Juan
Carlos Onetti nació el 1 de julio de 1909 en Montevideo, Uruguay, en una casa
de la calle San Salvador, en el Barrio Sur. De chico inventaba historias para
los amigos: cuentos de casas hechizadas, gente que no existía y él contaba que
había visto. Después, a los trece o catorce años, leyó al noruego Knut Hamsun
(1859-1952) y escribió muchos cuentos que nunca publicó. Abandonó sus estudios
secundarios y se dedicó a varios oficios para subsistir, entre ellos el de portero,
mozo de cantina, empleado de una empresa de neumáticos y vendedor de entradas
en el estadio Centenario de Montevideo. Con su esfuerzo logró independizarse a los
veinte años de edad y trabajó como redactor en varias publicaciones, entre
ellas la revista "La tijera".
En 1938
publicó su primera novela, "El pozo", con una tirada de sólo 500
ejemplares, que la crítica literaria consideró como la piedra fundamental de la
nueva narrativa uruguaya. Desde 1941 hasta 1954 residió en Buenos Aires, donde
trabajó en la agencia Reuter y en diversas revistas de actualidad. Publicó
asimismo cuentos y las novelas "Tierra de nadie" (1941), "Para
esta noche" (1943), "La vida breve" (1950) y "Los
adioses" (1954). En 1955 regresó a Montevideo, colaboró en el diario
"Acción" y, en 1957, fue designado director de las Bibliotecas
Municipales de Montevideo e integró la dirección de la Comedia Nacional. Mientras
tanto, siguió publicando libros de cuentos, entre ellos, "El infierno tan
temido", y las novelas "Para una tumba sin nombre" (1959),
"La cara de la desgracia" (1960), "El astillero" (1961) y
"Juntacadáveres" (1964), historias todas ellas de carácter
existencialista, sin esperanza y muy personales.
Cuando en
su país se instauró la dictadura militar en 1973 fue confinado durante tres
meses en un hospital psiquiátrico por orden del dictador Juan María Bordaberry
(1929-2011), irritado por la concesión del Premio Anual de Narrativa
-organizado por el semanario "Marcha"- a Nelson Marra (1942-2007) por
su cuento "El guardaespaldas". Onetti formaba parte del jurado y
sufrió la represión que se abatió sobre el relato y el semanario, acusados de
vilipendiar a las Fuerzas Armadas. Onetti recuperó la libertad gracias a las
gestiones del poeta y crítico español Félix Grande (1937-2014), por entonces
director de "Cuadernos Hispanoamericanos", y del jurista y
diplomático español Juan Ignacio Tena Ybarra (1924-1995), director del
Instituto de Cultura Hispánica.
Este hecho
transformó su vida y, tras su liberación, se exilió en España, donde vivió
hasta su muerte. Allí participó en varios congresos, escribió artículos tratando
la problemática de los exiliados latinoamericanos y publicó "La muerte y
la niña" (1973), "Tiempo de abrazar" (1974), "Dejemos
hablar al viento" (1979), "Presencia y otros cuentos" (1986),
"Cuando entonces" (1987) y "Cuando ya no importe" (1993).
También allí recibió en 1980 el Premio Cervantes que anualmente, a propuesta de
la Asociación de Academias de la Lengua Española, entrega el Ministerio de
Cultura español. En su discurso para recibirlo, el autor uruguayo confesó: "Llegué
aquí con la convicción de que lo había perdido todo, de que sólo había cosas
que dejaba atrás y nada que me pudiera aguardar en el futuro. De hecho ya no me
interesaba mi vida como escritor. Sin embargo, aquí estoy, unos cuantos años
después, sobrevivido".
Estando en
Buenos Aires, Onetti inventó -al modo de Jefferson, en el condado de
Yoknapatawpha, en la ficción de William Faulkner (1897-1962)-, la ciudad de
Santa María, a orillas de un vasto río, un espacio imaginario en el cual se
entrecruzaron las vidas y los destinos de muchos de sus personajes. "La
experiencia de Buenos Aires está presente en todas mis obras, de alguna manera
-diría en unaentrevista-; pero mucho más que Buenos Aires, está presente
Montevideo, la melancolía de Montevideo. Por eso fabriqué a Santa María, el
pueblito que aparece en ‘El astillero’: fruto de la nostalgia de mi
ciudad". Y al igual que Faulkner, el autor uruguayo no creía en el éxito.
"Sabía (Faulkner) que lo que llamamos éxito no pasa de una vanidad
amañada: amigos, críticos, editores, modas".
Educado en
las lecturas de insignes "perdedores" golpeados por la adversidad
-los ya citados Hamsun y Faulkner- más Louis Ferdinand Céline (1894-1961),
Ramón del Valle Inclán (1866-1936), Pío Baroja (1872-1956) y Roberto Arlt (1900-1942),
Onetti vivió con la aureola de autor maldito. Gracias a él y a cuatro o cinco
escritores más, la literatura hispanoamericana ingresó en la modernidad con
fulgores propios.
Su exilio
físico se sumó a esos otros exilios que agobiaron y vulneraron su sensibilidad
de escritor: la pérdida de una infancia feliz y la marginalidad en que
discurrió gran parte de su vida y de su obra. Herido quizá por un sentimiento
de fatalidad y de incomprensión, Onetti sentía un profundo desprecio por
"el reino de la mediocridad y los plumíferos sin fantasía, graves,
frondosos, pontificadores con la audacia paralizada" y consideraba que
"cuando un escritor es algo más que un aficionado, cuando pide a la
literatura algo más que los elogios de honrados ciudadanos que son sus amigos,
podrá verse obligado por la vida a hacer cualquier clase de cosa, pero seguirá
escribiendo. No porque tenga un deber a cumplir consigo mismo, ni una urgente
defensa cultural que hacer, ni un premio ministerial para cobrar. Escribirá
porque sí, porque no tendrá más remedio que hacerlo, porque es su vicio, su
pasión y su desgracia".
En una
entrevista periodística analizó un poco su obra: "El tema reiterativo de
mis novelas podría ser el fracaso de toda empresa humana, empezando por la
existencia humana. El hombre es una víctima que, además, nunca pidió
nacer". A Onetti le gustaba repetir que "la persona que engendra un
niño está cometiendo un asesinato con efecto retardado". Y termina:
"El destino del artista es vivir una vida imperfecta: el triunfo, como un
episodio; el fracaso, como verdadero y supremo fin". Siempre prefirió sostener
sus ficciones mediante un punto de vista indirecto. Sus tramas nunca descansaron
en un narrador omnisciente. El narrador a veces es un testigo secundario o un
personaje impreciso, un ojo sin identificar que vaga por el texto, incapaz de
superar su perplejidad.
El tema
unificador de toda su obra fue la corrupción de la sociedad, sus efectos sobre
el individuo y las dificultades para encontrar una respuesta adecuada a ella.
Para escribirla, Onetti -a quien se considera el escritor de la angustia-
utilizó un lenguaje opaco, denso e indirecto. Con estas herramientas creó un
mundo propio con personajes -que retomó una y otra vez- siempre empeñados en
proyectos sin sentido. "La verdad -dijo- tiene que estar en una literatura
sin literatura y sobre todo, que no puede gustar a los que tienen hoy la misión
de repartir elogios, consagraciones y premios. La literatura es mentir bien la
verdad".
A pesar de
su escepticismo, además del ya mencionado Cervantes, obtuvo el Gran Premio de
Literatura 1967, otorgado en Uruguay; el Premio Ítalo Latinoamericano 1976,
otorgado en Italia; el Premio de la Crítica 1980, otorgado en España; el Gran
Premio Nacional de Literatura 1985 de Uruguay; el Premio de la Unión Latina de
Literatura de 1990; y el Gran Premio Rodó 1991 a la labor intelectual, de la
Intendencia Municipal de Montevideo.
Onetti
murió en la tarde del 30 de mayo de 1994 -víctima de un infarto al miocardio- en
una clínica de Madrid, su residencia de sus últimos diecinueve años de vida, de
los cuales pasó enclaustrado los últimos diez sin salir prácticamente de su
cama. No había cambiado desde sus inicios. Siempre fue el mismo hombre
insatisfecho y rabioso. Al final de "El pozo", confesaba: "Yo
soy un hombre solitario que fuma en un sitio cualquiera de la ciudad; la noche
me rodea, se cumple como un rito, gradualmente, y yo nada tengo que ver con
ella". Onetti era el personaje Aránzuru de "Tierra de nadie", el
Ossorio de "Para esta noche", el Brausen de "La vida
breve", el Larsen de "El astillero". En todos los casos, un
testigo que contemplaba la vida desde lejos, intentando no involucrarse en sus
conflictos y evitando tomar partido. Sabía que existir era una fatalidad, un
callejón sin salida que se estrecha día a día, una catástrofe que -pese a todo-
merecía ser contada, quizás porque así resultaba menos penosa.
Julio
Cortázar (1914-1984) lo consideraba "el más grande novelista
latinoamericano" y Carlos Fuentes (1928-2012) tampoco ocultaba su
admiración: "Las novelas y cuentos de Onetti son las piedras de fundación
de nuestra modernidad. A todos sus descendientes nos dio una lección de
inteligencia narrativa, de construcción sabia, de inmenso amor a la imaginación
literaria".
El poeta
Rogelio Guedea (1974), miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, declaró en
una entrevista al cumplirse el 25º aniversario de la muerte de Onetti: "Su
prosa es poesía. Y no sólo su prosa es poesía sino que las atmósferas que
recrea su prosa son poesía. Toda la obra narrativa de Onetti es poética, esto
es, nos hace ver las profundidades del hombre y de la vida con una claridad,
una concisión y una contundencia que le sería realmente difícil a un tratado
filosófico o antropológico o social conseguirlo. Si lo comparamos con las
carreras pedestres, es un corredor de fondo y requiere lectores que sean
igualmente corredores de fondo. A un corredor de carrera corta lo expulsa
inmediatamente. Pero una vez que entras en su mundo, ya no puedes salir, es
fascinante".
Por su
parte, el profesor de filosofía, escritor y crítico literario español Rafael
Narbona (1963), escribió en el periódico "El Cultural": "Frente a
la frustración que produce lo real, sólo cabe apelar a la imaginación. Para
Onetti, la literatura es ensueño, ilusión, delirio. Soñar con los ojos abiertos
nos permite escapar de los fracasos y sinsabores de nuestro miserable existir.
El escritor es la memoria de los sueños. Su misión es preservar las ilusiones,
afianzando su carga de nostalgia y dulzura". En definitiva, puede
decirse que, con su temperamento escéptico y desencantado, produjo un estilo
que no tiene antecedentes y que abrió una vía tan fructífera como inédita antes
de él en la narrativa en lengua española.