El mundo
de las ideas, el debate, la reflexión, la polémica y el efecto de dialogar con
el lector y despertar en éste su pensamiento le permitieron a Susan Sontag
ganar un sitio en la literatura de la segunda mitad del siglo XX. Esa fuerza se
manifestó no sólo en su vasta obra ensayística sino también en su breve obra novelística
compuesta por “The benefactor” (El benefactor), “Death kit” (Estuche de muerte), “The volcano lover” (El amante del volcán)
e “In America” (En América), obras que, junto a “I, etcétera” (Yo, etcétera),
su único volumen de cuentos, contribuyeron a cimentar su importante y
prestigiosa carrera como narradora y, sobre todo, con sus ensayos, como
intelectual. “Creo que lo más deseable en el mundo es la libertad de ser fiel a
uno mismo, es decir, la honradez”, afirmó en muchas de las entrevistas que
realizó a lo largo de su vida. “Las cosas podrían ir mejor, y todos lo
sabemos”. Para ella, pensar en y hacia la utopía significaba pensar, a la vez,
críticamente. La utopía no es un simple castillo en el aire, sino un ideal al
que acercarse paulatinamente bajo la constatación de que “por doquier los seres
humanos se hacen cosas terribles los unos a los otros”. El sufrimiento ajeno (y
su contemplación) supuso, desde sus primeros trabajos, uno de los focos
principales que iluminaron y guiaron su obra.
Al morir
dejó un caudal incontable de notas dispersas, ensayos inconclusos, anotaciones
para un diario. En ellas aparecen frases como “Escribir es un abrazo, es ser
abrazado; toda idea es una idea que extiende su brazo”. Son innumerables las
anotaciones sobre las cosas que necesitaba vivir o conocer (“Mi ambición o mi
consuelo es entender la vida”), las cosas en las que creía (“Creo en la vida
privada, en la música, en Shakespeare, en los edificios antiguos”), las que
pensaba (“Para mí,
ser inteligente no es como hacer algo mejor. Es la única manera de existir. Sé
que me da miedo la pasividad y la dependencia. Cuando uso mi mente, algo me
hace sentir activa, autónoma. Eso es bueno) y las que prefería evitar (“Hablar
de dinero”). También enumeró los seres que debían coexistir dentro de un
escritor: “1. El obsesivo, 2. El idiota, 3. El estilista, 4. El crítico”, y una
larga lista de “libros por leer” y “libros para comprar”. Hay además menciones
a personalidades que se repiten y dan cuenta del paso del tiempo en su formación,
desde escritores como Henry James (1843-1916), Joseph Conrad (1857-1924), Saul
Bellow (1915-2005) y Philip Roth (1933-2018), hasta filósofos como el
estadounidense John Dewey (1859-1952) o el austríaco Ludwig Wittgenstein (1889-1951).
Cuando
todas esas notas fueron publicadas en 2005 en un libro bajo el título “Reborn. Journals and notebooks” (Renacida.
Diarios tempranos), Tomás Eloy Martínez (1934-2010), escritor y periodista
argentino, escribió en un artículo que apareció en el diario “El País”: “Ella
veía el diario como un instrumento para entender cómo iba haciéndose a sí
misma, cómo su yo se iba creando día tras día. Esa creación se extinguió el 28
de diciembre de 2004 en el Memorial Sloan-Kettering Cancer Center de Nueva
York. Murió defendiéndose contra la muerte, tras un tenaz combate cuyo final
inevitable no quería aceptar. La entendió con una lucidez de la que carece la
mayoría de los seres humanos”. A renglón seguido, la segunda y última parte del
resumen editado de las entrevistas publicadas en “Rolling Stone”, “La Nación”,
“El Cultural”, “Letras Libres” y “Proceso”.
En su novela “En América” hay una frase de su
personaje que dice: “La mujer tiene talento para renunciar a la satisfacción
sexual”. ¿Es más difícil para las mujeres tener una vida sexual plena?
Las
mujeres, sobre todo con una educación dura, se enfrentan a elecciones duras en
su propia vida. Es más duro para ellas si tienen una gran vida erótica hacer
las dos cosas también (trabajo y sexo). La vida conlleva elecciones y
renuncias, yo trato de vivir como si el día tuviera 48 horas. Creo que todas
tenemos muchas posibilidades que no aprovechamos, posibilidades eróticas y
creativas que sencillamente no ejercitamos. Pero lo bueno es que la vida no es
una carrera, tal vez puedes hacer las cosas en el orden no establecido. Yo, por
ejemplo, llevo una vida no muy ordenada, de hecho empecé a ser joven cuando
tenía unos treinta años. Me casé a los diecisiete, tenía casi treinta años
cuando aprendí a bailar y empecé a salir, después de divorciarme, claro. Y
teniendo romances. A los veintiocho años me convertí en una estudiante. Pasé a
ser una niña muy infeliz, porque quería crecer y luego, al ser mayor, me
convertí en una adolescente.
La estructura de “En América” ofrece como
elemento original dos monólogos, uno al inicio como “capítulo 0”, y otro
‘shakespeariano’ que cierra el libro. El monólogo del principio ha sido
calificado por buena parte de la crítica como “lección magistral” para quienes
desean ser escritores ¿Por qué eligió esta forma narrativa?
Realmente
los monólogos son mi forma literaria favorita o la que me resulta más fácil. Me
resulta mucho más práctico escribir en primera persona que en tercera, y porque
amo lo difícil, por eso me obligo a escribir principalmente en tercera persona.
Cuando estaba planeando esta novela, porque siempre tengo antes un plan, decidí
que empezaría con un monólogo para satisfacer mi amor por este tipo de voz. Los
monólogos son como… ¿cómo lo podría decir?, como las máscaras ancianas en el
teatro romano, la cómica y la trágica. De hecho, el primer monólogo es una
comedia y el último una tragedia; es decir, el libro está anclado entre esos
dos monólogos. El primer capítulo es una de las mejores cosas que he escrito en
mi vida. Allí la voz del narrador es una especie de parodia de mi propia voz,
introduce a los personajes en la idea de la imaginación literaria; después la
voz del narrador del segundo monólogo es el hombre más desgraciado del mundo,
completamente infeliz, que muestra el rango emocional unido a la trayectoria
del libro.
En esta novela pasa de la Polonia del siglo XIX
sojuzgada por la “bota zarista” al Sarajevo del siglo XX. ¡Vaya salto!
Incluyo
Sarajevo porque empecé a escribir el libro antes de ir a Sarajevo. Después, la
guerra me interrumpió, y cuando volví al segundo capítulo, Sarajevo quedaba atrás,
pero fue una experiencia muy profunda para mí. Aun así, escribí la novela que
quería escribir. Me he preguntado a mí misma si la novela está influida por mi
experiencia de la guerra en Sarajevo; a veces creo que sí, pero la mayoría de
las veces creo que no, que fui capaz de interrumpir y volver a ella. Soy
afortunada, tuve suerte. Además, menciono a Sarajevo también por lealtad a esa
experiencia y porque quiero recordarle a la gente que lea el libro, a Sarajevo.
El personaje de Ryszard en su novela “En
América” dice: “La gente como nosotros no debiera vivir en América”. ¿Está
expresando una postura crítica respecto a América?
No. Esa
frase no debe separarse del contexto de la novela. En la obra los distintos
personajes expresan puntos de vista distintos y el de Richard es el suyo.
Cuando yo quiero decir algo sobre América lo digo y no utilizo ningún
personaje.
En esa misma novela trata de alguna forma el
tema de la utopía.
Vuelvo a
decir lo mismo. Se trata de una novela, no de un ensayo. No pretendo transmitir
ningún mensaje y tampoco considero apropiado entrar en generalizaciones.
Usted suele hablar bien del periodismo. Más allá
de sus simulacros, ¿cree que el periodismo nos ha hecho más solidarios al
extender el dolor de los demás?
Todo en el
siglo XX ha sido un arma de doble filo. También el periodismo. Es verdad que
nos ha permitido saber de los otros, de sus tragedias y de sus necesidades.
Pero también ha contribuido a una globalización cultural y moral que en buena
parte está asentada sobre premisas falsas. El periodismo ha llenado nuestra
vida de imágenes falsas. Es verdad: tenemos una idea de lo que pasa en el mundo
como nunca nadie la tuvo antes. Pero a veces esa idea es demasiado nominal. Y
se mezcla con la propaganda. Ya ve usted que voy de un extremo a otro. De un
filo a otro. Aunque quizá lo peor de esta propaganda diseminada por el
periodismo sea este mensaje: “Esto es lo que hay en el mundo, ahora ya lo
conoces, pero poco puedes hacer para cambiarlo”. Esta impotencia. Este aviso de
que el conocimiento de las cosas no se transforma en una energía para
cambiarlas. La posibilidad, incluso, de que tanto y tan variado conocimiento
llegue a aturdirnos y a reforzar la impresión de que el cambio es más complejo
de lo que es en realidad. Porque luego es cierto que observadas las cosas de
cerca, una a una, no parecen tan complejas.
Sí, la saturación, el agobio mediático.
Y la
posibilidad de que los horrores puedan acabar convirtiéndose en un espectáculo.
Yo defiendo el periodismo. Soy una gran defensora del periodismo. Viví en
Sarajevo al lado de los periodistas. Comprobé cómo trabajan. Puedo decir que la
mayoría de ellos son gente honrada. Y, sobre todo, no son gente endurecida,
como quiere el tópico, sino que tratan de contribuir con su trabajo a la mejora
de las condiciones de vida generales. Cuando la gente habla de la corrupción
del periodismo hay que mirar en muchas direcciones. También en la dirección de
los propietarios de los periódicos. O sea que, en este sentido, Baudrillard y
demás podrían tener su parte de razón, cuando sugieren que debido a esta
corrupción el común de los hombres se vería en dificultades crecientes para
distinguir entre las imágenes y la realidad. Pero esa visión siempre sugiere un
menosprecio de lo real, y del que sufre lo real, falso: aun hipnotizada,
drogada, la gente no pierde el sentido de lo real.
La gente...
Déjeme
explicarle una anécdota significativa. Mire, después del ataque a las Torres
Gemelas, varios grupos de personas que habían conseguido escapar fueron
apareciendo por las calles. Los iban entrevistando las cámaras de televisión.
Estaban todos ellos cubiertos de ceniza, agobiados, aterrorizados. Les ponían
el micrófono en la boca y les preguntaban cómo se sentían, cómo había sido,
esas cosas. Algunos de ellos explicaban: “Ha sido como una película”. ¿Quiere
eso decir que lo real y lo ficticio ya no se distinguen? En absoluto. Esa fue
una interpretación muy extendida en aquellos días, pero falsa. Lo cierto es que
cuando se produce un trauma de estas características se tarda un poco en
absorber la realidad. Hace cien años estas gentes habrían dicho que era como un
sueño. Hoy dicen que como una película. Pero a nadie de aquellos que salían se
le habría ocurrido dudar de que aquello fuese cierto. Sólo decían que les
sorprendía mucho que lo que habían visto en las películas se hiciese de pronto
realidad. Era su forma de significar la magnitud de la catástrofe. No de
significar sus dudas. Lo que importa de las personas son las experiencias
propias. ¿Me deja que le cuente otra anécdota?
Y mil que contara.
1969, en
el sur de Marruecos. Pleno desierto. Una pequeña cabaña con luz eléctrica y un
café con televisión. Armstrong acaba de pisar la Luna. Yo me acerco al hombre
que sirve el café. Por la tele se ven los saltitos de los astronautas. Yo se lo
comento al hombre: “¡Es fantástico, la gente está en la Luna!”. Mueve la cabeza
y dice que no. “¡Cómo que no!”, le digo y casi le obligo a salir fuera, y mirar
al cielo, donde brilla la Luna. “¡Están ahí!”, le digo, señalando
indistintamente la Luna y la televisión. El hombre se ríe, me mira y me dice:
“¡Qué va, es sólo televisión!”. En cierto modo está bien fiarse de las
experiencias personales.
En 1974 se enteró de que tenía cáncer y de
inmediato se puso a pensar sobre la enfermedad. Eso me recordó algo que
escribió Nietzsche: “Para un psicólogo hay pocos problemas tan atractivos como
el de la relación entre salud y filosofía; basta que él mismo caiga enfermo
para que vuelque toda su curiosidad científica en su enfermedad”.
Bueno, sin
duda es cierto que el hecho de enfermarme hizo que me pusiera a pensar sobre la
enfermedad. Yo pienso sobre todo lo que me sucede. Pensar es una de las cosas a
las que me dedico. Si hubiera estado en un accidente aéreo y hubiera sido la
única sobreviviente, es muy probable que me habría interesado por la historia
de la aviación. Estoy segura de que la experiencia de estos últimos años
aparecerá en mi ficción, aunque muy traspuesta. Pero como ensayista lo que se
me ocurrió preguntarme no fue “¿qué es lo que estoy viviendo?” sino “¿qué es lo
que sucede realmente en el mundo de los enfermos? ¿Qué ideas tiene la gente
sobre la enfermedad?”. Me puse a examinar mis propias ideas, porque yo misma
tenía muchas fantasías sobre la enfermedad y sobre el cáncer en particular.
Nunca había considerado la cuestión de la enfermedad en serio. Y si uno no
piensa en las cosas, es muy fácil ser vehículo de toda clase de clichés, aunque
sean los más ilustrados. No es que me haya impuesto la tarea: “Bueno, ahora que
estoy enferma, voy a pensar en la enfermedad”. Simplemente pensaba en ello.
Estás tendida en una cama de hospital, y entra el médico y se te pone a hablar
de ese modo… y tú lo escuchas y empiezas a pensar en lo que te está diciendo y
en lo que significa y en el tipo de información que te está dando y cómo
evaluarla. Pero después también piensas: qué extraño que hablen de ese modo. Y
te das cuenta de que hablan así por todas esas ideas que hay en el mundo de los
enfermos. De modo que se podría decir que yo estaba “filosofando” sobre el
asunto, aunque no me gusta usar esa palabra, porque admiro demasiado la
filosofía. Pero, para usarla en un sentido más general, uno puede filosofar
sobre cualquier cosa. Quiero decir: cuando te enamoras te pones a pensar en qué
es el amor, si tienes el temperamento necesario para reflexionar sobre el
asunto. Un amigo, un especialista en Proust, descubrió que su mujer tenía una
historia con otro hombre. Se puso espantosamente celoso, se sentía herido, y me
contó que en pleno ataque de celos se puso a leer a Proust y a pensar en la
naturaleza de los celos y a llevar esas ideas más al límite. Y así estableció
una relación totalmente distinta con los textos de Proust y con su propia
experiencia. Estaba sufriendo en serio, no había nada falso en su sufrimiento,
y sin duda no se escapaba de lo que estaba viviendo al ponerse a pensar en los
celos de esa manera, pero hasta ese momento nunca había experimentado celos
sexuales profundos. Había leído sobre ello en Proust, pero como cuando lees algo
que no forma parte de tu propia experiencia. No conectas realmente con el
asunto. Hasta el día en que sí forma parte.
Cuatro meses después de empezar nuestra
entrevista en París, cuando acababa de volver a Nueva York, la llamé por
teléfono para preguntarle cuándo podríamos completar nuestra conversación y me
dijo: “Deberíamos hacerlo pronto, porque puede que cambie demasiado”. Eso me
sorprendió. ¿Por qué?
¡Para mí
es tan natural! Siento que cambio todo el tiempo, y eso es algo que me cuesta
explicarle a la gente. Porque se supone que un escritor es alguien que, o bien
se dedica a la autoexpresión o bien trabaja para convencer o cambiar a la gente
en función de su visión de las cosas. Y yo no creo que ninguno de esos modelos
funcione para mí. Yo escribo en parte para cambiarme a mí misma y así, una vez
que he escrito sobre algo, no tener que volver a pensar en ello. Cuando
escribo, escribo para sacarme ideas de encima. Podrá sonar desdeñoso para con
el público, porque es obvio que antes de deshacerme de ellas las he trasmitido
como algo en lo que creía -y creo en ellas cuando las escribo-, pero no creo en
ellas después de escribirlas, porque ya me he mudado a una nueva concepción de
las cosas y todo se ha vuelto aún más complicado... o quizá más simple. Eso
hace que me resulte un poco difícil hablar de mi trabajo. Porque a la gente le
interesa que hable, pero yo, una vez que hice mi trabajo, ya me he ido a otro
lado.
¿Cómo se toma que a menudo Woody Allen, Arthur
Miller, Noam Chomsky, Paul Auster o usted misma sean más tenidos en cuenta en
Europa que en su propio país, los Estados Unidos?
No puedo
hablar de Auster, pero es algo que suele ocurrir con muchos autores. Arthur
Miller, por ejemplo, parece ser más apreciado en Inglaterra que en Estados
Unidos, y según dice también ocurre lo mismo con Auster en España.
¿A qué cree que se debe?
Estados
Unidos se ha movido en una dirección distinta a la de Europa y quienes son
críticos con el sistema tienden a ser marginados. Es algo normal cuando se
tiene visiones distintas a las comúnmente aceptadas.
¿Cree que los intelectuales deben expresar otro
punto de vista, concienciar en cierta forma que existe otra realidad posible?
No sé qué
son los intelectuales, no me interesa el concepto de intelectual. Lo que debe
hacer el escritor es decir la verdad. Las generalizaciones no me interesan.
¿Con qué calificativo se encuentra más cómoda
Susan Sontag: novelista, filósofa, crítica…?
Yo me
considero una autora de ficción, en ningún caso crítica ni filósofa.