29 de mayo de 2020

Susan Sontag: “Yo me considero una autora de ficción, en ningún caso crítica ni filósofa” (2)


El mundo de las ideas, el debate, la reflexión, la polémica y el efecto de dialogar con el lector y despertar en éste su pensamiento le permitieron a Susan Sontag ganar un sitio en la literatura de la segunda mitad del siglo XX. Esa fuerza se manifestó no sólo en su vasta obra ensayística sino también en su breve obra novelística compuesta por “The benefactor” (El benefactor), “Death kit” (Estuche de muerte), “The volcano lover” (El amante del volcán) e “In America” (En América), obras que, junto a “I, etcétera” (Yo, etcétera), su único volumen de cuentos, contribuyeron a cimentar su importante y prestigiosa carrera como narradora y, sobre todo, con sus ensayos, como intelectual. “Creo que lo más deseable en el mundo es la libertad de ser fiel a uno mismo, es decir, la honradez”, afirmó en muchas de las entrevistas que realizó a lo largo de su vida. “Las cosas podrían ir mejor, y todos lo sabemos”. Para ella, pensar en y hacia la utopía significaba pensar, a la vez, críticamente. La utopía no es un simple castillo en el aire, sino un ideal al que acercarse paulatinamente bajo la constatación de que “por doquier los seres humanos se hacen cosas terribles los unos a los otros”. El sufrimiento ajeno (y su contemplación) supuso, desde sus primeros trabajos, uno de los focos principales que iluminaron y guiaron su obra.
Al morir dejó un caudal incontable de notas dispersas, ensayos inconclusos, anotaciones para un diario. En ellas aparecen frases como “Escribir es un abrazo, es ser abrazado; toda idea es una idea que extiende su brazo”. Son innumerables las anotaciones sobre las cosas que necesitaba vivir o conocer (“Mi ambición o mi consuelo es entender la vida”), las cosas en las que creía (“Creo en la vida privada, en la música, en Shakespeare, en los edificios antiguos”), las que pensaba (“Para mí, ser inteligente no es como hacer algo mejor. Es la única manera de existir. Sé que me da miedo la pasividad y la dependencia. Cuando uso mi mente, algo me hace sentir activa, autónoma. Eso es bueno) y las que prefería evitar (“Hablar de dinero”). También enumeró los seres que debían coexistir dentro de un escritor: “1. El obsesivo, 2. El idiota, 3. El estilista, 4. El crítico”, y una larga lista de “libros por leer” y “libros para comprar”. Hay además menciones a personalidades que se repiten y dan cuenta del paso del tiempo en su formación, desde escritores como Henry James (1843-1916), Joseph Conrad (1857-1924), Saul Bellow (1915-2005) y Philip Roth (1933-2018), hasta filósofos como el estadounidense John Dewey (1859-1952) o el austríaco Ludwig Wittgenstein (1889-1951).
Cuando todas esas notas fueron publicadas en 2005 en un libro bajo el título “Reborn. Journals and notebooks” (Renacida. Diarios tempranos), Tomás Eloy Martínez (1934-2010), escritor y periodista argentino, escribió en un artículo que apareció en el diario “El País”: “Ella veía el diario como un instrumento para entender cómo iba haciéndose a sí misma, cómo su yo se iba creando día tras día. Esa creación se extinguió el 28 de diciembre de 2004 en el Memorial Sloan-Kettering Cancer Center de Nueva York. Murió defendiéndose contra la muerte, tras un tenaz combate cuyo final inevitable no quería aceptar. La entendió con una lucidez de la que carece la mayoría de los seres humanos”. A renglón seguido, la segunda y última parte del resumen editado de las entrevistas publicadas en “Rolling Stone”, “La Nación”, “El Cultural”, “Letras Libres” y “Proceso”.


En su novela “En América” hay una frase de su personaje que dice: “La mujer tiene talento para renunciar a la satisfacción sexual”. ¿Es más difícil para las mujeres tener una vida sexual plena?

Las mujeres, sobre todo con una educación dura, se enfrentan a elecciones duras en su propia vida. Es más duro para ellas si tienen una gran vida erótica hacer las dos cosas también (trabajo y sexo). La vida conlleva elecciones y renuncias, yo trato de vivir como si el día tuviera 48 horas. Creo que todas tenemos muchas posibilidades que no aprovechamos, posibilidades eróticas y creativas que sencillamente no ejercitamos. Pero lo bueno es que la vida no es una carrera, tal vez puedes hacer las cosas en el orden no establecido. Yo, por ejemplo, llevo una vida no muy ordenada, de hecho empecé a ser joven cuando tenía unos treinta años. Me casé a los diecisiete, tenía casi treinta años cuando aprendí a bailar y empecé a salir, después de divorciarme, claro. Y teniendo romances. A los veintiocho años me convertí en una estudiante. Pasé a ser una niña muy infeliz, porque quería crecer y luego, al ser mayor, me convertí en una adolescente.

La estructura de “En América” ofrece como elemento original dos monólogos, uno al inicio como “capítulo 0”, y otro ‘shakespeariano’ que cierra el libro. El monólogo del principio ha sido calificado por buena parte de la crítica como “lección magistral” para quienes desean ser escritores ¿Por qué eligió esta forma narrativa?

Realmente los monólogos son mi forma literaria favorita o la que me resulta más fácil. Me resulta mucho más práctico escribir en primera persona que en tercera, y porque amo lo difícil, por eso me obligo a escribir principalmente en tercera persona. Cuando estaba planeando esta novela, porque siempre tengo antes un plan, decidí que empezaría con un monólogo para satisfacer mi amor por este tipo de voz. Los monólogos son como… ¿cómo lo podría decir?, como las máscaras ancianas en el teatro romano, la cómica y la trágica. De hecho, el primer monólogo es una comedia y el último una tragedia; es decir, el libro está anclado entre esos dos monólogos. El primer capítulo es una de las mejores cosas que he escrito en mi vida. Allí la voz del narrador es una especie de parodia de mi propia voz, introduce a los personajes en la idea de la imaginación literaria; después la voz del narrador del segundo monólogo es el hombre más desgraciado del mundo, completamente infeliz, que muestra el rango emocional unido a la trayectoria del libro.

En esta novela pasa de la Polonia del siglo XIX sojuzgada por la “bota zarista” al Sarajevo del siglo XX. ¡Vaya salto!

Incluyo Sarajevo porque empecé a escribir el libro antes de ir a Sarajevo. Después, la guerra me interrumpió, y cuando volví al segundo capítulo, Sarajevo quedaba atrás, pero fue una experiencia muy profunda para mí. Aun así, escribí la novela que quería escribir. Me he preguntado a mí misma si la novela está influida por mi experiencia de la guerra en Sarajevo; a veces creo que sí, pero la mayoría de las veces creo que no, que fui capaz de interrumpir y volver a ella. Soy afortunada, tuve suerte. Además, menciono a Sarajevo también por lealtad a esa experiencia y porque quiero recordarle a la gente que lea el libro, a Sarajevo.

El personaje de Ryszard en su novela “En América” dice: “La gente como nosotros no debiera vivir en América”. ¿Está expresando una postura crítica respecto a América?

No. Esa frase no debe separarse del contexto de la novela. En la obra los distintos personajes expresan puntos de vista distintos y el de Richard es el suyo. Cuando yo quiero decir algo sobre América lo digo y no utilizo ningún personaje.

En esa misma novela trata de alguna forma el tema de la utopía.

Vuelvo a decir lo mismo. Se trata de una novela, no de un ensayo. No pretendo transmitir ningún mensaje y tampoco considero apropiado entrar en generalizaciones.

Usted suele hablar bien del periodismo. Más allá de sus simulacros, ¿cree que el periodismo nos ha hecho más solidarios al extender el dolor de los demás?

Todo en el siglo XX ha sido un arma de doble filo. También el periodismo. Es verdad que nos ha permitido saber de los otros, de sus tragedias y de sus necesidades. Pero también ha contribuido a una globalización cultural y moral que en buena parte está asentada sobre premisas falsas. El periodismo ha llenado nuestra vida de imágenes falsas. Es verdad: tenemos una idea de lo que pasa en el mundo como nunca nadie la tuvo antes. Pero a veces esa idea es demasiado nominal. Y se mezcla con la propaganda. Ya ve usted que voy de un extremo a otro. De un filo a otro. Aunque quizá lo peor de esta propaganda diseminada por el periodismo sea este mensaje: “Esto es lo que hay en el mundo, ahora ya lo conoces, pero poco puedes hacer para cambiarlo”. Esta impotencia. Este aviso de que el conocimiento de las cosas no se transforma en una energía para cambiarlas. La posibilidad, incluso, de que tanto y tan variado conocimiento llegue a aturdirnos y a reforzar la impresión de que el cambio es más complejo de lo que es en realidad. Porque luego es cierto que observadas las cosas de cerca, una a una, no parecen tan complejas.

Sí, la saturación, el agobio mediático.

Y la posibilidad de que los horrores puedan acabar convirtiéndose en un espectáculo. Yo defiendo el periodismo. Soy una gran defensora del periodismo. Viví en Sarajevo al lado de los periodistas. Comprobé cómo trabajan. Puedo decir que la mayoría de ellos son gente honrada. Y, sobre todo, no son gente endurecida, como quiere el tópico, sino que tratan de contribuir con su trabajo a la mejora de las condiciones de vida generales. Cuando la gente habla de la corrupción del periodismo hay que mirar en muchas direcciones. También en la dirección de los propietarios de los periódicos. O sea que, en este sentido, Baudrillard y demás podrían tener su parte de razón, cuando sugieren que debido a esta corrupción el común de los hombres se vería en dificultades crecientes para distinguir entre las imágenes y la realidad. Pero esa visión siempre sugiere un menosprecio de lo real, y del que sufre lo real, falso: aun hipnotizada, drogada, la gente no pierde el sentido de lo real.

La gente...

Déjeme explicarle una anécdota significativa. Mire, después del ataque a las Torres Gemelas, varios grupos de personas que habían conseguido escapar fueron apareciendo por las calles. Los iban entrevistando las cámaras de televisión. Estaban todos ellos cubiertos de ceniza, agobiados, aterrorizados. Les ponían el micrófono en la boca y les preguntaban cómo se sentían, cómo había sido, esas cosas. Algunos de ellos explicaban: “Ha sido como una película”. ¿Quiere eso decir que lo real y lo ficticio ya no se distinguen? En absoluto. Esa fue una interpretación muy extendida en aquellos días, pero falsa. Lo cierto es que cuando se produce un trauma de estas características se tarda un poco en absorber la realidad. Hace cien años estas gentes habrían dicho que era como un sueño. Hoy dicen que como una película. Pero a nadie de aquellos que salían se le habría ocurrido dudar de que aquello fuese cierto. Sólo decían que les sorprendía mucho que lo que habían visto en las películas se hiciese de pronto realidad. Era su forma de significar la magnitud de la catástrofe. No de significar sus dudas. Lo que importa de las personas son las experiencias propias. ¿Me deja que le cuente otra anécdota?

Y mil que contara.

1969, en el sur de Marruecos. Pleno desierto. Una pequeña cabaña con luz eléctrica y un café con televisión. Armstrong acaba de pisar la Luna. Yo me acerco al hombre que sirve el café. Por la tele se ven los saltitos de los astronautas. Yo se lo comento al hombre: “¡Es fantástico, la gente está en la Luna!”. Mueve la cabeza y dice que no. “¡Cómo que no!”, le digo y casi le obligo a salir fuera, y mirar al cielo, donde brilla la Luna. “¡Están ahí!”, le digo, señalando indistintamente la Luna y la televisión. El hombre se ríe, me mira y me dice: “¡Qué va, es sólo televisión!”. En cierto modo está bien fiarse de las experiencias personales.

En 1974 se enteró de que tenía cáncer y de inmediato se puso a pensar sobre la enfermedad. Eso me recordó algo que escribió Nietzsche: “Para un psicólogo hay pocos problemas tan atractivos como el de la relación entre salud y filosofía; basta que él mismo caiga enfermo para que vuelque toda su curiosidad científica en su enfermedad”.

Bueno, sin duda es cierto que el hecho de enfermarme hizo que me pusiera a pensar sobre la enfermedad. Yo pienso sobre todo lo que me sucede. Pensar es una de las cosas a las que me dedico. Si hubiera estado en un accidente aéreo y hubiera sido la única sobreviviente, es muy probable que me habría interesado por la historia de la aviación. Estoy segura de que la experiencia de estos últimos años aparecerá en mi ficción, aunque muy traspuesta. Pero como ensayista lo que se me ocurrió preguntarme no fue “¿qué es lo que estoy viviendo?” sino “¿qué es lo que sucede realmente en el mundo de los enfermos? ¿Qué ideas tiene la gente sobre la enfermedad?”. Me puse a examinar mis propias ideas, porque yo misma tenía muchas fantasías sobre la enfermedad y sobre el cáncer en particular. Nunca había considerado la cuestión de la enfermedad en serio. Y si uno no piensa en las cosas, es muy fácil ser vehículo de toda clase de clichés, aunque sean los más ilustrados. No es que me haya impuesto la tarea: “Bueno, ahora que estoy enferma, voy a pensar en la enfermedad”. Simplemente pensaba en ello. Estás tendida en una cama de hospital, y entra el médico y se te pone a hablar de ese modo… y tú lo escuchas y empiezas a pensar en lo que te está diciendo y en lo que significa y en el tipo de información que te está dando y cómo evaluarla. Pero después también piensas: qué extraño que hablen de ese modo. Y te das cuenta de que hablan así por todas esas ideas que hay en el mundo de los enfermos. De modo que se podría decir que yo estaba “filosofando” sobre el asunto, aunque no me gusta usar esa palabra, porque admiro demasiado la filosofía. Pero, para usarla en un sentido más general, uno puede filosofar sobre cualquier cosa. Quiero decir: cuando te enamoras te pones a pensar en qué es el amor, si tienes el temperamento necesario para reflexionar sobre el asunto. Un amigo, un especialista en Proust, descubrió que su mujer tenía una historia con otro hombre. Se puso espantosamente celoso, se sentía herido, y me contó que en pleno ataque de celos se puso a leer a Proust y a pensar en la naturaleza de los celos y a llevar esas ideas más al límite. Y así estableció una relación totalmente distinta con los textos de Proust y con su propia experiencia. Estaba sufriendo en serio, no había nada falso en su sufrimiento, y sin duda no se escapaba de lo que estaba viviendo al ponerse a pensar en los celos de esa manera, pero hasta ese momento nunca había experimentado celos sexuales profundos. Había leído sobre ello en Proust, pero como cuando lees algo que no forma parte de tu propia experiencia. No conectas realmente con el asunto. Hasta el día en que sí forma parte.

Cuatro meses después de empezar nuestra entrevista en París, cuando acababa de volver a Nueva York, la llamé por teléfono para preguntarle cuándo podríamos completar nuestra conversación y me dijo: “Deberíamos hacerlo pronto, porque puede que cambie demasiado”. Eso me sorprendió. ¿Por qué?

¡Para mí es tan natural! Siento que cambio todo el tiempo, y eso es algo que me cuesta explicarle a la gente. Porque se supone que un escritor es alguien que, o bien se dedica a la autoexpresión o bien trabaja para convencer o cambiar a la gente en función de su visión de las cosas. Y yo no creo que ninguno de esos modelos funcione para mí. Yo escribo en parte para cambiarme a mí misma y así, una vez que he escrito sobre algo, no tener que volver a pensar en ello. Cuando escribo, escribo para sacarme ideas de encima. Podrá sonar desdeñoso para con el público, porque es obvio que antes de deshacerme de ellas las he trasmitido como algo en lo que creía -y creo en ellas cuando las escribo-, pero no creo en ellas después de escribirlas, porque ya me he mudado a una nueva concepción de las cosas y todo se ha vuelto aún más complicado... o quizá más simple. Eso hace que me resulte un poco difícil hablar de mi trabajo. Porque a la gente le interesa que hable, pero yo, una vez que hice mi trabajo, ya me he ido a otro lado.

¿Cómo se toma que a menudo Woody Allen, Arthur Miller, Noam Chomsky, Paul Auster o usted misma sean más tenidos en cuenta en Europa que en su propio país, los Estados Unidos?

No puedo hablar de Auster, pero es algo que suele ocurrir con muchos autores. Arthur Miller, por ejemplo, parece ser más apreciado en Inglaterra que en Estados Unidos, y según dice también ocurre lo mismo con Auster en España.

¿A qué cree que se debe?

Estados Unidos se ha movido en una dirección distinta a la de Europa y quienes son críticos con el sistema tienden a ser marginados. Es algo normal cuando se tiene visiones distintas a las comúnmente aceptadas.

¿Cree que los intelectuales deben expresar otro punto de vista, concienciar en cierta forma que existe otra realidad posible?

No sé qué son los intelectuales, no me interesa el concepto de intelectual. Lo que debe hacer el escritor es decir la verdad. Las generalizaciones no me interesan.

¿Con qué calificativo se encuentra más cómoda Susan Sontag: novelista, filósofa, crítica…?

Yo me considero una autora de ficción, en ningún caso crítica ni filósofa.