26 de octubre de 2019

Galileo Galilei, el mensajero de los astros

El primer encuentro de Galileo con las matemáticas se produjo en 1584. Tenía entonces veinte años y hasta ese momento su inquietud había sido más humanista y artística que científica. Los Galilei provenían de una antigua familia floren­tina venida a menos que hacia mediados del siglo XVI se trasladó a Pisa, donde el 15 de febrero de 1564 nació Galileo. Su padre era un hombre culto, músico teórico, compositor e intérprete, de manera que el ambiente familiar facilitó el desarrollo de las dotes artísticas que desde joven mostró Galileo.
Al igual que su padre, fue un buen intérprete de laúd; dibujaba bien y le atraían las letras: escribió poesías, hizo crítica literaria, intervino en polémicas artísticas y era un gran admirador de los poetas italianos, en especial Dante Alighieri (1265-1321) y Ludovico Ariosto (1474-1533), y amigo de pintores, sobre todo de Ludovico Cardi (1559-1613) llamado el Cigoli, quien en uno de sus cuadros elevó a la Virgen sobre una Luna que reproduce un dibujo que Galileo utilizó en su obra "Sidereus Nuncius" (Mensajero sideral). Según el historiador alemán Erwin Panofsky (1892-1968), Galileo en su juventud deseaba ser pintor, pero su padre lo envió a estudiar medicina, pensando restablecer con la profesión de médico el antiguo lustre de la familia y, en lo posible, mitigar las penurias económicas que fueron una característica de gran parte de la vida de Galileo y su familia.
En 1581, Galileo ingresó en la escuela de medicina de Pisa, comenzando así sus estudios universitarios que le permitieron entrar en contacto con las ideas de Platón de Atenas (427-347 a.C.) y Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.). Por entonces se hallaba más interesado en las matemáticas, en especial la geometría, como fundamento de la pintura y la música, y comenzó a tomar clases en 1584. El contacto con la matemática de Euclides de Alejandría (330-275 a.C.) y Arquímedes de Siracusa (287-212 a.C.) provocó un vuelco decisivo en su vida; abandonó la medicina en 1585, mientras iniciaba su actividad docente ejerciendo la enseñanza privada en Florencia y en Siena.
Los primeros escritos de Galileo, "Theoremata circa centrum gravitatis solidum" (Teore­mas acerca de los centros de gravedad de los sólidos) de 1586 o 1587, y "La bilancetta" (La pequeña balanza), en la que describió la balanza hidrostática y que circuló manuscrito en 1588, fueron estudios inspirados en Arquímedes. Sus trabajos lo hicieron relacionarse con los matemáticos de la época y en 1589 logró ingresar como lector de matemática en la Universidad de Pisa, que cuatro años antes había abandonado como estudiante. En 1592 mejoró algo su situación al ingresar con igual cargo a la Universidad de Padua, en donde pasó los dieciocho años más fecundos y tranquilos de su vida., enseñando geometría, mecánica y astronomía, con su inevitable acompa­ñante, la astrología, a la que consideró con un marcado escepticismo.
El Arquímedes que influyó en Galileo, no fue tanto el matemático puro sino el autor de las leyes de la estática y la hidrostática. El hecho de que a partir de principios intuitivos y mediante teoremas matemáticos demostrados con todo rigor lógico pudieran obtenerse leyes naturales, lo condu­jo a uno de los principios básicos de la física actual: el de que la matemática es una herramienta indis­pensable en la investigación de la naturaleza.
Por supuesto, eran diferentes las atmós­feras culturales y las concepciones científicas de las épocas respectivas. Arquímedes, fiel a la concepción griega, fue un teó­rico, un contemplativo; su mundo matemático era un mundo de ideas y conceptos abstractos, en donde se anteponía el conocimineto a la acción. Galileo, en cambio, fue un científico del Renacimiento, una época de hombres prácticos, de hombres de acción. De su mente lúcida -pero también de su habilidad manual- salió el péndulo aplicado a los relojes, el compás de proporciones, el termoscopio, el telescopio y el microscopio. La construcción y el empleo por Galileo del instrumento óptico que en 1611, en el ámbito de la Academia dei Lincei, se denominó telescopio, representó un mo­mento importante en la historia de la ciencia, ya que dio co­mienzo a la era instrumental en la física e inició una nueva era en la astronomía: la telescópica.
Previamente, varios sistemas astronómicos se habían ocupado de los movimientos celestes, a saber, el del antes citado Aristóteles, el de Claudio Ptolomeo (85-165), el de Nicolás Copérnico (1473-1543) y el de Tycho Brahe (1546-1601). Dejando de lado este último, más artificioso que científico, los restantes mostraban diferencias frente a los dos criterios fundamentales según los cuales pueden clasificarse los sis­temas de la astronomía antigua: la movilidad de la Tierra y la realidad física del sistema.
El sistema de Aristóteles era una modificación del sistema de Eudoxo de Cnidos (408-355 a.C.), un sistema que explicaba los movimientos celestes me­diante un juego de veintisiete esferas que giraban uni­formemente alrededor de la Tierra fija e inmóvil. Un astrónomo algo posterior, Calipo de Cízico (370-300 a.C.), añadió a ese sistema algunas esferas más, mientras Aristóteles, por razones más metafísicas que físicas, lo completó con el agre­gado de una serie de "esferas compensadoras", confi­riendo a ese complicado mecanismo de más de cincuenta esferas una apariencia física, que no poseía el sistema original de Eudoxo, puramente geométrico. El sistema de Ptolomeo fue el sistema clásico de la astronomía antigua. Alrededor de la Tierra fija e in­móvil, los planetas se movían de acuerdo a un intrincado sistema, puramente matemático, con un movimiento circu­lar y uniforme.
Ante los aspectos distintos de estos dos sistemas de astrónomos tan respetados como Aristóteles y Ptolomeo, surgió cierto escepticismo entre sus colegas medievales, en especial cuando en la Baja Edad Media comenzó a insinuarse la idea de la Tierra móvil, una idea que preparó el camino al sistema de Copérnico, quien mantuvo con Ptolomeo algunos aspectos co­munes. El hecho de colocar al Sol como centro del universo y aceptar la movilidad de la Tierra otor­gó al sistema copernicano una realidad física, y la afirmación de esa reali­dad fue vigorosamente defendida por Johannes Kepler (1571-1630) primero, y posteriormente por Galileo. En definitiva, en aquellos tiempos, tres sistemas se disputaban la explicación de los cielos: el de Aristóteles, geostático, con cierta apariencia física; el de Ptolomeo, geostático y puramente hipotético, matemá­tico; y el de Copérnico, de Tierra móvil y Sol estable, dotado de realidad física, aunque aparentemente dudosa.


Galileo no fue copernicano desde el comienzo. Lo dijo él mismo: "Suponía entonces que la doctrina de Copérnico comportaba una verdadera locura, pero más tarde una persona inteligente, en quien tenía plena confianza, me manifestó que no se trataba de nada ridículo; en vista de lo cual me preocupé en averiguar la opinión de otras personas, encontrando que mientras muchos habían pasado del sistema de Ptolomeo al de Copérnico, no había uno solo que del sistema de Copérnico hubiera regresado al de Ptolomeo; de ahí que comencé a creer que quien aban­dona una opinión aprendida desde la infancia, y com­partida por muchos, para adoptar otra seguida por muy pocos, negada por todas las escuelas y que más se asemejaba a una enorme paradoja, debía necesaria­mente sentirse movido, por no decir forzado, por ra­zones muy eficaces".
Galileo recordó también que la reforma gregoriana del calendario efectuada en 1582 se había hecho en base a las tablas de Copérnico. Además, pronto aparecieron nuevos argumentos en contra de los sistemas antiguos y en favor del copernicano, sistema éste al que probablemente adhirió Galileo en la época de su enseñanza en Pisa. A pesar de que en ella seguía manteniéndose dentro de la tradición clásica, en una carta que dirigió a Kepler en 1597 dice "hace ya muchos años adopté la doctrina de Copérnico, y su punto de vista me permite explicar muchos fenómenos de la naturaleza que, por cierto, quedan sin explicación atendiendo a las hipótesis más corrientes. He escrito muchos argu­mentos en apoyo de Copérnico y he refutado el punto de vista opuesto, escritos éstos que, sin embargo, no me atreví hasta ahora a que viesen la luz pública, temeroso de la suerte que corrió el propio Copérnico, nuestro maestro, quien, aunque adquirió fama inmortal, es para una multitud infinita de otros (que tan grande, es el número de necios) objeto de burla y escarnio".


La primera manifestación pública de Galileo en con­tra de los sistemas antiguos se produjo con motivo de la aparición de un nuevo astro, una "nova" (estrella que aumenta enormemente su brillo de forma súbita y después palidece lentamente) en 1604. Este fenómeno no común, tanto más extraño en una época en que los fenómenos celestes se vinculaban con los asuntos hu­manos, atrajo extraordinariamente la atención de los astrónomos, quienes conje­turaron distintas interpretaciones del hecho, como un fenómeno sublunar, una estrella no adver­tida hasta entonces o un nuevo acto creador, precursor de acontecimientos notables. Lo concreto fue que el fenómeno motivó las primeras observaciones astronómicas de Galileo, por supuesto con me­dios muy rudimentarios.
Un nuevo acontecimiento condujo a Galileo, cinco años después, a la construcción y empleo de un teles­copio. Encontrándose en Venecia, le llegaron noticias de que al conde Mauricio de Nassau (1567-1625) le había sido presentado por un holandés un anteojo con el cual las cosas lejanas se veían tan perfectamente como si estuviesen muy cerca. "Con este dato regresé a Padua -contó el propio Galileo-, donde entonces vivía, y reflexionando sobre el problema, esa noche misma lo resolví, fabricando al día siguiente el instrumento y dando cuenta de ello a los mismos amigos de Venecia con los cuales el día anterior habíamos discutido sobre este asunto. Con gran esfuerzo me dediqué de inmediato a fabricar otro más perfecto, que seis días después llevé a Venecia, donde con gran maravilla fue visto por todos los principales gentileshombres de esa república".
El primer escritor que se ocupó de las "lentes cristali­nas" -reconociendo que eran útiles al hombre aunque nadie supiera explicar su funcionamiento- fue el astrónomo italiano Giambattista della Porta (1535-1615) en su libro "Magiae naturalis" (Magia natural) de 1558; observaciones que repitió en "De refractione optices" (De las refracciones ópticas) en 1589 aludiendo a una combi­nación de lentes que posiblemente haya servido para la construcción del telescopio. El hecho es que en 1590 apareció en Holanda un anteojo de fabricación italiana. A partir de entonces, el conocimiento y construcción del instrumento se difundió como una curiosidad. Fue mérito de Galileo el dedicar gran parte de su tiempo a perfeccionarlo y a construir numerosos ejemplares, advirtiendo su utilidad tanto para actividades como la guerra o la navegación, como para la observación del cielo, en donde, según los aristotélicos, nada había que observar, pues en él, a diferencia del mundo sublunar donde imperaba el cambio, todo era eterno e inmutable.


Cuando a partir de sus observaciones de­dujo que el cielo no era tan inmaculado como aseguraba Aristóteles, afirmó en una carta del 7 de enero de 1610: "De esas observaciones nin­guna se ve o puede verse sin un buen instrumento, de ahí que podemos creer que hemos sido los primeros en el mundo en descubrir tan de cerca, y tan claramente algo respecto de los cuerpos celestes". Allí también narró sus observaciones de la Luna y de tres estrellas, antes invisibles, en las proximidades de Júpiter, que sólo tres días después adver­tió que no eran estrellas fijas, sino "planetas". A estos descubrimientos agregó el reconocimiento de la Vía Láctea como conjunto de estrellas y la exis­tencia de numerosas estrellas, antes invisibles, en las Pléyades, en la constelación de Orión y en un par de nebulosas.Ante la importancia de estos descubrimientos redac­tó de inmediato su célebre "Sidereus nuncius" (Mensajero de los astros), que apareció en Venecia en marzo de 1610. Después de su publicación, Galileo pasó a Florencia como mate­mático de la corte de Toscana continuando sus obser­vaciones y estudios astronómicos hasta 1619, y con menor intensidad a partir de esa fecha. Pero, aún en Padua, observó las manchas del Sol -aunque la explicación de este fenómeno fue publicada antes por Christoph Scheiner (1573-1650)-, y el aspecto "incorpóreo" del anillo de Saturno -lo que fue profundizado en 1656 por Christiaan Huygens (1629-1695). También realizó observaciones de los planetas Marte y Mercurio, y advirtió las fases de Ve­nus, la última de sus observaciones importantes, con las que demostró que todos los planetas eran de "natura­leza tenebrosa", es decir que no brillaban con luz propia sino por luz reflejada, con lo que dejaron de ser considerados "estrellas errantes", como se los llamaba entonces para distin­guirlos de las "estrellas fijas". En varias ocasiones, Galileo aludió a un libro, "Dialogus de systemate mundi" (Diálogos del sistema mundo), en el cual se pro­ponía tratar más extensamente muchas de las cuestiones vinculadas con los "sistemas del mundo". Este propó­sito fue suspendido en 1616 cuando la Iglesia prohibió el libro "De revolutionibus orbium coelestium" (Sobre las revoluciones de las esferas celestes) de Copérnico, que volvió a permitirse con algu­nas correcciones cuatro años después.


Cuando en 1623 -bajo el nombre de Urbano VIII- subió al trono papal el cardenal Maffeo Barberini (1568-1664), amigo de Galileo, éste pudo retomar la tarea para terminarla a fines de 1629. En 1632, después de largas y laboriosas gestiones para la aprobación eclesiástica, apareció el célebre "Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo" (Diálogo sobre los dos sistemas del mundo), donde expuso las ra­zones filosóficas y naturales de los sistemas tolemaico y copernicano. La aparición del libro desató una tormenta tan vio­lenta como inesperada. Galileo fue acusado, se lo obligó a comparecer ante la Inquisición en Roma y, en junio de 1633, fue obligado a abjurar. Se lo sentenció a prisión formal por "el tiempo del agrado del Santo Oficio" y se prohibió su libro; una prohibición que se mantuvo hasta 1822.
Confinado en su casa de Florencia y a pesar de la amargura, el reumatismo y la ceguera, en 1638 hizo publicar sus "Discorsi e dimostrazioni matematiche intorno a due nuove scienze" (Discursos y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias), en los que se refería a la mecánica y a los movimientos locales. Con ese libro nacieron dos nuevas ciencias: la resistencia de los materiales y la dinámica, con la ley de la caída libre y su aplicación a la trayectoria de los proyectiles.
El 8 de enero de 1642, Galileo, uno de los fundadores de la ciencia mo­derna, falleció a los setenta y ocho años de edad. Casi cien años más tarde, se erigió un mausoleo en su honor en la iglesia de la Santa Cruz de Florencia. Hubo que esperar hasta el 31 de octubre de 1992 para que, ante la Academia Pontificia de la Ciencia, Karol Wojtyła (1920-2005) -el por entonces papa Juan Pablo II- declarase oficialmente que Galileo era inocente de la acusación por la que había sido condenado en el año 1633. Tuvieron que pasar trescientos cincuenta y nueve años, cuatro meses y nueve días para que los representantes de Dios en la tierra considerasen que los estudios por él realizados no eran perjudiciales a la tradición católica. A Galileo, que ante el tribunal presidido por el cardenal inquisidor Roberto Belarmino (1542-1621) tuvo que bajar la cabeza para salvarla -aunque sin dejar de repetir su célebre "eppur, si muove" (y sin embargo, se mueve)-, se le concedió así una satisfacción póstuma incapaz de remediar la pesadumbre y la soledad de los últimos años de su vida, transcurridos en cárceles y encierros domiciliarios, como correspondía a un "penitente de la Inquisición".