2. Sobre el socialismo científico
Fue en
Inglaterra donde originalmente se desarrolló el capitalismo y se produjeron las
más enconadas pugnas entre el capital y el trabajo. Las consecuencias
económicas fueron las primeras en percibirse. El aumento de la producción y la
riqueza se dieron de una forma concentrada dando como resultado el crecimiento
de las desigualdades sociales. Había surgido una estructura social nueva, más
compleja: la sociedad clasista. En la cúspide de la pirámide social se instaló
la burguesía, integrada por empresarios industriales y financieros, y en la
base el proletariado urbano y rural, compuesto por obreros de fábricas y
labriegos del campo respectivamente. Estos sufrieron en un principio la más
terrible de las miserias, aspecto de la Revolución Industrial que tan bien
retratara Charles Dickens (1812-1870) en muchas de sus novelas. A mediados del
siglo XIX, la industrialización se fue extendiendo a Bélgica, Francia, Alemania
y, lentamente, al resto de Europa y a Estados Unidos. Mientras esto ocurría, la
Rusia de los zares se encontraba en un estado de feudalismo agrario. Las
ciudades, salvo San Petersburgo, Moscú y, en menor medida, Nizhni Nóvgorod,
Omsk y Novosibirsk, estaban poco desarrolladas industrialmente. La base de la
economía era la agricultura, de la que vivía el 95% de la población. Pero la
tierra era propiedad del Estado y de los grandes terratenientes. Existía una
clase privilegiada conformada por el zar, su familia y su corte, la nobleza y
los magnates de la burocracia, de la casta militar y del clero. La clase media
estaba constituida por mercaderes, funcionarios, empleados y artesanos, y por debajo
de todos ellos, la clase más numerosa: los siervos campesinos y la plebe de las
ciudades.
La
servidumbre campesina intentó sublevarse una y otra vez contra la nobleza
terrateniente, la aristocracia urbana y la administración venal. Los intentos
más ostensibles en ese sentido fueron los encabezados por Stenka Razin
(1630-1671) a mediados del siglo XVII, y por Yemelyan Pugachev (1742-1775) en
el XVIII, las que, aunque fracasaron, pusieron en duda la estabilidad del
gobierno imperial. Por entonces la nobleza rusa había comenzado a interesarse
por la nueva corriente intelectual de la Europa liberal. En diciembre de 1825,
la muerte del zar y los titubeos de su dinastía para nombrar su sucesor, llevó
a un sector de la nobleza liderada por Pável Pestel (1793-1826) a encabezar un
levantamiento armado aprovechando el descontento de las masas populares que
luchaban contra el régimen feudal. La intención de los decembristas (tal el
nombre con el que pasaron a la historia) era aniquilar la autocracia, poner fin
a la arbitrariedad, al feudalismo, establecer las libertades democráticas e
implantar la república. La insurrección, tras algunas escaramuzas en San
Petersburgo, fue desbaratada por las tropas fieles al gobierno. De todas
maneras, el movimiento decembrista influyó poderosamente sobre las siguientes
generaciones de revolucionarios rusos.
Para el antes
mencionado historiador y teórico anarquista holandés Arthur Lehning existe un
rasgo característico de la evolución de Rusia: “las ideas de reforma política
siempre estuvieron ligadas a las ideas de reforma económica. Más aún, se puede
afirmar que esta concepción de una revolución económica, en oposición a una
revolución política, constituyó el principio rector, el carácter esencial de
las ideas socialistas revolucionarias que se desarrollaron en Rusia en la
segunda mitad del siglo XIX”. El sentimiento de que toda revolución que no sea
social supone sólo un cambio de nombre y de que toda reforma, todo intento por
modificar la vida de la sociedad, es consecuencia, en realidad, de la
transformación de la economía, fue el rasgo característico de la corriente
socialista que en el decenio de 1870 se desarrolló bajo la influencia de las
doctrinas de Proudhon que Mikhail Bakunin (1814-1876), uno de los teóricos más
importantes del anarquismo y prácticamente el primer gran impulsor de esta
ideología como movimiento político y popular, llevó adelante a través de la
organización Zemli i Volia. Ésta, al igual que otros grupos socialistas
posteriores, surgió del movimiento nacido unos pocos años antes llamado
Naródnichestvo. Sus integrantes, los narodniki, creían que Rusia tendría una
evolución particular y que, a diferencia de la Europa occidental, podría
ahorrarse la fase capitalista en la marcha hacia el socialismo. En 1863 el filósofo
y escritor ruso Nikolái Chernyshevski (1828-1889) publicó la novela “Chto
delat'?” (¿Qué hacer?) en la que sentó los principios de un movimiento nacido
en esa época, a cuyo avance contribuyó mucho el propio autor y cuyas
características, al bautizarlo con el nombre de nihilista, expuso Iván
Turguénev (1818-1883) en su célebre novela “Otcy i deti” (Padres e hijos).
Era éste
un movimiento de rebeldía de la juventud rusa contra las convenciones de la
sociedad y contra toda autoridad; un movimiento revolucionario y cultural, ateo
y socialista, orientado a una nueva concepción del mundo y de la vida, cuya
base social estaba formada por intelectuales que centraban la atención sobre la
cuestión agraria. Pronto aparecieron numerosas sociedades secretas y grupos que
abogaban no sólo por la abolición de la servidumbre, sino también por la
emancipación total. La libertad, conforme la definía el liberalismo de la
Europa occidental, “no garantiza en absoluto la independencia del individuo
-escribió Chernyshevski-; quien depende de otros para asegurarse la
subsistencia no es libre, pese a cuanto digan las leyes, y por eso la libertad
política debe completarse con la liberación económica”. El más conocido de esos
grupos fue el Círculo Tchaikovsky que tuvo gran influencia sobre la evolución
de las ideas revolucionarias y del que formó parte, entre otros, Piotr
Kropotkin (1842-1921), otro de de los principales teóricos del movimiento
anarquista y fundador de la escuela del anarcocomunismo. El objetivo de este
círculo era una revolución agraria que no se limitase a la conquista de la
tierra sino que, además, condujese a la propiedad colectiva tras la abolición
de la propiedad privada de fincas y campos.
“El primer
punto -y el más importante- del programa socialista deberá ser la proclamación
de la necesidad de destruir el abominable imperio de los zares”, escribió
Bakunin. La idea de que el camino de la liberación social debía pasar
forzosamente por la destrucción del Estado tuvo gran influencia sobre el
movimiento socialista revolucionario de la década de 1870 y fue su rasgo
característico. El socialismo utópico, que hasta entonces había ejercido una
gran influencia en los teóricos socialistas con su aspiración a cambiar el
modelo de civilización de forma gradual y pacífica sin enfrentarse a la clase
dominante en la creencia de que podía encontrarse una unidad de intereses entre
oprimidos y opresores, llevó a socialistas utópicos y anarquistas a sostener
vivísimas polémicas y luchas. Fue Engels quien impulsó la corriente de
pensamiento que denominó socialismo científico en su obra “Die entwicklung des
sozialismus von der utopie zur wissenschaft” (Del socialismo utópico al
socialismo científico) publicada en 1880 en Londres. Con esta denominación
buscó diferenciarse de los socialistas utópicos, a quienes criticó por no haber
planteado una lucha frontal contra la burguesía capitalista aunque les
reconoció el hecho de haber logrado avanzar en la caracterización de la
sociedad burguesa. Henri de Saint-Simon (1760-1825), Robert Owen (1771-1858), Charles
Fourier (1772-1837), todos ellos habían contribuido a construir los ladrillos
necesarios para edificar el socialismo científico. Pero, a pesar de su profunda
crítica de la sociedad capitalista, no habían entendido cómo esa sociedad
podría generar aquellas fuerzas que la destruirían. Para Engels, la doctrina
socialista utópica era una doctrina que, por una parte proponía objetivos
socialistas a la acción de los hombres, pero por otra estaba basada en principios
no científicos, principios de inspiración religiosa, moral o jurídica, es decir,
sobre principios ideológicos.
“La
naturaleza ideológica de su fundamento teórico es decisiva -dice Althusser en
“Théorie, pratique théorique et formation théorique. Idéologie et lutte
idéologique” (Práctica teórica y lucha ideológica)-, pues repercute sobre la
concepción que toda doctrina socialista utópica se haga, no solamente de los
fines del socialismo, sino también de los medios de acción a emplear para
obtener esos fines. La doctrina socialista utópica define así los fines del
socialismo, es decir, la sociedad socialista del porvenir por categorías
morales y jurídicas; habla del reino de la igualdad y de la fraternidad de los
hombres y traduce estos principios morales y jurídicos en principios económicos
tan utópicos como los anteriores, o sea ideológicos, ideales e imaginarios: por
ejemplo, el reparto integral de los productos del trabajo entre los
trabajadores, el igualitarismo económico, la negación de toda ley económica, la
desaparición inmediata del Estado. De la misma manera define los medios
económicos y políticos utópicos, ideológicos e imaginarios, como los medios
adecuados para realizar el socialismo: cooperación obrera de Owen, los
falansterios de los discípulos de Saint Simon, la banca popular de Proudhon en
el terreno económico, o la educación y la reforma moral en el terreno político,
etc., cuando no se trata de la conversión al socialismo del jefe del Estado. Al
hacerse una representación ideológica tanto de los fines como de los medios del
socialismo, las doctrinas del socialismo utópico son, como lo ha demostrado muy
nítidamente Marx, prisioneras de los principios económicos, jurídicos, morales
y políticos de la burguesía y de la pequeña burguesía: es por ello que no
pueden verdaderamente salir del sistema burgués, no pueden ser verdaderamente
revolucionarios. Permanecen anarquistas o reformistas”.
“La
doctrina marxista, por el contrario, es científica -define Althusser-. Esto
quiere decir que no se contenta con aplicar los principios morales y jurídicos
burgueses existentes (libertad, igualdad, fraternidad, justicia) a la realidad
burguesa existente para criticarla sino que critica tanto estos principios
morales y jurídicos existentes como el sistema económico-político existente. Esta
crítica general reposa entonces sobre otros principios que no son los ideológicos
(religiosos, morales y jurídicos)
existentes: reposa sobre el conocimiento científico del conjunto del
sistema burgués existente, tanto de su sistema económico-político como de sus
sistemas ideológicos. Reposa sobre el conocimiento de este conjunto, que
constituye una totalidad orgánica, cuya economía, política e ideología son
‘niveles’, ‘instancias’ orgánicas, articulados unos sobre otros según leyes
específicas. Este conocimiento permite definir los objetivos del socialismo, y
concebirlo como un nuevo modo de producción determinado que sucederá al modo de
producción capitalista, concebir sus
determinaciones propias, la forma precisa de sus relaciones de producción. Permite
también definir los medios de acción propios para ‘hacer la revolución’, medios
que se basan en la naturaleza de la necesidad del desarrollo histórico, en el
papel determinante en última instancia de la economía en este desarrollo, en el
papel decisivo de la lucha de clases en las transformaciones económico-sociales
y en el papel de la conciencia y de la organización en la lucha política”.
El
filósofo argentino Mario Bunge (1919) hace en “La ciencia, su método y su
filosofía” un distingo entre las ciencias formales o ideales y las fácticas o
materiales, incluyendo a la lógica y la matemática entre las primeras y a la
física, la química, la fisiología, la biología, la sociología, la psicología y
la economía entre las segundas. Mientras los enunciados de las ciencias
formales consisten en relaciones entre signos, los enunciados de las ciencias
fácticas se refieren a sucesos y procesos. Así, “las ciencias formales
demuestran o prueban; las ciencias fácticas verifican hipótesis que en su
mayoría son provisionales. La demostración es completa y final; la verificación
es incompleta y por eso temporaria. La naturaleza misma del método científico
impide la confirmación final de las hipótesis fácticas”. La obra de Marx ha
sido entendida de modos muy diversos: como una concepción del mundo, una
filosofía, una antropología filosófica, un modo de explicar y cambiar la
historia, una serie de normas para la acción política que debe variar de
acuerdo con las circunstancias históricas, una ideología, etc., pero también como
una ciencia económica, histórica y sociológica. Lo que no debe dejar de
considerarse es que, a lo largo de su vida, fueron cambiando sus intereses
intelectuales, los que pautaron la continuidad o no de su propio pensamiento.
En ese sentido, su obra puede ser vista como la evolución de un filósofo
ideólogo en su juventud hasta llegar a ser un economista y sociólogo en su
madurez. Es decir, el paso de un punto de vista ideológico a una posición
científica. Esta visión, por cierto controvertida, es minimizada por el
filósofo español José Ferrater Mora (1912-1991) quien, aunque reconoce que
puede haber algunas diferencias entre los ambos Marx, “los intereses del Marx
maduro de la ‘Crítica de la economía política’ y de ‘El capital’ no parecen
ajenos a los del joven Marx, especialmente el de ‘Manuscritos económicos y
filosóficos de 1844’, cuando menos en la medida en que en éste se desarrolla
también un esfuerzo por comprender la alienación real que caracteriza el
trabajo desde el momento en que cesa de funcionar el comunismo primitivo.
Además, la estrecha relación entre teoría y práctica y la decidida negación de
un abismo entre hechos y valores constituyen supuestos que parecen constantes
en todas las fases del pensamiento de Marx”.
La
historia de la ciencia social nos muestra que ésta consiste en una serie de
verdades relativas provisorias que se van produciendo, estimuladas por el
desarrollo de necesidades humanas prácticas, y que a su vez demuestran su
verdad
en la
práctica, al posibilitar la ejecución de tareas determinadas. Por lo tanto,
esta ciencia es un producto de su época y está en continua evolución, poniendo
de relieve la distancia que media entre las representaciones y las realidades.
Sirve para entender cómo operan las estructuras sociales, cómo funciona el
poder, cómo determina y condiciona la vida de los ciudadanos y, al no hablar
desde el poder sino sobre el poder, es problematizadora. Marx no hacía
experimentos. Tal como decía en la introducción a “Das kapital” (El capital),
en sus investigaciones no se podía ayudar ni del microscopio ni de los
reactivos químicos; la fuerza de abstracción tenía que suplir a ambos. “Poco
antes de la revolución de 1848 y en estrecha relación con la fermentación
revolucionaria de Europa -escribió el ya aludido filósofo francés Henri
Lefebvre en “Le marxisme” (El marxismo)-, Marx percibió las grandes líneas de
este vasto sistema teórico que llevaría el nombre de marxismo. Primero
desarrolló y profundizó sus tesis fundamentales, en medio de una indiferencia
casi general y en un aislamiento casi absoluto. Particularmente durante los
trabajos preparatorios de ‘El Capital’ y mientras realizaba el descubrimiento
de la plusvalía, Engels fue casi el único en sostener a su amigo, material y
espiritualmente. Desde que la influencia y el reinado del marxismo comenzaron a
imponerse, desde la época de la Primera Internacional, se multiplicaron las
interpretaciones erróneas o tendenciosas”.
Lefebvre
entiende que Marx fundó un socialismo científico basándose en una sociología
científica, en una historia, en una teoría económica y política. Y añade: “La
primera regla para comprender el pensamiento de Marx es la que prescribe
Descartes, es decir, la primera regla de todo método científico: evitar
cuidadosamente la precipitación y la prevención; eliminar los prejuicios y
procurar no pronunciarse demasiado de prisa, antes de haber llegado a
comprender tan clara y distintamente que ya no hay razón alguna para poner en
duda la cuestión de que se trata. El marxismo, pues, es una ciencia y, por
ello, no teme este método racional de examen y estudio. Más aún, lo exige. Para
comprender el marxismo, lo difícil es dejar de lado los prejuicios que para
cada uno de nosotros puedan haberse ligado a las propias experiencias humanas y
sociales, sin dejar de lado estas mismas experiencias sino, por el contrario,
reasumiéndolas, ampliándolas, comprendiéndolas y elevándolas al rango de
conocimiento”. Para el filósofo francés Alain Badiou (1937), la originalidad de
Marx estriba en que supo comprender la importancia de los fenómenos económicos
a través del materialismo histórico y se esforzó por avanzar en el conocimiento
a través del materialismo dialéctico. “Las ideas, como las estudiaba Marx, son
el mundo real, material, expresado y reflejado en la cabeza de los hombres. El
método dialéctico no considera abstractamente los elementos abstractos -dice en
“Le (re)commencement du matérialisme dialectique” (El [re]comienzo del
materialismo dialéctico)-, y se realizan mediante la confrontación de tesis
opuestas: el pro y el contra, el sí y el no, la afirmación y la crítica.
Distinguir claramente el materialismo histórico y el materialismo dialéctico,
la ciencia de la historia y la ciencia de la cientificidad de las ciencias, es
apreciar la medida de Marx y en consecuencia asignarle su justo lugar, su doble
función científica y científico-filosófica”.
La física
y escritora cubana Celia Hart Santamaría (1963-2008) escribió en un artículo
publicado en la revista “Alternativa Socialista” n° 506 en 2009, que “el
descubrimiento del origen de la explotación capitalista es una verdad
científica del mismo
valor y de la misma objetividad que el movimiento de traslación de la Tierra en
torno al Sol. No necesitamos a Einstein para que nos explique a través de la
Ley de la Relatividad General y las geodésicas, la causa por la que pasamos del
verano al otoño. Newton es más que suficiente. Los resultados son idénticos y
las matemáticas infinitamente más sencillas. No necesitamos entender los huecos
negros o las teorías de Hawking para colocar un satélite en órbita. Puede ser
que las comunicaciones, la informática etc., hayan complicado un tanto la
realidad del capitalismo moderno, pero la esencia (el pollo del arroz con
pollo), sigue siendo la misma que hace siglos atrás. No hacen falta los
‘economistas cuánticos’ o la ‘matemática tensorial’ para explicarnos el origen
de la explotación y la depauperación del sistema capitalista en la actualidad.
El llamado socialismo del siglo XXI es equivalente a decir que debemos
construir un avión del siglo XXI. Pero ese avión deberá vencer la gravedad como
hizo el del siglo XX. Habrá que fabricar aviones más cómodos, rápidos y
seguros, pues las exigencias del siglo XXI difieren de las del siglo XX, pero
la razón última de una pieza que deba vencer la gravedad es la misma y seguirá
siendo la misma hasta el que colapse el planeta”.
En “Farewell to the classic labour movement? (¿Adiós al movimiento
obrero clásico?), Eric Hobsbawm se preguntaba: “¿Quién sabe realmente qué nos
deparará el futuro? ¿Quién llega siquiera a pensar que lo sabe, aparte de los
musulmanes, los cristianos, los judíos y otros fanáticos irracionalistas cuyo
número sigue aumentando precisamente porque sólo la fe ciega parece fiable en
un mundo en que todos han perdido el norte? ¿Conocen su futuro en Estados
Unidos, donde están atemorizados por el fantasma del declive económico y político?
¿Lo saben en Roma, donde pese a todos los esfuerzos la Iglesia católica se está
desmoronando? ¿Lo saben en Jerusalén, donde el sueño de la liberación nacional
del judaísmo se está hundiendo bajo los bastones de los soldados israelíes? Es
obvio que no lo saben en Moscú, ni alardean de ello. Y los economistas -los teólogos
de nuestro tiempo, disfrazados como expertos técnicos- ¿lo saben? Evidentemente
no”.
Seguramente,
si Trotsky hubiese vivido lo suficiente como para ver el mundo de nuestros días
habría modificado algunas de sus ideas y, casi con seguridad, al ver que la
producción no planificada e incontrolada de valores de cambio, sobre todo en
unos pocos países capitalistas desarrollados, pone al propio entorno físico del
planeta -y con él a la vida humana en su totalidad- en un peligro inmediato,
consideraría que todo ello reforzaría los argumentos a favor de la necesaria
superación del sistema, bien mediante otro sistema, o bien mediante un
retroceso a las épocas oscuras.