ESTADOS
Susana Sánchez Bravo
Chile
(1944)
Cinco mujeres, en el vestidor de la piscina
municipal, constatan que todas tienen cicatrices en sus cuerpos.
-
Mi padre -dice la del vientre quemado- por demorar con el agua para el té.
Nadie
dijo nada.
La
del pecho mutilado agrega:
-
Marido maltratador. Libre.
Avergonzada,
la del meñique faltante, cuenta:
-
Hijo drogadicto, vive conmigo.
-
Mi supervisor me partió la rodilla con un fierro por sumarme a la huelga de la
fábrica. Ni siquiera lo encarcelaron -agrega la de la pierna tiesa.
La
última se gira y muestra la espalda quemada del cuello a los tobillos, en un
patrón de rayas:
-
Ejército de Chile -dice. Parrilla eléctrica, cinco años presa, golpeada,
violada. Ellos siguen donde mismo.
EL PÁTER
Manuel Serrano Funes
España
(1959)
El
cura del pueblo estaba bebido en el prostíbulo del pueblo cercano. Entre el
calor del alcohol y el cuerpo satisfecho se quedó dormido en un banco. Por allí
pasó Marcial y al verlo y le quitó el reloj y el dinero.
Al
día siguiente el bueno del cura se dio cuenta de que le habían robado. Avisó a
la Guardia Civil que rápidamente encontró al ladrón. Cuando lo tuvieron en los
calabozos llamaron al juez de paz. El cura se presentó ante el juez.
-
¿De dónde has sacado estos objetos? -preguntó el juez de paz.
-
Me los encontré en el banco del prostíbulo donde había dormido un hombre
borracho -contestó el ladronzuelo.
-
¿Conoce usted estos objetos, páter?
-
No los he visto en mi vida.
LA CAUSA
Juan Rivera Saavedra
Perú
(1930)
El
cohete quedó listo. Buscaron entre todos los voluntarios a un negro y lo
enviaron a Marte. Como fue un éxito la operación, reclutaron esta vez a dos
negros y, al igual que al anterior, los enviaron a Marte. Luego mandaron a
cinco; después a diez; más tarde a cien, hasta que no quedó un negro en
Norteamérica. Hecho esto, los blancos perdieron todo interés por los viajes
espaciales y destruyeron los planos.
LOS TIEMPOS CAMBIAN
Carmen Cecilia Suárez
Colombia
(1946)
Cuando
tenía quince años y estaba locamente enamorada, consiguió un hechizo
garantizado -un ligue, como dicen- para que su hombre no la abandonara nunca.
Sí, era el hombre de su vida, no había ningún otro hombre como él. Hoy, treinta
años después, está buscando en vano, con desesperación, alguien que deshaga el
embrujo.
SOÑANDO
Rafael Barrett
España
(1876-1910)
Era
como un inmenso baile de personas y de cosas. Figuras de todos los siglos
pasaban en calma o se precipitaban girando. Animales fantásticos y objetos sin
nombre se mezclaban a los mil espectros de un carnaval delirante. El espacio
infinito parecía iluminado por la fiebre. No había piso ni techo. Se adivinaba
la noche más allá de la luz. Yo me trasladaba de un punto a otro sin esfuerzo.
Nada resistía ni entorpecía a nada. Flotábamos en un ambiente suave como el
polvo de las mariposas. El mundo estaba vacío de materia y lleno de vida.
De
un racimo de seres agitados se desprendió hacia mí un caballero vestido de
frac. Venía tan de prisa que atravesó en su carrera el cuerpo de una desposada
melancólica. Cuando llegó a mi lado observé la angustia de su rostro contraído.
-
¿Qué le sucede, señor profesor? -pregunté.
-
El chimpancé se ha vuelto loco. Ya sabe usted que era mi mejor sirviente. Hasta
fumaba mis cigarrillos. Un mono admirable, superior al hombre, puesto que ojo
hablaba. Imitaba perfectamente mis movimientos y aprendía cuanto se le
enseñaba. Usted recordará mi última conferencia sobre los simios antropoides.
Él la inspiró. Pues bueno: ayer me entretuve tirando al blanco en el jardín
delante del mono. ¡Nunca lo hubiera hecho! He querido meterme ahora en casa
porque se hace tarde. ¿Creerá usted que el maldito chimpancé me ha recibido a
tiros, confundiendo mi pechera con el blanco? Por poco no me acierta. ¿Cómo
entrar en mi casa, Dios mío?
De
lo alto del firmamento llovían pétalos rosados. Cerca de nosotros una niña
rubia decía que no a un banquero.
-
¡Una idea! -exclamó de pronto un poeta lírico que nos había, quizás, escuchado.
Su cabellera larguísima y sucia olía mal. Los mechones semejaban serpientes, y
de cada uno colgaba un volumen, de modo que el hombre llevaba siempre consigo
su biblioteca. A la cintura ostentaba un cuchillo envainado. Lo desnudó con
gestó teatral.
-
¡No tembléis! Esto no es un puñal, sino una pluma, y mis venas son mi tintero.
Por ellas no corre sangre, sino tinta.
Se
hundió el arma varias veces en el corazón y embadurnó la pechera del profesor
con el negro líquido, gritando.
-
¡Lo salvé! ¡Lo salvé!
Sin
comprender cómo me hallé de repente acostado sobre la arena fría de una playa.
El mar, de un azul luminoso, extendía su oleaje brillante bajo el cielo
borracho de sol. Una adolescente, más bella que Venus, vagaba por la orilla,
mojando sus pies de nácar en la lisa lámina de cristal que se deslizaba
cantando. Su túnica era casta como la espuma. Sus ojos de ángel estaban
penetrados de bondad y de amor. Una nube de pájaros alegres y puros revoloteaba
en torno. Noté que la encantadora virgen los cogía y les arrancaba las alas.
-
¿Por qué, por qué? -gemí dolorido.
-
Les arranco las alas-suspiró su voz melodiosa-para que no se cansen volando.
Caían
lentamente las tinieblas espesas como cae el légamo al fondo de un charco, y
distinguí a enorme distancia el resplandor confuso de la fiesta aérea. Me
propuse alcanzarla, más un abismo de una profundidad espantosa me detuvo. Subía
de él un silencio más horrible que el trueno. En el opuesto borde se alzaba un
peñasco siniestro que dibujaba su silueta de azabache, cortando el horizonte
sombrío, y sobre el peñasco una mujer harapienta se retorcía los brazos mirando
el precipicio.
-
¿Qué? ¿Qué hay? ¡Oye! -clamé. ¡Oye!
Ella
no oía y seguía mirando. La sombra se hizo más densa aún, y fue borrando aquel
gesto de agonía. Ya no quedaba más que la noche insondable, y el resplandor
lejano y confuso de la fiesta aérea. El resplandor se fue transformando en una
nebulosa, y la nebulosa en la luna, luna serena y plácida.
Deseé
ir a ella, y desperté. La luna era el globo de mi lámpara encendía. Sobre mi
mesa de trabajo dormían mis libros.
AMIGOS ABURRIDOS
Lydia Davis
Estados
Unidos (1947)
Solo
conocemos a cuatro personas aburridas. Nuestros otros amigos nos parecen muy
interesantes. Pero a la mayoría de los amigos que nos parecen interesantes les
parecemos aburridos: los más interesantes son los que nos encuentran más
aburridos. De los pocos que están en un punto intermedio, con los que
compartimos un interés mutuo, desconfiamos: tenemos la sensación de que en
cualquier momento podrían parecernos demasiado interesantes o, también, que
nosotros podríamos parecerles demasiado interesantes a ellos.
BIBLIOTECA
Juan Ramón Santos
España
(1975)
Ordenó
la biblioteca por colecciones y vio que no le gustaba. Se le antojaba vulgar.
Parecía como si hubiese comprado los libros por el mero afán de adornar las
paredes. Por eso decidió cambiar y probó a alinearlos por tamaño. El efecto era
interesante. Transmitía el carácter práctico y desenfadado de un lector voraz y
algo desastroso, pero no acababa de convencerle. Por eso probó a colocarlos por
orden cronológico de escritura, en función de la lengua en que habían sido
escritos e incluso en el idioma en que habían sido publicados sin llegar a
encontrarse del todo satisfecho. Demasiada pedantería, se dijo, y concluyó que
quizá lo mejor era un estricto orden alfabético de autores, el criterio
aséptico que empleaban las grandes bibliotecas. “Por algo lo harán”, pensó. A
continuación se puso manos a la obra y comprobó que aquello comenzaba a
gustarle, pero que aún le faltaba un toque, un pequeño detalle, el que había de
otorgarle verdadero rigor a su biblioteca, la distribución por materias, y
repartió escrupulosamente los libros entre poesía, novela y ensayo. “Mucho
mejor”, se dijo luego, aunque enseguida se dio cuenta de que la colección había
de crecer, de que se incorporarían nuevos géneros, nuevos títulos, nuevos
autores, y fue dejando hueco en función de esas futuras adquisiciones. Al
terminar tomó aire y un poco de distancia, contempló el trabajo en toda su
magnitud y el resultado le pareció casi perfecto, pero solo casi, pues algo no
funcionaba del todo. Después de darle muchas vueltas comprendió que el problema
era que la biblioteca no podía estar desterrada en la soledad recóndita de un
dormitorio, que tenía que encontrarse en el mismo corazón de la casa, que solo
así alcanzaría la perfección. Entonces recogió solemne sus tres libros y se los
llevó al comedor.
DESPIDO INOPORTUNO
Gloria Díez Fernández
España
(1949)
Las
poleas sufrieron un brusco estremecimiento y el ascensor detuvo su escalada
entre los pisos cuatro y cinco. De forma instintiva, Juan se llevó la mano al
bolsillo. No había cogido el móvil y menos sus pastillas. ¿Por qué iba a
hacerlo? Sólo había bajado un momento a la portería. En cuestión de segundos
comprendió su situación: agosto, el edificio casi vacío… Frente a él estaba el
pulsador de la alarma, un rectángulo sucio de plástico amarillo. Sonaba, con
gemido de perro apaleado, en la garita del portero. Pero, aunque lo pulsara,
Lucas, ese holgazán, ese maldito inútil, no subiría. Lo sabía porque, a pesar
de sus súplicas tardías, de sus patéticos sollozos, con íntimo placer y en uso
de sus atribuciones, acababa de despedirle. Contra toda esperanza, con gesto de
náufrago, Juan apretó ferozmente el timbre y luego sí, lentamente, dejando que
su espalda se deslizara contra la pared, se derrumbó.
APROPIACIÓN FAMILIAR
Cristopher Josué
Escamilla Arrieta
México
(1983)
Esta
mañana mi esposa conoció a mi amante. La cosa no estuvo tan mal como se
esperaría. Podría decirse que fue un encuentro cortés: la educación se
sobrepuso a la ira, al enojo, a la molestia por la probable usurpación de
funciones. Mi
concubina y yo retozábamos solaces sobre la cama que todas las noches compartía
con mi cónyuge, cuando ésta nos sorprendió al entrar al cuarto. No había hecho
ningún ruido, hasta que abrió la puerta de la habitación.
Era
poco menos de mediodía, regresé del banco y me justifiqué en la oficina con un
falso testimonio con el que argüí enfermedad. Supuse que mi mujer no llegaría a
casa sino hasta después de su clase de yoga y de recoger a nuestros hijos de la
escuela, a la hora de la comida. Sospecho
que ella pensó que la piltra sería para ella sola, para disfrutarla a sus
anchas. Bueno, ella tampoco estaba sola. Cuando se adentró en nuestro lecho me
despegué de su hermana, justo en el momento en el que ella soltaba la mano de
su ascético instructor.
Perdón,
ofrezco una disculpa, dije que mi esposa conoció a mi amante, y eso es una
imprecisión... Ahora que lo pienso, mejor me apresuraré a solicitar el
divorcio, para que todo este malentendido quede, formalmente, entre familia.
CUENTO POR ENCARGO
Marcelo Damiani
Argentina
(1969)
El
barco pirata estacionó frente a mi casa. Los marineros engancharon el ancla en
el árbol del vecino y se apostaron a lo largo de la calle mirando hacia
adelante con cara de desalmados. Al rato bajo el capitán y golpeó mi puerta; le
abrí, él entró sin ningún tipo de preámbulos y se acomodó en el bar destrozado
que me quedó de un fallido cuento de vaqueros. “Usted es escritor, ¿no?”, me
interpeló en un idioma desconocido; por suerte los dos manejábamos el mismo
código literario. “Sí; así es”, respondí. “Bien”, dijo, “necesitamos alguien
con mucha imaginación”. “Los críticos dicen que yo no tengo ni una pizca”,
señalé. “Bien”, murmuró pensativo, “ése es un buen signo”. Hizo una pausa; tomó
un vaso de whisky que había por ahí, y me miró. “Mi tripulación y yo tenemos un
problema. No encontramos una buena aventura desde hace años. Nadie nos quiere
dar lugar en sus historias; dicen que ya no servimos para nada porque estamos
pasados de moda... Así que decidimos tener nuestro propio escritor”. Lo único
que faltaba, pensé: Piratas con problemas existenciales. “Mire”, le dije, “los
relatos de aventura no son mi especialidad”. “Eso no nos importa, masculló,
pónganos en el género que quiera”. Se puso de pie bruscamente, se dirigió a la
puerta y agregó: “Le damos una semana. Y no intente traicionarnos. Los dos
escritores que lo intentaron ya no pueden escribir más”. Y se fue. Entonces,
por las dudas, empecé a escribir este cuento.