Cuenta la
leyenda que, allá por el siglo IX, un pastor abisinio observó que sus cabras
saltaban muy excitadas y llenas de energía después de haber comido las hojas y los
pequeños frutos de cierto arbusto que crecía de manera silvestre en el altiplano.
Asombrado, llevó hojas y frutos de ese arbusto a un monasterio en Caffa. Allí,
los monjes pusieron al fuego aquellos frutos rojos, los que, al tostarse,
produjeron un exquisito aroma. Poco tardaron en elaborar un sabroso brebaje a
partir de los mismos, brebaje que, como bebida estimulante, se hizo popular
alrededor del siglo XIII. Había nacido el coffea, tal como lo llamaron sus
creadores.
Dos siglos
más tarde, los musulmanes introdujeron el café en medio Oriente. De hecho, en
1475 se inauguró la primera cafetería en Constantinopla y luego, gracias a los
mercaderes venecianos, el café llegó a Europa. Leonhart Rauwolff (1535-1596), médico
y botánico alemán, diría tras un viaje de diez años
por Oriente Medio que era “una bebida tan negra como la tinta, útil contra
numerosos males, en particular los males de estómago”. Pronto se difundió por
Europa en
donde rápidamente se transformó en una bebida predilecta. Venecia, Londres, Paris, Berlín y Viena fueron los precursores en
instalar cafeterías; luego, ya en el siglo XVIII, la planta comenzó a
cultivarse en Ceilán e Indonesia y, en 1727, se estableció la primera
plantación en Brasil.
Muchos
años más tarde, el consumo de café pasó a constituirse en una actividad de
carácter global que interviene tanto en los hábitos personales como en las relaciones
sociales de diversas culturas o grupos sociales. Si el agua es imperiosa para
la vida humana, pareciera que el café también lo es dado que, según estudios
realizados, estimula el sistema nervioso, mejora el estado de ánimo y aumenta
la motivación. Y a tal punto ha llegado su importancia que hasta se generan
polémicas en cuanto a cómo debe revolverse una vez servido: que seis vueltas en
sentido de las agujas del reloj y seis en sentido contrario; que tres en
sentido del reloj y tres en sentido contrario, terminando con una vuelta para un
lado y otra para el otro; que, al igual que como gira la Tierra alrededor del
Sol, debe revolvérselo hacia la izquierda, etc., etc.
Lo
concreto es que, a medida que la cucharita de café gira en una taza, el café
también lo hace, y el líquido asciende hacia el borde de la taza. Este fenómeno
que parece muy sencillo, en su momento dejó perplejos a los mayores científicos
de la humanidad. Isaac Newton (1643-1727) adujo que una taza así estaba en reposo
con respecto al espacio fijo que la rodeaba. El creía en la existencia de un
sistema absoluto de coordenadas que venía impuesto desde “afuera”, y gracias al
cual se sabía cuándo somos nosotros los que damos vueltas, y cuándo es el resto
del universo el que se mueve.
Se trató
de un argumento apropiado que la mayoría de los científicos aceptó rápidamente.
Sin embargo, en sus escritos privados Newton manifestaba sus dudas al respecto;
dudas que nunca logró solucionar y que quizás hayan sido las que le produjeron
diversos colapsos nerviosos y motivaron el abandono de sus estudios sobre la física
y su posterior huida hacia la especulación mística.
Durante el
siglo XIX el científico y filósofo austríaco Ernst Mach (1838-1916), cuyo
nombre pervive en la denominación abreviada de la velocidad del sonido, analizó
de nuevo este problema. Mach sugirió que desde el espacio lejano o de las
lejanas estrellas, no llegaba nada hasta los líquidos que giraban en la Tierra
que sirviese para hacerles saber cuándo estaban girando en realidad. El
problema tenía que ver únicamente con la naturaleza de los fluidos existentes
en el interior de la taza, algo que ya en 1827 había llamado la atención al biólogo
y botánico escocés Robert Brown (1773-1857) cuando, a través de un microscopio,
había observado el desplazamiento errático que realizaban pequeñas partículas inmersas
en alguna sustancia líquida.
A pesar de
sus deducciones, Mach no pudo determinar en qué consistía este fenómeno. Sus
reflexiones alcanzaron cierto prestigio, pero al ser tan vagas se ignoraron por
la mayoría de la gente, hasta que un empleado de la Oficina Federal de la
Propiedad Intelectual de Suiza, en Berna, tuvo la ocurrencia de analizarlas. El
joven administrativo de patentes, Albert Einstein (1879-1955), consideró que
valía la pena reflexionar sobre esta idea y también se interesó en el
movimiento aleatorio de las partículas suspendidas en un líquido cuando vertía
azúcar en su taza de café durante un intervalo en su trabajo. De estas
cavilaciones surgiría su primer trabajo escrito que versaba justamente sobre
las reacciones de los líquidos en contacto con los sólidos. A partir de allí ya
no se detendría hasta llegar a su célebre teoría de la relatividad.
La leche
que se agrega a una taza de café que se está removiendo da pie a otra reflexión
de carácter general. El primero en darle una forma precisa fue el matemático
holandés Luitzen Brouwer (1881-1966), cuando en 1911 mostró un teorema según el
cual, por muchas vueltas que se dé al café y por numerosos que sean los giros y
las circunvoluciones, en la superficie del líquido siempre existirá, por lo
menos, un punto que no se mueva. El teorema de Brouwer ha sido uno de los
elementos básicos de la ciencia topológica del siglo XX. La topología es el
estudio de cómo determinadas propiedades no cambian en las superficies
deformadas.
Otro
fenómeno en relación con una taza de café es el calentamiento de la cucharita
que se utiliza para remover el líquido. Si el café caliente se limita a girar
suavemente en el interior de la taza, la cucharita metálica no se ve afectada
en absoluto y permanece tan fría como antes de ponerla allí. No obstante, en la
vida real, jamás ocurre esto. Algo hay en la estructura de la materia que
siempre provoca que el calor fluya desde el café a la cuchara.
Basándose
en las teorías del físico escocés James Maxwell (1831-1879), conocido
principalmente por haber desarrollado un conjunto de ecuaciones que expresan
las leyes básicas de la electricidad y el magnetismo, los físicos del siglo XIX
elaboraron la noción de entropía, según la cual todos los elementos del universo
están configurados de tal manera que los sistemas de alta complejidad se
transforman inevitablemente en sistemas de complejidad inferior. De hecho, una
estructura en la que el café caliente formase una franja separada alrededor de
una cucharita fría constituiría un sistema de altísima complejidad. Para la
energía térmica existente en el café y en la cucharita sería mucho menos
complicado efectuar una fusión. El café perdería parte de su calor, la
cucharita se calentaría un poco, y todo el contenido de la taza acabaría a una
misma temperatura intermedia.
Si este
fenómeno quedase confinado al interior de las tazas de café, no se justificaría
concederle tanta atención. Sin embargo, los científicos sostienen que la noción
de entropía se aplica a todo lo que existe en el universo. El físico y
matemático alemán Rudolf Clausius (1822-1888), por ejemplo, advirtió en 1865 al
menos dos circunstancias que no parecían ser reversibles: por un lado el calor
siempre fluye de lo más cálido a lo más frío y nunca al revés, y por otro lado,
la fricción siempre genera calor pero no en sentido contrario. Esto implicaba
que los procesos seguían una dirección y que no podían volver atrás, lo que lo
llevó a pensar que, tal vez, todo lo que sucediera espontáneamente en la
naturaleza no fuera reversible y podría significar que el universo iría de un
estado inicial a uno final. Un camino que podría ser muy, muy largo pero que,
inevitablemente, le haría llegar a su agotamiento.
Fue
Clausius quien formuló un principio demoledor para las esperanzas del concepto
de eternidad. Fue él quien denominó como entropía (del griego εντροπία,
evolución o transformación) a una magnitud física que permite conocer la parte
de la energía que no es capaz de producir movimiento, o sea, la energía
perdida. Además, predijo que esta magnitud, en cualquier proceso natural,
existiría inevitablemente, con lo cual, dado que los procesos serían
irreversibles, el universo tendría un final inapelable.
Pocos años después el físico
austríaco Ludwig Boltzmann (1844-1906) relacionó la entropía con el grado de desorden
de un sistema. Cualquier proceso que se da en la naturaleza produce siempre
mayor desorden, lo que conlleva un inevitable y caótico final. Este fenómeno
también tiene lugar en los seres humanos -el calor procedente de las
complicadas células cerebrales acaba de manera amorfa en el aire que rodea la
cabeza- y, de acuerdo con el concepto de entropía, tiene que suceder en las
ciudades, los planetas, el sistema solar y todo el universo.
En el año
1929, el astrónomo estadounidense Edwin Hubble (1889-1953) elaboró la teoría
sobre la expansión del universo, una hipótesis que, en un principio, generó
bastante escepticismo entre la comunidad científica. Hoy, gracias a la moderna
tecnología, se ha podido verificar que tal expansión es real y que su celeridad
es tal que llega a superar la velocidad de la luz. De este modo es imposible
esperar un equilibrio térmico, pues con la expansión, se reduce paulatinamente
la temperatura. A este proceso, el físico y astrónomo británico James Jeans
(1877-1946) ya a comienzos del siglo XX lo había denominado “muerte térmica” al
deducir que, si la temperatura bajaba de tal manera, la vida sería imposible.
Para
sostener dicha postura, se basó en la segunda ley de la termodinámica, aquella
que afirma que cualquier proceso crea un incremento neto en la cantidad de
desorden o entropía del universo. Esta ley que rige para el universo entero
incluye, naturalmente, a todos los seres vivos que lo habitan. Al echar leche
en una taza de café, por ejemplo, el orden que representaban el café y la leche
por separado, se transforma en un desorden representado por una mezcla
aleatoria de café y leche. Y esto vale tanto para cuando se revuelve el
contenido de la taza de derecha a izquierda como para cuando se lo hace a la
inversa.
Pero,
volviendo a la expansión del universo, se puede afirmar que, con el tiempo el
Sol, esa estrella que se halla en el centro de nuestro sistema planetario,
acabará enfriándose al igual que las demás estrellas existentes en el resto de
nuestra galaxia. Con el tiempo, el universo también desaparecerá
transformándose en una bruma indiferenciada con una única temperatura que, a
partir de ese momento, ya no será capaz de cambiar, dando origen a estrellas o
a formas de vida. Este es el fenómeno que recibió el nombre de muerte térmica definitiva
del universo, un destino del que se comenzó a hablar hace un siglo cuando
tímidamente se vaticinaba que el universo estaba condenado y la humanidad sólo
habrá sido un episodio transitorio de la historia.
Esto puede
o no creerse, pero existe un límite para la incredulidad. No es la fe la que
demarca ese límite, puesto que la fe es una aceptación deliberada de lo
imperceptible, ya sea en el tiempo o en el espacio, y eso no es credulidad sino
creencia. De modo que, si la teoría de la entropía es cierta, el fin del
universo tal cual lo conocemos resultará inevitable. Cuando esto ocurra, no
habrá taza de café que estimule el sistema nervioso ni mejore el estado de
ánimo, tanto si se lo revuelve en el sentido de las agujas del reloj como si se
lo hace en el de la traslación de la Tierra alrededor del Sol.