3 de noviembre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (XV) 3º parte. Bosquejo ontológico

Rudimentos (como intento de comprensión)
2. Sobre el socialismo científico

Fue en Inglaterra donde originalmente se desarrolló el capitalismo y se produjeron las más enconadas pugnas entre el capital y el trabajo. Las consecuencias económicas fueron las primeras en percibirse. El aumento de la producción y la riqueza se dieron de una forma concentrada dando como resultado el crecimiento de las desigualdades sociales. Había surgido una estructura social nueva, más compleja: la sociedad clasista. En la cúspide de la pirámide social se instaló la burguesía, integrada por empresarios industriales y financieros, y en la base el proletariado urbano y rural, compuesto por obreros de fábricas y labriegos del campo respectivamente. Estos sufrieron en un principio la más terrible de las miserias, aspecto de la Revolución Industrial que tan bien retratara Charles Dickens (1812-1870) en muchas de sus novelas. A mediados del siglo XIX, la industrialización se fue extendiendo a Bélgica, Francia, Alemania y, lentamente, al resto de Europa y a Estados Unidos. Mientras esto ocurría, la Rusia de los zares se encontraba en un estado de feudalismo agrario. Las ciudades, salvo San Petersburgo, Moscú y, en menor medida, Nizhni Nóvgorod, Omsk y Novosibirsk, estaban poco desarrolladas industrialmente. La base de la economía era la agricultura, de la que vivía el 95% de la población. Pero la tierra era propiedad del Estado y de los grandes terratenientes. Existía una clase privilegiada conformada por el zar, su familia y su corte, la nobleza y los magnates de la burocracia, de la casta militar y del clero. La clase media estaba constituida por mercaderes, funcionarios, empleados y artesanos, y por debajo de todos ellos, la clase más numerosa: los siervos campesinos y la plebe de las ciudades.
La servidumbre campesina intentó sublevarse una y otra vez contra la nobleza terrateniente, la aristocracia urbana y la administración venal. Los intentos más ostensibles en ese sentido fueron los encabezados por Stenka Razin (1630-1671) a mediados del siglo XVII, y por Yemelyan Pugachev (1742-1775) en el XVIII, las que, aunque fracasaron, pusieron en duda la estabilidad del gobierno imperial. Por entonces la nobleza rusa había comenzado a interesarse por la nueva corriente intelectual de la Europa liberal. En diciembre de 1825, la muerte del zar y los titubeos de su dinastía para nombrar su sucesor, llevó a un sector de la nobleza liderada por Pável Pestel (1793-1826) a encabezar un levantamiento armado aprovechando el descontento de las masas populares que luchaban contra el régimen feudal. La intención de los decembristas (tal el nombre con el que pasaron a la historia) era aniquilar la autocracia, poner fin a la arbitrariedad, al feudalismo, establecer las libertades democráticas e implantar la república. La insurrección, tras algunas escaramuzas en San Petersburgo, fue desbaratada por las tropas fieles al gobierno. De todas maneras, el movimiento decembrista influyó poderosamente sobre las siguientes generaciones de revolucionarios rusos.


Para el antes mencionado historiador y teórico anarquista holandés Arthur Lehning existe un rasgo característico de la evolución de Rusia: “las ideas de reforma política siempre estuvieron ligadas a las ideas de reforma económica. Más aún, se puede afirmar que esta concepción de una revolución económica, en oposición a una revolución política, constituyó el principio rector, el carácter esencial de las ideas socialistas revolucionarias que se desarrollaron en Rusia en la segunda mitad del siglo XIX”. El sentimiento de que toda revolución que no sea social supone sólo un cambio de nombre y de que toda reforma, todo intento por modificar la vida de la sociedad, es consecuencia, en realidad, de la transformación de la economía, fue el rasgo característico de la corriente socialista que en el decenio de 1870 se desarrolló bajo la influencia de las doctrinas de Proudhon que Mikhail Bakunin (1814-1876), uno de los teóricos más importantes del anarquismo y prácticamente el primer gran impulsor de esta ideología como movimiento político y popular, llevó adelante a través de la organización Zemli i Volia. Ésta, al igual que otros grupos socialistas posteriores, surgió del movimiento nacido unos pocos años antes llamado Naródnichestvo. Sus integrantes, los narodniki, creían que Rusia tendría una evolución particular y que, a diferencia de la Europa occidental, podría ahorrarse la fase capitalista en la marcha hacia el socialismo. En 1863 el filósofo y escritor ruso Nikolái Chernyshevski (1828-1889) publicó la novela “Chto delat'?” (¿Qué hacer?) en la que sentó los principios de un movimiento nacido en esa época, a cuyo avance contribuyó mucho el propio autor y cuyas características, al bautizarlo con el nombre de nihilista, expuso Iván Turguénev (1818-1883) en su célebre novela “Otcy i deti” (Padres e hijos).
Era éste un movimiento de rebeldía de la juventud rusa contra las convenciones de la sociedad y contra toda autoridad; un movimiento revolucionario y cultural, ateo y socialista, orientado a una nueva concepción del mundo y de la vida, cuya base social estaba formada por intelectuales que centraban la atención sobre la cuestión agraria. Pronto aparecieron numerosas sociedades secretas y grupos que abogaban no sólo por la abolición de la servidumbre, sino también por la emancipación total. La libertad, conforme la definía el liberalismo de la Europa occidental, “no garantiza en absoluto la independencia del individuo -escribió Chernyshevski-; quien depende de otros para asegurarse la subsistencia no es libre, pese a cuanto digan las leyes, y por eso la libertad política debe completarse con la liberación económica”. El más conocido de esos grupos fue el Círculo Tchaikovsky que tuvo gran influencia sobre la evolución de las ideas revolucionarias y del que formó parte, entre otros, Piotr Kropotkin (1842-1921), otro de de los principales teóricos del movimiento anarquista y fundador de la escuela del anarcocomunismo. El objetivo de este círculo era una revolución agraria que no se limitase a la conquista de la tierra sino que, además, condujese a la propiedad colectiva tras la abolición de la propiedad privada de fincas y campos.


“El primer punto -y el más importante- del programa socialista deberá ser la proclamación de la necesidad de destruir el abominable imperio de los zares”, escribió Bakunin. La idea de que el camino de la liberación social debía pasar forzosamente por la destrucción del Estado tuvo gran influencia sobre el movimiento socialista revolucionario de la década de 1870 y fue su rasgo característico. El socialismo utópico, que hasta entonces había ejercido una gran influencia en los teóricos socialistas con su aspiración a cambiar el modelo de civilización de forma gradual y pacífica sin enfrentarse a la clase dominante en la creencia de que podía encontrarse una unidad de intereses entre oprimidos y opresores, llevó a socialistas utópicos y anarquistas a sostener vivísimas polémicas y luchas. Fue Engels quien impulsó la corriente de pensamiento que denominó socialismo científico en su obra “Die entwicklung des sozialismus von der utopie zur wissenschaft” (Del socialismo utópico al socialismo científico) publicada en 1880 en Londres. Con esta denominación buscó diferenciarse de los socialistas utópicos, a quienes criticó por no haber planteado una lucha frontal contra la burguesía capitalista aunque les reconoció el hecho de haber logrado avanzar en la caracterización de la sociedad burguesa. Henri de Saint-Simon (1760-1825), Robert Owen (1771-1858), Charles Fourier (1772-1837), todos ellos habían contribuido a construir los ladrillos necesarios para edificar el socialismo científico. Pero, a pesar de su profunda crítica de la sociedad capitalista, no habían entendido cómo esa sociedad podría generar aquellas fuerzas que la destruirían. Para Engels, la doctrina socialista utópica era una doctrina que, por una parte proponía objetivos socialistas a la acción de los hombres, pero por otra estaba basada en principios no científicos, principios de inspiración religiosa, moral o jurídica, es decir, sobre principios ideológicos.
“La naturaleza ideológica de su fundamento teórico es decisiva -dice Althusser en “Théorie, pratique théorique et formation théorique. Idéologie et lutte idéologique” (Práctica teórica y lucha ideológica)-, pues repercute sobre la concepción que toda doctrina socialista utópica se haga, no solamente de los fines del socialismo, sino también de los medios de acción a emplear para obtener esos fines. La doctrina socialista utópica define así los fines del socialismo, es decir, la sociedad socialista del porvenir por categorías morales y jurídicas; habla del reino de la igualdad y de la fraternidad de los hombres y traduce estos principios morales y jurídicos en principios económicos tan utópicos como los anteriores, o sea ideológicos, ideales e imaginarios: por ejemplo, el reparto integral de los productos del trabajo entre los trabajadores, el igualitarismo económico, la negación de toda ley económica, la desaparición inmediata del Estado. De la misma manera define los medios económicos y políticos utópicos, ideológicos e imaginarios, como los medios adecuados para realizar el socialismo: cooperación obrera de Owen, los falansterios de los discípulos de Saint Simon, la banca popular de Proudhon en el terreno económico, o la educación y la reforma moral en el terreno político, etc., cuando no se trata de la conversión al socialismo del jefe del Estado. Al hacerse una representación ideológica tanto de los fines como de los medios del socialismo, las doctrinas del socialismo utópico son, como lo ha demostrado muy nítidamente Marx, prisioneras de los principios económicos, jurídicos, morales y políticos de la burguesía y de la pequeña burguesía: es por ello que no pueden verdaderamente salir del sistema burgués, no pueden ser verdaderamente revolucionarios. Permanecen anarquistas o reformistas”.


“La doctrina marxista, por el contrario, es científica -define Althusser-. Esto quiere decir que no se contenta con aplicar los principios morales y jurídicos burgueses existentes (libertad, igualdad, fraternidad, justicia) a la realidad burguesa existente para criticarla sino que critica tanto estos principios morales y jurídicos existentes como el sistema económico-político existente. Esta crítica general reposa entonces sobre otros principios que no son los ideológicos (religiosos, morales y jurídicos)  existentes: reposa sobre el conocimiento científico del conjunto del sistema burgués existente, tanto de su sistema económico-político como de sus sistemas ideológicos. Reposa sobre el conocimiento de este conjunto, que constituye una totalidad orgánica, cuya economía, política e ideología son ‘niveles’, ‘instancias’ orgánicas, articulados unos sobre otros según leyes específicas. Este conocimiento permite definir los objetivos del socialismo, y concebirlo como un nuevo modo de producción determinado que sucederá al modo de producción capitalista,   concebir sus determinaciones propias, la forma precisa de sus relaciones de producción. Permite también definir los medios de acción propios para ‘hacer la revolución’, medios que se basan en la naturaleza de la necesidad del desarrollo histórico, en el papel determinante en última instancia de la economía en este desarrollo, en el papel decisivo de la lucha de clases en las transformaciones económico-sociales y en el papel de la conciencia y de la organización en la lucha política”.
El filósofo argentino Mario Bunge (1919) hace en “La ciencia, su método y su filosofía” un distingo entre las ciencias formales o ideales y las fácticas o materiales, incluyendo a la lógica y la matemática entre las primeras y a la física, la química, la fisiología, la biología, la sociología, la psicología y la economía entre las segundas. Mientras los enunciados de las ciencias formales consisten en relaciones entre signos, los enunciados de las ciencias fácticas se refieren a sucesos y procesos. Así, “las ciencias formales demuestran o prueban; las ciencias fácticas verifican hipótesis que en su mayoría son provisionales. La demostración es completa y final; la verificación es incompleta y por eso temporaria. La naturaleza misma del método científico impide la confirmación final de las hipótesis fácticas”. La obra de Marx ha sido entendida de modos muy diversos: como una concepción del mundo, una filosofía, una antropología filosófica, un modo de explicar y cambiar la historia, una serie de normas para la acción política que debe variar de acuerdo con las circunstancias históricas, una ideología, etc., pero también como una ciencia económica, histórica y sociológica. Lo que no debe dejar de considerarse es que, a lo largo de su vida, fueron cambiando sus intereses intelectuales, los que pautaron la continuidad o no de su propio pensamiento. En ese sentido, su obra puede ser vista como la evolución de un filósofo ideólogo en su juventud hasta llegar a ser un economista y sociólogo en su madurez. Es decir, el paso de un punto de vista ideológico a una posición científica. Esta visión, por cierto controvertida, es minimizada por el filósofo español José Ferrater Mora (1912-1991) quien, aunque reconoce que puede haber algunas diferencias entre los ambos Marx, “los intereses del Marx maduro de la ‘Crítica de la economía política’ y de ‘El capital’ no parecen ajenos a los del joven Marx, especialmente el de ‘Manuscritos económicos y filosóficos de 1844’, cuando menos en la medida en que en éste se desarrolla también un esfuerzo por comprender la alienación real que caracteriza el trabajo desde el momento en que cesa de funcionar el comunismo primitivo. Además, la estrecha relación entre teoría y práctica y la decidida negación de un abismo entre hechos y valores constituyen supuestos que parecen constantes en todas las fases del pensamiento de Marx”.


La historia de la ciencia social nos muestra que ésta consiste en una serie de verdades relativas provisorias que se van produciendo, estimuladas por el desarrollo de necesidades humanas prácticas, y que a su vez demuestran su verdad
en la práctica, al posibilitar la ejecución de tareas determinadas. Por lo tanto, esta ciencia es un producto de su época y está en continua evolución, poniendo de relieve la distancia que media entre las representaciones y las realidades. Sirve para entender cómo operan las estructuras sociales, cómo funciona el poder, cómo determina y condiciona la vida de los ciudadanos y, al no hablar desde el poder sino sobre el poder, es problematizadora. Marx no hacía experimentos. Tal como decía en la introducción a “Das kapital” (El capital), en sus investigaciones no se podía ayudar ni del microscopio ni de los reactivos químicos; la fuerza de abstracción tenía que suplir a ambos. “Poco antes de la revolución de 1848 y en estrecha relación con la fermentación revolucionaria de Europa -escribió el ya aludido filósofo francés Henri Lefebvre en “Le marxisme” (El marxismo)-, Marx percibió las grandes líneas de este vasto sistema teórico que llevaría el nombre de marxismo. Primero desarrolló y profundizó sus tesis fundamentales, en medio de una indiferencia casi general y en un aislamiento casi absoluto. Particularmente durante los trabajos preparatorios de ‘El Capital’ y mientras realizaba el descubrimiento de la plusvalía, Engels fue casi el único en sostener a su amigo, material y espiritualmente. Desde que la influencia y el reinado del marxismo comenzaron a imponerse, desde la época de la Primera Internacional, se multiplicaron las interpretaciones erróneas o tendenciosas”.
Lefebvre entiende que Marx fundó un socialismo científico basándose en una sociología científica, en una historia, en una teoría económica y política. Y añade: “La primera regla para comprender el pensamiento de Marx es la que prescribe Descartes, es decir, la primera regla de todo método científico: evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención; eliminar los prejuicios y procurar no pronunciarse demasiado de prisa, antes de haber llegado a comprender tan clara y distintamente que ya no hay razón alguna para poner en duda la cuestión de que se trata. El marxismo, pues, es una ciencia y, por ello, no teme este método racional de examen y estudio. Más aún, lo exige. Para comprender el marxismo, lo difícil es dejar de lado los prejuicios que para cada uno de nosotros puedan haberse ligado a las propias experiencias humanas y sociales, sin dejar de lado estas mismas experiencias sino, por el contrario, reasumiéndolas, ampliándolas, comprendiéndolas y elevándolas al rango de conocimiento”. Para el filósofo francés Alain Badiou (1937), la originalidad de Marx estriba en que supo comprender la importancia de los fenómenos económicos a través del materialismo histórico y se esforzó por avanzar en el conocimiento a través del materialismo dialéctico. “Las ideas, como las estudiaba Marx, son el mundo real, material, expresado y reflejado en la cabeza de los hombres. El método dialéctico no considera abstractamente los elementos abstractos -dice en “Le (re)commencement du matérialisme dialectique” (El [re]comienzo del materialismo dialéctico)-, y se realizan mediante la confrontación de tesis opuestas: el pro y el contra, el sí y el no, la afirmación y la crítica. Distinguir claramente el materialismo histórico y el materialismo dialéctico, la ciencia de la historia y la ciencia de la cientificidad de las ciencias, es apreciar la medida de Marx y en consecuencia asignarle su justo lugar, su doble función científica y científico-filosófica”.


La física y escritora cubana Celia Hart Santamaría (1963-2008) escribió en un artículo publicado en la revista “Alternativa Socialista” n° 506 en 2009, que “el descubrimiento del origen de la explotación capitalista es una verdad científica del mismo valor y de la misma objetividad que el movimiento de traslación de la Tierra en torno al Sol. No necesitamos a Einstein para que nos explique a través de la Ley de la Relatividad General y las geodésicas, la causa por la que pasamos del verano al otoño. Newton es más que suficiente. Los resultados son idénticos y las matemáticas infinitamente más sencillas. No necesitamos entender los huecos negros o las teorías de Hawking para colocar un satélite en órbita. Puede ser que las comunicaciones, la informática etc., hayan complicado un tanto la realidad del capitalismo moderno, pero la esencia (el pollo del arroz con pollo), sigue siendo la misma que hace siglos atrás. No hacen falta los ‘economistas cuánticos’ o la ‘matemática tensorial’ para explicarnos el origen de la explotación y la depauperación del sistema capitalista en la actualidad. El llamado socialismo del siglo XXI es equivalente a decir que debemos construir un avión del siglo XXI. Pero ese avión deberá vencer la gravedad como hizo el del siglo XX. Habrá que fabricar aviones más cómodos, rápidos y seguros, pues las exigencias del siglo XXI difieren de las del siglo XX, pero la razón última de una pieza que deba vencer la gravedad es la misma y seguirá siendo la misma hasta el que colapse el planeta”.
En “Farewell to the classic labour movement? (¿Adiós al movimiento obrero clásico?), Eric Hobsbawm se preguntaba: “¿Quién sabe realmente qué nos deparará el futuro? ¿Quién llega siquiera a pensar que lo sabe, aparte de los musulmanes, los cristianos, los judíos y otros fanáticos irracionalistas cuyo número sigue aumentando precisamente porque sólo la fe ciega parece fiable en un mundo en que todos han perdido el norte? ¿Conocen su futuro en Estados Unidos, donde están atemorizados por el fantasma del declive económico y político? ¿Lo saben en Roma, donde pese a todos los esfuerzos la Iglesia católica se está desmoronando? ¿Lo saben en Jerusalén, donde el sueño de la liberación nacional del judaísmo se está hundiendo bajo los bastones de los soldados israelíes? Es obvio que no lo saben en Moscú, ni alardean de ello. Y los economistas -los teólogos de nuestro tiempo, disfrazados como expertos técnicos- ¿lo saben? Evidentemente no”.
Seguramente, si Trotsky hubiese vivido lo suficiente como para ver el mundo de nuestros días habría modificado algunas de sus ideas y, casi con seguridad, al ver que la producción no planificada e incontrolada de valores de cambio, sobre todo en unos pocos países capitalistas desarrollados, pone al propio entorno físico del planeta -y con él a la vida humana en su totalidad- en un peligro inmediato, consideraría que todo ello reforzaría los argumentos a favor de la necesaria superación del sistema, bien mediante otro sistema, o bien mediante un retroceso a las épocas oscuras.