1. Sobre el materialismo histórico y el materialismo dialéctico
Hace algo
más de ciento cincuenta años, Karl Marx decía que la historia del desarrollo de
la sociedad humana es la historia de la sucesión de diversos sistemas
económicos, cada uno de los cuales actúa de acuerdo con sus propias leyes. La
comuna primitiva fue reemplazada o complementada por la esclavitud; la esclavitud
fue sucedida por la servidumbre con su superestructura feudal; el desarrollo
comercial de las ciudades llevó a Europa, en el siglo XVI, al orden
capitalista, el que pasó inmediatamente a través de diversas etapas. El pasaje
de un sistema al otro siempre es determinado por el aumento de las fuerzas
productivas, esto es, de la técnica y de la organización del trabajo. Hasta
cierto punto, los cambios sociales son de carácter cuantitativo y no alteran
las bases de la sociedad, es decir, las formas dominantes de la propiedad. Pero
se alcanza un nuevo punto cuando las fuerzas productivas maduras ya no pueden
contenerse más tiempo dentro de las viejas formas de la propiedad; entonces se
produce un cambio radical en el orden social, acompañado de conmociones. Marx predijo
que la socialización de los medios de producción sería la única solución del
colapso económico en el que debe culminar, inevitablemente, el desarrollo del
capitalismo, un colapso que, todo parece indicar, hoy tenemos a la vista.
Avezado tanto
en la obra de Adam Smith como en la de Georg W.F. Hegel, Marx partió de la
concepción de un mundo gobernado por leyes racionales de la naturaleza. Explica
el antes mencionado historiador inglés Edward H. Carr en “What is history?”
(¿Qué es la historia?) que “lo mismo que Hegel, pero esta vez de modo práctico
y concreto, operó la transición a la concepción de un mundo ordenado por leyes
que evolucionan siguiendo un pro-ceso racional, a consecuencia de la iniciativa
revolucionaria del hombre. En la síntesis final de Marx, la historia
significaba tres cosas, inseparables una de otra y que constituían un todo
racional y coherente: el devenir de los acontecimientos según leyes objetivas y
primordialmente económicas; el correspondiente desarrollo del pensamiento siguiendo
un proceso dialéctico; y la consiguiente acción en forma de lucha de clases que
reconcilia y une la teoría y la práctica de la revolución”. “El concepto
materialista de la historia -respaldó Trotsky- ha resistido perfectamente la
prueba de los hechos y los golpes de la crítica hostil. Constituye hoy uno de
los instrumentos más valiosos del pensamiento humano.
Lo que
Marx brindó en consecuencia fue una síntesis de leyes objetivas y acción
consciente para traducirlas a la práctica. Lo hizo mencionando constantemente
leyes a las que los hombres estaban sometidos sin darse cuenta de ello: “las
concepciones que acerca de las leyes de producción se formen en las mentes de
los agentes de la producción y de la circulación diferirán mucho de las leyes
reales”, decía en el tercer volumen de “Das capital” (El capital). Y en “Der
achtzehnte Brumaire des Louis Bonaparte” (El 18 Brumario de Luis Bonaparte)
hablaba de la “conciencia intelectual que, en un proceso empezado hace un
siglo, viene disolviendo todas las ideas tradicionales”. Sería el proletariado
quien habría de disolver la falsa conciencia de la sociedad capitalista, e
introduciría la conciencia verdadera de la sociedad sin clases. “Los filósofos
se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos -decía en las “Thesen
über Feuerbach” (Tesis sobre Feuerbach)- pero de lo que se trata es de
cambiarlo”. Así, “el proletariado se valdrá de su dominación política para
despojar paso a paso a la burguesía de todo capital, y concentrar todos los
medios de producción en las manos del Estado”, declaraba en el “Manifest der
Kommunistischen Partei” (Manifiesto del Partido Comunista).
Marx hizo
del trabajo humano el fundamento de todo el edificio. El contexto histórico en
el que hizo estas apreciaciones estaba signado por el auge de una sociedad
industrial capitalista que primaba la inversión sobre el consumo, es decir, el
capital sobre el trabajo. Existían excesivas jornadas laborales de entre
catorce y dieciséis horas con salarios bajos debido a la saturación del mercado
de la mano de obra, el que funcionaba según la ley de la oferta y la demanda,
según los principios liberales, rechazando cualquier intervención del Estado
que regulase las condiciones de trabajo de los asalariados. El cálculo
económico era establecido atendiendo al pleno rendimiento de los factores de
producción, la obtención de un máximo beneficio y un salario mínimo necesario
para que se pudiera renovar la fuerza de trabajo del obrero. La llegada del
maquinismo hizo aumentar enormemente el proceso de división del trabajo, el
obrero asalariado fue desplazando poco a poco a los artesanos y trabajadores a
domicilio. Pero el obrero se vio como un elemento aislado que no podía captar
el sentido total de aquel proceso.
El
economista alemán Jürgen Kuczynski (1904-1997) reflejó en su “Geschichte der
lage der arbeiter unter dem kapitalismus” (Historia de la condición de los
trabajadores bajo el capitalismo) cómo los trabajadores eran considerados
simples apéndices de las máquinas y se encontraban alineados de las
potencialidades intelectuales del trabajo: “La exaltación del maquinismo afectó
a todos los sectores. Como las características y precio la alejaron del alcance
del obrero individual, la máquina fue esencial para la aparición de la clase
obrera poseedora tan sólo de su fuerza de trabajo. El núcleo principal de los
denominados proletarios lo componían los obreros fabriles, pero también se
incluían a los mineros, albañiles, etcétera. Algunos trabajadores no
pertenecientes a esta gran industria (artesanos, tipógrafos, broncistas, etc.),
al ser dueños a veces de los medios de producción, fueron considerados como una
aristocracia obrera y, al conservar lazos de solidaridad dentro de las
asociaciones, constituyeron la elite rectora hasta la segunda mitad del siglo
XIX del movimiento obrero y fue muy importante su intervención en toda la
problemática de su clase”.
El
historiador español Francesc Ll. Cardona (1954) relata en su ensayo “Karl Marx.
El hombre y su mundo” como los obreros tenían que desenvolverse en medio de
durísimas condiciones materiales y sociales: “locales de trabajo insalubres,
dureza de la labor, excesivos horarios y una rígida disciplina, explotación de
mujeres y niños con salarios más bajos de lo que ya eran normalmente, mayor
competencia por ello y agravación del paro. Además, como las ciudades y zonas
industriales habían crecido de forma rápida y desmesurada tan sólo bajo el
empuje de la industrialización y sin ninguna planificación ni servicios
elementales de limpieza, abastecimiento de agua, sanidad y vivienda adecuadas
para la clase trabajadora, de regreso a su hogar, los obreros tenían que
soportar alojamientos lúgubres e insanos, deficiente alimentación y un cúmulo
de problemas familiares entre los que eran moneda corriente la enfermedad y el
consiguiente bajo rendimiento o pérdida de empleo, ya que el desamparo más
absoluto se desataba ante la enfermedad, el paro o la vejez”.
Uno de los
puntos más débiles del proletariado y cuya superación se estimó imprescindible
en el camino de la conquista de mejoras y libertades, fue su nula formación
cultural. Existían impuestos sobre el saber y presiones y dificultades de todo
tipo. En medio de éstas se abrieron algunos centros culturales dedicados al
proletariado y se editaron revistas como “Political Register” a cargo de
William Cobbett (1763-1835), un periodista radical que criticaba los efectos de
la industrialización en la Inglaterra rural. Sin embargo, los obreros
desconfiaban de estas instituciones patrocinadas por la pequeña burguesía al
descubrir que su finalidad era la de atraer sus votos. Simultáneamente, el
proceso de transformación económica expulsó a miles de personas de su hábitat
natural y el éxodo rural provocó un desordenado crecimiento urbano, lo que
contribuyó al aumento del vagabundeo y la mendicidad. Todo ello trajo aparejado
un aumento de la criminalidad, la violencia, el infanticidio, la prostitución,
el alcoholismo, lo que provocó en las clases acomodadas un efecto de rechazo
por las clases trabajadoras a las que se responsabilizó como peligrosas
generadoras de enfermedades y vicios, así como dispuestas siempre al motín y a
la insurrección.
La forma
de Marx de enfocar el estudio de esta realidad demuestra que su relación como
historiador con las causas tiene el mismo carácter doble y recíproco que la
relación que lo une a sus hechos. Las causas determinan su interpretación del
proceso histórico, y su interpretación determina la selección que de las causas
hace, y su modo de encauzarlas. La jerarquía de las causas, la importancia
relativa de una u otra causa o de este o aquel conjunto de ellas, tal es la
esencia de su interpretación. Pero, para hacerla, Marx desarrolló una teoría
filosófica que presenta la particularidad de estar constituida por dos
disciplinas científicas unidas una a otra por razones de principio, aunque
efectivamente distintas entre sí, ya que sus objetos son distintos: el materialismo
histórico y el materialismo dialéctico.
Tal como
expone Althusser en “Écrits philosophiques et politiques” (Escritos filosóficos
y políticos), el materialismo histórico es la ciencia de la historia. “Puede
ser definida con mayor precisión como la ciencia de los modos de producción, de
sus estructuras propias, de sus constituciones, de sus funcionamientos, y de
las formas de transición que hacen pasar de un modo de producción a otro. El
capital representa la teoría científica del modo de producción capitalista”.
Así, la historia es el resultado del modo en que los seres humanos organizan la
producción social de su existencia. En ella, dice Marx en “Grundrisse der
kritik der politischen ökonomie” (Contribución a la crítica de la economía
política), “los hombres entran en relaciones determinadas, necesarias e
independientes de su voluntad, en relaciones de producción que corresponden a un
grado determinado de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El
conjunto de estas relaciones constituye la estructura económica de la sociedad,
o sea, la base real sobre la cual se alza una superestructura jurídica y
política y a la cual corresponden formas determinadas de la conciencia social.
En general, el modo de producción de la vida material condiciona el proceso
social, político y espiritual de la vida. No es la conciencia de los hombres lo
que determina su ser, sino al contrario, su ser social es el que determina su
conciencia. En un determinado estadio de su desarrollo las fuerzas productivas
materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción
existentes o, por usar la equivalente expresión jurídica, con las relaciones de
propiedad dentro de las cuales se habían movido hasta entonces. De formas de
desarrollo que eran las fuerzas productivas, esas relaciones se convierten en
trabas de las mismas. Empieza entonces una época de revolución social”.
Tal es,
evocada de modo muy esquemático, la naturaleza de la primera de las dos
ciencias fundadas por Marx: el materialismo histórico. Pero, al fundar esta
ciencia de la historia, Marx fundó al mismo tiempo otra disciplina científica:
el materialismo dialéctico. “Aquí interviene -dice Althusser en la obra citada-
una diferencia de hecho. Mientras que Marx logró muy ampliamente desarrollar el
materialismo histórico, no pudo hacer lo mismo con el materialismo dialéctico,
sino únicamente echar sus bases, sea en rápidos esbozos, sea en textos
polémicos, en algún texto metodológico muy denso y en algunos pasajes de ‘El
capital’. Fueron las necesidades de la lucha ideológica en el terreno de la
filosofía las que llevaron a Engels y a Lenin a desarrollar más ampliamente los
principios esbozados por Marx del materialismo dialéctico. De todos modos,
ninguno de esos textos ni los textos de Engels y de Lenin, que son también, en
lo esencial, textos polémicos o textos de lectura, presentan un grado de
elaboración y de sistematicidad ni, por tanto, de cientificidad comparable de
lejos al grado de elaboración del materialismo histórico que encontramos en ‘El
capital’”.
El materialismo
dialéctico es una disciplina científica distinta al materialismo histórico. La
distinción entre estas dos disciplinas científicas reposa en la distinción de
sus objetos. El objeto del materialismo histórico está constituido por los
modos de producción, su constitución y sus transformaciones. El objeto del
materialismo dialéctico está constituido por lo que Engels llamó “la historia
del pensamiento”, o lo que Lenin denominó la historia del “paso de la
ignorancia al conocimiento”, o lo que Althusser designó como la “historia de la
producción de conocimientos”. La teoría del conocimiento, entendida de esta manera
-agrega precisamente el filósofo francés-, constituye el corazón de la
filosofía marxista. “Estudiando las condiciones reales de la práctica
específica que produce los conocimientos, la teoría filosófica marxista es
llevada necesariamente a definir la naturaleza de las prácticas no científicas
(prácticas ideológicas) y todas las prácticas reales sobre las cuales está
fundada la práctica científica y con las cuales está en relación (práctica de
la transformación de las relaciones sociales o práctica política; práctica de
transformación de la naturaleza o práctica económica). Esta práctica pone al
hombre en relación con la naturaleza, que es la condición material de su existencia
biológica y social”.
“Es por
esto que el materialismo es llamado dialéctico: la dialéctica, que expresa la
relación de la teoría con su objeto, la expresa no como la relación entre
términos simplemente distintos, sino como interior a un proceso de
transformación, de producción real, por consiguiente. Es esto lo que se afirma
al decir que la dialéctica es la ley de la transformación, del devenir de los
procesos reales (tanto de los procesos naturales y sociales como de los
procesos del conocimiento). Es en este sentido que la dialéctica marxista no
puede ser sino materialismo pues no expresa la ley de un puro proceso
imaginario o pensado, sino la ley de los procesos reales, que son ciertamente
distintos y relativamente autónomos pero que están todos fundados en última
instancia en los procesos de la naturaleza material”, concluye Althusser. El
materialismo dialéctico, entonces, considera que no existe más realidad
fundamental que la materia, pero la materia no es una realidad inerte sino
dinámica, que contiene en sí la capacidad de su propio movimiento como
resultado de la lucha de los elementos contrarios (siendo la contradicción la
esencia de la realidad) que se expresa en el movimiento dialéctico. “Todo
cambia completamente en cuanto consideramos las cosas en su movimiento, su
transformación, su vida, y en sus recíprocas interacciones -afirmaba Engels en ‘Herrn
Eugen Dührings umwälzung der wissenschaft’ (Anti-Dühring)-. Entonces tropezamos
inmediatamente con contradicciones. El mismo movimiento es una contradicción;
ya el simple movimiento mecánico local no puede realizarse sino porque un
cuerpo, en uno y el mismo momento del tiempo, se encuentra en un lugar y en
otro, está y no está en un mismo lugar. Y la continua posición y simultánea
solución de esta contradicción es precisamente el movimiento”.
La teoría
del materialismo dialéctico marxista remodeló su antecedente hegeliano sin
constituir su antítesis ni su prolongación. Si bien hubo incluso una corriente
marxista que entendió que el materialismo dialéctico, concebido como visión
general del mundo, era una extensión indebida de la teoría crítica al conjunto
de las ciencias naturales que provenía de una elaboración exclusiva de Engels
ajena a Marx ya que éste se concentró en el análisis socioeconómico, político e
histórico, la denominación de materialismo dialéctico continúa siendo adecuada
para caracterizar un procedimiento que ofrece grandes contribuciones para el
desarrollo actual de la economía política. La dialéctica no es sólo un método
para el estudio de la economía capitalista. Es, sobre todo, una concepción del
mundo y esta concepción es radicalmente diferente de las concepciones
anteriores porque no se separa metafísicamente de la realidad y de las ciencias
específicas que estudian aspectos diversos de esa realidad, sino que constituye
la generalización más amplia de sus resultados.
El
materialismo dialéctico, entonces, asume
consecuentemente el proceso sociohistórico. Pero aún más: el propio núcleo de
la filosofía marxista, o sea, la dialéctica es una concepción del movimiento,
del cambio y desarrollo de lo real, no sólo de sus cambios cuantitativos, sino
de la relación de estos con los cambios cualitativos y de las fuerzas que los
determinan las contradicciones inherentes a todo lo existente. Esta idea del
desarrollo que es la dialéctica la conforma como método del conocimiento que
nos conduce a la esencia de cualquier proceso y, en consecuencia, como guía
para la acción práctica que busca intervenir en él. Hoy, cuando la economía de
mercado difunde la ideología neoliberal como única verdad absoluta -una
ideología que trastoca los paradigmas educativos del lenguaje, fomenta la
alienación, destruye el medio ambiente y profundiza las inequidades sociales-,
los hechos, analizados desde el materialismo dialéctico lo posicionan a éste
como un método de investigación válido para acercarse al conocimiento y
descubrir la realidad, el mundo, la vida y la naturaleza, interpretar las
ciencias exactas y las ciencias humanas, y analizar los vertiginosos cambios
estructurales de la economía, la política y la sociedad.
Desde el
comienzo, la historia estuvo determinada por la escasez -dice Horkheimer en
“Gesellschaft im übergang” (Sociedad en transición)-. Los unos debían mandar,
los otros tirar de la carreta. Con el paulatino perfeccionamiento de los
utensilios, desde la azada hasta la máquina, pasando por el arado, pudieron las
tribus, países, Estados aumentar su sustento y filialmente seguir un género de
vida que correspondiera al desarrollo de sus energías. Con el perfeccionamiento
de los instrumentos, la orden se convirtió en directriz, en indicación. Marx y
Engels creían que había llegado ya la época en la que, a base de los nuevos
logros técnicos, el orden social ya no debía determinarse por la índole del
trabajo, como algo necesario y natural, señores o burgueses por un lado,
obreros por otro lado. Consideraban que las clases era algo ya superado. La
física, la química, la técnica, el saber que hacía posible el dominio de la
naturaleza había progresado tanto que el orden humano ya no debía ser dictado
por el rendimiento en el proceso de la producción, por la jerarquía, poder de
la posesión, autoridad. Si bien las instrucciones siguen siendo necesarias en
las realizaciones industriales, podía preverse un futuro en el que las
diferencias entre la dificultad de diversas funciones en la producción
carecerían de importancia, e incluso, serían intercambiables. Los sistemas de
gobierno, las condiciones de clase resultarán anticuados, irracionales, cuando
las fuerzas humanas, el saber, los instrumentos hayan progresado tanto que
pueda lograrse la producción de una vida abundante para todos sin
subordinación, sin injusticia”.
Trotsky
aseveraba que para un revolucionario el entrenamiento dialéctico de la mente es
tan necesario como ejercitar los dedos para un pianista. Es suposición previa
en la historia el que el hombre es capaz de sacar provecho -no que siempre lo
haga- de la experiencia de sus predecesores, y que el progreso descansa, en la
historia y frente a lo que ocurre con la evolución en la naturaleza, sobre la
transmisión del acervo así adquirido. Este legado incluye tanto los bienes
materiales como la capacidad de dominar, transformar y utilizar el mundo
circundante. Y desde luego ambos factores están estrechamente relacionados, y
reaccionan recíprocamente. Nada, ni las situaciones más complicadas, fueron ni
serán jamás definitivas. La historia presente lo demuestra. Aquí no se trata
del “fin de la historia” como se ha pretendido persuadirnos apelando al método
que el escritor irlandés Oscar Wilde (1854-1900) llamaba “pegar golpes bajos
intelectuales”, sino, por el contrario, de un comienzo de ésta, agitada y
manipulada como nunca, determinada y dirigida en un sentido único hacia un “pensamiento
único”, estructurada, a pesar de la eficacia elegante con que se lo disimula,
en torno de las ganancias de las clases dominantes. Algunos dicen que lo nuevo
no puede empezar antes de que haya llegado su tiempo. A lo mejor ya es tiempo
de cambiar el mundo, empezando por uno mismo, claro.