3. Sobre los criterios historiográficos
Mucho se
ha escrito sobre la Revolución Rusa y el rol que en ella desempeñaron sus
dirigentes, entre ellos Leon Trotsky. Están los libros ya clásicos “Ten days
that shook the world” (Diez días que conmovieron al mundo) de John Reed,
“Bolshevik revolution” (La revolución bolchevique) y “1917. Before and after”
(1917. Antes y después) de Edward H. Carr, “Le Parti Bolchévique” (El Partido
Bolchevique) y “Trotsky” de Pierre Broué, o la monumental trilogía de Isaac
Deutscher compuesta por “The prophet armed. Trotsky, 1879-1921” (El profeta
armado), “The prophet unarmed. Trotsky, 1921-1929” (El profeta desarmado) y
“The prophet outcast. Trotsky, 1929-1940” (El profeta exiliado). Todas estas
obras -sumamente documentadas- son, en general, laudatorias aunque no acríticas.
Distinto enfoque tienen los estudios “La révolution de 1917” (La revolución de
1917) de Marc Ferro, “Forging revolution” (Forjando la revolución) de Heather
Hogan, “Civilization on trial” (La civilización puesta a prueba) de Arnold
Toynbee y “Trotsky. The eternal revolutionary” (Trotsky. El eterno
revolucionario) de Dmitri Volkogonov. En estos últimos, el ansia de una
interpretación de la historia está tan arraigada que suelen caer en el misticismo
o el cinismo. Toynbee, por ejemplo, preocupado por la Revolución Rusa a la que
veía como una amenaza a la sociedad occidental, se esmeró en demostrar que el
significado de la historia radica en algún lugar fuera de ella, más
específicamente en el ámbito de la teología, lo que lo llevó a afirmar
triunfalmente: "La historia rebosa en la teología". No le va en saga
el policía político estalinista y ex director del Instituto de Historia Militar
soviético devenido en converso historiador, el general Volkogónov, para quien
la historia carece de significado, o lleva implícitos múltiples significados
igualmente válidos o parejamente inválidos, o tiene el sentido que arbitrariamente
se nos antoje darle.
A lo largo
de la historia ha habido, sin dudas, múltiples transmutaciones y destrucciones
de antiguas tablas de valores, y se han establecido muchas veces otras nuevas.
Pero, como suele decirse, así se escribe la historia. La idea empírica de que
los datos traducen hechos históricos y de que éstos están ahí esperando que un
historiador los desentierre del archivo es al menos discutible. Esos datos, que
son los mismos para todos los historiadores, más bien suelen pertenecer a la
categoría de materias primas del historiador que a la historia misma. En otras
palabras, la categoría de “hecho histórico” no está dada de por sí. Es el
historiador, el sujeto que investiga, quien decide, merced a la ordenación y
selección, qué hechos poseen relevancia histórica. O, si se quiere, los hechos
de la historia no existen para ningún historiador hasta que él los crea. Decía
el historiador inglés Robin Collingwood (1889-1943) en “The idea of history”
(La idea de historia) que la filosofía de la historia no se ocupa “del pasado
en sí ni de la opinión que de él se forma el historiador, sino de ambas cosas
relacionabas entre sí”. Con lo cual, podría afirmarse que la historia es la
reproducción en la mente del historiador del pensamiento cuya historia estudia.
Por otra parte, el historiador italiano Benedetto Croce (1866-1952) consideraba
que toda la historia es historia contemporánea, queriendo decir con ello que la
historia consiste esencialmente en ver el pasado con los ojos del presente y a
la luz de los problemas actuales, y que la tarea primordial del historiador no
es recoger datos sino valorarlos: “La historia se refiere en realidad a las
necesidades presentes y a las situaciones presentes en que vibran dichos
acontecimientos”, decía en “La storia come pensiero e come azione” (La historia
como hazaña de la libertad).
Lo concreto es que el historiador comienza por una selección provisional de los hechos y por una interpretación provisional a la luz de la cual se ha llevado a cabo dicha selección, sea ésta obra suya o de otros. Dice el antes citado historiador Edward Carr que, “conforme el historiador va trabajando, tanto la interpretación como la selección y ordenación de los datos van sufriendo cambios sutiles y acaso parcialmente inconscientes, consecuencia de la acción recíproca entre ambas. Y esta misma acción recíproca entraña reciprocidad entre el pasado y el presente, porque el historiador es parte del presente en tanto que sus hechos pertenecen al pasado. El historiador y los hechos de la historia se son mutuamente necesarios”. O, como precisó el historiador francés Henri Marrou (1904-1977): “la historia es inseparable del historiador”. Entonces, ¿qué es la historia? Una respuesta podría ser: un vasto y complejo proceso entre el historiador y los hechos, entre el pasado y el presente, entre la sociedad de ayer y la de hoy.
Lo concreto es que el historiador comienza por una selección provisional de los hechos y por una interpretación provisional a la luz de la cual se ha llevado a cabo dicha selección, sea ésta obra suya o de otros. Dice el antes citado historiador Edward Carr que, “conforme el historiador va trabajando, tanto la interpretación como la selección y ordenación de los datos van sufriendo cambios sutiles y acaso parcialmente inconscientes, consecuencia de la acción recíproca entre ambas. Y esta misma acción recíproca entraña reciprocidad entre el pasado y el presente, porque el historiador es parte del presente en tanto que sus hechos pertenecen al pasado. El historiador y los hechos de la historia se son mutuamente necesarios”. O, como precisó el historiador francés Henri Marrou (1904-1977): “la historia es inseparable del historiador”. Entonces, ¿qué es la historia? Una respuesta podría ser: un vasto y complejo proceso entre el historiador y los hechos, entre el pasado y el presente, entre la sociedad de ayer y la de hoy.
La palabra
“historia” proviene del griego y significa “conocimiento adquirido mediante
investigación”. “Como la investigación o búsqueda aludidas suelen expresarse
mediante la narración o descripción de los datos obtenidos -dice el ya nombrado
José Ferrater Mora en su ‘Diccionario de filosofía’-, ‘historia’ ha venido a
significar ‘relato de hechos’ en una forma ordenada, y específicamente en orden
cronológico. Siendo la historia un conocimiento de hechos o de acontecimientos
y, en cierta medida, un conocimiento de ‘cosas singulares’, el vocablo
'historia' ha sido usado en diversos contextos”. Heródoto de Halicarnaso
(484-425 a.C.), por ejemplo, en sus “Historíai” (Historias) se propuso
conservar el recuerdo de las hazañas de griegos y bárbaros y se limitó a la
narración de los hechos sin poder evitar la influencia del mito. Tucídides de
Atenas (460-396 a.C.), en cambio, en su “Perì tu Peloponnēsìu polèmu” (Historia
de la guerra del Peloponeso), contó lo que pasaba en su tiempo y lo interpretó
a la luz de lo que había sucedido en el pasado –guiado por las convenciones de
la tragedia griega de su época-, buscando una causalidad en los hechos
históricos y señalando el comienzo de la noción de causación en el relato de la
historia. De todas maneras, era de la opinión de que nada importante había
ocurrido en el tiempo anterior a los acontecimientos que él describía, y que
era probable que nada importante ocurriese después. Un par de siglos más tarde,
el historiador grecorromano Polibio de Megalópolis, (200-118 a.C.) creó la
teoría de los grandes ciclos históricos y le asignó a la historia una utilidad
práctica: deben extraerse de ella las enseñanzas para proceder tanto en el
presente como en el futuro, ya que, más importantes que los hechos son las
causas y sus consecuencias.
Fueron los
judíos, y los cristianos tras ellos, los que introdujeron un elemento del todo
nuevo postulando una meta hacia la que se dirige el proceso histórico: la
noción teleológica de la historia, es decir, que ésta no el resultado de
sucesos o procesos
aleatorios sino que existe una meta, fin o propósito, inmanente o trascendente
al propio suceso, que constituye su razón, explicación o sentido. La
historiografía cambió así radicalmente, pasando a ser la historia una sucesión
de hechos que inevitablemente conducían a Dios. En ese sentido, son decisivos
los aportes de Eusebio de Cesarea (265-339) y Agustín de Hipona (354-430), cuya
influencia llegaría hasta el siglo XVIII. De esta forma la historia adquirió
sentido y propósito, pero en desmedro de su carácter secular. El alcance de la
meta de la historia implicaría automáticamente el final de la historia al
tornarla teodicea. Tal fue la noción medieval de la historia hasta que el
Renacimiento restableció la concepción clásica de un mundo antropocéntrico y de
la primacía de la razón, aunque mantuvo ciertas formas de la tradición
judeo-cristiana. En ese sentido, en 1566 el filósofo francés Jean Bodin
(1530-1596) planteó un nuevo concepto en su “Methodus ad facilem historiarum
cognitionem” (Método para una fácil comprensión de la historia): la historia depende
de la voluntad humana.
El
descubrimiento por los europeos de América, una tierra de la que la Biblia no
dice una palabra, así lo vendría a demostrar. El ya aludido formidable historiador
británico Eric Hobsbawm diría mucho después en su “The age of extremes. The
short twentieth century, 1914-1991” (Historia del Siglo XX) que la historia “es
el registro de los crímenes y de las locuras de la humanidad, pero no ayuda a
hacer profecías”. Sería recién en el Siglo de las Luces cuando la
historiografía comenzó a cambiar de la mano de los ideales racionalistas y
científicos de intelectuales como Denis Diderot (1713-1784) o Edward Gibbon
(1737-1794), entre otros, quienes sentaron las bases de la historiografía
contemporánea que nació en el siglo siguiente.
El siglo
XIX, fuertemente influido por la Revolución Francesa, la creación de los
Estados Nación, la Revolución Industrial, el ascenso de la burguesía y la
aparición del proletariado, se caracterizó por la aplicación de métodos
científicos para el descubrimiento de los hechos y el desarrollo de la
filosofía de la historia. Así surgieron varias corrientes en la historiografía:
la liberal, representada por François Guizot (1787-1874), Agustín Thierry
(1795-1856), Adolphe Thiers (1797-1877) y Alexis de Tocqueville (1805-1859); la
positivista, cuyos máximos exponentes fueron Berthold Niebuhr (1776-1831),
Leopold von Ranke (1795-1886), Jules Michelet (1798-1874) e Hippolyte Taine
(1828-1893); la idealista, formulada por Johann von Herder (1744-1803),
Immanuel Kant (1724-1804), Johann Gottlieb Fichte (1726-1814) y Georg W.F.
Hegel (1770-1831); y la materialista histórica, desarrollada por Karl Marx
(1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895). Pero, cualquiera sea la forma en
que los historiadores han intentado estudiar la historia, el objetivo de todos
ellos ha consistido en recopilar, registrar e intentar analizar todos los
hechos del pasado del hombre y, en ocasiones, descubrir nuevos acontecimientos,
siempre dentro de “un proceso continuo de interacción entre el historiador y
sus hechos, un diálogo sin fin entre el presente y el pasado”, tal como lo
refiere Edward H. Carr en su “What is history?” (¿Qué es la historia?).
En este
diálogo, el historiador aparece como un producto de la sociedad en que vive y,
en último término, de la historia. Esta no es un producto subjetivo de su mente
porque el historiador no es un individuo abstracto sino concreto, producto de
las circunstancias históricas y sociales, lo que equivale también a sostener
que la historia no está hecha por individuos, sino por la sociedad entera. Las
multitudes anónimas que desfilan por la historia constituyen una fuerza social
cuya acción es, para Carr, el objeto de la investigación histórica. “La
historia -afirma- es el proceso de la investigación en el pasado del hombre en
sociedad y no debería ser considerada como la biografía de grandes hombres”
como quería el historiador antes citado Thomas Carlyle. De todas maneras, esto
no implica desestimar el papel del individuo en la historia, solo que los
grandes personajes de la historia –como por ejemplo quien nos ocupa, Trotsky-
constituyen otros tantos factores que intervienen en el proceso histórico.
Agrega Carr: “La norma de comparación o el valor abstracto, divorciados de la
sociedad y dirimidos de la historia, son una entelequia, lo mismo que el
individuo abstracto. El historiador serio es aquel que reconoce el carácter históricamente
condicionado de todos los valores, y no quien reclama para sus propios valores
una objetividad más allá del alcance de la historia”. Las teorías de la
historia, en consecuencia, han venido tradicionalmente de la mano de los
filósofos, Hegel y Marx fundamentalmente, aunque esa tendencia ha ido cambiando
a medida que el estudio de la historia se ha ido afianzando como una más de las
ciencias sociales junto la sociología, la economía y la antropología.
En la
actualidad, la tarea de investigación y la consecuente reflexión sobre el
objeto de esta tarea, sobre los métodos y las finalidades de la misma, es
llevada a cabo por el historiador. Ahora bien, las características del complejo
campo del mismo determinan -entre otros resultados- diversos modos narrativos:
el acontecimiento narrado puede presentarse como la transcripción de documentos,
como crónicas, como una conversación, como memorias, como simple relato
objetivo o como biografía. La biografía, justamente, tiene entre sus objetivos
el ofrecernos un cuadro general de la vida de un personaje tomando, como
materia narrativa, sólo un instante de la misma, o su vocación, o su función, o
su sentido, o su valor, o su destino, o su trascendencia, u otro aspecto
parcial pero con una significación plena y sustantiva dentro de todo el
contexto vital del personaje. En ese sentido, los historiadores a menudo se
sienten tentados a ofrecer descripciones y explicaciones sin pruebas. Esta
actitud a veces es inevitable en vista de la falta de evidencias, y cabe
formular argumentos válidos en defensa de las conjeturas planteadas siempre que
no se las presente como hechos y certezas. Así, al escribir la biografía de un
personaje, el historiador puede realizar afirmaciones movido por su ideología,
porque le guste o simplemente porque le resulte conveniente. Pero, ¿es esa la
verdad? ¿Será una, y muchas las inexactitudes, como en ocasiones se reclama? ¿No
será una falacia pretender orientarse en los procesos históricos mediante la
garantía de unos valores supremos no sujetos a variación ninguna? Libertad,
justicia, igualdad, ¿no serían como los salvoconductos siempre válidos a la
hora de interpretar tal o cual hecho histórico?
La
cuestión, obviamente, no es tan simple. “La verdad de la historia está en
función de la verdad de la filosofía que el historiador pone en juego”, decía
el filósofo francés antes mencionado Henri Marrou. Al historiador no le es dado
manejar el material histórico con la abrumadora sencillez que consiste en
proclamar el carácter absoluto de la verdad, dado que hasta la más sencilla
afirmación histórica puede considerarse absolutamente cierta o absolutamente
falsa. No hay ni verdades absolutas ni leyes inmutables que puedan dar cuenta
del curso de la historia. El nacimiento de un valor o ideal determinado, en un
momento o en un lugar determinado, queda explicado por las condiciones históricas
del momento y del lugar. Dice al respecto el antes referido filósofo argentino
Mario Bunge en “La ciencia, su método y su filosofía” que ninguno de los
presuntos criterios de verdad garantiza la objetividad, y el conocimiento
objetivo es la finalidad de la investigación científica. “Lo que se acepta sólo
por gusto o por autoridad, o por parecer evidente (habitual) o por
conveniencia, no es sino creencia u opinión, pero no es conocimiento
científico. El conocimiento científico es a veces desagradable, a menudo
contradice a los clásicos (sobre todo si es nuevo), en ocasiones tortura al
sentido común y humilla a la intuición; por último, puede ser conveniente para
algunos y no para otros. En cambio aquello que caracteriza al conocimiento
científico es su verificabilidad: siempre es susceptible de ser verificado”.
El
escritor italiano Giovanni Boccaccio (1313-1375) terminó en 1373 su
“Trattatello in laude di Dante” (Breve tratado en alabanza de Dante), una obra
que había comenzado a escribir veinte años antes y que se constituyó en una de
las primeras biografías de Dante Alighieri (1265-1321). En ella, el autor del
celebérrimo “Decamerone” (El Decamerón) daba su propia versión sobre el origen
de la palabra “poesía” y admitía que bien podía no ser la correcta al afirmar:
“otros lo atribuyen a razones diferentes acaso aceptables, pero -concluía- ésta
me gusta más”. Es decir, utilizó el criterio de su propio gusto para cimentar
una verdad subjetiva, su verdad. Esto es, priorizó la valoración estética,
perteneciente a la esfera de la sensibilidad, por sobre la razón como método
del conocimiento científico. Algo parecido a lo que sucedió con el mencionado
anteriormente filósofo e historiador escocés David Hume cuando en su “Treatise
of human nature” (Tratado sobre la naturaleza humana) escribió: “Cuando prefiero
un conjunto de argumentos por sobre otros, no hago sino decidir, sobre la base
de mi sentimiento, acerca de la superioridad de su influencia”, desembarcando
así en el empirismo histórico.
Otro
recurso muy utilizado a lo largo de la historia para fundamentar la verdad ha
sido el argumento de autoridad, una premisa harto empleada por la Iglesia
Católica, por ejemplo, al hablar de la infalibilidad pontificia y que se ve muy
bien graficada en la definición de Giovanni Mastai Ferretti (1792-1878) -el
papa Pío IX-durante el Concilio Ecuménico Vaticano I: “Las definiciones del
Obispo de Roma son irreformables por sí mismas y no por razón del
consentimiento de la Iglesia. De esta manera, si alguno tuviere la temeridad,
lo cual Dios no permita, de contradecir ésta, nuestra definición, será
anatemizado”. O en la del antes citado Agustín de Hipona, uno de sus acólitos
más exaltados, que reza: “Roma ha hablado, la cuestión está terminada”. Esto
es, ni más ni menos, que la pretensión de convalidar creencias que simplemente
no pueden ser comprobadas tanto empírica como racionalmente. Así lo veía León
Tolstoi (1828-1910) en un párrafo del capítulo 1 del libro IX de “Voyná i mir”
(Guerra y paz), su obra cumbre: "Nos vemos compelidos a recaer en el
fatalismo como explicación de acontecimientos irracionales, es decir, de
acontecimientos cuya racionalidad no alcanzamos a comprender".
El de la
evidencia basada en la intuición es otro criterio de verdad igualmente muy
difundido. Utilizado por el filósofo francés Henri Bergson (1859-1941) en su
"filosofía de la intuición" y por el filósofo alemán Edmund Husserl
(1859-1938) en su “fenomenología”, ya Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.) en
su “Analytica posteriora” (Analíticos posteriores) afirmaba que la intuición
“aprehende las premisas primarias” de todo discurso, y es por ello “la fuente
que origina el conocimiento científico”. Según esta opinión, verdadero es todo
aquello que parece aceptable a primera vista, sin examen ulterior, aquello que
se intuye. Y otra pauta empleada es el argumento del vitalismo, el de las así
llamadas “verdades vitales”, utilizado por el filósofo alemán Friedrich
Nietzsche (1844-1900) y el francés Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955), por
citar los más renombrados. En él, las afirmaciones se creen o no por
conveniencia, independientemente de su fundamento racional o empírico, por lo
que lo “verdadero” es sinónimo de “útil”.
“El mundo
-decía hace unos dos mil quinientos años el filósofo griego Heráclito de Éfeso
(530-470 a.C.) en “Physeos peri” (Sobre la naturaleza)-, unidad de todo, no ha
sido creado por ningún Dios, ni por ningún hombre, sino que ha sido, es y será
un fuego eternamente vivo que se enciende y se apaga según ciertas leyes”. A lo
largo de la historia, tanto historiadores como filósofos de la historia estuvieron
muy atareados buscando organizar la experiencia pasada de la humanidad con el
descubrimiento de las causas de los acontecimientos históricos y de esas leyes
que los rigen e intentando asignarles un grado de verosimilitud y consistencia
de veracidad. Dichas leyes y causas se concibieron algunas veces como algo mecánico
y otras en términos biológicos; ya como algo metafísico, ya como algo económico
o como algo psicológico. Lo aconsejable sería, tal vez, seguir las palabras del
filósofo francés Georges Sorel (1847-1922) quien destacaba la necesidad de
aislar determinados elementos en una situación dada, aun a riesgo de caer en un
exceso de simplificación: “Hay que proceder a tientas; deben ponerse a prueba
hipótesis parciales y probables, y hay que contentarse con aproximaciones
provisionales de modo que siempre queden abiertas las puertas a una corrección
progresiva”.