Nacida en
Nueva York, Susan Sontag (1933-2004) inició su carrera académica de forma
prodigiosa. Con apenas quince años, mientras vivía en Los Ángeles, se graduó de
North Hollywood High School. Luego, también de forma precoz, obtuvo un
doctorado en filosofía por la universidad de Harvard. Ambos logros la llevaron
a viajar a Europa para continuar sus estudios. A finales de la década de los
‘50, en la Sorbona, vivió la escena intelectual de la posguerra conformada por
personalidades emblemáticas que alimentaron el pensamiento crítico de la
juventud y su escepticismo ante los antiguos sistemas de pensamiento. Tras su
paso por la Sorbona y luego por Oxford, regresó finalmente a su ciudad natal en
donde se consolidó como académica e impartió seminarios de filosofía en varias instituciones
universitarias de la costa este, entre ellas el Sarah Lawrence College, la Columbia
University y el City College of New York.
Esos años,
allegados al mundo académico, fueron fundamentales en la conformación de su voz
crítica y en su posicionamiento personal ante las ideas de pensadores como
Walter Benjamin (1892-1940), Roland Barthes (1915-1980) y Michel Foucault
(1926-1984). Sin embargo sus opiniones, incisivas y controversiales, se
filtraron más allá de las aulas y permearon de forma contundente e inigualable
en el pensamiento cultural de la época. Sontag exploraba la distancia que hay
entre la realidad humana, cultural, artística y la interpretación generalizada
de esa realidad, tema que abordó en su libro de ensayos “Against
interpretation” (Contra la interpretación)
Sontag,
que también estudió en profundidad el poder de la fotografía y las imágenes,
publicó “On photography” (Sobre la fotografía), ensayo en el que realizó una
poderosa reflexión sobre el hecho fotográfico como conjunto. Además, su
presencia constante en círculos artísticos marginales y su profundo interés por
la cultura de masas, la llevaron a escribir numerosos ensayos agudos y
renovadores como, por ejemplo, “Fascinating fascism” (La fascinación del
fascismo), una muestra de su anhelo por defender el derecho a rebelarse contra
las injusticias que, muchas veces desde los gobiernos, obligan a los ciudadanos
a aceptarlas como si fueran constitutivas del funcionamiento normal del mundo.
“Escribir es una forma de luchar -afirmó muchas veces-. Mi compromiso con la
sociedad es de naturaleza personal. Si me he comprometido con algunas causas es
por una cuestión de conciencia”.
En los
años ’70 le diagnosticaron cáncer y esa enfermedad se convirtió en un tema más
que analizó en profundidad en su libro “Illness as metaphor” (La enfermedad y
sus metáforas) donde, entre otras cosas, puso en evidencia la manera en que las
enfermedades graves detonan actitudes sociales que en ocasiones le hacen más
daño al enfermo que la enfermedad misma. Siempre tuvo un apetito desbordante
por la vida y una actitud intelectual independiente e irreverente. Para ella,
el hecho de vivir una vida pensante y pensar sobre la vida que se vive eran
actividades complementarias que mejoraban la existencia.
Lo que
sigue es la primera parte de un compendio editado de las entrevistas que
aparecieron en diversos medios periodísticos como “Rolling Stone” (4 de octubre
de 1979), “La Nación” (5 de mayo de 1985), “El Cultural” (16 de octubre de
2003), “Letras Libres” (30 de abril de 2004) y “Proceso” (29 de diciembre de
2004). Dichas entrevistas fueron realizadas por Jonathan Cott, Hugo Beccacece,
José Antonio Gurpegui, Arcadi Espada y el equipo editorial respectivamente.
¿Cuáles fueron sus primeras lecturas?
Podría
decir que nací leyendo, era algo precoz. A los tres años ya lo hacía. Tenía
hambre de lectura. Odiaba ser una niña. Soñaba con ser adulta y me parecía que
leyendo lo era. Cuando leía presumía de persona grande. Los primeros libros que
recuerdo eran cuentos de hadas, pero ya antes de los cinco años leía historias
de Poe. La primera novela que terminé fue “Los miserables” de Victor Hugo. Era
horrible, lloré todo el tiempo mientras la leía. La lectura era, por otra
parte, una forma de viajar. Yo quería estar en todas partes menos donde estaba.
Los libros eran mi medio de transporte. Ese sentimiento se debía en gran parte
al hecho de que mis padres se encontraban en Oriente cuando era muy chica, y yo
estaba separada de ellos. Mi padre murió en China y yo no conocí de verdad a mi
madre hasta que ella volvió de ese largo viaje.
No solo mostró precocidad como lectora: a los diecisiete
años se casó con Philip Rieff y en 1952 tuvo un hijo. ¿Cómo fue ese período?
En 1949
ingresé en la Universidad de Berkeley, California, y al año siguiente me mudé a
Chicago. Mi futuro esposo era profesor en la universidad donde yo estudiaba. No
era su alumna, pero allí lo conocí. Él era bastante mayor que yo. Poco después
de casarme me sentía desconcertada, infeliz. Me di cuenta de que ese matrimonio
no marchaba. Recuerdo que por ese entonces leía una novela de George Eliot, “Middlemarch”.
Es la historia de una mujer joven que se casa con un hombre mucho mayor y que
descubre que es muy infeliz. Leyendo esa novela advertí que esa era mi vida.
Una vez más, como me había ocurrido cuando era chica con “Los miserables”,
lloré mucho. Pero lloré por mí misma. Tardé nueve años en separarme. Soy
bastante lenta en ese tipo de decisiones. Esa fue una época de intensos
estudios. En 1952 obtuve mi licenciatura, después estudié en la Universidad de
Harvard, donde terminé un máster en literatura en 1954, y otro en filosofía, al
año siguiente. Más tarde completé mi formación en St. Anne's College de Oxford
y en la Universidad de París. En cuanto a mi vida familiar, hoy mi hijo, David
Rieff, ya es un hombre grande, que ha pasado los treinta años, que ya tiene
canas y trabaja en una editorial donde publica libros de Marguerite Yourcenar,
Philip Roth, Milan Kundera, Mario Vargas Llosa, Heberto Padilla y otros.
Usted ha escrito un libro sobre fotografía que
es un clásico. ¿Cómo comenzó su interés por el tema? ¿Es usted fotógrafa?
No soy
fotógrafa, pero las fotografías me fascinan. Las colecciono, estoy rodeada por
ellas. Me sirven para escribir. Ahora, por ejemplo, estoy interesada en la
imagen del volcán como metáfora y pienso hacer un ensayo sobre este asunto.
Para eso he llenado mi casa de fotografías de volcanes. Pero yo misma no tomo
fotografías por temor a que esa actividad se transforme en una adicción. No
quiero ser tampoco una crítica fotográfica. En “Sobre la fotografía” aproveché
precisamente el hecho de ser una “outsider”, una extraña en la materia. Mi
actitud como autora es la de un “voyeur”. Al escribir ese volumen descubrí que
estaba escribiendo sobre el mundo, no sólo sobre una técnica o un arte. Como
ejemplo de lo que significa la existencia de la fotografía basta pensar que
hasta que se inventó la cámara fotográfica, alrededor de 1830, la gente no
sabía cómo era de chica. Hoy se puede seguir la evolución de una vida a través
de las fotografías. Antes, por supuesto, existían los retratos pintados, pero
no tenían el mismo carácter. Si uno se imagina por un momento que la fotografía
ya hubiera sido inventada en la época de Shakespeare y se tuviera una imagen de
él y, además un retrato hecho por un gran pintor, no hay duda de que uno se
emocionaría más viendo la fotografía porque es una especie de huella del
pasado. Las fotos nos conmueven porque nos hablan del paso del tiempo. Cuánto
más vieja es una fotografía, más fascinante nos parece.
¿Por qué deberíamos verlas?
Si se
parte de la idea de que hay fotos que ayudan a entender la realidad, la
cuestión se aclara. Aunque no de una manera contundente, absoluta, porque
siempre habrá resquicios por donde se colarán los derechos y los sentimientos
de los otros. En realidad mi libro está dedicado a saber cuánto puede mostrarse
de lo real. A mi entender esta es una pregunta clave.
De la guerra puede mostrarse muy poco, dice
usted repetidamente.
La guerra.
Las fotos nos transmiten una cierta imagen de la guerra vinculada al
acontecimiento, al estallido, a una acción determinada. Pero lo crucial de la
guerra es lo que sucede después. ¿Cómo se fotografía lo que sucede después? O
pensemos en la hambruna de África. ¿Cómo se fotografía el hambre, más allá de
las circunstancias agónicas de estos niños esqueléticos que vemos cíclicamente
cuando en un poblado o una región determinada la situación se desborda? Bueno,
éste es un problema muy importante. Mucho más importante que si a raíz de un
hecho concreto se muestran o no determinadas fotos que puedan ofender el gusto,
la moral o la sensibilidad.
Habla de William Hazlitt y del ensayo que dedicó
al Yago de Shakespeare.
Sí,
Hazlitt, Burke...
Permítame que le lea la cita de Hazlitt, a
propósito de la atracción de la maldad: “¿Por qué -se pregunta Hazlitt- siempre leemos en los periódicos las informaciones
sobre incendios espantosos y asesinatos horribles?”. Y responde: “Porque el
amor a la maldad, el amor a la crueldad, es tan natural en los seres humanos
como la simpatía”.
Sí, me
parece que Hazlitt tiene razón. Y Burke, que decía que las desgracias de los
demás nos procuraban placer.
¿No le parecen apreciaciones algo cargadas de
malditismo literario?
No, la
verdad.
Quizá se trate sólo de un efecto parecido al de
los cuentos de terror: realmente es horrible pero yo no estoy ahí.
Es su
opinión. Prefiero la de Hazlitt. Creo que su observación sobre los otros es muy
atinada. Hay mucha gente que tiene un potencial sádico muy fuerte y que no lo
externaliza a menos que la autoridad se lo permita.
¡Vaya! Fieras babeantes con bozal.
Le
recomendaría que no se pusiera delante. Hay gente con una enorme capacidad de
crueldad, que disfruta con el dolor que se inflige a los demás. La verdad, no
creo que sea una cuestión vinculada con el hecho de sentirse bien, con el hecho
de no estar ahí, en el lugar del sufrimiento.
¿No cree que hay alguna literatura que va muy
cargada de demonio? El propio Bataille, que usted también cita a propósito de
la foto del prisionero sometido a la tortura mortal de los cien cortes.
Me es
indiferente. En realidad la literatura me es indiferente. Yo parto de la
realidad. Ni me interesa Hazlitt, ni Burke, ni Bataille, ni Baudelaire, ni el
malditismo, ni lo demoníaco, ni nada de eso. ¿Sabe lo que a mí me interesa? Ruanda.
El genocidio.
El
genocidio a cuchillo de Ruanda. La literatura es totalmente secundaria. A mí me
interesa la realidad. En seis semanas, ochocientas mil personas, ¡ochocientas
mil personas!, fueron asesinadas en Ruanda. Por sus vecinos. ¡Por sus vecinos! Cada
una de esas personas murió de una manera individualizada, pasada a cuchillo.
Mire la historia de la humanidad. Mírela fijamente: ¡le importa un rábano lo
que dicen los escritores! Ruanda. ¿Sabe usted lo que es Ruanda?
No, no lo sé.
Ruanda es
un pequeño país. Un pequeñísimo país. Más pequeño que Cataluña. Y con un
noventa y cinco por ciento de sus habitantes que son católicos. ¿Para qué tengo
que leer a Baudelaire? Yo no apelo a la autoridad del intelectual. Insisto en
que nadie ha escuchado al intelectual. Tenemos que redescubrir el retorcimiento
de los seres humanos. Yo cito a estos escritores no para refugiarme en su
autoridad, sino sobre todo para decir qué extraño es que sigamos redescubriendo
a cada paso lo mismo. Qué extraño es que redescubramos lo evidente. Qué extraño
es que no nos hayamos convertido todavía en adultos morales o psicológicos. Lo
siento: me siguen sorprendiendo estas crueldades indescriptibles de los seres
humanos.
Mostrar el dolor. Dijo usted en “Sobre la
fotografía” que la exhibición repetida del dolor anestesiaba la percepción.
Siempre
estoy en discusión conmigo misma. Hoy mismo ya me discuto cosas de mi último
libro. Imagínese lo que pienso de lo que escribí hace años. Pero, en fin, creo
que no es cierto que la exhibición de las imágenes del dolor anestesie la
conciencia del hombre.
Este punto de vista acabó convirtiéndose en un
lugar común. Hay muchos directivos en los periódicos que se niegan a exhibir
cadáveres invocando su punto de vista, aunque no sepan que es suyo.
Sí, parece
que ha llegado a convertirse en un lugar común.
¿Qué le hizo cambiar de opinión?
La
realidad. La imagen de Cristo, por ejemplo. ¿Cuántos años llevan sus fieles
contemplando ese hombre ensangrentado, agonizante, desnudo, a tamaño natural?
Si fuera cierto que nos acostumbramos al sufrimiento, hace mucho que los
católicos habrían dejado de conmoverse. No lo han hecho. Esto es lo real. A
veces tenemos que someter lo que pensamos a este tipo de verificaciones
decisivas. Si te sientes comprometido con determinadas imágenes, las hayas
visto una o cien veces seguirás sufriendo.
Sí. Una imagen contemporánea, por ejemplo el
avión que va a estrellarse contra una de las Torres Gemelas.
Sí, claro,
nadie va a olvidarla.
Esa imagen ha sido observada estéticamente. Sí,
digamos estéticamente.
¿Quiere
decir que hay quien la ha visto bella?
Sí, eso mismo. ¿Qué le parece?
Todas las
fotografías embellecen lo real.
Yo le pregunto si es posible advertir ahí la
belleza, aunque se trate de una belleza siniestra.
Sí, es
posible.
¿Pero el que mira no se ve automáticamente en el
avión?
Hummm...
No, no creo que la gente se sienta dentro. La gente siente, como en la vieja
frase de Aristóteles, lástima y terror. Pero de ahí no pasa. No creo que por
mirar las fotos de los bombardeos de Madrid del ‘36 la gente se instale
automáticamente en el Madrid del ‘36. No, no me lo creo. Es respetable esa
actitud, pero no creo que sea la del común de las gentes. La gente ve una
imagen y la juzga. La juzga, además, insisto, partiendo del principio de que
cualquier foto embellece la realidad. Y sobre todo, aunque esté de moda ponerlo
en duda, sabiendo perfectamente que una cosa es la fotografía y otra distinta
lo real.
En realidad lo que yo quería preguntarle es si
la belleza es un término operativo en este tipo de imágenes.
Una foto
puede ser terrible y bella. Otra cuestión: si puede ser verdadera y bella. No
creo yo que la belleza y la veracidad sean incompatibles. Pero es verdad que la
gente identifica la belleza con el fotograma y el fotograma, inevitablemente,
con la ficción.
Hay en su libro párrafos violentos contra la “françoiserie”:
Baudrillard, Glucksmann...
“Françoiserie”.
Es una visión muy provinciana de lo real. Lo real no es un simulacro.
Desgraciadamente para muchas víctimas, lo real no es un simulacro. No creo que
ese discurso merezca mucho más comentario.
Es un discurso imperante en las universidades
norteamericanas.
Hay muchos
otros discursos en Norteamérica, y muy imperantes, que son despreciables.
En uno de sus ensayos, “La fascinación del
fascismo”, hace un magnífico análisis de la estética fascista. Obviamente,
usted no es fascista, como no lo eran Luchino Visconti ni Hans Jürgen
Syberberg, el director alemán de Hitler, un film de Alemania, que usted tanto
admira. Pero, ¿se encuentra como ellos bajo la fascinación del fascismo?
Es cierto
que Visconti y Syberberg se hallan fascinados por ese movimiento. En Visconti,
esa fascinación tiene características sexuales. El fascismo evocaba en él
imágenes de crueldad, de sadismo y de muerte, asociadas con el sexo. La
atracción magnética de los líderes, que se halla en el fascismo, y la relación
entre la masa y su conductor tienen muchos rasgos de un vínculo sexual.
Syberberg, por otra parte, es alemán y vivió en un clima y en un círculo donde
el nazismo era la realidad cotidiana. Yo no siento ese tipo de fascinación.
Aunque las imágenes, la estética fascistas ejercen sobre mi cierta atracción.
Me interesa la gente que sufre esa fascinación y las imágenes que crea. El
fascismo fracasó y hoy no es un peligro, al menos en la forma en que se dio en
los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial, y en ese sentido sus imágenes,
como todo lo que fracasó y pertenece al pasado, producen un sentimiento de
tristeza y hasta de encanto melancólico. Las imágenes fascistas son atractivas
en la medida en que hablan del tiempo que fue. Cuando uno se pasea por Roma,
una ciudad que adoro, entre las ruinas del Imperio, se está bajo el mismo
hechizo.
En el ensayo sobre Walter Benjamin titulado “Bajo
el signo de Saturno”, usted habla del temperamento de Saturno, de su lentitud,
apatía, indecisión y melancolía. ¿Usted también vive bajo ese signo?
Sí, soy
melancólica, apática, lenta e indecisa. Ese ensayo es en cierto modo un
autorretrato. Yo me sentía identificada con Benjamin y por eso escribí sobre
él. Soy muy haragana, no me gusta escribir. Debo forzarme a trabajar y por eso
trabajo mucho. Trabajar para mí es una hazaña de la voluntad. Me obligo a ello,
porque si siguiera mi impulso natural no haría nada. Antes de ponerme a
trabajar todas las mañanas debo rechazar las tentaciones del diario, de las
revistas, de lecturas que podrían distraerme, del teléfono. Me impongo sentarme
ante la mesa para escribir como si fuera un chico. Me gusta como a Benjamin
viajar y perderme en las ciudades, perder mi camino, convertirlo en un
laberinto. El gusto de Benjamin por las miniaturas quizá tenga que ver con el
mío por las fotografías, ya que las fotos miniaturizan el mundo. Cuando escribo
trato como él de que cada frase lo diga todo antes de que mi total
concentración disuelva el tema ante mis ojos. Las personas cuyo temperamento
está bajo el signo de Saturno piensan que tienen una voluntad débil y, por lo
tanto, hacen desesperados esfuerzos para desarrollarla. Uno está condenado a
trabajar por el temor de no hacer nada. Ese es también mi caso.