3. Sobre socialistas utópicos, cooperativistas y anarquistas
La teoría del socialismo utópico reconoce sus
orígenes en “Politeia” (La República), la obra del filósofo griego Platón en la
que se discute la justicia existente en un Estado gobernado por filósofos,
defendido por guerreros y mantenido por trabajadores. Preconizaba allí que, en
un Estado ideal, el gobierno actúa para hacer valer la virtud y, en
consecuencia, la felicidad verdadera de los ciudadanos individuales, teniendo
como resultado una vida pública pacífica y productiva. Pero fue en el siglo XVI
cuando el humanista inglés Tomás Moro (1478-1535) introdujo la palabra utopía
(del griego, lugar que no existe) en su obra “De optimus Reipublicae statu
deque nova insula Utopia libellus uere aureus” (Sobre la mejor condición del
Estado y sobre la nueva isla Utopía). Allí criticó la situación social de
Inglaterra signada por la expropiación de las tierras de los campesinos a favor
de los nobles y el clero anglicano, situación que creaba la migración
campo-ciudad y daba origen al surgimiento de la miseria y la criminalidad.
También describió un Estado ideal en el que no existía la propiedad privada ni
el dinero. Sólo debía trabajarse seis horas al día para permitir el ocio y el
placer moderados, haciendo olvidar las ansias de obtener cosas superfluas. Algo
similar a lo que planteó en el siguiente siglo el filósofo italiano
Tommaso Campanella (1568-1639) en su
obra “Civitas Solis” (La ciudad del Sol), una ciudad regida por un estricto
orden legal en la que no existía la propiedad privada y había trabajo para
todos, lo que garantizaba la abundancia.
El
desarrollo de la ideología utopista cobró impulso durante el siglo XVIII con Gabriel
Bonnot de Mably (1709-1785), filósofo francés que, partiendo del reconocimiento
de que la naturaleza había creado a todos los hombres libres e iguales,
preconizó el retorno al comunismo primitivo y calificó a la revolución como un
medio válido para la liberación de la esclavitud. También propuso la abolición
de los impuestos indirectos, leyes contra el lujo, la restricción del derecho
hereditario y, en agricultura, la supresión de arrendamientos de las tierras y
la fijación de un máximo de extensión a la propiedad individual. En su obra
“Doutes proposés aux philosophes et aux économistes sur l'ordre naturel et
essentiel des sociétés politiques” (Dudas propuestas a los filósofos y a los
economistas sobre el orden natural y fundamental de las sociedades políticas)
sostuvo que la propiedad privada era el origen de todos los males y se
manifestó en contra de las diferencias de castas y de bienes al afirmar que la
igualdad era una ley natural de los hombres. Su contemporáneo, Étienne Gabriel
Morelly (1717-1778), expuso algo similar en “Code de la nature” (Código de la
naturaleza): una sociedad donde imperase la propiedad colectiva con un gobierno
centralizado que dirigiera la producción y la distribución. Propuso también la
abolición de la propiedad privada y el trabajo obligatorio para todos los
ciudadanos. Nada en esa sociedad ideal pertenecería a nadie, ya sea como una
posesión personal o como bienes de capital, con excepción de las cosas que las
personas necesitasen para sus necesidades inmediatas, sus placeres o su trabajo
diario. También François Noël Babeuf (1760-1797), en tiempos de la Revolución
Francesa, preconizó un comunismo igualitario basado en la abolición de la
propiedad privada y la colectivización de la tierra en su “Manifeste des
plébéiens” (Manifiesto de los plebeyos). Proponía una "república de
iguales", comuna nacional unida y dirigida de forma centralizada en la que
reinara una absoluta igualdad política y económica de todos los ciudadanos.
Ya durante
el siglo XVII Gerrard Winstanley (1609-1676), reformador protestante inglés
considerado por muchos como el primer comunista de la historia, había propuesto
en su “The law of freedom” (La ley de la libertad) un comunismo nivelador
mediante la colectivización de la tierra y todos los recursos naturales,
negando la propiedad privada y propugnando el uso del trueque. El régimen
económico debía basarse en la pequeña economía de los campesinos y los
artesanos. Unos años más tarde, el filósofo materialista francés Jean Meslier
(1664-1729) en su “Testament” (Mi testamento), aparte de demoler la idea de la
existencia de Dios y de sostener que la religión pertenece al dominio de la
impostura, exhortó a fundar una sociedad basada en la propiedad colectiva. La
unión de los trabajadores y su alzamiento contra los tiranos daría paso a un
Estado donde no habría ricos ni pobres, opresores ni oprimidos, holgazanes y
personas agotadas por un trabajo superior a sus fuerzas. Pero fue luego de los
numerosos estallidos de sublevaciones obreras y las primeras tentativas de
asociación sindical propiciadas, entre otros, por Willam Cobbett (1762-1815),
Francis Place (1771-1854), William Benbow (1784-1841), John Doherty (1798-1854)
y William Lovett (1800-1877) en Inglaterra, y Wilhelm Weitling (1808-1871) en
Alemania, que aparecieron los primeros socialistas utópicos, entre ellos los
antes mencionados Jeremy Bentham y Robert Owen, considerados los fundadores del
utilitarismo y el cooperativismo respectivamente. Uno y otro propiciaron la
reducción de la jornada laboral para los adultos de diecisiete a diez horas
diarias, la prohibición del trabajo para niños menores de diez años, la
apertura de escuelas gratuitas laicas para los trabajadores, la higienización
de las fábricas, la construcción de viviendas para los obreros, la inauguración
de almacenes cooperativos y la creación de cajas de previsión para la
enfermedad y la vejez.
Dejando
aparte estos primeros intentos de humanizar las condiciones laborales de los
trabajadores de entonces, a mitad de camino entre el socialismo utópico y un
sindicalismo práctico, los otros socialistas de esta corriente fueron franceses
herederos de la tradición ilustrada y de la filosofía radical de la Revolución,
en un París con un proletariado menos numeroso pero con una intelectualidad más
sensible a las ideas políticas y a los cambios históricos. Estos pensadores
consideraban la cuestión social como el problema más grave derivado de la
industrialización. Para instaurar algún equilibrio en este asunto, propugnaban
por la intervención estatal para mejorar la situación de las clases populares:
la protección de los niños, de las mujeres, la asistencia sanitaria, la
igualdad de los sexos, etc., partiendo de la premisa de que estas mejoras se
producirían a partir de que de la burguesía tuviese un convencimiento
progresivo de la necesidad de realizar cambios sin alterar la “armonía” de
clases. Realizaron algunos experimentos en favor de una sociedad más justa,
fraterna y con igualdad social, pero, en los hechos, estos fines siempre
quedaron prisioneros de los principios económicos, jurídicos, morales y
políticos de la burguesía y la pequeña burguesía preponderantes. De este modo,
sólo consiguieron adoptar, en algunos casos, posiciones reformistas, y en
otros, se volcaron al anarquismo.
Entre los
principales socialistas utópicos de entonces se destaca el también citado
Charles Fourier, cooperativista y mordaz crítico de la economía y el
mercantilismo de su época, al que consideraba un sistema de robo sistematizado,
organizado y amparado por las leyes. Fue el creador de falansterios o
comunidades rurales autosuficientes como modo de reorganizar la sociedad sobre
las bases de la ciencia y la industria para alcanzar una sociedad sin clases.
No era partidario de abolir la propiedad privada sino de generalizarla de forma
que incluyese a los asalariados. Se proponía de este modo eliminar el antiguo
antagonismo entre amos y criados, deudores y acreedores, productores y consumidores. Los beneficios de
la explotación del falansterio se repartirían en doce partes: cinco al trabajo
manual, cuatro al capital accionista y tres a los conocimientos teóricos. Su
discípulo más original fue Victor Considerant (1808-1893), quien precisó y
popularizó la noción de derecho del trabajo y publicó su “Principe du
socialismo. Manifeste de la démocratie au XIXe siècle” (Principios del
socialismo. Manifiesto de la democracia del siglo XIX) cinco años antes que
Marx y Engels hiciesen lo propio con el “Manifest der Kommunistischen Partei”
(Manifiesto del Partido Comunista). También el previamente citado Robert Owen,
socialista utópico considerado el padre del cooperativismo, propuso en “A new
view of society” (Una nueva visión de la sociedad) sustituir el sistema
capitalista por otro más justo: el cooperativismo. Para Owen, el hombre
dependía de su entorno natural y social; sus condiciones de vida eran las que
determinaban su carácter y, para mejorarlo, se debía reconstruir el ambiente en
que vivía. El hecho de proporcionarle mejoras de vivienda, higiene, educación,
salario justo y una cantidad máxima de horas de trabajo redundaría en la
elevación de la calidad y la cantidad de la producción de cada individuo.
El
cooperativismo como forma de transición entre la economía política de la
burguesía y la economía política del proletariado, como lo definía Marx, o una
forma híbrida en el seno del capitalismo, incapaz de atacar las bases del
capital, como lo veía la filósofa y economista polaca Rosa Luxemburgo
(1871-1919), tuvo una gran penetración y popularidad en el seno de la clase
trabajadora. A mediados del siglo XIX, cuando el cooperativismo estaba muy
extendido en el proletariado, Marx condenó las cooperativas porque consideraba
que, a pesar de significar una relación profundamente dialéctica entre futuro y
presente, interno y externo, “su organización efectiva presenta, naturalmente y
no puede menos que presentar, todos los defectos del sistema existente”. Marx
resaltaba el hecho innegable de que el cooperativismo jamás podría derrotar a
los monopolios, a menos que se desarrollase en dimensiones nacionales. Solo la
clase trabajadora tomando el poder político podría hacer que el cooperativismo
escapase del estrecho círculo de los esfuerzos casuales de grupos de
trabajadores aislados. Pero igualmente las defendió como organismos socialistas
tal como sostenía el abogado alemán Ferdinand Lassalle (1825-1864) quien, en
"Arbeiterprogramm" (Programa de los trabajadores), postulaba la
formación de cooperativas obreras que garantizasen que los obreros recibieran "el
producto completo de su trabajo". Años después, Trotsky polemizaría con
aquellos que las veían como un paso previo y lineal en dirección al socialismo:
“Las cooperativas no pueden llegar a la cabeza del desarrollo industrial, no
porque el desarrollo económico todavía no haya progresado suficientemente, sino
porque lo ha hecho demasiado. El desarrollo económico prepara, indudablemente,
el terreno para la producción cooperativa pero, ¿para cuál?: para la
cooperación capitalista sobre la base del trabajo asalariado; cualquier fábrica
nos puede servir como muestra de tal cooperación capitalista”.
Por otro
lado, Rosa Luxemburgo profundizó -en su libro “Sozialreform oder revolution?”
(¿Reforma o revolución?)- sobre los límites del sistema cooperativista.
"Las cooperativas -escribió-, sobre todo las de producción, constituyen
una forma híbrida en el seno del capitalismo. Se las puede describir como
pequeñas unidades de producción socializada dentro del intercambio capitalista.
Pero en la economía capitalista el intercambio domina la producción (es decir,
la producción depende, en gran medida, de las posibilidades del mercado). Como
fruto de la competencia, la dominación total del proceso de producción por los
intereses del capitalismo -es decir, la explotación inmisericorde- se convierte
en factor de supervivencia para cada empresa”. Advirtió más adelante: “Las
cooperativas de producción pueden sobrevivir en el marco de la economía
capitalista sólo si logran suprimir, mediante algún ardid, la contradicción
capitalista entre el modo de producción y el modo de cambio. Y lo pueden lograr
solo si se sustraen artificialmente a la influencia de las leyes de la libre
competencia. Y sólo pueden lograr esto último cuando se aseguran de antemano un
círculo fijo de consumidores, es decir, un mercado constante”. En este sentido
agregó: “Las que pueden prestar este servicio a sus hermanas en el campo de la
producción son las cooperativas de consumo. Aquí yace la explicación del
fracaso ineluctable de las cooperativas de producción con funcionamiento
independiente y su supervivencia cuando las respaldan cooperativas de consumo”.
Pero aclara: “Si es verdad que las posibilidades de existencia de las
cooperativas de producción dentro del capitalismo están ligadas a las
posibilidades de existencia de las cooperativas de consumo, entonces el alcance
de las primeras se ve limitado, en el mejor de los casos, al pequeño mercado
local y a la manufactura de artículos que satisfagan necesidades inmediatas,
sobre todo de productos alimenticios. Las cooperativas de consumo y, por tanto,
también las de producción, quedan excluidas de las ramas más importantes de la
producción de capital: las industrias textil, minera, metalúrgica y petrolera y
de construcción de maquinarias, locomotoras y barcos. Por esta única razón
(dejando de lado momentáneamente su carácter híbrido), no puede considerarse
seriamente a las cooperativas de producción como instrumento para la
realización de una transformación social general”.
Por su
parte, el ya aludido filósofo y teórico social Henri de Saint Simon postulaba
el bienestar para el mayor número posible de personas antes que el beneficio
del proletario. En su obra “Du système industriel” (El sistema industrial),
rechazó las doctrinas igualitarias y estableció que la sociedad estaba dividida
en dos clases: la de los ociosos (cortesanos, dignatarios eclesiásticos y
civiles, funcionarios oficiales y terratenientes nobles) y la de los
trabajadores. No deseaba abolir la propiedad privada y atribuía el buen
gobierno a una conjunción de sabios banqueros y empresarios que, junto con los
proletarios, formaban la clase industriosa de los trabajadores. Se lo considera
el precursor de la “tecnocracia” o gobierno de los tecnócratas y tuvo un
nutrido grupo de discípulos, entre ellos Saint Amand Bazard (1791-1832),
Barthélemy Enfantin (1796- 1864) y Ferdinand de Lesseps (1805-1894). Mientras
tanto en Suiza, el economista y teórico del socialismo utópico Léonard Simonde de Sismondi (1773-1842) consideraba
en “Économie politique” (Economía política) que el objetivo de ésta no era el
estudio de las formas de aumentar la riqueza sino de las de mejorar el
bienestar de la población mediante una equitativa distribución de aquella.
Inicialmente divulgador del pensamiento de Adam Smith, tras observar en varios
viajes las duras condiciones de trabajo de la clase obrera, se convirtió en un
crítico de la doctrina económica liberal ortodoxa, elaborando sus propias tesis
económicas. En “De la richesse comérciale” (De la riqueza comercial), defendió la
pequeña producción contraponiéndola al sistema industrial capitalista pues
consideraba que éste conducía a la aparición de los monopolios, a la
pauperización de los trabajadores y al retraso del consumo respecto de la
producción.
Otros
socialistas utópicos destacados fueron Etienne Cabet (1788-1856), quien en su
“Voyage en Icarie” (Viaje a Icaria) desarrolló la doctrina de la
colectivización de los medios de producción preconizando un comunismo para el
futuro como marco optimista de la sociedad ideal, para el que era
imprescindible, primero, la toma del poder. También Louis Blanc (1811-1882), el
que en su obra “Organisation du travail” (La organización del trabajo) defendió
la creación de talleres cooperativos promovidos por el Estado para luchar
contra el desempleo. Auguste Blanqui (1805-1881), un conspirador y
revolucionario nato partidario del golpe insurreccional para llegar a una
dictadura al servicio del pueblo que los condicionamientos históricos no
hicieron posible. Y el italiano radicado en Francia Filippo Buonarroti
(1761-1837), activista durante la Revolución Francesa y autor de “Conspiration
pour l’egalité” (Conspiración por la igualdad). Todos ellos, de un modo u otro,
definieron los medios económicos y políticos, ideológicos e imaginarios, como
los medios adecuados para alcanzar el socialismo.
Un párrafo
aparte merece Pierre Joseph Proudhon (1809-1865), hijo de un humilde artesano
de tonelería y luego obrero tipógrafo que fue el primer socialista en llamarse
anarquista. De formación autodidacta, escribió varias obras trascendentales,
entre ellas “Qu'est-ce que la propriété” (Qué es la propiedad) en la que
desarrolló la teoría de que la propiedad es un robo en cuanto es resultado de
la explotación del trabajo de otros y, sobre todo, “Système des contradictions
économiques ou Philosophie de la misère” (Sistema de las contradicciones
económicas o Filosofía de la miseria) en la cual se erigió en el portavoz de un
socialismo libertario y declaró que la sociedad ideal era aquella en la que el
individuo tenía el control sobre los medios de producción. También fue polémico
su “De la justice dans la révolution et dans l'Église” (De la justicia en la
revolución y en la Iglesia) donde definió la justicia como un derecho puramente
humano, como un reciprocidad de servicios que aseguran el respeto de la persona
en oposición a la moral trascendente de la Iglesia. Entre sus muchas propuestas
figuran la creación de un banco popular que concediera préstamos sin interés,
la fijación de un impuesto sobre la propiedad privada y la unión, incluso
financiera, de burgueses y obreros en una sola clase media. Bajo la bandera del
federalismo, criticó el centralismo y el autoritarismo en aras de lograr una
sociedad sin fronteras ni Estados, con una autoridad descentralizada mediante
asociaciones o comunas, donde los individuos deberían ser éticamente
responsables por sí mismos y, por lo tanto, no necesitarían la dirección de un
gobierno. Proudhon en ningún momento pretendió organizar un partido político o
una revuelta violenta; fue un teórico del socialismo, no un revolucionario
activo: “Republicano soy, en efecto, pero esta palabra no precisa nada.
República es la cosa pública, y por eso quien ame la cosa pública, bajo
cualquier forma de gobierno, puede llamarse republicano. Los reyes son también
republicanos. Yo soy anarquista. Aunque amigo del orden. Soy anarquista en toda
la extensión de la palabra”.
Existió
inicialmente en Marx y Proudhon una concordancia de ideas en cuanto a sus
objetivos comunes: la liberación de la clase trabajadora, la colectivización de
los medios de producción y la eliminación de la sociedad burguesa y el sistema
capitalista. Pero luego de la publicación en 1846 de “Filosofía de la miseria”
por parte del anarquista francés, hubo una fuerte confrontación
teórico-política que Marx puso de manifiesto al año siguiente en su “Das elend
der philosophie” (Miseria de la filosofía). “¿Qué es la sociedad, cualquiera
que sea su forma? -se pregunta Marx en una carta que le dirigió al crítico
literario ruso Pavel Annenkov (1813-1887) en diciembre de 1846 a propósito de
la obra de Proudhon-. El producto de la acción recíproca de los hombres.
¿Pueden los hombres elegir libremente esta o aquella forma social? Nada de eso.
A un determinado nivel de desarrollo de las facultades productivas de los
hombres, corresponde una determinada forma de comercio y de consumo. A
determinadas fases de desarrollo de la producción, del comercio, del consumo,
corresponden determinadas formas de constitución social, una determinada
organización de la familia, de los estamentos o de las clases; en una palabra,
una determinada sociedad civil. A una determinada sociedad civil, corresponde
un determinado orden político que no es más que la expresión oficial de la
sociedad civil. Esto es lo que el señor Proudhon jamás llegará a comprender,
pues él cree que ha hecho una gran cosa apelando del Estado a la sociedad
civil, es decir, del resumen oficial de la sociedad a la sociedad oficial”.
“Huelga
añadir -agrega Marx- que los hombres no son libres árbitros de sus fuerzas
productivas, base de toda su historia, pues toda fuerza productiva es una
fuerza adquirida, producto de una actividad anterior. Por tanto, las fuerzas
productivas son el resultado de la energía práctica de los hombres, pero esta
misma energía se halla determinada por las condiciones en que los hombres se
encuentran colocados, por las fuerzas productivas ya adquiridas, por la forma
social anterior a ellos, que ellos no crean y que es producto de la generación
anterior. El simple hecho de que cada generación posterior se encuentre con
fuerzas productivas adquiridas por la generación precedente, que le sirven de
materia prima para la nueva producción, crea en la historia de los hombres una
conexión, crea una historia de la humanidad, que es tanto más la historia de la
humanidad por cuanto las fuerzas productivas de los hombres, y, por
consiguiente, sus relaciones sociales, han adquirido mayor desarrollo.
Consecuencia obligada: la historia social de los hombres no es nunca más que la
historia de su desarrollo individual, tengan o no ellos mismos conciencia de
esto. Sus relaciones materiales forman la base de todas sus relaciones. Estas
relaciones materiales no son más que las formas necesarias bajo las cuales se
realiza su actividad material e individual”.