El cuento
es una de las formas más antiguas de la literatura popular, una narración corta
y sencilla acerca de un suceso real o imaginario que, de forma amena y artística,
se puede manifestar escrita u oralmente. Su nombre proviene del latín
‘compŭtus’ y significa llevar cuenta o, en cierto modo, hacer que algo no se
olvide. De hecho, el cuento apareció como una necesidad del ser humano de
conocerse a sí mismo y, a la vez, difundir su historia, su existencia en este
mundo. “Como territorio realmente liberado, no tiene límites físicos, no admite
esquematismos porque es pura forma, puro contenido, pura resonancia”, dice el
escritor y periodista argentino Mempo Giardinelli (1947) en su ensayo “Así se
escribe un cuento”.
“La
identificación del cuento -agrega-, sus existentes o negadas leyes, sus
territorios y resonancias, son, en definitiva, su historia misma: el largo
recorrido que empieza con las fábulas que contaba el esclavo Esopo y que es
útil refrescar, a vuelamáquina, como conocimiento elemental para quienes aman
este género. Homero -existiese él o haya sido una suma de gente- contó.
Plutarco en sus ‘Vidas paralelas’; Julio César en sus ‘Comentarios’ y Tácito en
sus ‘Historias’ y sus ‘Anales’, todos en el primer siglo de esta era, contaron.
De hecho, uno podría pensar que toda la historia de la humanidad ha sido un
cuento. Ha debido serlo, para ser escrita. Y al ser escrita se ha eternizado y,
uno puede sospecharlo, ha provocado -viene haciéndolo- el inexplicable y
maravilloso deseo -y tentación- que tiene cada hombre de contribuir con una
página. Sólo una por lo menos, en la historia del cuento, que es la historia
del Hombre”.
Giardinelli
fundó en 1986 la revista literaria “Puro Cuento”, la cual dirigió hasta 1992.
Colaborador habitual de diarios y revistas argentinos y latinoamericanos, ha
publicado artículos y cuentos en casi todo el mundo. Sus artículos aparecen
regularmente en diarios argentinos como “Página 12” (Buenos Aires), “La Voz del
Interior” (Córdoba), “La Gaceta” (Tucumán), “El Litoral” (Corrientes) y “Norte”
(Resistencia), así como en los diarios “El Mundo” (Madrid), “ABC Color”
(Asunción) y “La Jornada (México)”. También colabora habitualmente en las revistas
“Debate” (Buenos Aires), “Brecha” (Montevideo) y “Rocinante” (Chile).
Es autor
de una decena de novelas, entre las que se pueden citar “Luna caliente”, “La
revolución en bicicleta”, “El cielo con las manos”, “Qué solos se quedan los
muertos”, “Santo oficio de la memoria” e “Imposible equilibrio”. También ha
publicado libros de cuentos, entre ellos, “Vidas ejemplares”, “El castigo de
Dios”, “Gente rara”, “Soñario” y “Luminoso amarillo y otros cuentos”. Entre sus
ensayos pueden mencionarse “El género negro”, “Los argentinos y sus
intelectuales” y “Volver a leer. Propuestas para ser un país de lectores”.
Además ha incursionado en la literatura infantil con títulos como, entre otros,
“Cuentos con mi papá”, “Luli la viajera” y “Celeste y la dinosauria en el
jardín”; y en la poesía con “Invasión” y “Concierto de poesía a dos voces”.
Su obra ha
sido traducida a más de veinte idiomas y ha recibido numerosos galardones
literarios. También ha enseñado Periodismo y Comunicación Social en la
Universidad Iberoamericana (México), la Universidad Nacional de La Plata
(Argentina), la Universidad del Norte (Paraguay) y en la University of Virginia
y la University of Louisville (Estados Unidos). Además es Doctor Honoris Causa
por la Université de Poitiers (Francia) y ha dado conferencias y dictado
cursos, seminarios y talleres en más de un centenar de universidades y
academias de América y Europa.
En el
primer número de su emblemática revista “Puro Cuento” (noviembre de 1986), se
refería de esta manera al cuento: “Relación de sucesos reales: narración oral o
escrita de sucesos verdaderos o ficticios; pieza literaria de menor extensión
que la novela; fábula que se cuenta a los niños (¡y a los grandes!); chisme o
enredo; noticia falsa o fabulosa, son algunas de las imposibles -y todas
ciertas, ¡mágicamente!-definiciones de los buenos diccionarios. Por cierto, una
sola condición habría que señalar a cualquiera de ellas, y es que lo narrado,
el relato, además de riqueza y gusto en lo contado, debe captar la atención del
lector, debe interesarlo, y eso sólo es posible si éste lo cree. Metido en el
asunto como si lo hubiera vivido -y viviéndolo mientras lo escucha, mientras lo
lee- es él el que completa ese acto de amor, acto de dos que es el cuento. Para
luego reproducirlo, volver a contarlo, a gozarlo y así seguir eternizando la
belleza del arte de contar”.
De este
singular escritor consagrado internacionalmente se reproduce a renglón seguido
“El libro perdido de Jorge Luis Borges”, un cuento extraído de “Estación
Coghlan y otros cuentos” publicado en 2005.
EL LIBRO PERDIDO DE JORGE LUIS BORGES
Nunca
conté esto antes, y ahora mismo no sabría explicar por qué. Creo que fue a
fines de 1980, durante un vuelo entre la Ciudad de México y Nueva York. En el
mismo avión viajaba Jorge Luis Borges, aunque él lo hacía en primera clase, por
supuesto. En algún momento me atreví y le pedí a la comisaria de a bordo que me
permitiera sentar al lado de él durante unos minutos. Accedió con esa
proverbial simpatía de las mexicanas, y hasta me convidó a una copa de vino.
Borges tenía los ojos cerrados y sobre su falda descansaba una carpeta de
cuerina color obispo. Parecía rezar, aunque tratándose de él uno debía suponer
que estaba componiendo o recitando un poema. Fue muy amable conmigo y cuando me
presenté como compatriota dijo, sonriente:
- Quizá no
sea casualidad que dos argentinos nos encontremos a tanta altura. Ya ve cómo
nos cuesta tener los pies sobre la tierra.
Me
preguntó en qué podía servirme y le respondí que simplemente no quería dejar
pasar la ocasión de saludarlo y le conté, brevemente, que acababa de publicar
un cuento titulado “La entrevista” en el que yo imaginaba que él, Borges,
llegaba a los 130 años de edad sin ganar el Premio Nobel y un editor
norteamericano de voz meliflua me encargaba a mí, para entonces un viejo
cronista jubilado de 80 y pico de años, que lo entrevistara.
Naturalmente,
Borges no se interesó por mi ficción, pero sí inquirió acerca de mi interés en
él: quiso saber qué obras yo había leído, o cuáles conocía, al menos. Me di
cuenta que le importaba distinguir a un cholulo de un lector, de modo que le
conté que lo había leído completamente gracias a un torneo de escritores. Sin
dudas lo halagué y desperté su curiosidad. Entonces le referí la breve historia
de mis años de trabajo en la vieja Editorial Abril, donde además de una
excelente escuela de periodistas había decenas de buenos poetas y narradores y
casi todos jugaban bastante bien al ajedrez.
Mencioné, por supuesto, a muchas
distinguidas plumas de entonces, comienzos de los setenta, y comenté que todos
lo habían leído y querían ganar el premio que la editorial había dispuesto para
el campeonato de aquel grave año de 1975: sus Obras Completas. Pero quiso el
azar (le dije, sabedor de que le encantaría tal atribución) que campeonato y
premio los ganara yo, un jovencito infatuado que por entonces privilegiaba a la
Revolución por sobre la Literatura y no lo había leído por puros prejuicios
juveniles.
- Quizá
usted tenía razón -me reconvino-. Fue el año en que yo dije que Pinochet y
Videla eran dos caballeros. Un desatino del que hoy me avergüenzo.
De todos
modos, era imperdonable que siendo yo entonces un joven aspirante a narrador no
lo tuviese leído y bien leído, así que le conté que de inmediato había
subsanado mi falta y le manifesté mis preferencias. En un momento él me
interrumpió para pedirme que por favor no fuera tan superlativo, y finalmente
le confesé que me llamaba mucho la atención su insistencia en mencionar textos
tan inencontrables como el Nekronomikon, la Primera Enciclopedia de Tlön, El
acercamiento a Almotásim, las obras de Herbert Quain tales como El Dios del
Laberinto, Abril Marzo, El Espejo Secreto, etc., y sus menciones de otros
autores que él solía nombrar como Joahnn Valentin Andre, Mir Bahadur Ali,
Julius Barlach, Silas Haslam, Jaromir Hladik, Nils Runeberg, el chino T’sui Pen,
Marcel Yarmolinsky, las confesiones de Meadows Taylor o las según él siempre
oscuras, incomprensibles ideas filosóficas de Robert Fludd. Borges se rió de
buena gana y me dijo, enigmáticamente:
- De todos
esos libros, sólo uno es verdadero. Y lo tengo escrito.
Sólo atiné a mirarlo
fijamente, encandilado por ese hombre delicado y magro cuya ceguera miraba
mejor que nadie el infinito vacío que había del otro lado de las ventanillas,
mientras acariciaba rutinariamente la empuñadora de su bastón.
El advirtió
la densidad de mi silencio.
- Más aún:
tengo aquí un borrador -dijo suavemente, casi un susurro-. ¿Quiere echarle una
ojeada?
Me
emocioné, diría, hasta el borde mismo del llanto. Le dije que por supuesto, le
agradecí el gesto disimulando ineficazmente mi ansiedad, y cuando me tendió la
carpeta de cuerina color obispo yo regresé a mi asiento en la clase turista, en
el fondo del avión, y me sumergí en la lectura.
El texto
llevaba un extraño, borgeano título que sinceramente no recuerdo con exactitud.
Tonto de mí, creo confusamente que era El irregular Judas o algo así. Era una
novela, o lo que yo supongo que debía haber sido la novela de Borges,
mecanografiada por alguien a quien él le habría dictado. La trama era sencilla:
Egon Christensen, un ingeniero danés, de Copenhague, llegaba a Buenos Aires en
1942 como jefe de máquinas de un carguero cuyo capitán no se atrevía a partir
por temor a ser hundidos por los acorazados alemanes que infestaban el
Atlántico Sur. Egon se radicaba cerca de La Plata, revalidaba su título de
ingeniero y marchaba a Jujuy, conchabado por el Ingenio Ledesma. Su pasión era
el ajedrez, admiraba a Max Euwe, y en Jujuy vivía una peripecia amorosa y otra
deportiva, ambas colmadas de paradojas. Lo extraordinario, desde luego, eran su
prosa, la infinita rigurosidad de vocablos, el armado preciso y despojado de la
secuencia exponencial, una inevitable mención a Adolfo Bioy Casares, la
retórica perfecta y sobre todo la erudición, que dejaba perplejo al
privilegiado lector que yo era.
Cuando
terminé, temblando de emoción y agradecimiento, le llevé la carpeta de regreso.
Borges dormía, con la cabeza inclinada sobre un hombro como un capullo de
algodón quebrado. Me pareció inconveniente despertarlo, y además estaba tan
impresionado que sólo iba a ser capaz de decirle tonterías. Preferí depositar
suavemente la carpeta sobre su regazo. Cuando llegamos al Aeropuerto Kennedy, a
él lo recibió un montón de gente que subió al avión (editores o embajadores,
supongo) y vi cómo se lo llevaban de prisa a un salón vip.
Al cruzar
Migraciones vi también, y con espanto, que la misma carpeta de cuerina color
obispo estaba en manos de un hombre muy alto, rubio, de inconfundible aspecto
escandinavo. Me pareció haberlo visto en la primera clase, pero no estaba
seguro y era ya un dato irrelevante: lo evidente era que le había robado el
manuscrito a Borges. Me alarmé
y dudé si denunciarlo a los gritos o correr hacia el hombre para rescatar la
carpeta puesto que ya no podía avisarle a Borges ni a quienes lo acompañaban.
El oficial de migración me dijo no sé qué cosa y en el segundo siguiente perdí
de vista al danés, porque era un danés, sin dudas. Sentí un extraño pánico que
me duró todo ese día y los que siguieron. Leí con angustia los diarios de toda
esa semana, esperando encontrar una denuncia, el reclamo de Borges o sus
representantes. Pensé incluso que él podría acusarme de semejante atropello.
Nada. No
sucedió nada y, que yo sepa, él jamás pronunció una palabra sobre el episodio.
Y yo no volví a verlo hasta una noche de 1985, ya en el desexilio, cuando de la
Editorial Sudamericana me invitaron a una charla de Borges sobre un libro de
viajes que había escrito con María Kodama. Fui con la intención de preguntarle
acerca de aquella carpeta de cuerina color obispo. Pero en un momento, ante la
primera pregunta del público, él contó que una vez, durante un viaje en avión,
había soñado con un tipo que se le acercaba desde la clase turista y al que él
engañaba entregándole un texto apócrifo que aquel hombre jamás le devolvía.
Decidí
callar, por supuesto. Borges falleció tiempo después, como todo el mundo sabe,
en Ginebra.