“La vida
de un hombre es un miserable borrador, un puñadito de tristezas que cabe en
unas cuantas líneas. Pero a veces, así como hay años enteros de una larga y
espesa oscuridad, un minuto de la vida de un hombre es una luz deslumbrante”,
dijo alguna vez el escritor argentino Haroldo Conti (1925-1976), autor de una
obra narrativa nutrida en sus muy disímiles experiencias, poseedora de una rara
densidad descriptiva que por momentos se torna casi lírica, y de un manejo poco
usual del mundo de los afectos simples que elude todo sentimentalismo fácil.
Nacido en
Chacabuco, provincia de Buenos Aires, fue carpintero, seminarista, vendedor,
camionero, maestro primario, profesor de latín, empleado bancario, piloto
civil, marinero, guionista de cine y militante revolucionario. En la
madrugada del 5 de mayo de 1976, tras el golpe militar, fue secuestrado por una
patota del Batallón 601 de Inteligencia del Ejército Argentino y, hasta el día
de hoy, su nombre figura entre los “desaparecidos”. En 1974, en una columna
publicada en la revista “Crisis”, que dirigía su amigo Eduardo Galeano
(1940-2015), había escrito: “Quiero dejar establecido, porque son pocas las
oportunidades de proclamar lo que uno piensa, que apoyo al Frente Antiimperialista
y por el Socialismo (FAS) y que creo decididamente en la patria socialista”.
Más tarde, y hasta el momento de su desaparición, militaría en el Partido
Revolucionario de los Trabajadores (PRT) como parte del grupo de intelectuales
que apoyaban la acción revolucionaria.
Pasó su
juventud como pupilo en un colegio escribiendo obras para títeres. Eso y “un
padre al que le gustaba contar historias”, lo inclinaron hacia la literatura.
Luego fue seminarista durante siete años, “abandonando el hábito” a dos de
consagrarse cura y entrecomilló el abandono porque anduvo todo un año vestido
con la sotana “por una cuestión de comodidad”. Más tarde estudió y se licenció
en Filosofía y, en 1956, publicó la pieza de teatro “Examinado”. En los
años’60, conoció el Delta y se recluyó en el Tigre. Allí fabricó su pequeño
barco: “El Alejandra”. Ese paisaje y sus habitantes influenciaron gran parte de
su obra. Fue también en esa época que naufragó en las cercanías de la costa
uruguaya y recayó en el puerto de La Paloma, donde se encontró con un mundo de
viajeros y marinos con quienes entabló amistad y que finalmente terminarían
convirtiéndose en personajes de sus relatos. También nació de esa experiencia
su novela más conocida, “Sudeste”, que lo llevó a tener internacionalmente el
reconocimiento del mundo literario.
Su obra
está marcada a fuego por el camino recorrido. Vida y literatura van de la mano como
casi en ningún otro escritor de la llamada “Generación Contorno”, la revista de
fuera editada entre 1953 y 1959 por un grupo de jóvenes intelectuales en su
mayoría provenientes de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos
Aires, y cuya trayectoria estuvo marcada por los acontecimientos y discusiones
de los años en que fue editada. El grupo editor, compuesto entre otros por
Ismael Viñas (1925-2014), Adelaida Gigli (1927-2010), David Viñas (1927-2011),
Adolfo Prieto (1928-2016),
Noé Jitrik (1928) y Carlos Correas (1931-2000), no tuvo una posición homogénea
ni con respecto a la lectura que se hacía de las tradiciones culturales ni en
cuanto a los posicionamientos políticos adoptados, lo que no impidió que canalizase
los dilemas de la izquierda en cuanto a la relación entre intelectuales y
política.
Conti
desafió la lógica del filósofo alemán Walter Benjamin (1892-1940), quien
sostenía que un narrador se quedaba mudo ante la falta de experiencias que
narrar. “Yo soy escritor nada más que cuando escribo. El resto del tiempo me
pierdo en la gente” confesó en una entrevista. Escribió numerosos libros: dramaturgia,
novelas, cuentos y guiones, todos poblados de personajes y paisajes de
movimientos imperceptibles, casi inmóviles. Entre ellos pueden citarse las
novelas “Alrededor de la jaula”, “En vida” y “Mascaró, el cazador americano”; y
los libros de cuentos “Todos los veranos”, “Con otra gente”, “La balada del
álamo carolina”, “Las doce a Bragado” y “Los novios”.
El
escritor y periodista argentino Miguel Briante (1944-1995) escribió sobre él: “Conti
reunió dos tradiciones de la literatura argentina: por un lado, la que viene de
Payró; por el otro, la que arranca en Arlt para mostrar una ciudad como un zoológico
sin rejas, en la que deambulan raros personajes que la miden, la miran, la
develan. Claro que, a diferencia de Payró, Conti narró más que nada la pampa
gringa, no la de los gringos que triunfaron, fundaron estancias, pueblos,
generaciones, sino la de aquellos gringos que no llegaron a ser los dueños de
la tierra, la de los marginados dos veces en la geografía y eternamente en el
tiempo. Y a diferencia de Arlt, ya en la ciudad, Conti clavó una sola mirada,
la de un solitario, la de un extranjero ambulante, la de un hombre siempre de
ida y vuelta”.
En su
escritorio, al momento de su desaparición, tenía un cartelito que rezaba: “Este
es mi lugar de combate, de aquí no me muevo”. Sus verdugos nunca se enteraron,
estaba escrito en latín. “Él es mago viejo -dijo el citado Galeano-. Su voz
dice palabras de mucha hermosura. Cuando él se pone a contar, la memoria corre
con tanta inocencia y libertad que uno la siente capaz de saltearse, para
siempre, el día de la muerte”.
El tío
Hipólito llegó a las cinco, como siempre.
Todavía
hacía un poco de calor pero oscurecía más temprano. Además la luz era distinta,
como si todas las cosas, aun las sombras, fuesen de la misma sustancia.
María
trajo los sillones de mimbre y los arrimó a la pared. Hipólito la saludó con un
gesto distraído mientras se hurgaba en los bolsillos.
Hacía
tiempo que estaban por asfaltar aquella calle. El Expreso del Oeste se tenía
que desviar una punta de cuadras precisamente por aquella calle. Pero
pensándolo bien, ahora, con esa luz, era preferible que quedara así.
Hipólito
extrajo un caramelo con forma de bastoncito, se inclinó sobre la cabecita
morena que aguardaba en silencio y preguntó: “¿Qué dice mi muñeca?”. Luego se
sentó en el sillón al lado del zaguán y encendió un Caburito.
Del otro
lado de la calle los árboles parecían haber envejecido. Estaban cubiertos de
polvo y de una luz melancólica. Hipólito los había contado alguna vez y hasta
había comenzado a ponerles nombres porque se parecían a las personas. A veces
estaban tristes, a veces estaban alegres. Cambiaban de ropaje, cambiaban de
humor, y un día morían como el plátano de la esquina que la primavera anterior
no había florecido.
La
señorita Adela apareció en la puerta e Hipólito se levantó de un salto, con el
Caburito en la mano.
- ¿Qué
tal? ¿Cómo está usted?
- Mejor
-dijo la señorita Adela con una voz algo frágil pero alegre.
Mientras
se sentaban él pensó por qué habría dicho “mejor” y no simplemente “bien”, pero
se alegró de todas maneras.
Después
hablaron del tiempo.
- Parecen
las seis, ¿se ha fijado usted?
- Sí, es
verdad.
- Sin
embargo apenas son las cinco.
- Acabo de
verlo. Las cinco.
Seguramente
lo había visto en aquel notable reloj embutido en el campanario de un cuadro de
la Chiesa di S. Magno a Legnano, en el comedor. El viejo era de Legnano, en la
Lombardía, según se lo había oído mil veces.
Para ser
exactos eran las cinco y cuarto, pero hablando así del tiempo no debían tomarse
en cuenta los cuartos y apenas las medias.
A Hipólito
le gustaba hablar del tiempo, lo mismo que a su padre. En realidad, era todo lo
que recordaba del viejo. Ahí estaba en su recuerdo hablando las horas enteras
en el Círculo Italiano o en el bar Alsina. La verdad que era un tema inmenso.
Se recordaban cosas, se auguraban cosas y uno se volvía cosa y tiempo también.
Volvió a
encender el Caburito que se había apagado.
Según
Hipólito, aquel otoño más que el recuerdo del verano, como sucedía casi
siempre, resultaba un verdadero anticipo del invierno. No había sucedido como
otros años, ese lento despliegue de signos y anuncios, sino que, de un día para
otro, la luz se había empañado y el cielo parecía increíblemente lejano.
A
propósito del tiempo se habló luego de las flores de marzo.
La señorita
Adela se volvió un poco de costado, cruzó las manos, aquellas largas manos que
se movían como mariposas de cera, y mencionó las caléndulas y las siemprevivas.
Hipólito,
por su parte, habló con cierta erudición de las azucenas blancas y por supuesto
de la violeta, que es emblema de la modestia. Bajo vidrio: tulipanes, espuela
de caballero y ciclamen.
- También
el ciclamen.
- El
ciclamen, eso es. Mi madre decía ciclamino.
- ¿Ciclamino?
¡Qué gracioso! Es la primera vez que lo oigo.
- Ciclamen
o ciclamino -dijo Hipólito distraídamente.
Pasó un
grupo de muchachos con hondas y tramperas para gorriones. Trotaban por el medio
de la calle en dirección de la usina.
Luego pasó
la señora Amelia con el tul y el rosario en las manos. A veces se detenía a
hablar de enfermedades o de la fiesta de San Isidro. Pero esta vez pasó y
saludó simplemente.
Todavía
estaban hablando del tiempo cuando apareció el camión de riego en la punta de
la calle. Hipólito se removió en el sillón y miró la hora. Pareció que iba a
decir algo divertido como lo del ciclamino, pero no dijo nada.
Era un
camión rojo con un águila de bronce en la tapa del radiador. Hipólito se sentía
bien sólo con verlo. Primero echaba el chorro hacia un lado y después hacia el
otro y recién un par de metros más allá echaba dos chorros a la vez, uno para
cada lado.
El camión
aparecía en la punta de la calle cuando la luz trazaba una especie de visera
sobre la vereda de los plátanos y se detenía un rato como para tomar aliento.
Luego comenzaba a andar a los tumbos, igual que el viejo Nardi. Tal vez ahí
estaba lo gracioso.
Cuando
pasó frente a ellos detuvo el chorro de la izquierda y una mano salió y entró
por la ventanilla. Entonces la pequeña echó a correr junto al camión y las
voces y los ruidos se alejaron hacia el otro extremo de la calle como si
aquellos blandos chorros de agua fueran borrando la tarde.
- Está
refrescando, ¿lo nota usted?
- Sí -dijo
la señorita Adela-, pero todavía queda buen tiempo.
- No sé
esta vez -dijo él.
Y trató de
pensar en el otoño anterior, aunque no estaba seguro de que fuese el anterior
sino un otoño cualquiera.
Algunas
tardes después Hipólito habló de la casa. No era un tema nuevo pero siempre que
hablaba de la casa la señorita Adela parecía más animada.
Las copas
de los árboles ardían en silencio pero la luz en la calle de tierra era cada
vez más débil, un polvillo de miel.
Hipólito
describió en primer lugar el pequeño jardín frente a la casa con los dos pinos
como dos centinelas. La señorita Adela encontraba algo extraño que hubiese justamente
dos pinos en un jardín tan pequeño pero con el tiempo le pareció una señal de
distinción. Nada de canteros retorcidos, ni calas, ni plantas minúsculas que
daban una impresión de desaliño y vejez. Después venía la puerta, que para la
señorita se abría y se cerraba por sí misma en silencio, y el pasillo de luz
penumbrosa y al fondo la cocina.
Hipólito
se demoraba siempre en la cocina. Cada vez había un detalle nuevo que no había
mencionado o que, por lo menos, había olvidado. Los dormitorios estaban al
costado del pasillo y el hall a la entrada, naturalmente, sólo que Hipólito lo
mencionaba en último término, después que había pasado el camión de riego, tal
vez para que quedara la impresión de que recién entraban en la casa y no de que
estaban a punto de salir.
- No será
una casa notable -resumía invariablemente- pero creo que es una casa adecuada.
Y la señorita Adela asentía con los ojos entornados, aun antes de que comenzara
la frase. Esta vez dijo además, después de un silencio:
- Me
gustaría que la viese usted... alguna tarde de estas, por ejemplo.
- ¡Oh, sí!
-exclamó la señorita con un trino. Y se
volvió y miró al tío Hipólito que se había erguido en el asiento y soplaba la
punta del Caburito.
Fueron
pues una tarde a ver la casa.
Hipólito
vino más temprano, aunque parecían las cinco por lo menos, y esperó en la
vereda como de costumbre. Esta vez, en lugar de los caramelos, trajo un
cartucho de pororó y una manzanita acaramelada. Era la época.
La
señorita Adela apareció por fin en la puerta con una sombrilla en la mano
aunque ya no era el tiempo de las sombrillas, es decir, el dulce y querido
verano, cuando las cinco de la tarde son efectivamente las cinco.
La casa
quedaba del otro lado del pueblo, después del molino. De manera que tuvieron
que atravesar el pueblo en aquella luz polvorienta del otoño. La señorita Adela
marchaba del otro lado de la pared, blanca y leve como una paloma, y parecía
más divertida que nunca. Hipólito, en cambio, marchaba digno y compuesto como
un notario o algo por el estilo. Un verdadero tío.
El gallego
Correa los saludó desde el mostrador de la tienda El Mercurio y el señor
Ferrer, con el invariable cigarro en la boca y el chaleco abierto, desde la
puerta de El Imparcial. Cada uno en su calle y en su puesto parecía distinto,
opinó la señorita Adela. Hipólito, aunque no estaba muy seguro, asintió con la
cabeza.
En la
esquina de El Vencedor, bebidas y comestibles, tendió una mano a la señorita
para ayudarla a saltar desde la acera de ladrillos húmedos y desparejos porque
era muy alta. Don Ítalo estaba en la puerta del almacén con el lápiz montado
sobre la oreja.
Y había
otros vecinos sentados en los sillones de mimbre o en las sillas de paja.
Parecían todos contentos pero extrañamente quietos con sus sonrisas en esa hora
inmóvil de la tarde.
- ¡Vamos!
Decídase usted -dijo Hipólito con cautelosa jovialidad.
- ¡Qué
gracioso! -trinó la señorita. Y avanzó
un pie y saltó.
Desde allí
se veían las primeras quintas, el campo pelado y amarillo y al fondo el cielo
de un celeste muy pálido. A la derecha, el molino, blanco como un hueso, y a la
izquierda, el camino de cemento.
La
señorita Adela reconoció la casa por los pinos. Era como ella la había
imaginado. No exactamente como Hipólito había dicho, porque con lo que dijo se
podían imaginar muchas casas con pinos y todo.
Atravesaron
el jardín entre aquellos árboles oscuros y mientras Hipólito buscaba la llave
reconoció cada cosa. El tronco firme y ceniciento de los pinos, las copas
negras como surtidores de sombras, la cerca de madera y, a través de la cerca,
la vereda de ladrillos.
Hipólito
dijo a sus espaldas que aquí no era lo mismo porque no pasaba el camión de
riego, ni la señora Amelia, ni enfrente estaban los plátanos erguidos como
personas. Pero que de todas maneras sería lindo sacar afuera los sillones de
mimbre y contemplar el campo pelado que mudaba de color como el mar, aunque
nunca había visto el mar, y el camino de cemento y los grandes camiones que
iban y venían cargados de ladrillos. Quedaron un rato inmóviles mirando todo
aquello y luego entraron.
Flotaba en
la casa una luz pegajosa y la voz de la señorita Adela parecía sonar en todos
los cuartos a la vez. Hipólito caminaba detrás y decía cosas oportunas un poco
inclinado hacia adelante con el sombrero de fieltro en la mano.
En la
cocina encontraron todo lo que había dicho y además una claraboya de vidrio
armado y una gran mesa de pino. Al fondo había una huertita y la vieja parra de
uva chinche que Hipólito había ponderado largamente. Los dormitorios eran
recatados y simples y donde más se notaba el silencio, de manera que se
justificaba que resultasen imprecisos. El hall, en cambio, parecía lleno de
gente, aunque estuviera vacío, y uno pensaba en los amigos y en los días
felices. A través de la ventana se veía un pino y una parte de la cerca y el
camino de cemento largo y preciso que se juntaba a lo lejos con el cielo. En
fin, una casa adecuada, como decía el tío Hipólito. Y posiblemente notable
después de un tiempo.
Regresaron
en silencio por el mismo camino. Al doblar hacia el molino blanco como un
hueso, la señorita Adela se volvió una vez más y miró los pinos. En la esquina
de El Vencedor, Hipólito saltó primero y le tendió la mano. Saludaron a la
misma gente en los mismos sitios.
Cuando
llegaron a la calle de tierra apenas quedaba un mechón de tarde en las puntas
de los plátanos. El camión de riego ya había pasado y por eso la calle parecía
más oscura. La señorita Adela permaneció un rato en la puerta, junto a los
sillones vacíos. Los chicos volvían trotando de la usina. Hipólito miró la hora
y comparó los días y estuvo a punto de hablar del tiempo. Pero ya eran las
siete de la tarde, es decir, la noche.
La
señorita Adela murió ese invierno.
Una tarde
Hipólito esperó largo rato junto al sillón vacío. Pasó el camión de riego y la
señorita no había salido. Otra vez
estuvo de paso, como quien dice, con un ramo de crisantemos, que era la flor
del tiempo. Y otra
tarde cualquiera murió la señorita.
Vinieron
unos parientes de Buenos Aires y otros de Rosario. Los hombres se abrazaban y
se besaban brevemente y se hacían todos las mismas preguntas en voz baja.
Cuando se reconocían parecía que iban a decirse grandes e interminables cosas.
Pero pronto quedaban en silencio con las manos en los bolsillos y se hamacaban
en puntas de pie o miraban el reloj mientras sus mujeres rezaban el rosario.
Después
del anís se animaron un poco y comenzaron a hablar de cosas que recordaban a
medias. Hipólito sonreía gravemente y completaba el recuerdo, nombres y sitios
y sucesos de aquel pueblo, un poco sorprendido él mismo de que recordase tanta
vieja historia.
Llegó el
cura y sirvieron otra copita más. Entonces se animaron por completo y ahora
recordaban nada más que cosas alegres. Por último llegó el plomero e Hipólito
alejó a las mujeres, entornó la puerta y sostuvo las barritas de plomo.
La luz de
los cirios era una luz amarilla como la del otoño y la lámpara de soldar
zumbaba como el camión de riego. Ahora veía
el rostro de la señorita Adela a través de un óvalo de vidrio un poco empañado.
Parecía realmente de cera y tenía aquel gesto en los labios la vez que hablaron
del ciclamen o ciclamino.
La calle
nunca había estado tan animada. De este lado las mujeres, negras y llorosas
contra la pared de ladrillo. María y la cabecita morena en el rincón de los
sillones. La señora Amelia con el rosario al frente. En el medio la negra
hilera de coches con los caballos erguidos y brillantes. Del otro lado los
vecinos y los curiosos, los chicos de los gorriones y por supuesto los
plátanos. Hubo un instante de inmovilidad y luego el cortejo se puso en marcha
con un lento girar de ruedas. Hipólito iba en el segundo coche con otros tres
señores que en cada cuadra recordaban un nombre o reconocían una casa. Cuando
pasaban frente a El Vencedor el señor de la derecha preguntó por el viejo
Nardi. Hipólito habló del viejo Nardi mientras pensaba en otra cosa a propósito
de aquella esquina. Apareció el molino y hablaron del viejo molino. Después
trotaron sobre la ruta de cemento y se cruzaron con los camiones mientras a lo
lejos giraban lentamente los dos pinos con la casa en el medio.
El señor
de la izquierda preguntó a dónde iba ese camino. “A Irala”, dijo Hipólito,
aunque no estaba seguro si era a Irala o a Inés Indart o a cualquier otra parte
porque jamás había pasado del cementerio.
A la
izquierda aparecieron los primeros hornos de ladrillo. El humo trepaba
derechamente hacia lo alto, señal de buen tiempo. También
por la izquierda, detrás de las columnas de humo, apareció por fin el largo
murallón del cementerio y entonces los hombres callaron.
Los
parientes se marcharon esa misma tarde. Se despedían de Hipólito como si éste
no debiera marcharse también. Todos decían cosas amables pero imprecisas antes
de partir.
La señora
Amelia ayudó a acomodar las sillas y se fue a la hora de las campanas.
Entonces
el tío Hipólito salió a la puerta y se quedó un rato mirando los plátanos. La
calle estaba otra vez en silencio.
Ahora
oscurecía a las seis y media y el verano parecía más lejos que nunca. En
realidad, parecía que nunca hubiese existido el verano.