“La
filosofía angustia. La pregunta angustia. No nos hace felices, o por lo menos
no nos brinda el sosiego de la certeza. Nos obliga a replantearnos todo,
incluso la misma idea que tenemos de felicidad. La filosofía nos golpea de lleno
con nuestras propias limitaciones. Interrumpe el fluir de una cotidianeidad
segura donde todo funciona, y pone por eso todo entre paréntesis. Todo; en
especial la noción de funcionamiento como supuesto último de todas nuestras
acciones. Al interrumpir, la filosofía hace que todo lo que venía funcionando
normalmente se detenga”. Quién así se expresa es Darío Sztajnszrajber (1968), un
filósofo, ensayista y docente argentino que se caracteriza por desarrollar
una labor divulgativa de la filosofía tanto en la radio y la televisión como en
diarios, revistas y teatros. Es autor de los libros “¿Para qué sirve la
filosofía?”, “Filosofía en 11 Frases” y “Filosofía a martillazos”. Lo que sigue
es un compendio editado de las entrevistas que le concediera a Amalia Mosquera
(Página web “Filosofía&Co”, 11 abril de 2019) y a Mariano
Dorr y Silvina Friera (Diario Página/12, 8 de diciembre de 2013 y 24 de junio
de 2019 respectivamente).
En tu libro “Filosofía en once frases” reunís
ideas esenciales y populares de la historia del pensamiento y las explicás para
que el gran público pueda “filosofar sin ser subestimado”. ¿Le presupone a la
filosofía un elitismo académico y te has propuesto liberarla de él?
Los que
hacemos divulgación de la filosofía lo que buscamos es recuperar algo de la
vocación originaria de una disciplina que no nace acartonada ni aristocrática
ni solemne, sino que surge en la antigua Grecia, por un lado, en el intercambio
entre culturas, en la calle, en el mercado, en el lugar en el cual se
encontraban las diferencias, y exigía un desensimismamiento de lo propio para
abrirse a las ideas y las costumbres que traía la extranjería. Y al mismo
tiempo, más allá de su origen histórico, nace en lo cotidiano; un origen que
tiene que ver con que todos hacemos filosofía permanentemente en nuestra
relación con las cosas que nos rodean, de las cuales podemos tomar una
distancia y colocarlas en posición de extrañamiento. Ese ejercicio de hacer
filosofía no es algo que se hace enfrascado en normativas burocrático-académicas,
sino que lo hace cualquier persona, haya o no haya leído filosofía, en la
medida que decide provocar el espacio de la pregunta existencial en relación a
cualquier acción práctica. Uno puede hacer filosofía mientras camina, mientras
come… Cualquiera de los fenómenos en los que estamos inmersos en el sentido
común permite la pregunta incómoda, que es la pregunta por el sentido
existencial de todo aquello que no hacemos más que reproducir porque nacimos
con el mandato que nos exige seguir haciéndolo. Claramente algo se perdió,
porque la filosofía obviamente olvidó su carácter existencial y se volvió una
disciplina disciplinada más de las distintas áreas del mundo académico. En
general, su institucionalización suele ser vista desde este lugar de la pérdida
de sus vocaciones originarias.
Anteriormente a “Filosofía en 11 frases” publicaste
“Para qué sirve la filosofía”. ¿Has llegado a alguna conclusión?
No, no
llegué a ninguna conclusión en ninguno de los dos libros, porque en Filosofía
en once frases tampoco llego a la conclusión de que toda la filosofía pueda
reducirse, imagínense, a once frases. Las frases son disparadoras de miles de
paradojas que vamos planteando a lo largo del libro. En el primer libro, Para
qué sirve la filosofía, el eje vertebral es que la filosofía no sirve para
nada. En realidad es un saber inútil, parafraseando la cita sobre el arte que
enuncia Oscar Wilde, en la medida en que la filosofía se pregunta por qué todo
tiene que ser útil. Ante la pregunta: ¿para qué sirve la filosofía?, la
respuesta que entrama el libro es: ¿por qué todo tiene que servir para algo? La
filosofía nos reconcilia con los aspectos existenciales más improductivos, más
inútiles, más inservibles y, por lo tanto, más del margen, de las sobras. Yo
creo que se hace filosofía siempre ahí, desde las sobras, desde los restos,
desde esos lugares que no cuajan, que no “garpan”, decimos acá en Argentina, no
“pagan” para lo que es el sentido común hegemónico. Entonces nos despiertan
como otro sentido y otra búsqueda del mismo por fuera de los lugares
establecidos.
Hemos leído que sos un “explorador impertinente”.
¿Te reconocés en esta definición?
Yo creo
que la filosofía es impertinente y que eso hace la diferencia con otras formas
de hacer filosofía que son más cómplices del sentido común. No hay una
filosofía, hay filosofías muy diversas, en conflicto entre sí. Creo que el
campo de la filosofía es un campo de batalla donde distintas formas de hacer
filosofía crujen y pugnan. A mí lo que más me interpela de la filosofía es su
carácter deconstructivo, pero entiendo que hay otras formas de hacer filosofía
que pasan por otro lado, que hay un montón de gente que acude a la filosofía
para encontrar fundamentos firmes. A mí me pasa todo lo contrario: la filosofía
me parece una gran demoledora de toda firmeza y en algún punto ese abismo al
que nos arroja me resulta convocante. No digo que me haga feliz, pero me
realiza en su invocación a la incertidumbre. Y me permite también cuestionar la
idea de por dónde pasan la felicidad o la realización. Creo que la filosofía
explora. El sentido etimológico de buscar el saber o amar el saber tiene que
ver con eso, con que hacer filosofía es no contentarse con lo que se presenta
como “normal”, sino que quiere saber qué hay detrás, cómo se juega esa
normalidad, cómo se ha estructurado, qué tramas oculta, con qué otros conceptos
se vincula. No puede no haber una exploración, pero es una exploración que no
va en busca de la verdad, sino que va a cuestionar las verdades establecidas. A
mí me parece que invierte un poco el sentido de lo que es el preguntar en
general, y de ahí también su impertinencia, porque no cuaja con lo que se
espera de una disciplina.
El ser humano siempre se ha hecho preguntas
sobre sí mismo y sobre el mundo que le rodea, siempre ha buscado respuestas que
le satisfagan o le ayuden a hacerse nuevas preguntas. ¿Son preguntas eternas, o
las que nos hacemos hoy difieren de las que se hacían nuestros antepasados y de
las que se harán las generaciones venideras?
Creo que
es una mezcla. Siempre me gustó esa idea de Baudelaire, de “El pintor de la
vida moderna”, en la que, hablando de la modernidad y la belleza, muestra el
contraste entre lo eterno y lo efímero. Yo creo que la filosofía tiene esas dos
características. Por un lado, los temas de la filosofía son los mismos, pero
siempre acaecen bajo el ropaje de su tiempo; y ese ropaje también disuelve la
idea de que hay una categoría que se reproduzca idéntica a sí misma. Sólo queda
el nombre, la palabra… Si dijéramos, por ejemplo, el amor… Desde “El banquete”
de Platón hasta hoy seguimos leyendo libros sobre el amor y es muy probable que
en la lectura que hagamos en un tema tradicional o clásico en “El banquete”
diga y no diga nada de lo que nos sucede hoy en relación al amor. Cómo explicar
hoy… no sé…, la seducción que se provoca a través de las redes sociales leyendo
el modo en que Pausanias, en el segundo discurso de “El banquete”, nos explica
la transferencia que hay entre el amante y el amado. Todo depende de lo que uno
quiera, porque pueden considerarse dos situaciones inconmensurables o no; puede
reinterpretarse o releer una situación a la luz de los otros tiempos. El otro
elemento es que la filosofía es extemporánea y eso le hace tener esa condición
intempestiva, que sus metáforas nos permiten, más allá de su origen histórico,
hablarnos e interpretar lo que queramos. En esa misma lógica, todas las teorías
del amor que hay en El banquete, aunque hablan del amor de su tiempo, uno puede
utilizarlas extemporáneamente como narrativas que de algún modo nos ayudan a
repensar el modo de vivir el amor hoy, no desde lo propositivo, sino desde la
deconstrucción. No dejan de ser metáforas que en realidad nos impulsan a
cuestionar los modos en que se construye el sentido del amor contemporáneo. Lo
mismo con el resto de las situaciones. El avance tecnológico trae nuevas
temáticas, pero esas nuevas temáticas están siempre en esa relación dialéctica
con lo tradicional. La gran revolución de la informática obviamente supone una
novedad, pero la discusión entre lo real y lo aparente está ya en Heráclito y
de algún modo una cuestión está entramada con la otra. El tema es cómo trabajar
esa tensión.
¿Cómo nos puede ayudar la filosofía a afrontar
importantes asuntos actuales como la inmigración, el resurgimiento de las ideas
xenófobas, el rechazo al otro que viene de fuera?
Fundamentalmente
depende del tipo de filosofía que uno haga. Hay filosofías fascistas y
xenófobas. Hitler tuvo su filósofo de cabecera, Rosenberg, en la Alemania nazi.
Una filosofía de la deconstrucción es una filosofía que obviamente va a
insistir en la necesidad de desapropiarse de lo propio, entendiendo desde un
marco teórico, con autores como Derrida, Lévinas o el mismo Foucault, que la
filosofía es siempre un ejercicio de hospitalidad, porque la filosofía es la
apertura justamente a lo otro; la prioridad infinita de lo otro se da en que la
filosofía supone un ejercicio de otredad. La filosofía es la otredad del
sentido común. Por eso es incomprensible, es molesta, o no se la entiende, o se
la considera una pelotudez. Porque de algún modo cuaja en ese lugar de la
otredad. Una filosofía bien encarada va a estar en la defensa de todas aquellas
minorías o todos aquellos sujetos discriminados, violentados u oprimidos, sobre
todo aquellos que lo han sido en términos de su propia exclusión por
naturalización. La deconstrucción no solo supone una reivindicación de la figura
del extranjero, sino de aquellas extranjerías solapadas. No es casual que hoy
la filosofía más puntera sea la filosofía de género, que saca a la luz los
modos de la alianza entre el saber y el poder que no ha hecho otra cosa que
promover una sociedad de sujeción donde la mujer siempre ha tenido que ocupar
roles que se supone que le corresponden por naturaleza, justificando así una
asimetría social.
En “¿Para qué sirve la filosofía?”, el primer autor que mencionás no es un filósofo en sentido estricto
sino un poeta, Charles Baudelaire. ¿Cómo fue esta elección?
La forma
en que está trabajada la idea de filosofía en el libro tiene mucha afinidad con
la apuesta del paseante baudelaireano. Sobre todo en la medida en que pensemos
a la filosofía como un modo de interrumpir la utilidad como valor dominante. En
definitiva, el mismo título del libro apunta a poner en cuestionamiento hasta
qué punto la dominancia de la utilidad se vuelve hegemónica, se naturaliza. Ese
“flâneur” (paseante callejero) baudelaireano es para mí el mejor ejemplo de lo
que llamaría “desviar la mirada”, que es lo que más cuesta en la vida
cotidiana. Y es también, al mismo tiempo, lo que de algún modo la filosofía
propone, siempre y cuando entendamos la filosofía como un ejercicio de la
pregunta. Se trata, en este sentido, de abandonar la pregunta utilitaria, la
pregunta técnica, para dar lugar a la pregunta existencial que viene a
interrumpir el tipo de pregunta propio de la vida cotidiana. Es decir, ir de la
pregunta por el cómo a la pregunta por el qué. Y cuando nos hacemos esta
pregunta, por el qué, observamos que siempre se vuelve una búsqueda
infructuosa. Se trata de una pregunta imposible en el sentido derridiano: una
imposibilidad que pone en jaque al mundo de lo posible y que nos hace pensar
hasta qué punto lo que entendemos como las posibilidades nos encorsetan a
ciertas formas de construcción de sentido que no son las únicas.
El “flâneur” aparece como una figura privilegiada
a lo largo de toda la obra.
Es que el “flâneur”,
en su distracción, en su deriva, junto a todo el pensamiento literario
decimonónico, es para mí la figura que mejor expresa la contra a esa
modernización donde empieza a germinar la industrialización de la conciencia.
El narrador de “¿Para qué sirve la filosofía?” es un “flâneur” que está
perdido, no se sabe de dónde viene ni tiene claro hacia dónde va. Lo que sí se
sabe es que es de noche. El “flâneur” se pierde mejor en la noche. La noche
tiene algo de esa zozobra de la perdición. Y anticipémosle al lector que el
libro termina al mediodía. El narrador pasa toda la noche recorriendo el
conurbano bonaerense, la capital, distintos lugares emblemáticos que le van
generando una reflexión que juega todo el tiempo con la tensión entre lo
cotidiano y lo existencial. Este es el lugar que más me interesa del “flâneur”.
Otra figura que siempre me gustó y que me influyó mucho, desde la literatura
hacia la filosofía, es el personaje de Horacio Oliveira, de “Rayuela”. No es
muy distinto tampoco. Aquí no estamos buscando a La Maga, pero estamos buscando
a Sofía, y obviamente no la encontramos. En estos personajes está presente esta
misma tensión permanente entre una cotidianidad que abruma y esas otras facetas
–que de algún modo conviven con lo cotidiano– y que también son propias de lo
humano, lo que llamamos lo existencial.
Parece que marcaras vías de acceso poco comunes
a la filosofía.
La primera
vez que tuve contacto con algo del orden de la filosofía fue a través de la
música y de la literatura. Creo que eso también condiciona una manera de
lectura y de producción filosófica. Mi primera lectura fuertemente filosófica -en
este sentido- fue “Rayuela”. Y con la música, lo mismo: Spinetta. Me partió esa
forma de poetizar la existencia desde la pregunta y desde la angustia. Porque
tanto la música como este tipo de literatura son angustiantes. Y desde mi punto
de vista, la filosofía -heideggerianamente hablando- es una forma de
reconciliarse con la angustia. Una forma de atravesar las angustias de otro
modo que aquel que propone la farmacología. Es decir, la angustia, o no es una
patología, o todo es patológico. Pensar que la felicidad pasa por combatir la
angustia es, ante todo, angustiante. Entonces, éste no es un libro liberador de
las angustias sino un libro más afín con esa idea del “Fedón” de Platón según
la cual hacer filosofía es un ejercicio para la muerte. A mí esa definición de
Platón me mató: ¿qué es aprender a morir? ¡Es vivir! De lo que se trata, entonces,
es de cómo relacionarnos durante la vida con la conciencia de que somos
finitos. Eso es un ejercicio para la muerte; en cambio, tapar la angustia no lo
es. Al contrario, pretender tapar la angustia es negar la muerte, es decir,
negar el hecho de que somos finitos. Este es el clima del libro: el tedio
baudelaireano, el “spleen” -ese estado de melancolía o de angustia-, pero
traído a Buenos Aires y sus suburbios en el siglo XXI.
En “Filosofía a martillazos”, ¿por qué para
trabajar el problema de la verdad analizás la conferencia de Derrida, “Historia
de la mentira”?
Me parece
una provocación y una anticipación a la posverdad. Esa conferencia surge de un
debate que tiene con el periodismo por una acusación falsa y empieza a plantear
los límites entre la verdad y la falsedad, la verdad y la mentira. No hay nada
en filosofía sobre la posverdad. Cuando salí a buscar algunos textos
filosóficos, no los encontré; es una problemática nueva que viene del
periodismo y las ciencias sociales. Y encontré este texto de Derrida, que es
una lectura que hace sobre dos artículos de Hannah Arendt. Derrida aporta
categorías que me parecen útiles para una lectura de la posverdad distinta a la
que está instalada en los medios. Yo trabajo la posverdad como un horizonte de
sentido y no directamente desde la perspectiva negativa, que también la tiene.
No asocio posverdad al autoengaño inducido en ese nexo entre la política y los
medios, sino que entiendo el horizonte de la posverdad como un lugar donde
muerta la verdad empiezan a surgir distintas alternativas de resignificación de
nuestra relación con el sentido, una de las cuales es el autoengaño. El modo en
que los medios trabajan la posverdad remite a una revalorización de la verdad
tradicional, cosa que me asusta. Yo huyo de la verdad tradicional; pero volvió
a ser idolatrada. Nietzsche demolió la verdad tradicional hace ciento cincuenta
años.
¿Por qué no hay textos filosóficos sobre la
posverdad?
La
filosofía llega tarde, ya lo anticipó Hegel. Además de que llega tarde todavía
le tiene fobia a la coyuntura. Le cuesta relacionarse de manera directa,
necesita tiempo, y la filosofía no se ensucia con temas que considera
insignificantes hasta que no generan una trascendencia universal. Una de las
grandes acusaciones que recibimos los divulgadores tiene que ver con eso:
“ustedes siempre tienen que hablar de lo que está circulando”. No me parece
bueno que la filosofía tenga que decir algo sobre todo porque va perdiendo su
singularidad. Pero lo otro me parecer peor: recluirte en un escritorio y nunca
decir nada sobre lo que pasa para seguir trabajando conceptos burocráticos
tampoco suma. Derrida nunca hizo divulgación, pero se metió con los temas de la
realidad social y política en la que vivió.
En “Historia de la mentira”, Derrida plantea que
él no puede comprobar que alguien miente, aunque sabe que miente, ¿no?
Es que no
sabés si mienten. Lo que se deconstruye es la conciencia de esa seguridad que
tenías de que el otro miente. La mentira para Derrida es una cuestión ética
porque tiene que ver con la intención, con la voluntad de querer decir una
mentira y no con la información, en el sentido de que uno siempre puede
justificar desde la voluntad el haberse equivocado, que no mintió sino que fue
un error. Un contenido ético es siempre refutable con otro contenido ético.
Entonces no hay una prueba objetiva entre comillas que demuestre lo contrario.
El tema es que no podés meterte en la voluntad del otro para demostrar que el
otro intencionalmente está engañándote. Esto tira abajo ese binario tan
utilizado en el sentido común que es verdad-mentira. Derrida pone las cosas en
su lugar, como buen filósofo, y nos dice que lo opuesto a la verdad es la
falsedad. Lo opuesto a mentir es ser veraz y ser veraz es querer decir la
verdad.