23 de noviembre de 2019

Entremeses literarios (CCI)

NOCHES DE TOQUE
Susana Sánchez Bravo
Chile (1944)

Por más que se apresura el paso, las horas previas al toque de queda siempre avanzan más rápido que uno, y si el último bus se atrasa, las ocho cuadras hasta la seguridad de la casa son un vacío alongado, invadido por el resonar de tacones. Los vanos de las puertas se transforman en precarios refugios, puestos de información, cajas de resonancia de advertencias sin rostros: “¡Cuidado, están en la esquina!”, “¡Se han llevado a dos!”. Y uno se escabulle entre los vehículos estacionados y aguarda, con otro, un espacio ínfimo.
Un jeep militar rueda calle abajo, sin luces y sin ruido. Un foco encendido de pronto busca entre las sombras, las puertas, los árboles. Nos hacemos mínimos. El vehículo se va acercando, el desconocido susurra su nombre, profesión y número de teléfono, y yo le correspondo con mis datos. La luz del foco lame los techos de los autos. Nos aplastamos contra la solera, un nudo que huele a tabaco y miedo. Un perro callejero sale de entre los árboles, ladrando, defendiendo furiosamente su territorio.
- ¿Me lo echo, sargento?, pregunta una voz.
- ¡No gaste pólvora en gallináceos!, responde la otra.
Levantamos la cabeza cuando dan vuelta la esquina. El perro nos mira y vuelve al pie del árbol, se ovilla y cierra los ojos. Un breve toque de manos y nos alejamos en direcciones contrarias. Somos sombras fugaces que corren pegadas a la pared. Antes de seguir corriendo agradezco al animal, tocándole.


FÁBULA
Friedrich Nietzsche
Alemania (1844-1900)

En algún apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de la “Historia Universal”: pero, a fin de cuentas, sólo un minuto. Tras breves respiraciones de la naturaleza, el astro se heló y los animales inteligentes hubieron de perecer.


LA ROSA
Juan Eduardo Zúñiga
España (1919)

Ante el estudiante, un coche pasó rápidamente, pero él pudo entrever en su interior un bellísimo rostro femenino. Al día siguiente, a la misma hora, volvió a cruzar ante él y también atisbó la sombra clara del rostro entre los pliegues oscuros de un velo. El estudiante se preguntó quién era. Esperó al otro día, atento en el borde de la acera, y vio avanzar el coche con su caballo al trote y esta vez distinguió mejor a la mujer de grandes ojos claros que posaron en él su mirada. Cada día el estudiante aguardaba el coche, intrigado y presa de la esperanza: cada vez la mujer le parecía más bella. Y, desde el fondo del coche, le sonrió y él tembló de pasión y todo ya perdió importancia, clases y profesores: solo esperaría aquella hora en la que el coche cruzaba ante su puerta. Y al fin vio lo que anhelaba: la mujer le saludó con un movimiento de la mano que apareció un instante a la altura de la boca sonriente, y entonces él siguió al coche, andando muy deprisa, yendo detrás por calles y plazas, sin perder de vista su caja bamboleante que se ocultaba al doblar una esquina y reaparecía al cruzar un puente.
Anduvo mucho tiempo y a veces sentía un gran cansancio, o bien, muy animoso, planeaba la conversación que sostendría con ella. Le pareció que pasaba por los mismos sitios, las mismas avenidas con nieblas, con sol o lluvias, de día o de noche, pero él seguía obstinado, seguro de alcanzarla, indiferente a inviernos o veranos. Tras un largo trayecto interminable, en un lejano barrio, el coche finalmente se detuvo y él se aproximó con pasos vacilantes y cansados, aunque iba apoyado en un bastón. Con esfuerzo abrió la portezuela y dentro no había nadie. Únicamente vio sobre el asiento de hule una rosa encarnada, húmeda y fresca. La cogió con su mano sarmentosa y aspiró el tenue aroma de la ilusión nunca conseguida.


ELEMENTOS DE BOTÁNICA
Luisa Valenzuela
Argentina (1938)

En primera instancia eligió las más bella y dorada de las hojas del bosque; pero estaba seca y se le resquebrajó entre los dedos. Con la roja, también muy vistosa, le ocurrió lo contrario: resultó ser blandita y no conservó la forma. Una hoja notable por sus simétricas nervaduras le pareció transparente en exceso. Otras hojas elegidas acabaron siendo demasiado grandes, o demasiado pequeñas, o muy brillantes pero hirsutas, ásperas o pinchudas.
No debemos compadecer a Eva. Pionera en todo, fue la primera mujer en pronunciar la frase que habría de hacerse clásica por los siglos de los siglos: “¡No tengo nada que ponerme!”.


EL CONDUCTOR
István Örkény
Hungría (1912-1979)

József Pereszlényi, corredor de materiales, se detuvo con su coche Wartburg, matrícula número CO 75-14, junto al kiosco de periódicos de la esquina.
- Deme un Noticias de Budapest.
- Lamentablemente se agotó.
- Deme uno de ayer, entonces.
- También se acabó. Pero casualmente tengo ya uno de mañana.
- ¿También ahí aparece la cartelera del cine?
- Eso sale todos los días.
- Entonces deme ese de mañana -dijo el corredor de materiales.
Se volvió a sentar en su coche y buscó la programación de los cines. Después de un rato encontró una película checoslovaca -Los amores de una rubia- de la que había oído hablar elogiosamente. La proyectaban en el cine Cueva Azul de la calle Stácio, a partir de las cinco y media. Justo a tiempo. Todavía faltaba un poco. Siguió hojeando el diario del día siguiente. Le llamó la atención una noticia acerca del corredor de materiales József Pereszlényi, quien, con su coche Wartburg matrícula CO 75-14 se desplazaba a una velocidad mayor a la permitida por la calle Stácio y, no lejos del cine Cueva Azul, chocó de frente con un camión. El descuidado conductor murió en el acto.
“¡Quién lo diría”, pensó Pereszlényi. Miró su reloj. Ya pronto serían las cinco y media. Guardó el periódico en el bolsillo, se puso en marcha, a una velocidad mayor de la permitida, y chocó con un camión en la calle Stácio no lejos del cine Cueva Azul. Murió en el acto, con el periódico del día siguiente en el bolsillo.


LEYENDA MODERNA DEL AGUA
María Paz Ruiz Gil
Colombia (1978)

Hidrógeno presumía de no necesitar a nadie, se movía dando brincos a su santo antojo. Un día piropeaba a unas, otro día le picaba el ojo a otras, pero siempre con aire de galán barato. Sus padres, preocupados de que el muchacho nunca sentaría cabeza, lo llevaron a una escuela de música para chicos con problemas. Allí estaba Oxígeno, con su pelo negro y sus Converse llenos de flores hechas con rotulador. El primer día ni se saludaron, hasta que un jueves tuvieron que esperar juntos el autobús y cuando quisieron despegarse, ya no pudieron. Ahora viven fundidos, jamás pelean, se ríen de que se los beban por litros, de que los pongan a navegar por mundos marinos, de que los mezclen con azúcar o de que los congelen. Ellos se siguen llevando bien, aunque sus padres siguen buscándolos en la escuela de música.


ALLEGRO MODERATO
Christiane Félip de Vidal
Francia (1950)

La imaginaba etérea, esbelta, hermosamente joven, dejando correr sus dedos por las teclas en la penumbra de un cuarto oliendo a violeta o jazmín. Huérfana de madre, quizás. Dulce y tímida, con certeza. Así la describían las melodías que se filtraban todas las tardes por las rendijas de los postigos cerrados. Siempre cerrados. Y entonces, mientras el barrio se aletargaba en las horas de siesta, él, oculto tras las cortinas de su hotel sin estrellas, soñaba con la ventana misteriosa abriéndose frente a su habitación, con el cruzar de las miradas por encima de la calle dormida, con el encuentro inevitable, dentro de poco, sí...
En la penumbra, el viejo pianista tocó el último acorde, maldiciendo entre dientes contra los reumatismos, los postigos malogrados, su pensión de miseria y el mirón de enfrente oculto tras las cortinas.


LA MANCHA DE HUMEDAD
Juana de Ibarbourou
Uruguay (1892-1979)

Hace algunos años, en los pueblos del interior del país no se conocía el empapelado de las paredes. Era este un lujo reservado apenas para alguna casa importante, como el despacho del Jefe de Policía o la sala de alguna vieja y rica dama de campanillas. No existía el empapelado, pero sí la humedad sobre los muros pintados a la cal. Para descubrir cosas y soñar con ellas, da lo mismo. Frente a mi vieja camita de jacarandá, con un deforme manojo de rosas talladas a cuchillo en el remate del respaldo, las lluvias fueron filtrando, para mi regalo, una gran mancha de diversos tonos amarillentos, rodeada de salpicaduras irregulares capaces de suplir las flores y los paisajes del papel más abigarrado. En esa mancha yo tuve todo cuanto quise: descubrí las Islas de Coral, encontré el perfil de Barba Azul y el rostro anguloso de Abraham Lincoln, libertador de esclavos, que reverenciaba mi abuelo; tuve el collar de lágrimas de Arminda, el caballo de Blanca Flor y la gallina que pone los huevos de oro; vi el tricornio de Napoleón, la cabra que amamantó a Desdichado de Brabante y montañas echando humo de las pipas de cristal que fuman sus gigantes o sus enanos. Todo lo que oía o adivinaba, cobraba vida en mi mancha de humedad y me daba su tumulto o sus líneas. Cuando mi madre venía a despertarme todas las mañanas generalmente ya me encontraba con los ojos abiertos, haciendo mis descubrimientos maravillosos. Yo le decía con las pupilas brillantes, tomándole las manos:
- Mamita, mira aquel gran río que baja por la pared. ¡Cuántos árboles en sus orillas! Tal vez sea el Amazonas. Escucha, mamita, cómo chillan los monos y cómo gritan los guacamayos.
Ella me miraba espantada:
- ¿Pero es que estás dormida con los ojos abiertos, mi tesoro? Oh, Dios mio, esta criatura no tiene bien su cabeza, Juan Luis.
Pero mi padre movía la suya entre dubitativo y sonriente, y contestaba posando sobre mi corona de trenzas su ancha mano protectora:
- No te preocupes, Isabel. Tiene mucha imaginación, eso es todo.
Y yo seguía viendo en la pared manchada por la humedad del invierno, cuanto apetecía mi imaginación: duendes y rosas, ríos y negros, mundos y cielos.
Una tarde, sin embargo, me encontré dentro de mi cuarto a Yango, el pintor. Tenía un gran balde lleno de cal y un pincel grueso como un puño de hombre, que introducía en el balde y pasaba luego concienzudamente por la pared dejándola inmaculada. Fue esto en los primeros días de mi iniciación escolar. Regresaba del colegio, con mi cartera de charol llena de migajas de bizcochos y lápices despuntados. De pie en el umbral del cuarto, contemplé un instante, atónita, casi sin respirar, la obra de Yango que para mí tenía toda la magnitud de un desastre. Mi mancha de humedad había desaparecido, y con ella mi universo. Ya no tendría más ríos ni selvas. Inflexible como la fatalidad, Yango me había desposeído de mi mundo. Algo, una sorda rebelión, empezó a fermentar en mi pecho como burbuja que, creciendo, iba a ahogarme. Fue de incubación rápida cual las tormentas del trópico. Tirando al suelo mi cartera de escolar, me abalancé frenética hasta donde me alcanzaban los brazos, con los puños cerrados. Yango abrió una bocaza redonda como una “O” de gigantes, se quedó unos minutos enarbolando en el vacío su pincel que chorreaba líquida cal y pudo preguntar por fin lleno de asombro:
- ¿Qué le pasa a la niña? ¿Le duele un diente, tal vez?
Y yo, ciega y desesperada, gritaba como un rey que ha perdido sus estados:
- ¡Ladrón! Eres un ladrón, Yango. No te lo perdonaré nunca. Ni a papá, ni a mamá que te lo mandaron. ¿Qué voy a hacer ahora cuando me despierte temprano o cuando tía Fernanda me obligue a dormir la siesta? Bruto, odioso, me has robado mis países llenos de gente y de animales. ¡Te odio, te odio; los odio a todos!
El buen hombre no podía comprender aquel chaparrón de llanto y palabras irritadas. Yo me tiré de bruces sobre la cama a sollozar tan desconsoladamente, como solo he llorado después cuando la vida, como Yango el pintor, me ha ido robando todos mis sueños. Tan desconsolada e inútilmente. Porque ninguna lágrima rescata el mundo que se pierde ni el sueño que se desvanece… ¡Ay, yo lo sé bien!


UNA PASIÓN EN EL DESIERTO
José de la Colina
España (1934-2019)

El extenuado y sediento viajero perdido en el desierto vio que la hermosa mujer del oasis venía hacia él cargando un ánfora en la que el agua danzaba al ritmo de las caderas.
- ¡Por Alá -gritó-, dime que esto no es un espejismo!
- No -respondió la mujer, sonriendo-. El espejismo eres tú.
Y, en un parpadeo de la mujer, el hombre desapareció.


EL NIÑO TERCO
Ana María Shua
Argentina (1951)

En un apartado de su obra dedicado a las leyendas infantiles, los hermanos Grimm refieren un cuento popular alemán que la sensibilidad de la época consideraba particularmente adecuado para los niños. Un niño terco fue castigado por el Señor con la enfermedad y la muerte. Pero ni aun así logró enmendarse. Su bracito pálido, con la mano como una flor abierta, insistía en asomar fuera de la tumba. Sólo cuando su madre le dio una buena tunda con una vara de avellano, el bracito se retiró otra vez bajo tierra y fue la prueba de que el niño había alcanzado la paz.
Los que hemos pasado por ese cementerio, sabemos, sin embargo, que se sigue asomando cuando cree que nadie lo ve. Ahora es el brazo recio y peludo de un hombre adulto, con los dedos agrietados y las uñas sucias de tierra por el trabajo de abrirse paso hacia abajo y hacia arriba. A veces hace gestos obscenos, curiosamente modernos, que los filólogos consideran dirigidos a los hermanos Grimm.

21 de noviembre de 2019

Dostoyevski y el germen de la revolución (2)


A diferencia de otros escritores de su época, los textos de Dostoyevski no hacían hincapié sólo en la frivolidad de la alta sociedad sino que ponían el foco en todas las clases sociales, especialmente en los convidados de piedra en los festines imperiales que eran los sirvientes anónimos y sin rostro. Por las páginas de sus obras pasaron tanto terratenientes, burgueses, aristócratas, sacerdotes e intelectuales como prostitutas, asesinos, indigentes y menesterosos. Cada uno de sus personajes surgió a partir del contacto del autor con una realidad cambiante y compleja, con una sociedad deteriorada, fisurada, marcada por el inmovilismo social y político. Una realidad que, con el paso de los años, fue configurando las condiciones para los sucesos revolucionarios que ocurrirían en el siglo XX. Por eso, sus primeras obras centran la atención en las condiciones de los necesitados, en las humillaciones de las que eran víctimas y su forma de reaccionar ante ellas. Así lo reflejó ya desde su primera novela “Bédnyie liudi” (Pobres gentes) de 1846.
Dostoyevski demostró siempre un gran interés por la sociedad de su tiempo. Sus novelas, además de ser cabales expresiones del existencialismo y el expresionismo, pueden ser clasificadas dentro de lo que años después se llamaría realismo crítico, una corriente que, además de retratar el ámbito social, favorecía una interpretación consciente de la realidad y promovía la toma de posición ante los problemas sociales. En su juventud veía con simpatía las ideas del socialismo utópico y, poco después de la publicación de sus primeras novelas, se unió al Círculo de Petrashevski, un grupo de discusión literaria compuesto de socialistas y progresistas que se oponían a la monarquía y al régimen de servidumbre. El club, fundado en 1844 por el jurista Mijaíl Petrashevski (1821-1866) -un seguidor del socialista utópico francés Charles Fourier (1772-1837)- originalmente tenía fines educativos pero, con el tiempo, se convirtió en un lugar de discusión sobre los problemas políticos de Rusia.


Por formar parte de ese círculo, en abril de 1849 fue detenido, encarcelado y condenado a muerte bajo el cargo de traición política, aunque el fusilamiento fue sustituido poco antes de llevarse a cabo por cuatro años de trabajos forzados en Siberia y el subsiguiente servicio militar en Mongolia como soldado raso. Durante su forzado exilio, Dostoyevski escribió "Malen'kij geroj" (El pequeño héroe) y dedicó mucho tiempo a la lectura de la Biblia por lo que, tras su salida del presidio de Omsk, era ya un cristiano convencido. Aquella dura experiencia la describió en 1862 en "Zapiski iz myortvovo doma" (Recuerdos de la casa de los muertos). Para entonces ya se había convertido en un agudo crítico del nihilismo y del movimiento socialista de su época. Tiempo después, dedicó parte de sus libros "Bésy" (Los demonios) y "Dnewnik pisatelja" (Diario de un escritor) a criticar las ideas socialistas.
Tras la publicación de "Prestupléniye i nakazániye" (Crimen y castigo) e "Igrok" (El jugador), Dostoyevski se convirtió en una gloria nacional. A pesar de sus anatemas, la emancipación del campesinado y el crecimiento de las vanguardias socialistas fueron asuntos muy presentes en su obra. Llamaba a los nihilistas y a los socialistas "hombres de papel, llenos de odio y de vanidad"; y de ellos dijo que sólo querían construir otra vez la Torre de Babel, pero "no para alcanzar el cielo desde la tierra, sino para hacer descender el cielo a la tierra". No obstante, mientras la novela occidental de la época describía a una burguesía inquieta pero aceptable, a veces mediocre pero siempre estable, las novelas de Dostoyevski la describían invariablemente como desequilibrada y suspicaz. Evidentemente, la Rusia en la que vivía Dostoyevski por entonces era un imperio inabarcable y poderoso, pero que, a la vez, incubaba muchos de los males que pondrán en aprietos al régimen zarista en la fallida revolución de 1905 y finalmente lo harían saltar por los aires en 1917.


Tras su muerte, Dostoyevski fue enterrado en el cementerio Tijvin en San Petersburgo, el mismo el que reposarían tiempo después los restos del compositor Piotr Tchaikovsky (1840-1893). En su obra "Le roman russe" (La novela rusa), el crítico literario francés Eugéne Melchior de Vogüé (1848-1910), describió el funeral como un espectáculo apoteótico en el que miles de jóvenes seguían el cortejo, incluidos los nihilistas, que se encontraban en las antípodas de las creencias del escritor. Su viuda, Anna Grigórievna (1846-1918), señalaría hacia el final de su vida en sus "Memuary" (Memorias) que "los diferentes partidos se reconciliaron en el dolor común y en el deseo de rendir el último homenaje al célebre escritor". De todas maneras, semejantes contradicciones y sentimientos encontrados en el pueblo ruso no favorecerían la difusión de su obra en su propio país tras el advenimiento del régimen revolucionario soviético.
Para el líder bolchevique Vladimir Lenin (1870-1924), Dostoyevski era un intelectual del viejo régimen zarista. Si bien reconocía el poder de su escritura para describir el sufrimiento de los habitantes del pueblo, del campo, de los lugares apartados, decía no sentirse atraído por su "culto al sufrimiento". En una carta a la escritora y revolucionaria francesa Inessa Armand (1874-1920) definía a Dostoyevski como "detestable", mientras que en su correspondencia con el historiador ruso Vladimir Bonch Bruyévich (1873-1955) lo trataba de "escritor genial que analizó las lacras de la sociedad contemporánea; que tiene muchas contradicciones y aberraciones, pero al mismo tiempo traza escenas vivas de la realidad". De cualquier manera, las opiniones literarias de Lenin no trascendieron más allá del terreno privado. Un año después de la Revolución rusa, el 2 de agosto de 1918, el periódico "Izvestia" publicó una lista, elegida por los lectores, de personajes ilustres que merecían un monumento, y la primera y segunda posición fueron ocupadas por Tolstoi y Dostoyevski respectivamente. De todas maneras, sus obras (no todas) siguieron editándose en Rusia y su poderosa influencia se hizo perceptible en toda la literatura rusa posterior.


El escritor y periodista peruano José Carlos Mariátegui (1894-1930) dijo en "La Rusia de Dostoyevski", un artículo publicado en Lima en la revista "Variedades" el 10 de abril de 1929, que el escritor ruso "tradujo en su obra la crisis de la inteligencia rusa, como Lenin y su equipo marxista se encargaron de resolver y superar. Los bolcheviques oponían un realismo activo y práctico al misticismo espirituoso e inconcluyente de la inteligencia dostoyevskiana, una voluntad realizadora y operante a su hesitación nihilista y anárquica, una acción concreta y enérgica a su abstractismo divagador, un método científico y experimental a su metafísica sentimental". Y es probable que el disgusto de Lenin proviniera de la vieja polémica entre occidentalistas y eslavófilos, aquella que a lo largo de la década de los ‘40 del siglo XIX, enfrentó a los intelectuales. Se discutía sobre la conveniencia de "occidentalizar" Rusia o, por el contrario, intensificar la "eslavización" del pueblo, considerando que éste era un modelo de virtudes y que ni el arte ni las costumbres de la Europa occidental conducirían a superar el espíritu de aquellos hombres que se habían criado en una tradición distinta de la mentalidad de los pueblos que se extendían al oeste de la frontera rusa.
Los pensadores y los literatos se dividieron. El influyente crítico literario Vissarion Belinsky (1811-1848) era un occidenlista acérrimo, como también lo fueron los filósofos Nikolai Chernishevski (1828-1889), Nikolai Dobroliubod (1836-1865) y, sobre todo, Mijail Bakunin (1814-1876). El problema fue, sin embargo, mucho más complejo, ya que los eslavófilos y los occidentalistas llevaron la contienda al terreno político. Dentro del ideario occidentalista, por ejemplo, no cabían los mismos planteamientos de productividad y -consecuentemente- de división de trabajo, riqueza y sociedad que planteaban los eslavófilos. En efecto, los eslavófilos pretendían conservar las instituciones oficiales, incluyendo la figura del zar como "padre" del pueblo ruso, respetando a la Iglesia ortodoxa y propagando el folklore genuinamente nacional. Dostoyevski militó siempre en el bando eslavófilo, como Gogol, su maestro, y Sergei Aksakov (1791-1859). Ser eslavófilo -desde este punto de vista- incluía, por definición, el deseo de que todo siguiera igual, incluso el terrible problema de la esclavitud que el sufrido pueblo ruso soportaba aún en esa época. Sin embargo, este supuesto es falso: Dostoyevski apoyaba la emancipación de los siervos.


Dentro de este contexto es dable pensar que el tiránico zar Nicolás Romanov (1796-1855) se sentía identificado con el bando de escritores eslavófilos. Sin embargo su reacción fue muy distinta: Nicolás I, por el mero hecho de que alguien expresara una opinión, aunque fuese favorable a la autoridad, ya sospechaba. Los intelectuales que se movían en distintos círculos en esos años, discutían la postura occidentalista de Pedro el Grande, con el que no estaban de acuerdo salvo en el problema de la emancipación de los siervos, si eran eslavófilos como Dostoyevski; pero al llegar a la década de los ‘70, tanto eslavófilos como occidentalistas abandonaron su postura teorizante y se transformaron en verdaderos activistas. Y fue precisamente en esa época cuando se formaron los hombres de la Revolución de Octubre.

20 de noviembre de 2019

Dostoyevski y el germen de la revolución (1)


Finales del siglo XVI y comienzos del siglo XVII. La literatura española era enriquecida por escritores de la talla de Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616), Lope de Vega (1562-1635) y Francisco de Quevedo (1580-1645). Otro tanto ocurría en Inglaterra con Francis Bacon (1561-1626), William Shakespeare (1564-1616) y John Donne (1572-1631), o en Francia con Michel de Montaigne (1533-1592), por citar sólo algunos ejemplos. Por entonces, la literatura rusa permanecía estancada en los poemas religiosos o la recopilación de relatos orales, sin ofrecer ninguna figura convocante fuera de las fronteras del inmenso país gobernado por el zar Ivan Vasilyevich (1530-1584), recordado como Iván el Terrible. Para los estudiosos, el embrión de la literatura rusa se gestó durante el gobierno de Piotr Alekseïevitch Romanov (1672-1725), llamado Pedro el Grande, y recién lograría trascender el ámbito nacional en el siglo siguiente.
El primer escritor ruso que pudo romper el ostracismo más allá de las fronteras fue Aleksandr Pushkin (1799-1837), aunque la literatura rusa comenzaría a ejercer una cierta influencia en las letras europeas de la mano de Nikolai Gogol (1809-1852), es decir, en la primera mitad del siglo XIX, fundamentalmente a partir de la publicación de "Vecherá na jútore bliz Dikanki" (Veladas en un caserío de Dikanka). Desde el siglo XVII, en que Pedro el Grande -el primer monarca en adoptar el título de Emperador de todas las Rusias- inició la europeización del país, sus intelectuales se dividieron en dos grupos opuestos: occidentalistas y eslavófilos. La lengua rusa absorbió numerosos vocablos tomados de las lenguas francesa y alemana. Pushkin fue un preclaro escritor en lengua rusa; creó, en realidad, la lengua rusa literaria moderna con obras como "Kapitanskaya dochka" (La hija del capitán), "Kavkázskiy plénnik" (El prisionero del Cáucaso) y "Povesti pokoynogo Ivana Petrovicha Belkina" (Relatos del difunto Iván Petróvich Belkin).


Fiodor Dostoyevski (1821-1881) admiró profundamente a Pushkin, cuya influencia en él resulta innegable. Fue, sin duda, su máximo maestro. En el ensayo "Dostoyevski. Revolucionarios y nihilistas" (1976), la catedrática española Ángeles Cardona (1925-1981) explicó: "Veía en él la gran promesa del alma rusa. Veía la raíz y la fuerza de ese anhelo profundo que palpitaba en toda la literatura rusa decimonónica y que trasciende lo literario y lo estético hacia lo místico y lo redentor. Por lo más nacional, a lo universal. En lo eslavo primitivo y primordial vive el primitivo general que hay en todos los hombres. Pero Dostoyevski no es un simple discípulo de Pushkin. Bebe en las mismas fuentes, en la tradición y la realidad rusas. Y no sólo en ellas. Pese a su eslavofilia militante, Dostoyevski asimila y absorbe gran parte de la literatura europea contemporánea".
Efectivamente, el autor de "Prestupléniye i nakazániye" (Crimen y castigo) era un gran admirador de, por ejemplo, Honoré de Balzac (1799-1850). "Balzac es grande -le dijo en una carta a su hermano Mijail-, sus caracteres son obra de la inteligencia universal. No es el espíritu de una época, son miles de actos los que, a través de las luchas, han preparado ese desenlace en el alma del hombre". Incluso, luego de la visita de Balzac a San Petersburgo en 1844, Dostoyevski tradujo al ruso su novela "Eugénie Grandet" (Eugenia Grandet), una tarea que despertaría su vocación ya que, poco después de terminarla, decidió dedicarse de lleno a la literatura. A Dostoyevski le apasionaban también los románticos: Friedrich Schiller (1759-1805), Walter Scott (1771-1832) y Ernest T. A. Hoffmann (1776-1822), cuyos cuentos le impresionaron profundamente, lo mismo que "Confessions of an english opium eater" (Confesiones de un inglés comedor de opio) de Thomas de Quincey (1785-1859).


El francés Henri Beyle -Stendhal- (1783-1842) fue el precursor del realismo que se expresó en una nueva corriente: el naturalismo. "Una novela -dijo- es un espejo que se mueve por un camino. Tan pronto refleja el azul del cielo como el barro y los charcos del camino". Con él se inició en la literatura francesa el fin de las ilusiones románticas. Su país de debatía entre la disipación de la vitalidad renovadora de la Revolución de 1789 y la caída del poder militar del imperio fundado por Napoleón Bonaparte (1769-1821) tras la Batalla de Waterloo en 1815. Encorsetada por el nuevo orden burgués, Francia no obstante deslumbró a Europa con su florecer cultural. Esa reverdecida cultura francesa tuvo en Rusia un enorme peso específico: el francés se convirtió en la segunda lengua de la Rusia zarista.
Pero el realismo ruso no era el francés. Dostoyevski decía que el suyo era un "realismo fantástico". El también recurrió -al igual que Stendhal- a las referencias externas, tomando nota y recopilando datos para montar la estructura de sus novelas. Pero una vez armado el andamiaje, no miró solamente hacia la apariencia exterior y el panorama del tejido social como el autor de "Le rouge et le noir" (Rojo y negro), sino que se dirigió resueltamente hacia el interior de las almas de los seres humanos, tal como puede apreciarse, por ejemplo, en "Slaboje serdce" (Un corazón débil), en "Son smeshnogo chelovieka" (El sueño de un hombre ridículo) o en "Unízhenyie i oskorblyónnyie" (Humillados y ofendidos). Tal vez, su obra más acabada en ese sentido sea "Brát'ya Karamázovy" (Los hermanos Karamazov), novela en la que múltiples aspectos del alma humana como la pasión, el instinto, la razón, la duda, la bondad, la pureza, el resentimiento, la envidia, la maldad, el egoísmo y el hedonismo se manifiestan claramente en sus numerosos personajes.
Dostoyevski vivió un mundo en plena renovación cultural. Fueron sus contemporáneos en Rusia grandes escritores como Iván Goncharov (1812-1891), Mijail Lérmontov (1814-1841), Iván Turgueniev (1818-1883), Aleksandr Afanasiev (1826-1871) y Leon Tolstoi (1828-1910), entre los que logró sobresalir. Pronto, su literatura se convirtió en el vehículo para la expresión de ideales, de mensajes proféticos y de pálpitos místicos. Su influencia se hizo notar aún fuera del ámbito específico de lo novelesco. En "Götzen dämmerung" (El crepúsculo de los dioses), Friedrich Nietzsche (1844-1900) reveló que la lectura de Dostoyevski había sido uno de los hechos afortunados de su vida y que el novelista ruso era el único psicólogo de quien había logrado aprender algo. Ese reconocimiento del filósofo alemán contribuyó notablemente a la difusión de la obra de Dostoyevski por el resto del mundo.


Conocido es, asimismo, su influjo sobre Sigmund Freud (1856-1939) y el psicoanálisis. En "Dostojewski und die vatertötung" (Dostoyevski y el parricidio), un artículo escrito en 1928 poco antes de comenzar a trabajar en su relevante "Das unbehagen in der kultur" (El malestar en la cultura), Freud decía: "En la rica personalidad de Dostoyevski podemos distinguir cuatro facetas: el poeta, el neurótico, el moralista y el pecador. ¿Cómo orientarnos en esta intricada complicación? Por lo que al poeta se refiere, no hay lugar a dudas. Tiene su puesto poco detrás de Shakespeare. ‘Los hermanos Karamazov’ es la novela más acabada que jamás se haya escrito, y el episodio del gran inquisidor es una de las cimas de la literatura mundial". Freud desmenuzó el texto de Dostoyevski para encontrar en él las huellas del parricidio, la culpa y la relación con un padre dominante y autoritario que ya había tratado magistralmente en "Totem und tabu" (Totem y tabú).
Otro tanto puede decirse del existencialismo. Los estudiosos del tema suelen afirmar que "Zapiski iz podpolya" (Memorias del subsuelo) estableció las bases de esa corriente filosófica. Aunque el padre de esta escuela fue el filósofo danés Søren Kierkegaard (1813-1855), resulta evidente que el novelista ruso influyó mucho en algunas de las mentes más preclaras de este movimiento. Jean Paul Sartre (1905-1980), por ejemplo, reconocía que la frase de Dostoyevski "Si Dios no existe, todo está permitido" fue el principio de la filosofía existencialista, y que obras como "Dvoinik" (El doble) o "Idiót" (El idiota) eran también claros ejemplos de esa doctrina. Por su parte Albert Camus (1913-1960) en su ensayo "Le mythe de Sisyphe" (El mito de Sísifo) decía que "lo que distingue a la sensibilidad moderna de la sensibilidad clásica es que ésta se nutre de problemas morales y aquella de problemas metafísicos. En las novelas de Dostoyevski se plantea la cuestión con tal intensidad que no puede traer aparejadas sino soluciones extremas". Según el novelista francés André Malraux (1901-1976), la lectura de Dostoyevski había afectado profundamente a toda su generación.


Franz Kafka (1883-1924), autor de obras de un fuerte tono existencialista, sentía una gran conexión con Dostoyevski y le leía fragmentos a su editor y amigo Max Brod (1884-1968). James Joyce (1882-1941), uno de los principales artífices de la profunda renovación de las técnicas narrativas en las primeras décadas del siglo XX, también se deshacía en elogios hacia el escritor ruso: "Es el hombre que más ha hecho por la creación de la prosa moderna". Y la escritora británica Virginia Woolf (1882-1941) escribió en "The russian point of view" (El punto de vista ruso), ensayo incluido en "The common reader" (El lector común) publicado en 1925, que sus novelas eran "una vorágine que te hace hervir la sangre, remolinos bullentes, tormentas de arena giratorias, trombas que sisean y nos absorben. Se componen única y totalmente del material del alma. A pesar de nuestra voluntad nos devoran, nos sacuden, ciegan, sofocan y, al mismo tiempo, nos llenan de un éxtasis vertiginoso. Excepto Shakespeare, no hay lectura más excitante".

17 de noviembre de 2019

En defensa de Descartes

El filósofo alemán Georg W. F. Hegel (1770-1831) calificó a René Descartes (1596-1650) como el padre de la filosofía moderna. Para el autor de "Phänomenologie des geistes" (Fenomenología del espíritu), Descartes fue el primero en liberar al pensamiento de los límites de la escolástica tradicional, consumando la ruptura absoluta con Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.) y desarrollando la filosofía que presidió la revolución cien­tífica del siglo XVII: la filosofía mecanicista.
Si bien con el tiempo los planteamientos cartesianos fueron mostrando sus debilidades y sus contradicciones, su genio científico fue tan grande que le permitió establecer las bases del raciona­lismo en descubrimientos y reflexiones sobre las mate­máticas, la óptica, la meteorología, la fisiología, la anato­mía, la embriología y hasta la música.En 1631, por ejemplo, aplicó la formulación algebraica a problemas geométri­cos -concepto básico de la moderna geometría analítica- y formuló en óptica la ley de la re­fracción. No obstante, su preocupación por la metafísica fue dominante: se puede señalar el año 1628 como punto de partida para este tipo de reflexiones, originadas en su insatisfacción por los estudios sobre filosofía escolástica que siguió en el célebre colegio jesuita de La Fleche, en cuyos libros de texto sólo encontró incertidumbre, contradic­ciones y decepciones.
Descartes osciló durante toda su vida entre la aceptación de las verdades eternas -a pesar de su oposición a las ideas del teólogo y filósofo italiano Tomás de Aquino (1225-1247)-, y la for­mulación estrictamente racional de una duda que le permitiese plantear la realidad a partir de una mente "vacía", es decir, sin cualidades innatas. Esta situación le ocasionó conflictos y tormentos interiores, teniendo en cuenta el carácter esencial­mente contradictorio de la época en que le tocó vivir. La búsqueda de la verdad lo acompañó durante toda su vida a pesar de su permanen­te sometimiento a los dogmas de la religión, frente a los que trató de hallar una solución de compromiso que lo librara de eventuales acusaciones de heterodoxia. Esto, a pesar de todo, no lo pudo evitar: el culto y progresista siglo XVII, heredero del Renacimiento e iniciador de una nueva visión científica fue vencido por el bárbaro, inquisitorial e intolerante si­glo XVIII.


Es llamativa la actitud indiferente de Descartes frente a los acontecimientos de su tiempo, como sucedió, por ejemplo, con el gran conflicto político-reli­gioso de la época, la Guerra de los Treinta Años, que aniquiló a un tercio de la población alemana y convirtió a Europa en escenario de una carnice­ría vergonzosa y absurda. Descartes, a pesar de haberse enrolado en el ejército, no participó en ningún aconteci­miento bélico. Su papel fue el de un mero espectador ocupado en su pro­pia vida interior y en sentar las primeras bases de su filosofía. Así, dedicó todos sus esfuerzos al propósito de inventar una "ciencia admirable" destinada a unificar todos los conocimien­tos y encauzarlos hacia la renovación que pretendía combatir activamente los prejuicios derro­cando al principio de autoridad y la concepción antropomórfica del universo, esto es, aquella de atribuir a un dios las ideas, los sentimientos, las pasiones y los actos del hombre.
De esta manera, dentro del contexto enmarcado por el surgimiento de la burguesía, el progresivo abandono del modo de producción feudal y la constitución de los Estados nacionales con sus renovadas relaciones con la iglesia, Descartes se encolumnó con Tycho Brahe (1546-1601), Johannes Kepler (1571-1630) y Galileo Galilei (1564-1642) en física y astrono­mía; con Miguel Servet (1511-1553) y Andreas Vesalio (1514-1564) en medicina; y con John Neper (1550-1617), Niccoló Tartaglia (1500-1557) y Francois Viéte (1540-1603) en matemáti­cas, entre muchos otros, los que vinieron a demostrar que la revolución car­tesiana no fue un hecho aislado.


En el mencionado año de 1628 escribió su primera obra metafísica, "Regulae ad directionem ingenii" (Reglas para la dirección del espí­ritu), libro publi­cado póstumamente en 1701 y cuya idea funda­mental era la de que la unidad del espíritu humano, sea cual fuere la diversidad de los objetos de la investigación, debe permitir el establecimiento de un método universal. El conocimiento depende por entero de la utilización de la mente humana; si ese uso es correcto, conduce a la verdad; si no lo es, al error. Para llegar a la utili­zación correcta, propuso eliminar opiniones preconcebidas y seguir la estricta práctica de un método analítico y ordenado tal como se hace en las matemáticas. Esta idea de la unidad del conocimiento y la for­mulación de un método específico son las dos ideas fundamentales del aporte de Descartes a la historia de la filosofía y fueron ampliamente desarrolladas en sus obras posteriores.
Antes de aplicarse al establecimiento de una firme base metafísica para su método, Descartes llevó a cabo un intenso trabajo científico en los campos de la óptica, la meteorología, las matemáticas, la fisiología, la anatomía y la em­briología, dentro del proyecto de una ambiciosa obra general que iba a constituir un tratado del Mundo. Este trabajo quedó interrumpido cuando tuvo noticia de la condena de Galileo por la Inquisición, de quien era -en física- parti­dario. Cuando por fin, en 1637, se atrevió a publicar tres pequeños extractos -"Dioptique" (Dióptica), "Météores" (Meteoros) y "Géométrie" (Geometría)- les añadió un prefacio que sería nada menos que el "Discours de la méthode" (Discurso del método).
Cuando publicó el "Discurso del método" aparecieron algunas contradicciones en su pensamiento. Si bien, por un lado impulsó la unidad de las ciencias del conocimiento, rechazando la diferenciación escolástica, por otro lado defendió la separación radical de cuerpo y alma, de hombre y naturaleza, de mundo material y mundo espiritual, es decir, de los objetos del conocimiento. Por ese camino llegó a plantear en la obra mencionada, que el Universo se componía de dos clases de sustancias diferentes: la materia o sustancia extensa (objeto de la física) y la mente o sus­tancia pensante (objeto de la metafísica).


Los estudiosos señalaron que esta obra fue una estrate­gia del filósofo para presentar las obras científicas -que tenían un carácter mecanicista- ante los ojos de la siempre atenta Inquisición, anteponiéndoles un texto en el que presentaba su plena fe y seguridad en la existencia de Dios y en la naturaleza puramente espiritual del alma. Aunque el "Discurso del método" no encaja muy bien como prefacio de los trabajos científicos, resulta evidente que la preocupación del pensador por dichos temas y por la metafísica en general, impregnaba todas y cada una de sus obras filosóficas.
En las "Méditations sur la philosophie première" (Meditaciones metafísicas) publicadas en 1641, Descartes se ocupó de la metafísica; con ellas alcanzó definitivamente la fama como uno de los mayores filósofos del siglo XVII. A pesar de sus esfuerzos por presentar doctrinas compatibles con los dogmas católicos, las "Meditaciones" dieron lugar a fuertes controversias de fondo teológico. Rápidamente fue acusado de ateísmo por el rector de la Universidad de Utrecht, el teólogo calvinista Gisbertus Voetius (1589-1676), y condenado en 1642 y 1643 por las autoridades locales; la intervención del embajador francés evitó mayores consecuen­cias. En 1645 un decreto de dicha Universidad zanjó la cuestión prohibiendo la publicación de obras a favor o en contra de la doctrina carte­siana. Dos años después fue acusado de pelagianismo, una anti­gua teoría declarada herética que se basaba en la voluntad igualmente libre para elegir hacer el bien o el mal. Los jesuitas franceses, por su parte, le dispensaron un frío recibimiento.


Lo mismo ocurrió con la institución que respetó durante toda su vida hasta el extremo de mantener una sumisión difícil de asociar con su mente libre y desprejuiciada: la Iglesia Católica y dentro de ella los jesuitas. Las "Meditaciones" se publicaron, tanto en latín como en francés, acompañadas de las "Objections" (Objeciones) y "Réponses" (Respuestas) que se había dedicado a reunir y comentar, demos­trando con ello que estaba abierto al diálogo y a la crítica. No obstante, a pesar de ello y del tono humilde de su nota introductoria, dirigida a los "señores decanos y doctores" de la Facultad de Teología de París, la aprobación de éstos no fue obtenida jamás. Tras la persecución que sufrió durante toda esa década por parte de las auto­ridades de su tiempo, intentó aún una reelabora­ción de sus teorías que las hiciese aceptables para los católicos y particularmente para los jesuitas, pero también eso fue en vano. Finalmente en 1662 -doce años después de su muerte- todas sus obras fueron incluidas, a manera de persecu­ción póstuma, en el Index de libros prohibidos.
El monje benedictino Anselmo de Canterbury (1033-1109) había formulado en el siglo XI un argumento ontológico para demostrar la existen­cia de Dios. Consistía en afirmar que la idea de Dios, siendo éste un ser perfecto, implicaba su exis­tencia, ya que la carencia de este atributo -la existencia- conllevaría la imperfección. Descar­tes lo aceptó matizándolo: para él, ninguna esen­cia finita implicaba la existencia; solamente la idea de infinito implicaba la existencia del infinito. Immanuel Kant (1724-1804) refutó en la "Kritik der reinen vernunft" (Crítica de la razón pura, 1781) la postura cartesiana afirmando que la exis­tencia no era un atributo del mismo tipo que el color, la forma, etc.; el concepto de una cosa era el mismo existiese o no, la diferencia estaba en el hecho de que existiera o no existiera. No era posible -según el filósofo alemán- deducir la existencia de un objeto a partir de su definición, como sí podría serlo un atributo cual­quiera.


Muchos de estos aspectos no tienen ya interés vital para el hombre de hoy; sí lo tiene, como explicó el filósofo alemán Martin Heidegger (1889-1976) en su ensayo "Sein und zeit" (Ser y tiempo) publicado en 1927, el hecho de que Descartes -en su proposición "cogito ergo sum" (pienso luego existo)- expresó la primacía del yo humano y por ello una nueva posición del hombre, el que se convirtió en el fundamento y la medida necesarios para fundar y medir toda certidumbre y toda verdad. En definitiva, muchas cosas terminaron con Descartes, pero muchas más empezaron.

14 de noviembre de 2019

Kozma Prutkov, el otro Tolstoy


El conde Aleksey Konstantinovich Tolstoy, nacido en San Petersburgo el 5 de septiembre de 1817, fue un poeta, dramaturgo y novelista ruso cuya mayor contribución a las letras rusas fue -según la crítica- una trilogía de dramas históricos compuesta por “Smertʹ Ioanna Groznogo” (La muerte de Iván el Terrible, 1864), “Tsar Fyodor Ioannovich” (El Zar Fiodor Ivannovich, 1868) y “Tsar Boris” (El Zar Boris, 1870). Entre sus novelas más conocidas pueden citarse “Semya′ Vurdala′ka” (La familia Vurdalaka, 1839), “Oupyr” (El vampiro, 1841) y “Knyaz Serebryany” (El príncipe Serebrenni, 1862).
En la época de la publicación de sus primeros libros se familiarizó con algunos de los escritores más eminentes de Rusia como Sergei Aksakov (1791-1859), Nikolai Gogol (1809-1852), Ivan Panayev (1812-1862), Pavel Annenkov (1813-1887), Nikolay Nekrasov (1821-1877) y, particularmente, con Ivan Turgenev (1818-1883).
Como poeta lírico tuvo una considerable variedad de estilos y sentimientos. Además de muchos poemas de amor -fuertemente influenciados por el romanticismo alemán-, como es el caso de “Ioann Damaskin” (Juan Damasceno, 1858), escribió versos satíricos en los que se burlaba de la burocracia rusa y los dirigentes políticos. El mejor ejemplo de ello es “Statskogo sovetnika Popova” (El sueño del concejal Popov, 1873). Buena parte de sus poemas fueron musicalizados por compositores de la talla de Modest Mussorgsky (1839-1881), Piotr Tchaikovsky (1840-1893), Nikolai Rimsky-Korsakov (1844-1908) y Sergei Rachmaninoff (1873-1943) entre otros.
Pero lo más destacado -en lo que a literatura se refiere- de su apacible y privilegiada vida en el ámbito de la nobleza rusa, fue la publicación en las revistas literarias “Sovremennik” y “Otechestvennye Zapiski” de una valiosa serie de fábulas, parodias, aforismos, epigramas y versos humorísticos y sin sentido, todos ellos de tono absurdo y satírico entre los años 1850 y 1860.
Para escribir esos textos humorísticos recurrió a las plumas de tres primos (Alexander, Alexei y Vladimir Zhemchuzhnikov) y entre los cuatro crearon a Kozma Petrovich Prutkov, un supuesto funcionario público del gobierno zarista nacido el 11 de abril de 1801 en el pueblo de Tenteleva y muerto el 13 de enero de 1863 por un derrame cerebral en su oficina cerca de su pequeña casa en Pustinka.
El ficticio Kozma Prutkov fue retratado como alguien que, tras enrolarse de joven como húsar en uno de los mejores regimientos de caballería de la época, pasó a ser un empleado en el Ministerio de Finanzas, un burócrata “complaciente, ingenuo, bondadoso y leal” que siempre “trabajó celosamente, dedicando la mayor parte de sus habilidades y tiempo al servicio del gobierno, asignando sólo sus horas de ocio al aprendizaje y sus musas”. Siendo un representante típico de la aristocracia, “era aficionado a las ciencias naturales y se dedicaba a las meditaciones filosóficas y a la literatura, compartiendo con el público los frutos de estos trabajos inocentes”.
Así, tras dar a conocer la pseudobiografía de Prutkov, se dedicaron bajo ese seudónimo a escribir sentencias como: “La luna es más útil que el sol, dado que brilla durante la noche cuando se necesita luz, mientras que el sol de poco sirve durante el día, cuando de todos modos hay luz”; “Las mejores cosas de la vida son indecentes o engordan”; “El anillo de compromiso es el primer eslabón de la cadena de la vida conyugal”, “Todos dicen que la salud es lo más preciado, pero nadie la conserva” o “Cuando tenemos algo no lo cuidamos; una vez perdido, lloramos”.


Los aforismos de Kozma Prutkov ganaron fama en los círculos literarios. El éxito fue tal que se convirtió con el correr de los años en un personaje “casi” de carne y hueso, hasta el punto de que hoy aparece en los diccionarios de autores como uno más de ellos, lo mismo que sucedió con Ellery Queen, la creación de los norteamericanos Frederick Dannay (1905-1982) y Manfred Bennington Lee (1905-1971) o con Honorio Bustos Domecq, la invención de los argentinos Jorge Luis Borges (1899-1986) y Adolfo Bioy Casares (1914-1999).


Aleksey Konstantinovich Tolstoy, pariente lejano del grandioso Lev Nikolayevich Tolstoy (1828-1910) murió en Krasny Rog el 10 de octubre de 1875 a causa de una sobredosis de morfina que se le recetó para aliviar las dolencias producidas por sus trastornos asmáticos. 
No se conocen, en cambio, datos de los hermanos Zhemchuzhnikov. Sólo se sabe que nacieron en Dolgorukovskaya, un barrio de Moscú, y que poseían una finca en Pavlovka cerca del pueblo de Vyazovoye, ubicado en el distrito de Krasnoyaruzhsky junto a la frontera con Ucrania. Al personaje imaginario Kozma Prutkov, en cambio, le erigieron una estatua en Arkhangelsk, una ciudad situada al norte de la Rusia europea a orillas del río Dviná, muy cerca de su desembocadura en el mar Blanco.

10 de noviembre de 2019

Cuentos selectos (XIII). Mempo Giardinelli: “El libro perdido de Jorge Luis Borges”


El cuento es una de las formas más antiguas de la literatura popular, una narración corta y sencilla acerca de un suceso real o imaginario que, de forma amena y artística, se puede manifestar escrita u oralmente. Su nombre proviene del latín ‘compŭtus’ y significa llevar cuenta o, en cierto modo, hacer que algo no se olvide. De hecho, el cuento apareció como una necesidad del ser humano de conocerse a sí mismo y, a la vez, difundir su historia, su existencia en este mundo. “Como territorio realmente liberado, no tiene límites físicos, no admite esquematismos porque es pura forma, puro contenido, pura resonancia”, dice el escritor y periodista argentino Mempo Giardinelli (1947) en su ensayo “Así se escribe un cuento”.
“La identificación del cuento -agrega-, sus existentes o negadas leyes, sus territorios y resonancias, son, en definitiva, su historia misma: el largo recorrido que empieza con las fábulas que contaba el esclavo Esopo y que es útil refrescar, a vuelamáquina, como conocimiento elemental para quienes aman este género. Homero -existiese él o haya sido una suma de gente- contó. Plutarco en sus ‘Vidas paralelas’; Julio César en sus ‘Comentarios’ y Tácito en sus ‘Historias’ y sus ‘Anales’, todos en el primer siglo de esta era, contaron. De hecho, uno podría pensar que toda la historia de la humanidad ha sido un cuento. Ha debido serlo, para ser escrita. Y al ser escrita se ha eternizado y, uno puede sospecharlo, ha provocado -viene haciéndolo- el inexplicable y maravilloso deseo -y tentación- que tiene cada hombre de contribuir con una página. Sólo una por lo menos, en la historia del cuento, que es la historia del Hombre”.
Giardinelli fundó en 1986 la revista literaria “Puro Cuento”, la cual dirigió hasta 1992. Colaborador habitual de diarios y revistas argentinos y latinoamericanos, ha publicado artículos y cuentos en casi todo el mundo. Sus artículos aparecen regularmente en diarios argentinos como “Página 12” (Buenos Aires), “La Voz del Interior” (Córdoba), “La Gaceta” (Tucumán), “El Litoral” (Corrientes) y “Norte” (Resistencia), así como en los diarios “El Mundo” (Madrid), “ABC Color” (Asunción) y “La Jornada (México)”. También colabora habitualmente en las revistas “Debate” (Buenos Aires), “Brecha” (Montevideo) y “Rocinante” (Chile).
Es autor de una decena de novelas, entre las que se pueden citar “Luna caliente”, “La revolución en bicicleta”, “El cielo con las manos”, “Qué solos se quedan los muertos”, “Santo oficio de la memoria” e “Imposible equilibrio”. También ha publicado libros de cuentos, entre ellos, “Vidas ejemplares”, “El castigo de Dios”, “Gente rara”, “Soñario” y “Luminoso amarillo y otros cuentos”. Entre sus ensayos pueden mencionarse “El género negro”, “Los argentinos y sus intelectuales” y “Volver a leer. Propuestas para ser un país de lectores”. Además ha incursionado en la literatura infantil con títulos como, entre otros, “Cuentos con mi papá”, “Luli la viajera” y “Celeste y la dinosauria en el jardín”; y en la poesía con “Invasión” y “Concierto de poesía a dos voces”.
Su obra ha sido traducida a más de veinte idiomas y ha recibido numerosos galardones literarios. También ha enseñado Periodismo y Comunicación Social en la Universidad Iberoamericana (México), la Universidad Nacional de La Plata (Argentina), la Universidad del Norte (Paraguay) y en la University of Virginia y la University of Louisville (Estados Unidos). Además es Doctor Honoris Causa por la Université de Poitiers (Francia) y ha dado conferencias y dictado cursos, seminarios y talleres en más de un centenar de universidades y academias de América y Europa.
En el primer número de su emblemática revista “Puro Cuento” (noviembre de 1986), se refería de esta manera al cuento: “Relación de sucesos reales: narración oral o escrita de sucesos verdaderos o ficticios; pieza literaria de menor extensión que la novela; fábula que se cuenta a los niños (¡y a los grandes!); chisme o enredo; noticia falsa o fabulosa, son algunas de las imposibles -y todas ciertas, ¡mágicamente!-definiciones de los buenos diccionarios. Por cierto, una sola condición habría que señalar a cualquiera de ellas, y es que lo narrado, el relato, además de riqueza y gusto en lo contado, debe captar la atención del lector, debe interesarlo, y eso sólo es posible si éste lo cree. Metido en el asunto como si lo hubiera vivido -y viviéndolo mientras lo escucha, mientras lo lee- es él el que completa ese acto de amor, acto de dos que es el cuento. Para luego reproducirlo, volver a contarlo, a gozarlo y así seguir eternizando la belleza del arte de contar”.
De este singular escritor consagrado internacionalmente se reproduce a renglón seguido “El libro perdido de Jorge Luis Borges”, un cuento extraído de “Estación Coghlan y otros cuentos” publicado en 2005.

EL LIBRO PERDIDO DE JORGE LUIS BORGES

Nunca conté esto antes, y ahora mismo no sabría explicar por qué. Creo que fue a fines de 1980, durante un vuelo entre la Ciudad de México y Nueva York. En el mismo avión viajaba Jorge Luis Borges, aunque él lo hacía en primera clase, por supuesto. En algún momento me atreví y le pedí a la comisaria de a bordo que me permitiera sentar al lado de él durante unos minutos. Accedió con esa proverbial simpatía de las mexicanas, y hasta me convidó a una copa de vino. Borges tenía los ojos cerrados y sobre su falda descansaba una carpeta de cuerina color obispo. Parecía rezar, aunque tratándose de él uno debía suponer que estaba componiendo o recitando un poema. Fue muy amable conmigo y cuando me presenté como compatriota dijo, sonriente:
- Quizá no sea casualidad que dos argentinos nos encontremos a tanta altura. Ya ve cómo nos cuesta tener los pies sobre la tierra.
Me preguntó en qué podía servirme y le respondí que simplemente no quería dejar pasar la ocasión de saludarlo y le conté, brevemente, que acababa de publicar un cuento titulado “La entrevista” en el que yo imaginaba que él, Borges, llegaba a los 130 años de edad sin ganar el Premio Nobel y un editor norteamericano de voz meliflua me encargaba a mí, para entonces un viejo cronista jubilado de 80 y pico de años, que lo entrevistara.
Naturalmente, Borges no se interesó por mi ficción, pero sí inquirió acerca de mi interés en él: quiso saber qué obras yo había leído, o cuáles conocía, al menos. Me di cuenta que le importaba distinguir a un cholulo de un lector, de modo que le conté que lo había leído completamente gracias a un torneo de escritores. Sin dudas lo halagué y desperté su curiosidad. Entonces le referí la breve historia de mis años de trabajo en la vieja Editorial Abril, donde además de una excelente escuela de periodistas había decenas de buenos poetas y narradores y casi todos jugaban bastante bien al ajedrez. 


Mencioné, por supuesto, a muchas distinguidas plumas de entonces, comienzos de los setenta, y comenté que todos lo habían leído y querían ganar el premio que la editorial había dispuesto para el campeonato de aquel grave año de 1975: sus Obras Completas. Pero quiso el azar (le dije, sabedor de que le encantaría tal atribución) que campeonato y premio los ganara yo, un jovencito infatuado que por entonces privilegiaba a la Revolución por sobre la Literatura y no lo había leído por puros prejuicios juveniles.
- Quizá usted tenía razón -me reconvino-. Fue el año en que yo dije que Pinochet y Videla eran dos caballeros. Un desatino del que hoy me avergüenzo.
De todos modos, era imperdonable que siendo yo entonces un joven aspirante a narrador no lo tuviese leído y bien leído, así que le conté que de inmediato había subsanado mi falta y le manifesté mis preferencias. En un momento él me interrumpió para pedirme que por favor no fuera tan superlativo, y finalmente le confesé que me llamaba mucho la atención su insistencia en mencionar textos tan inencontrables como el Nekronomikon, la Primera Enciclopedia de Tlön, El acercamiento a Almotásim, las obras de Herbert Quain tales como El Dios del Laberinto, Abril Marzo, El Espejo Secreto, etc., y sus menciones de otros autores que él solía nombrar como Joahnn Valentin Andre, Mir Bahadur Ali, Julius Barlach, Silas Haslam, Jaromir Hladik, Nils Runeberg, el chino T’sui Pen, Marcel Yarmolinsky, las confesiones de Meadows Taylor o las según él siempre oscuras, incomprensibles ideas filosóficas de Robert Fludd. Borges se rió de buena gana y me dijo, enigmáticamente:
- De todos esos libros, sólo uno es verdadero. Y lo tengo escrito.


Sólo atiné a mirarlo fijamente, encandilado por ese hombre delicado y magro cuya ceguera miraba mejor que nadie el infinito vacío que había del otro lado de las ventanillas, mientras acariciaba rutinariamente la empuñadora de su bastón.
El advirtió la densidad de mi silencio.
- Más aún: tengo aquí un borrador -dijo suavemente, casi un susurro-. ¿Quiere echarle una ojeada?
Me emocioné, diría, hasta el borde mismo del llanto. Le dije que por supuesto, le agradecí el gesto disimulando ineficazmente mi ansiedad, y cuando me tendió la carpeta de cuerina color obispo yo regresé a mi asiento en la clase turista, en el fondo del avión, y me sumergí en la lectura.
El texto llevaba un extraño, borgeano título que sinceramente no recuerdo con exactitud. Tonto de mí, creo confusamente que era El irregular Judas o algo así. Era una novela, o lo que yo supongo que debía haber sido la novela de Borges, mecanografiada por alguien a quien él le habría dictado. La trama era sencilla: Egon Christensen, un ingeniero danés, de Copenhague, llegaba a Buenos Aires en 1942 como jefe de máquinas de un carguero cuyo capitán no se atrevía a partir por temor a ser hundidos por los acorazados alemanes que infestaban el Atlántico Sur. Egon se radicaba cerca de La Plata, revalidaba su título de ingeniero y marchaba a Jujuy, conchabado por el Ingenio Ledesma. Su pasión era el ajedrez, admiraba a Max Euwe, y en Jujuy vivía una peripecia amorosa y otra deportiva, ambas colmadas de paradojas. Lo extraordinario, desde luego, eran su prosa, la infinita rigurosidad de vocablos, el armado preciso y despojado de la secuencia exponencial, una inevitable mención a Adolfo Bioy Casares, la retórica perfecta y sobre todo la erudición, que dejaba perplejo al privilegiado lector que yo era.


Cuando terminé, temblando de emoción y agradecimiento, le llevé la carpeta de regreso. Borges dormía, con la cabeza inclinada sobre un hombro como un capullo de algodón quebrado. Me pareció inconveniente despertarlo, y además estaba tan impresionado que sólo iba a ser capaz de decirle tonterías. Preferí depositar suavemente la carpeta sobre su regazo. Cuando llegamos al Aeropuerto Kennedy, a él lo recibió un montón de gente que subió al avión (editores o embajadores, supongo) y vi cómo se lo llevaban de prisa a un salón vip.
Al cruzar Migraciones vi también, y con espanto, que la misma carpeta de cuerina color obispo estaba en manos de un hombre muy alto, rubio, de inconfundible aspecto escandinavo. Me pareció haberlo visto en la primera clase, pero no estaba seguro y era ya un dato irrelevante: lo evidente era que le había robado el manuscrito a Borges. Me alarmé y dudé si denunciarlo a los gritos o correr hacia el hombre para rescatar la carpeta puesto que ya no podía avisarle a Borges ni a quienes lo acompañaban. El oficial de migración me dijo no sé qué cosa y en el segundo siguiente perdí de vista al danés, porque era un danés, sin dudas. Sentí un extraño pánico que me duró todo ese día y los que siguieron. Leí con angustia los diarios de toda esa semana, esperando encontrar una denuncia, el reclamo de Borges o sus representantes. Pensé incluso que él podría acusarme de semejante atropello.
Nada. No sucedió nada y, que yo sepa, él jamás pronunció una palabra sobre el episodio. Y yo no volví a verlo hasta una noche de 1985, ya en el desexilio, cuando de la Editorial Sudamericana me invitaron a una charla de Borges sobre un libro de viajes que había escrito con María Kodama. Fui con la intención de preguntarle acerca de aquella carpeta de cuerina color obispo. Pero en un momento, ante la primera pregunta del público, él contó que una vez, durante un viaje en avión, había soñado con un tipo que se le acercaba desde la clase turista y al que él engañaba entregándole un texto apócrifo que aquel hombre jamás le devolvía.
Decidí callar, por supuesto. Borges falleció tiempo después, como todo el mundo sabe, en Ginebra.