8 de marzo de 2020

Entremeses literarios (CCII)


ESTADOS
Susana Sánchez Bravo
Chile (1944)

Cinco  mujeres, en el vestidor de la piscina municipal, constatan que todas tienen cicatrices en sus cuerpos.
- Mi padre -dice la del vientre quemado- por demorar con el agua para el té.
Nadie dijo nada.
La del pecho mutilado agrega:
- Marido maltratador. Libre.
Avergonzada, la del meñique faltante, cuenta:
- Hijo drogadicto, vive conmigo.
- Mi supervisor me partió la rodilla con un fierro por sumarme a la huelga de la fábrica. Ni siquiera lo encarcelaron -agrega la de la pierna tiesa.
La última se gira y muestra la espalda quemada del cuello a los tobillos, en un patrón de rayas:
- Ejército de Chile -dice. Parrilla eléctrica, cinco años presa, golpeada, violada. Ellos siguen donde mismo.


EL PÁTER
Manuel Serrano Funes
España (1959)

El cura del pueblo estaba bebido en el prostíbulo del pueblo cercano. Entre el calor del alcohol y el cuerpo satisfecho se quedó dormido en un banco. Por allí pasó Marcial y al verlo y le quitó el reloj y el dinero.
Al día siguiente el bueno del cura se dio cuenta de que le habían robado. Avisó a la Guardia Civil que rápidamente encontró al ladrón. Cuando lo tuvieron en los calabozos llamaron al juez de paz. El cura se presentó ante el juez.
- ¿De dónde has sacado estos objetos? -preguntó el juez de paz.
- Me los encontré en el banco del prostíbulo donde había dormido un hombre borracho -contestó el ladronzuelo.
- ¿Conoce usted estos objetos, páter?
- No los he visto en mi vida.


LA CAUSA
Juan Rivera Saavedra
Perú (1930)

El cohete quedó listo. Buscaron entre todos los voluntarios a un negro y lo enviaron a Marte. Como fue un éxito la operación, reclutaron esta vez a dos negros y, al igual que al anterior, los enviaron a Marte. Luego mandaron a cinco; después a diez; más tarde a cien, hasta que no quedó un negro en Norteamérica. Hecho esto, los blancos perdieron todo interés por los viajes espaciales y destruyeron los planos.


LOS TIEMPOS CAMBIAN
Carmen Cecilia Suárez
Colombia (1946)

Cuando tenía quince años y estaba locamente enamorada, consiguió un hechizo garantizado -un ligue, como dicen- para que su hombre no la abandonara nunca. Sí, era el hombre de su vida, no había ningún otro hombre como él. Hoy, treinta años después, está buscando en vano, con desesperación, alguien que deshaga el embrujo.


SOÑANDO
Rafael Barrett
España (1876-1910)

Era como un inmenso baile de personas y de cosas. Figuras de todos los siglos pasaban en calma o se precipitaban girando. Animales fantásticos y objetos sin nombre se mezclaban a los mil espectros de un carnaval delirante. El espacio infinito parecía iluminado por la fiebre. No había piso ni techo. Se adivinaba la noche más allá de la luz. Yo me trasladaba de un punto a otro sin esfuerzo. Nada resistía ni entorpecía a nada. Flotábamos en un ambiente suave como el polvo de las mariposas. El mundo estaba vacío de materia y lleno de vida.
De un racimo de seres agitados se desprendió hacia mí un caballero vestido de frac. Venía tan de prisa que atravesó en su carrera el cuerpo de una desposada melancólica. Cuando llegó a mi lado observé la angustia de su rostro contraído.
- ¿Qué le sucede, señor profesor? -pregunté.
- El chimpancé se ha vuelto loco. Ya sabe usted que era mi mejor sirviente. Hasta fumaba mis cigarrillos. Un mono admirable, superior al hombre, puesto que ojo hablaba. Imitaba perfectamente mis movimientos y aprendía cuanto se le enseñaba. Usted recordará mi última conferencia sobre los simios antropoides. Él la inspiró. Pues bueno: ayer me entretuve tirando al blanco en el jardín delante del mono. ¡Nunca lo hubiera hecho! He querido meterme ahora en casa porque se hace tarde. ¿Creerá usted que el maldito chimpancé me ha recibido a tiros, confundiendo mi pechera con el blanco? Por poco no me acierta. ¿Cómo entrar en mi casa, Dios mío?
De lo alto del firmamento llovían pétalos rosados. Cerca de nosotros una niña rubia decía que no a un banquero.
- ¡Una idea! -exclamó de pronto un poeta lírico que nos había, quizás, escuchado. Su cabellera larguísima y sucia olía mal. Los mechones semejaban serpientes, y de cada uno colgaba un volumen, de modo que el hombre llevaba siempre consigo su biblioteca. A la cintura ostentaba un cuchillo envainado. Lo desnudó con gestó teatral.
- ¡No tembléis! Esto no es un puñal, sino una pluma, y mis venas son mi tintero. Por ellas no corre sangre, sino tinta.
Se hundió el arma varias veces en el corazón y embadurnó la pechera del profesor con el negro líquido, gritando.
- ¡Lo salvé! ¡Lo salvé!
Sin comprender cómo me hallé de repente acostado sobre la arena fría de una playa. El mar, de un azul luminoso, extendía su oleaje brillante bajo el cielo borracho de sol. Una adolescente, más bella que Venus, vagaba por la orilla, mojando sus pies de nácar en la lisa lámina de cristal que se deslizaba cantando. Su túnica era casta como la espuma. Sus ojos de ángel estaban penetrados de bondad y de amor. Una nube de pájaros alegres y puros revoloteaba en torno. Noté que la encantadora virgen los cogía y les arrancaba las alas.
- ¿Por qué, por qué? -gemí dolorido.
- Les arranco las alas-suspiró su voz melodiosa-para que no se cansen volando.
Caían lentamente las tinieblas espesas como cae el légamo al fondo de un charco, y distinguí a enorme distancia el resplandor confuso de la fiesta aérea. Me propuse alcanzarla, más un abismo de una profundidad espantosa me detuvo. Subía de él un silencio más horrible que el trueno. En el opuesto borde se alzaba un peñasco siniestro que dibujaba su silueta de azabache, cortando el horizonte sombrío, y sobre el peñasco una mujer harapienta se retorcía los brazos mirando el precipicio.
- ¿Qué? ¿Qué hay? ¡Oye! -clamé. ¡Oye!
Ella no oía y seguía mirando. La sombra se hizo más densa aún, y fue borrando aquel gesto de agonía. Ya no quedaba más que la noche insondable, y el resplandor lejano y confuso de la fiesta aérea. El resplandor se fue transformando en una nebulosa, y la nebulosa en la luna, luna serena y plácida.
Deseé ir a ella, y desperté. La luna era el globo de mi lámpara encendía. Sobre mi mesa de trabajo dormían mis libros.


AMIGOS ABURRIDOS
Lydia Davis
Estados Unidos (1947)

Solo conocemos a cuatro personas aburridas. Nuestros otros amigos nos parecen muy interesantes. Pero a la mayoría de los amigos que nos parecen interesantes les parecemos aburridos: los más interesantes son los que nos encuentran más aburridos. De los pocos que están en un punto intermedio, con los que compartimos un interés mutuo, desconfiamos: tenemos la sensación de que en cualquier momento podrían parecernos demasiado interesantes o, también, que nosotros podríamos parecerles demasiado interesantes a ellos.


BIBLIOTECA
Juan Ramón Santos
España (1975)

Ordenó la biblioteca por colecciones y vio que no le gustaba. Se le antojaba vulgar. Parecía como si hubiese comprado los libros por el mero afán de adornar las paredes. Por eso decidió cambiar y probó a alinearlos por tamaño. El efecto era interesante. Transmitía el carácter práctico y desenfadado de un lector voraz y algo desastroso, pero no acababa de convencerle. Por eso probó a colocarlos por orden cronológico de escritura, en función de la lengua en que habían sido escritos e incluso en el idioma en que habían sido publicados sin llegar a encontrarse del todo satisfecho. Demasiada pedantería, se dijo, y concluyó que quizá lo mejor era un estricto orden alfabético de autores, el criterio aséptico que empleaban las grandes bibliotecas. “Por algo lo harán”, pensó. A continuación se puso manos a la obra y comprobó que aquello comenzaba a gustarle, pero que aún le faltaba un toque, un pequeño detalle, el que había de otorgarle verdadero rigor a su biblioteca, la distribución por materias, y repartió escrupulosamente los libros entre poesía, novela y ensayo. “Mucho mejor”, se dijo luego, aunque enseguida se dio cuenta de que la colección había de crecer, de que se incorporarían nuevos géneros, nuevos títulos, nuevos autores, y fue dejando hueco en función de esas futuras adquisiciones. Al terminar tomó aire y un poco de distancia, contempló el trabajo en toda su magnitud y el resultado le pareció casi perfecto, pero solo casi, pues algo no funcionaba del todo. Después de darle muchas vueltas comprendió que el problema era que la biblioteca no podía estar desterrada en la soledad recóndita de un dormitorio, que tenía que encontrarse en el mismo corazón de la casa, que solo así alcanzaría la perfección. Entonces recogió solemne sus tres libros y se los llevó al comedor.


DESPIDO INOPORTUNO
Gloria Díez Fernández
España (1949)

Las poleas sufrieron un brusco estremecimiento y el ascensor detuvo su escalada entre los pisos cuatro y cinco. De forma instintiva, Juan se llevó la mano al bolsillo. No había cogido el móvil y menos sus pastillas. ¿Por qué iba a hacerlo? Sólo había bajado un momento a la portería. En cuestión de segundos comprendió su situación: agosto, el edificio casi vacío… Frente a él estaba el pulsador de la alarma, un rectángulo sucio de plástico amarillo. Sonaba, con gemido de perro apaleado, en la garita del portero. Pero, aunque lo pulsara, Lucas, ese holgazán, ese maldito inútil, no subiría. Lo sabía porque, a pesar de sus súplicas tardías, de sus patéticos sollozos, con íntimo placer y en uso de sus atribuciones, acababa de despedirle. Contra toda esperanza, con gesto de náufrago, Juan apretó ferozmente el timbre y luego sí, lentamente, dejando que su espalda se deslizara contra la pared, se derrumbó.


APROPIACIÓN FAMILIAR
Cristopher Josué Escamilla Arrieta
México (1983)

Esta mañana mi esposa conoció a mi amante. La cosa no estuvo tan mal como se esperaría. Podría decirse que fue un encuentro cortés: la educación se sobrepuso a la ira, al enojo, a la molestia por la probable usurpación de funciones. Mi concubina y yo retozábamos solaces sobre la cama que todas las noches compartía con mi cónyuge, cuando ésta nos sorprendió al entrar al cuarto. No había hecho ningún ruido, hasta que abrió la puerta de la habitación.
Era poco menos de mediodía, regresé del banco y me justifiqué en la oficina con un falso testimonio con el que argüí enfermedad. Supuse que mi mujer no llegaría a casa sino hasta después de su clase de yoga y de recoger a nuestros hijos de la escuela, a la hora de la comida. Sospecho que ella pensó que la piltra sería para ella sola, para disfrutarla a sus anchas. Bueno, ella tampoco estaba sola. Cuando se adentró en nuestro lecho me despegué de su hermana, justo en el momento en el que ella soltaba la mano de su ascético instructor.
Perdón, ofrezco una disculpa, dije que mi esposa conoció a mi amante, y eso es una imprecisión... Ahora que lo pienso, mejor me apresuraré a solicitar el divorcio, para que todo este malentendido quede, formalmente, entre familia.


CUENTO POR ENCARGO
Marcelo Damiani
Argentina (1969)

El barco pirata estacionó frente a mi casa. Los marineros engancharon el ancla en el árbol del vecino y se apostaron a lo largo de la calle mirando hacia adelante con cara de desalmados. Al rato bajo el capitán y golpeó mi puerta; le abrí, él entró sin ningún tipo de preámbulos y se acomodó en el bar destrozado que me quedó de un fallido cuento de vaqueros. “Usted es escritor, ¿no?”, me interpeló en un idioma desconocido; por suerte los dos manejábamos el mismo código literario. “Sí; así es”, respondí. “Bien”, dijo, “necesitamos alguien con mucha imaginación”. “Los críticos dicen que yo no tengo ni una pizca”, señalé. “Bien”, murmuró pensativo, “ése es un buen signo”. Hizo una pausa; tomó un vaso de whisky que había por ahí, y me miró. “Mi tripulación y yo tenemos un problema. No encontramos una buena aventura desde hace años. Nadie nos quiere dar lugar en sus historias; dicen que ya no servimos para nada porque estamos pasados de moda... Así que decidimos tener nuestro propio escritor”. Lo único que faltaba, pensé: Piratas con problemas existenciales. “Mire”, le dije, “los relatos de aventura no son mi especialidad”. “Eso no nos importa, masculló, pónganos en el género que quiera”. Se puso de pie bruscamente, se dirigió a la puerta y agregó: “Le damos una semana. Y no intente traicionarnos. Los dos escritores que lo intentaron ya no pueden escribir más”. Y se fue. Entonces, por las dudas, empecé a escribir este cuento.