El crítico
literario dominicano Pedro Henríquez Ureña (1884-1946) sostenía, en su libro
"Las corrientes literarias en la América Hispánica", que gran parte
de la literatura de la segunda mitad del siglo XX expone "los problemas
sociales, o al menos describe situaciones sociales que contienen en germen los
problemas. Normalmente es la novela el género que con más frecuencia apunta a
estos aspectos de la sociedad en los tiempos modernos".
Superados
los tiempos del descubrimiento, los de la creación de una sociedad nueva en una
geografía distinta, los del florecimiento del mundo colonial, los de la declaración
de la independencia política y los del espíritu romántico, anárquico y de
organización que sucedieron, surgió una camada de escritores cuya literatura
experimentó tanto en las formas como en los contenidos de sus obras.
Aparecieron
los temas americanos desarrollados en un ambiente criollo -donde se planteaba
la antinomia entre civilización y barbarie- en escritores como el mexicano
Mariano Azuela (1873-1952), el uruguayo Horacio Quiroga (1878-1937), el
venezolano Rómulo Gallegos (1884-1969), los argentinos Benito Lynch (1885-1952)
y Ricardo Güiraldes (1886-1927) y el colombiano José Eustasio Rivera
(1888-1928) por citar algunos de los más destacados.
El
ensayista argentino Enrique Anderson Imbert (1910-2000) aseguraba en su
"Historia de la literatura hispanoamericana" de 1954 que "muchos
novelistas contemporáneos del cono sur americano presentaron los temas
americanos de los mayores pero con la imaginación entrenada en la literatura de
vanguardia -la vanguardia de la entreguerra de 1918 a 1939- y así se vincularon
a la promoción siguiente de narradores más experimentados con la forma y el
lenguaje". De este modo se refiere a la generación de escritores
hispanoamericanos comprendida entre 1925 y 1940 -nacidos de 1900 a 1915-, en la
que se incluye a Mario Monteforte Toledo, el notable escritor guatemalteco
nacido el 15 de septiembre de 1911.
Monteforte
Toledo, un gran admirador de la cultura indígena de su país, asumió en su obra
la complejidad y el compromiso: siendo un escritor que dejaba traslucir en sus
páginas claras reivindicaciones políticas y sociales relacionadas con la indigna
explotación del campesinado guatemalteco, no abandonó jamás el tono lírico y
sentimental de los mejores narradores de la generación precedente.
Estas
características se hicieron evidentes a lo largo de su obra novelística:
"Anaité" (1948), "La piedra y la cruz" (1949), "La
cueva sin quietud" (1950), "Donde acaban los caminos" (1952),
"Una manera de morir" (1957), "Llegaron del mar" (1966),
"Los desencantados" (1974), "Unas vísperas muy largas (1996) y
"Los adoradores de la muerte" (2000), en las que abordó los
conflictos del hombre inmerso en una sociedad convulsionada por las
contradicciones entre indios y blancos, paisanos y extranjeros, habitantes de
la ciudad y campesinos.
Su técnica
narrativa ha sido comparada a la del estadounidense John Dos Passos (1896-1970)
y su temática concuerda con la de su connacional Miguel Angel Asturias
(1899-1974), aunque se le reconoce una expresión de protesta más directa,
aproximándolo a autores como los peruanos José María Arguedas (1911-1969) y
Ciro Alegría (1909-1967) y el ecuatoriano Jorge Icaza (1906-1978).
El crítico
literario peruano Luis Alberto Sánchez (1900-1994), en su "Proceso y
contenido de la novela hispanoamericana" (1953), lo incluyó entre los
narradores de tendencia subjetiva, pero también lo mencionó entre sus
contrarios, aquéllos que construyeron su literatura a partir de un punto de
vista objetivo. "No puede aseverarse que Monteforte sea sólo un autor
indigenista, a pesar de haber abordado en sus obras esta temática, usando el
léxico apropiado. Puestos a ser ambiguos, y a aceptar este adjetivo sin
connotaciones peyorativas, Monteforte posee temperamento lírico, siendo poeta
antes que novelista o, mejor, es novelista porque es poeta".
En
"Una manera de morir" puede leerse: "La gente cree que la libertad
consiste en gritar y exponer los defectos de las leyes y de los que las
aplican. La libertad es mucho de soledad, de tiempo para acordarse de uno mismo
y sobre todo de capacidad para no someterse. No es que uno haga algo; basta que
se sepa con fuerzas para poder hacerlo". Y en "Donde acaban los
caminos" expuso sus dudas, contempló su razón y la comparó con la sabiduría
inocente del campesino, que sabía colocar a cada uno en el lugar que le
correspondía: "En vano he buscado a mis congéneres, a la gente que piensa
como yo. Sé que existen, la hay, por todo el mundo, y anda acorralada y perdida
y confusa como yo. Pero, ¿dónde está?".
Aquel que
de niño se fascinaba con la lectura de Julio Verne (1828-1905) y Emilio Salgari (1862-1911), que en su adolescencia lo hacía con James Joyce (1882-1941)
y, sobre
todo, con Ezra Pound (1885-1972) -cuya obra se convirtió en su "más
profunda y constante escuela literaria", según sus propias palabras-,
también se dedicó a la política, llegando a ser diputado y más tarde vicepresidente
de la República. Sin embargo, su trayectoria política se vio bruscamente
truncada tras el golpe de estado de 1954 propiciado por el gobierno
norteamericano, por lo que tuvo que salir de Guatemala para vivir en el exilio.
Esos años
los pasó en Francia, Inglaterra, España, Ecuador, Estados Unidos y
-principalmente- México. En París estudió sociología, ciencias políticas,
historia y arte, y frecuentó la casa de la poetisa, escritora y dramaturga estadounidense
Gertrude Stein (1874-1946), quien despertó su pasión por la literatura norteamericana
y la Generación Perdida (grupo de escritores de ese país que vivió en París y
otras ciudades europeas desde la Segunda Guerra Mundial hasta la Gran
Depresión). En Madrid entabló amistad con los poetas León Felipe (1884-1968), Juan
Rejano (1903-1976) y Bernardo Clariana (1912-1962).
Más tarde,
en Londres, trabajó con el crítico literario y escritor británico Cyril
Connolly (1903-1974) en la revista "Horizon", donde escribían también
gran cantidad de intelectuales antifascistas como Benedetto Croce (1866-1952),
André Gide
(1869-1951), Aldous
Huxley (1894-1963) y
Arthur Koestler (1905-1983); y luego, en Nueva York, conoció a Dylan Thomas (1914-1953),
cuya poesía tradujo al español, algo que más adelante haría con la de Emily
Dickinson (1830-1886), Thomas S. Eliot (1888-1965) y Wystan H. Auden (1907-1973)
entre otros distinguidos poetas.
Ya en
México, sobrevivió ejerciendo la docencia y la investigación en la Facultad de
Ciencias Políticas de la Universidad Nacional Autónoma (UNAM), donde su trabajo
le ameritó el Águila Azteca, el máximo reconocimiento del gobierno mexicano a
los extranjeros que enriquecieron su cultura nacional. Luego, después de más de
tres décadas y media, regresó a Guatemala. En una entrevista, el escritor
respondió a la pregunta de qué era lo peor del exilio: "El retorno, y
encontrar que las mujeres que uno ama son abuelas o ya aman a otro". Allí reanudó
sus estudios en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales y se graduó como
abogado y notario, una carrera que había abandonado en 1944 cuando se produjo
la llamada Revolución Universitaria y un hermano suyo de apenas dieciséis años
fue asesinado por la policía en una manifestación de estudiantes.
Alternando
con su obra novelística, también escribió algunos libros de cuentos como "La
cueva sin quietud" (1949), "Cuentos de derrota y esperanza"
(1962) y "La isla de las navajas" (1993); obras de teatro como "El
santo del fuego" (1977), "La noche de los cascabeles" (1988),
"El escondido" (1994) y "La torre de papel" (1995). También
se destacó como ensayista, fundamentalmente sobre temas sociológicos y políticos.
En ese sentido pueden mencionarse "Guatemala. Monografía sociológica"
(1959), "Izquierdas y derechas en Latinoamérica. Sus conflictos internos"
(1968), "Mirada sobre Latinoamérica" (1975), "Literatura,
ideología y lenguaje" (1983), "Centroamérica. Subdesarrollo y
dependencia" (1983), "Los signos del hombre" (1984), "Las formas y los
días. El barroco en Guatemala" (1989) y "Palabras del retorno"
(1992).
Además, escribió
aproximadamente unos 2.500 artículos para diversos diarios y revistas, en
muchos de los cuales denunció las intervenciones en la región del gobierno de
Estados Unidos y de la United Fruit Company, una empresa que producía y
comercializaba frutas tropicales cultivadas en las llamadas "repúblicas
bananeras" de América Latina y que, para mantener sus operaciones con el
mayor margen posible de ganancias, sobornaba políticos y auspiciaba golpes de
Estado.
Mario
Monteforte Toledo, quien se describió a sí mismo como "un testigo del
siglo XX", murió por problemas cardiacos el 11 de septiembre de 2003, unos
días antes de cumplir noventa y dos años de edad. Sus restos fueron
incinerados; parte de las cenizas de "el último gigante de las letras
guatemaltecas" -tal como lo describió la prensa en sus artículos
necrológicos- fueron enterradas en el Cementerio General, en el centro de la
capital, y el resto esparcidas en el Lago de Panajachel.
"El
culto mayor de mi vida -escribió en uno de sus ensayos- es la búsqueda de la
libertad y el sentido de la realidad y lo de adentro del ser humano; esa lucha
no es un deporte sino una necesidad intelectual y física constante y creciente.
Escribir es la actividad más frustrante, menos reconocida y más absorbente que
se pueda elegir. Yo escribo porque es lo único que sé medio hacer y segundo
porque soy testigo o protagonista de muchas de las cosas ocurridas en siglo XX y
creo que deben conocerse mejor. No pretendo ni transmitir experiencias útiles
porque los consejos no se siguen y todos andamos cometiendo los mismos errores
de nuestros antepasados".