen estar en movimiento.
En 1960, el salario medio de un alto ejecutivo de Estados Unidos era doce veces mayor que el sueldo medio de un operario. En el 2000, esa desproporción ascendía a quinientas treinta veces. ¿Este mundo quién lo ha diseñado, Rockefeller?
Lo hemos diseñado las personas. El primer gran error que se suele cometer al analizar los fenómenos sociales consiste en creer que las cosas suceden porque sí, como si fueran fenómenos naturales. Falso. Somos los hombres y mujeres los que decidimos cómo vivimos, nada de lo que nos pasa nos viene dado de arriba, todo depende de nosotros. Las necesidades de hoy son el sedimento de las decisiones que se tomaron en el pasado.
¿Cuándo decidimos vivir en un mundo en el que los ricos iban a ser cada día más ricos y los pobres, más pobres?
Hay un momento clave: la década de los '70. La regulación de los mercados laborales que hubo en esos años cambió el panorama. Los sindicatos empezaron a perder fuerza, los trabajadores nos convertimos en competidores de los otros trabajadores y se rompió el equilibrio que había entre patrones y empleados.
¿Qué equilibrio?
Antiguamente, se temían pero se necesitaban. En los años '20, Henry Ford dobló el sueldo a sus operarios para que compraran los coches que fabricaban y, sobre todo, para tenerlos contentos y que no se fueran a la General Motors. Hoy los patrones están liberados de ese compromiso. Si el trabajador no acepta sus reglas, cierra la fábrica y se la lleva a China. Ante esto, la gente aguanta situaciones de desigualdad cada vez mayores, con el consuelo de ciertos mitos falsos.
¿Como cuáles?
El principal, el del crecimiento económico. Después de Margaret Thatcher, todos los líderes mundiales, igual de izquierdas que de derechas, abrazaron el dogma de que crecer era la solución de todos los problemas. De hecho, cuando no hay crecimiento entran en pánico. La mayoría de las economías llevan treinta años viendo aumentar su PIB, pero esto sólo ha servido para hacer más ricos a los ricos y que crezca la desigualdad entre estos y los pobres.
Se nos dice que no hay un modelo alternativo.
Cuando un grupo acepta una creencia como cierta, termina organizando su mundo para que sea congruente con ese pensamiento. Es decir: la realidad se adapta a esa idea, no al revés. Hemos asumido que el modelo liberal capitalista que tenemos es el único posible, pero no es cierto. Solo necesitaríamos reordenar los valores y las normas que nos guían para comprobarlo.
¿Cambiar los valores de la sociedad?
Imagine que nos rigiéramos por el patrón de la colaboración en vez de la competencia, que es la que gobierna nuestras relaciones humanas y económicas. Imagine que valoráramos más el orgullo del trabajo bien hecho que la acumulación de riquezas. Imagine que se pusieran de moda formas de buscar la felicidad que fueran más sencillas y menos caras que tener el último modelo de móvil o pasar la tarde en el centro comercial.
Pide usted mucha imaginación.
Cuesta verlo porque el mercado del consumo ha logrado colonizar todos los ámbitos de la actividad humana, incluido el amor. Hoy expresamos cariño comprando un anillo de brillantes. El padre que no puede pasar más tiempo con su hijo le compensa con un juguete. El consumismo se ha convertido en una virtud moral, la gente va a las tiendas a comprar tranquilizantes contra el sentimiento de culpa. Todo esto le viene muy bien a ese modelo que solo aspira a que el crecimiento del PIB sea unas décimas mayor.
Se escuchan voces que propician el retorno del humanismo. ¿Cómo le sienta esta idea?
Ojalá las cosas fueran tan simples como sugieren algunos filósofos. Este “retorno del individuo” refleja la tendencia actual a dejar a los hombres librados a su suerte, exhortarlos a buscar soluciones individuales a problemas de origen social y obligarlos a tratar, en vano, de aplicar esas soluciones con la ayuda de sus recursos individuales, magros. Entonces, todos somos "individuos por mandato del destino", pero la mayoría de nosotros bregamos por convertirnos en individuos de facto, es decir en personas capaces de autoafirmarse y controlar auténticamente su vida. A muchos de nosotros nos parece claro (y es profundamente frustrante) que los filósofos que toman la promesa de la autosuficiencia viven en las nubes: robustecen y perpetúan una ficción en lugar de ayudarnos a desenmascarar el engaño y el autoengaño en que se basa, y de permitirnos ver a través del engaño los verdaderos mecanismos sociales que moldean nuestro destino y frustran nuestros esfuerzos para cumplir con el mandato y hacer realidad la promesa.