26 de marzo de 2020

El fin del universo, algo tan simple como revolver el café


Cuenta la leyenda que, allá por el siglo IX, un pastor abisinio observó que sus cabras saltaban muy excitadas y llenas de energía después de haber comido las hojas y los pequeños frutos de cierto arbusto que crecía de manera silvestre en el altiplano. Asombrado, llevó hojas y frutos de ese arbusto a un monasterio en Caffa. Allí, los monjes pusieron al fuego aquellos frutos rojos, los que, al tostarse, produjeron un exquisito aroma. Poco tardaron en elaborar un sabroso brebaje a partir de los mismos, brebaje que, como bebida estimulante, se hizo popular alrededor del siglo XIII. Había nacido el coffea, tal como lo llamaron sus creadores.
Dos siglos más tarde, los musulmanes introdujeron el café en medio Oriente. De hecho, en 1475 se inauguró la primera cafetería en Constantinopla y luego, gracias a los mercaderes venecianos, el café llegó a Europa. Leonhart Rauwolff (1535-1596), médico y botánico alemán, diría tras un viaje de diez años por Oriente Medio que era “una bebida tan negra como la tinta, útil contra numerosos males, en particular los males de estómago”. Pronto se difundió por Europa en donde rápidamente se transformó en una bebida predilecta. Venecia, Londres, Paris, Berlín y Viena fueron los precursores en instalar cafeterías; luego, ya en el siglo XVIII, la planta comenzó a cultivarse en Ceilán e Indonesia y, en 1727, se estableció la primera plantación en Brasil.


Muchos años más tarde, el consumo de café pasó a constituirse en una actividad de carácter global que interviene tanto en los hábitos personales como en las relaciones sociales de diversas culturas o grupos sociales. Si el agua es imperiosa para la vida humana, pareciera que el café también lo es dado que, según estudios realizados, estimula el sistema nervioso, mejora el estado de ánimo y aumenta la motivación. Y a tal punto ha llegado su importancia que hasta se generan polémicas en cuanto a cómo debe revolverse una vez servido: que seis vueltas en sentido de las agujas del reloj y seis en sentido contrario; que tres en sentido del reloj y tres en sentido contrario, terminando con una vuelta para un lado y otra para el otro; que, al igual que como gira la Tierra alrededor del Sol, debe revolvérselo hacia la izquierda, etc., etc.
Lo concreto es que, a medida que la cucharita de café gira en una taza, el café también lo hace, y el líquido asciende hacia el borde de la taza. Este fenómeno que parece muy sencillo, en su momento dejó perplejos a los mayores científicos de la humanidad. Isaac Newton (1643-1727) adujo que una taza así estaba en reposo con respecto al espacio fijo que la rodeaba. El creía en la existencia de un sistema absoluto de coordenadas que venía impuesto desde “afuera”, y gracias al cual se sabía cuándo somos nosotros los que damos vueltas, y cuándo es el resto del universo el que se mueve.
Se trató de un argumento apropiado que la mayoría de los científicos aceptó rápidamente. Sin embargo, en sus escritos privados Newton manifestaba sus dudas al respecto; dudas que nunca logró solucionar y que quizás hayan sido las que le produjeron diversos colapsos nerviosos y motivaron el abandono de sus estudios sobre la física y su posterior huida hacia la especulación mística.


Durante el siglo XIX el científico y filósofo austríaco Ernst Mach (1838-1916), cuyo nombre pervive en la denominación abreviada de la velocidad del sonido, analizó de nuevo este problema. Mach sugirió que desde el espacio lejano o de las lejanas estrellas, no llegaba nada hasta los líquidos que giraban en la Tierra que sirviese para hacerles saber cuándo estaban girando en realidad. El problema tenía que ver únicamente con la naturaleza de los fluidos existentes en el interior de la taza, algo que ya en 1827 había llamado la atención al biólogo y botánico escocés Robert Brown (1773-1857) cuando, a través de un microscopio, había observado el desplazamiento errático que realizaban pequeñas partículas inmersas en alguna sustancia líquida.
A pesar de sus deducciones, Mach no pudo determinar en qué consistía este fenómeno. Sus reflexiones alcanzaron cierto prestigio, pero al ser tan vagas se ignoraron por la mayoría de la gente, hasta que un empleado de la Oficina Federal de la Propiedad Intelectual de Suiza, en Berna, tuvo la ocurrencia de analizarlas. El joven administrativo de patentes, Albert Einstein (1879-1955), consideró que valía la pena reflexionar sobre esta idea y también se interesó en el movimiento aleatorio de las partículas suspendidas en un líquido cuando vertía azúcar en su taza de café durante un intervalo en su trabajo. De estas cavilaciones surgiría su primer trabajo escrito que versaba justamente sobre las reacciones de los líquidos en contacto con los sólidos. A partir de allí ya no se detendría hasta llegar a su célebre teoría de la relatividad.
La leche que se agrega a una taza de café que se está removiendo da pie a otra reflexión de carácter general. El primero en darle una forma precisa fue el matemático holandés Luitzen Brouwer (1881-1966), cuando en 1911 mostró un teorema según el cual, por muchas vueltas que se dé al café y por numerosos que sean los giros y las circunvoluciones, en la superficie del líquido siempre existirá, por lo menos, un punto que no se mueva. El teorema de Brouwer ha sido uno de los elementos básicos de la ciencia topológica del siglo XX. La topología es el estudio de cómo determinadas propiedades no cambian en las superficies deformadas.


Otro fenómeno en relación con una taza de café es el calentamiento de la cucharita que se utiliza para remover el líquido. Si el café caliente se limita a girar suavemente en el interior de la taza, la cucharita metálica no se ve afectada en absoluto y permanece tan fría como antes de ponerla allí. No obstante, en la vida real, jamás ocurre esto. Algo hay en la estructura de la materia que siempre provoca que el calor fluya desde el café a la cuchara.
Basándose en las teorías del físico escocés James Maxwell (1831-1879), conocido principalmente por haber desarrollado un conjunto de ecuaciones que expresan las leyes básicas de la electricidad y el magnetismo, los físicos del siglo XIX elaboraron la noción de entropía, según la cual todos los elementos del universo están configurados de tal manera que los sistemas de alta complejidad se transforman inevitablemente en sistemas de complejidad inferior. De hecho, una estructura en la que el café caliente formase una franja separada alrededor de una cucharita fría constituiría un sistema de altísima complejidad. Para la energía térmica existente en el café y en la cucharita sería mucho menos complicado efectuar una fusión. El café perdería parte de su calor, la cucharita se calentaría un poco, y todo el contenido de la taza acabaría a una misma temperatura intermedia.
Si este fenómeno quedase confinado al interior de las tazas de café, no se justificaría concederle tanta atención. Sin embargo, los científicos sostienen que la noción de entropía se aplica a todo lo que existe en el universo. El físico y matemático alemán Rudolf Clausius (1822-1888), por ejemplo, advirtió en 1865 al menos dos circunstancias que no parecían ser reversibles: por un lado el calor siempre fluye de lo más cálido a lo más frío y nunca al revés, y por otro lado, la fricción siempre genera calor pero no en sentido contrario. Esto implicaba que los procesos seguían una dirección y que no podían volver atrás, lo que lo llevó a pensar que, tal vez, todo lo que sucediera espontáneamente en la naturaleza no fuera reversible y podría significar que el universo iría de un estado inicial a uno final. Un camino que podría ser muy, muy largo pero que, inevitablemente, le haría llegar a su agotamiento.


Fue Clausius quien formuló un principio demoledor para las esperanzas del concepto de eternidad. Fue él quien denominó como entropía (del griego εντροπία, evolución o transformación) a una magnitud física que permite conocer la parte de la energía que no es capaz de producir movimiento, o sea, la energía perdida. Además, predijo que esta magnitud, en cualquier proceso natural, existiría inevitablemente, con lo cual, dado que los procesos serían irreversibles, el universo tendría un final inapelable.
Pocos años después el físico austríaco Ludwig Boltzmann (1844-1906) relacionó la entropía con el grado de desorden de un sistema. Cualquier proceso que se da en la naturaleza produce siempre mayor desorden, lo que conlleva un inevitable y caótico final. Este fenómeno también tiene lugar en los seres humanos -el calor procedente de las complicadas células cerebrales acaba de manera amorfa en el aire que rodea la cabeza- y, de acuerdo con el concepto de entropía, tiene que suceder en las ciudades, los planetas, el sistema solar y todo el universo.
En el año 1929, el astrónomo estadounidense Edwin Hubble (1889-1953) elaboró la teoría sobre la expansión del universo, una hipótesis que, en un principio, generó bastante escepticismo entre la comunidad científica. Hoy, gracias a la moderna tecnología, se ha podido verificar que tal expansión es real y que su celeridad es tal que llega a superar la velocidad de la luz. De este modo es imposible esperar un equilibrio térmico, pues con la expansión, se reduce paulatinamente la temperatura. A este proceso, el físico y astrónomo británico James Jeans (1877-1946) ya a comienzos del siglo XX lo había denominado “muerte térmica” al deducir que, si la temperatura bajaba de tal manera, la vida sería imposible.
Para sostener dicha postura, se basó en la segunda ley de la termodinámica, aquella que afirma que cualquier proceso crea un incremento neto en la cantidad de desorden o entropía del universo. Esta ley que rige para el universo entero incluye, naturalmente, a todos los seres vivos que lo habitan. Al echar leche en una taza de café, por ejemplo, el orden que representaban el café y la leche por separado, se transforma en un desorden representado por una mezcla aleatoria de café y leche. Y esto vale tanto para cuando se revuelve el contenido de la taza de derecha a izquierda como para cuando se lo hace a la inversa.


Pero, volviendo a la expansión del universo, se puede afirmar que, con el tiempo el Sol, esa estrella que se halla en el centro de nuestro sistema planetario, acabará enfriándose al igual que las demás estrellas existentes en el resto de nuestra galaxia. Con el tiempo, el universo también desaparecerá transformándose en una bruma indiferenciada con una única temperatura que, a partir de ese momento, ya no será capaz de cambiar, dando origen a estrellas o a formas de vida. Este es el fenómeno que recibió el nombre de muerte térmica definitiva del universo, un destino del que se comenzó a hablar hace un siglo cuando tímidamente se vaticinaba que el universo estaba condenado y la humanidad sólo habrá sido un episodio transitorio de la historia.
Esto puede o no creerse, pero existe un límite para la incredulidad. No es la fe la que demarca ese límite, puesto que la fe es una aceptación deliberada de lo imperceptible, ya sea en el tiempo o en el espacio, y eso no es credulidad sino creencia. De modo que, si la teoría de la entropía es cierta, el fin del universo tal cual lo conocemos resultará inevitable. Cuando esto ocurra, no habrá taza de café que estimule el sistema nervioso ni mejore el estado de ánimo, tanto si se lo revuelve en el sentido de las agujas del reloj como si se lo hace en el de la traslación de la Tierra alrededor del Sol.