Julio
Verne (1828-1905) tuvo una devoción excluyente por la ciencia. Sus personajes
más acabados fueron los sabios. Idolatraba de igual manera al científico de
laboratorio -como él mismo supo ser- que al investigador que iba a las mismas fuentes
para explicar el fenómeno científico o descubrir el lugar geográfico. Algunos
de sus sabios eran eruditos distraídos, otros amables humanistas; algunos eran
sombríos vengadores, otros crueles villanos. Pero ninguno fue intrascendente. Entre
los personajes de Verne aparecieron astrónomos: Palmyrin Rosette, el apasionado
y nervioso amo del cometa Gallia en “Hector Servadac” (1877); el heroico y
frustrado Thomas Black, que aparece en “Le pays des fourrures” (El país de las
pieles, 1873) afrontando mil peligros para ver un eclipse de sol en el Círculo
Polar Ártico; Dean Forsyth y Sidney Hudelson, los dos rivales furibundos que,
sin abandonar sus respectivos observatorios, se disputan la gloria de un
descubrimiento en “La chasse au méteor” (La caza del meteoro, 1908); los
audaces y valerosos Everest, Murray, Emery, Strox, Zorn y Palander, que
atraviesan el África austral, midiendo un arco del meridiano terrestre en “Aventures
de trois russes et de trois anglais dans l'Afrique australe” (Aventuras de tres
rusos y tres ingleses en
el África austral, 1872).
Hay
también científicos de laboratorio lanzados a la aventura en contra de su
voluntad, como lo son Jacques Paganel, el geógrafo de “Les enfants du Capitaine
Grant” (Los hijos del Capitán Grant, 1868) y el naturalista Pierre Aronnax, de “Vingt
mille lieues sous les mers” (Veinte mil leguas de viaje submarino, 1870).
Asimismo hay otros que voluntariamente se convierten en protagonistas
destacados, como el doctor Clawbonny en “Voyages et aventures du Capitaine
Hatteras” (Las aventuras del Capitán Hatteras, 1866) o el ingeniero Cyrus
Smith, de “L'ile mystérieuse” (La isla misteriosa, 1874).
Los sabios
arrojados por la injusticia a la lucha clandestina contra el mundo opresor se encuentran
representados por personajes como el Capitán Nemo del submarino Nautilus, en la
ya citada “Veinte mil leguas de viaje submarino” o Robur, en su aeronave
Albatros en “Robur le conquereur” (Robur el conquistador, 1884). Otros sabios,
en cambio, son innatamente perversos y criminales como el químico Herr
Schultze, un prusiano antecesor del nazismo con su “nuevo orden” en “Les cinq
cents millions de la Bégum” (Los quinientos millones de la Bégum, 1879), y
Marcel Camaret, el ingeniero que en “L'étonnante aventure de la mission Barsac”
(La misión Barsac, 1919) al servicio del criminal Harry Killer, crea en el
centro de Africa un emporio científico-criminal.
Geógrafos,
naturalistas, astrónomos, ingenieros, médicos, todos son ejemplos de una legión
luminosa de intelectos que hicieron del siglo XIX una época de grandes
progresos, muchos de ellos obra de los mismos contemporáneos de Verne, a quien
le sirvieron de inspiración. Así encontramos al físico y astrónomo François
Arago (1786-1853) admirado y estudiado por Verne en su juventud, y al ingeniero
Ferdinand de Lesseps (1895-1894), constructor del canal de Suez y amigo del
escritor. Contemporáneos suyos fueron además Jean Joseph Lenoir (1822-1900), inventor
del motor de explosión; Zénobe Gramme (1826-1901), inventor de la dinamo de
corriente directa; Alfred Nobel (1833-1896), inventor de la dinamita; Graham
Bell (1847-1922), inventor del teléfono; Thomas A. Edison (1847-1931), inventor
del fonógrafo; Charles Parsons (1854-1931), inventor de la turbina de vapor;
George Eastman (1854-1932), inventor de la película fotográfica; Rudolf Diesel
(1858-1913), inventor del motor de alto rendimiento; y Santos Dumont
(1873-1932), inventor del dirigible.
Durante la
vida de Verne hubo audaces exploradores que llegaron en la vida real adonde ya
previamente habían llegado los héroes de sus novelas: Richard Burton
(1821-1890) descubrió para los europeos los lagos Tanganica y Victoria de África
en 1857 y John Hanning Speke (1827-1864) hizo lo propio con las fuentes del río
Nilo en 1858; Otto Nordenskjöld (1869-1928) exploró la Antártida en 1902,
mientras que Ernest Giles (1835-1897) lo había hecho en el desierto de
Australia en 1872, y Nikolai Przhevalsky (1839-1888) en el de Gobi en 1876; y
David Livingstone (1813-1873) y Henry Stanley (1841-1904) en África, eran los
protagonistas de aventuras dignas de ser firmadas por el mismo Verne. Algunos
de estos inventores, investigadores y viajeros lo inspiraron, otros fueron
inspirados por él; pero todos estuvieron estrechamente vinculados con Verne.
No puede
decirse lo mismo de su relación con las mujeres. Tanto en su vida privada como
en su obra literaria hay considerables indicaciones de las tendencias misóginas
de Julio Verne. El incansable explorador de todos los rincones del globo, de
las entrañas terrestres, las profundidades marinas y el espacio interestelar,
fue un tímido indagador de la naturaleza femenina.
Este
comportamiento resalta por su militancia en el famoso grupo bohemio parisiense,
“Onze sans les femmes” (Los once sin mujer), compuesto por solterones
empedernidos; y aun después de traicionar las normas de la misógina cofradía,
no corrió detrás de las mujeres, sino que se casó con una viuda respetable,
madre de dos hijas. Su vida matrimonial, por otra parte, fue más que tranquila.
La mayoría de sus viajes los realizó en compañía de su hermano y sus amigos, no
de su esposa Honorine. Ella lo admiraba profundamente, tal vez no tanto como escritor
sino como hombre célebre. Honorine fue quien disfrutó de los homenajes y las
fiestas que incomodaban a su esposo.
En “Reborn. Journals and notebooks” (Renacida. Diarios tempranos), el
libro que contiene una abundante cantidad de notas dispersas y anotaciones para
un diario que Susan Sontag (1933-2004) dejó al momento de su muerte, en una
entrada fechada el 16 de noviembre de 1972 la escritora estadounidense apuntó:
“Ciencia ficción revisada. La misoginia de Julio Verne”. El breve apunte quizás
fue escrito con la idea de profundizar el tema en un futuro artículo, el que
probablemente giraría en torno a lo que tanto los biógrafos como la crítica
especializada, basándose en la correspondencia y en las novelas del autor
francés, resultaba manifiesto: su notable
indiferencia hacia el género femenino. Para algunos estudiosos del
espinoso tema, fue su editor Pierre Jules Hetzel (1814-1886) quien le imponía
finales felices a sus novelas y lo obligaba a modificar ciertos perfiles
femeninos dado que, según su parecer, había dominios del hombre donde no podían
tener cabida las mujeres.
La actitud
de Verne hacia las mujeres, es cierto, se refleja claramente en sus obras. La
mayoría de sus héroes eran solteros por convicción: las mujeres no tenían lugar
en sus vidas, ni siquiera se las mencionaba. Muchas de sus obras más
importantes carecen en absoluto de personajes femeninos, y en otras son un
simple detalle anecdótico accesorio. En “Le tour du monde en quatre vingts
jours” (La vuelta al mundo en ochenta días, 1873), por ejemplo, Phileas Fogg
rescata a la princesa Aouda en la India, para después llevarla durante el resto
del viaje como parte de su equipaje y, si bien al final decide casarse con
ella, el paso es simplemente un detalle más de excentricidad que de pasión. En
la misma obra, cuando los viajeros atraviesan en tren los Estados Unidos y
llegan a Salt Lake City, hay un diálogo entre el fiel sirviente Passepartout y
un personaje mormón, al que le pregunta cuántas esposas tiene, ya que
aparentemente viene huyendo de algún problema familiar. La respuesta es
reveladora: “¡Una, amigo mío!”, responde el mormón, levantando los brazos al
cielo, “¡una y es suficiente!”.
Los
personajes femeninos más logrados de Verne son precisamente las mujeres
enérgicas, liberadas, que se igualan en audacia y voluntad a los hombres, como la
periodista Lissy Wag en “Le testament d'un excentrique” (El testamento de un
excéntrico, 1897) o la aventurera de aspecto “masculino” Paulina Barnett en la
ya citada “El país de las pieles”. Esta última, una “inglesa del condado de
York, provista de cierta fortuna, cuya mayor parte se invertía en expediciones
aventureras”, se adentra en los helados paisajes lindantes con el Círculo Ártico. En un pasaje de la novela, Verne se pregunta: “¿Cómo una mujer osaba
aventurarse ahí donde tantos exploradores habían retrocedido o perecido?”. Sin
embargo, al final de esta novela, los hombres le deberán sus vidas a un trío de
mujeres: Paulina, su dama de compañía Madge y la impertérrita esquimal Kalumah.
Por otro
lado, sólo una novela suya lleva por título el nombre de una mujer: “Mistress
Branican” (La señora Branican). En esta obra, que forma parte de la colección
de libros de viajes y aventuras conocidos como “Voyages extraordinaires” (Viajes
extraordinarios), Verne parece desmentir el lugar común de que era misógino. La
protagonista es una californiana de ascendencia española-mexicana que pierde la
razón al morir su hijo en un accidente marino, y parte en busca de su esposo,
capitán de un barco que se dirigía a Asia por gestiones comerciales y que ha sido
dado por desaparecido en las aguas del océano Índico. En la búsqueda, que
abarca veinte años y concluye en los eriales desérticos de Australia, Dorotea Branican
atraviesa todo tipo de crisis emocionales, vivenciales y morales, superándolas
todas.
Nacido y
criado en un entorno burgués, hijo de un reconocido abogado y una madre
conservadora, posiblemente la única mujer que influyó de manera definitiva en
la vida de Julio Verne fue justamente su madre, a la que nunca dejó de enviar
cartas amables y detalladas, y cuya muerte sintió profundamente. Esa imagen
quedó reflejada en uno de sus personajes favoritos, Michel Strogoff de la
novela homónima escrita en 1876, a quien salvan de la ceguera las lágrimas
derramadas por el amor filial ante el dolor de la anciana madre.
Tal vez,
en el fondo de su corazón, Julio Verne estuvo siempre demasiado ocupado y
preocupado por su obra como para dejarle sitio a las efusiones amorosas.
Posiblemente hubiera preferido decir, como el personaje principal de su novela “Kéraban
le tétu” (Kerabán, el testarudo, 1882): “¡Usted sabe, los negocios... los
negocios! ¡Nunca he tenido cinco minutos disponibles para casarme!".
La
escritora española Almudena Grandes (1960), quien en 2012 publicó una novela
con el título “El lector de Julio Verne”, señalaría en una conferencia dada en
Madrid en 2016 que Verne “te enseña que la literatura con lo que tiene que ver
es con la vida. Pero es un fraude trasponer la corrección política de esta
época a la de Verne. Además, en el siglo XIX el espacio reservado a las mujeres
era muy limitado. El hombre actuaba en lo público y la mujer en lo privado”.
Como quiera que sea, indiscutiblemente su obra tiene valor universal.