Existieron
en la Argentina algunos autores que por las características de sus obras,
muchas veces repulsivas, otras tantas incomprendidas, fueron desplazados a
algún oscuro rincón de la memoria colectiva. Fueron escritores incómodos que sobrepasaron
la moral dominante, que fueron a contramano de los paradigmas de su época. Esa
suerte de anatematización ha recorrido la historia de la literatura no como un
fantasma sino como una presencia incómoda tanto para la sociedad como para el
propio ambiente literario. Osvaldo Lamborghini, Néstor Perlongher y Alejandra
Pizarnik, sólo por citar a algunos, se encuentran en esa incómoda casilla de
los escritores considerados malditos.
La
necesidad de clasificar sus textos, llevó a interpretar el imaginario de estos
autores a través de la estética del “neobarroso” (una suerte de mezcla entre el
barroco y el barro rioplatense). Este movimiento latinoamericano se distingue
por aquel movimiento común de la lengua española que tiene sus matices en el
caribe (musicalidad, gracia, artificio, picaresca), que convierten al barroco
en una propuesta y que tiene sus diferentes matices en el Río de la Plata
(racionalismo, ironía, ingenio, nostalgia, escepticismo, psicologismo).
Osvaldo Lamborghini
nació en Necochea, Buenos Aires, el 12 de abril de 1940. Poco antes de cumplir
los treinta años, en 1969, apareció su primer libro, “El fiord”, que había sido
escrito unos años antes. Era un pequeño librito que se vendió mucho tiempo
mediante el trámite de solicitárselo discretamente al vendedor en una sola
librería de Buenos Aires. Aunque no fue nunca reeditado en vida de su autor,
recorrió un largo camino y cumplió el cometido de los grandes libros: fundar un
mito. En 1973 apareció su segundo libro, “Sebregondi retrocede”, cuya recepción
en el ambiente de las letras fue polémica. Lo común de sus textos era la
decadencia de los seres humanos, la cual se podía llevar a cabo por tres tipos
de violencia: física, sexual y psicológica. Así, en sus textos todos habían
sufrido algún tipo de abuso o eran generadores de uno.
Poco
después formó parte de la dirección de una revista de vanguardia, “Literal”,
donde publicó algunos textos críticos y poemas, los que, por algún motivo,
causaron una impresión más enfática que su prosa. Durante el resto de la década
del ‘70, sus publicaciones fueron casuales o directamente extravagantes: sus
dos grandes poemas, “Los Tadeys” y “Die Verneinung” (La negación), aparecieron
en revistas norteamericanas. Unos pocos relatos, algún poema y escasos
manuscritos lograron circular entre sus numerosos admiradores.
Pasó por
entonces varios años fuera de Buenos Aires, en Mar del Plata o en Coronel
Pringles. En 1980 salió su tercer y último libro, “Poemas”, y poco después
viajó a Barcelona, de donde regresó, enfermo, en 1982. Convaleciente en Mar del
Plata, escribió una novela, “Las hijas de Hegel”, por cuya publicación no se
preocupó (no se ocupó siquiera de mecanografiarla). Luego volvió a irse a
Barcelona, donde murió víctima de un infarto el 18 de noviembre de 1985 a los
cuarenta y cinco años de edad.
Esos
últimos tres años, que pasó en una reclusión casi absoluta, fueron
increíblemente fecundos. Su talento reveló una obra amplia y sorprendente, que
culminó en el ciclo “Tadeys” (tres novelas, la última inconclusa, y una
voluminosa carpeta repleta de notas y relatos) y los siete tomos del “Teatro
proletario de cámara”, una experiencia poética-narrativa-gráfica en la que
trabajaba al morir.
Gran
cultor del género epistolar, también escribió una innumerable cantidad de
cartas, las que eran para él una manera de sortear la ansiedad por un texto que
no terminaba de escribir. En ellas jugaba a la ficción, se inventaba un
personaje para sí a la vez que planteaba microensayos sobre literatura. En una
carta de febrero del ‘77, por ejemplo, le decía al escritor argentino César Aira
(1949): “Escribo, pero todo lo que escribo pertenece al género de los
'inéditos', los textos póstumos de un gran escritor. Doble sabor de muerte y de
gloria”. Y más adelante seguía: “Escribo como si ya estuviera muerto y
canonizado pero como no siempre logro leerme así, lo que ocurre es una
sensación de completo derrumbe. El único escaso consuelo sobreviene cuando
pienso que a la literatura argentina le faltaba este escritor que estoy
inventando. Una sombra, un escritor apócrifo”.
Fue
justamente gracias a Aira que se editaron “El niño proletario. Poemas” (1980), “Las
hijas de Hegel” (1982), “Novelas y cuentos” (1988) y “Tadeys” (incompleta,
1994), obras todas ellas en las que exacerbó los alcances de la ironía y la
digresión como recurso de ruptura con la linealidad del discurso. Acudió al
humor aliado a la crueldad, con frecuentes referencias pornográficas y el uso
de las llamadas “malas palabras”. Su obra constituye una atrayente combinación
de Isidore Ducasse de Lautréamont (1846-1870), Roberto Arlt (1900-1942) y
Witold Grombowicz (1904-1969), además de una revisión paródica de otros autores
de la literatura argentina como Esteban Echeverría (1805-1851), José Hernández
(1834-1886), Horacio Quiroga (1878-1937) y Lucio V. Mansilla (1831-1913), entre
otros.
El
filósofo y semiólogo francés Roland Barthes (1915-1980) hablaba allá por 1971
en uno de sus ensayos sobre el “terrorismo textual”, haciendo referencia a
aquellos escritores que fueron capaces de intervenir en la sociedad gracias a
la violencia de sus textos que excedían la ley, la ideología o la filosofía y
constituían así su propia inteligibilidad histórica. Osvaldo Lamborghini
pertenece sin dudas a esa clase de escritores. En su obra, lo sexual se asocia
a motivos como el poder, la sumisión y la humillación. Como observó el crítico
español Rafael Conte (1935-2009) acerca de las relaciones entre lenguaje y
violencia en la literatura latinoamericana, “plasmar la injusticia social y el
absurdo de la suerte de los hombres implica hacer estallar las formas de la
comunicación literaria, lo que no excluye la burla y la risa, lo escatológico y
lo obsceno: lo ridículo suele ser el otro lado de lo trágico”. En una época en
la cual se vivían en Latinoamérica varios procesos revolucionarios, para él fue
la literatura la manera de hacer la revolución por otros medios.
Néstor
Perlongher nació en Avellaneda, Buenos Aires, el 25 de diciembre de 1949.
Durante el Proceso Militar fue detenido y procesado. En 1982, terminada su
licenciatura en Sociología, se fue a vivir a San Pablo, donde ingresó en la Maestría
de Antropología Social en la Universidad de Campiñas de la que en 1985 fue
nombrado profesor. Su obra poética publicada comprende seis libros: “Austria-Hungría”
(1980), “Alambres” (1987), “Hule” (1989), “Parque Lezama” (1990), “Aguas aéreas”
(1990) y “El cuento de las iluminaciones” (1992).
Colaboró
asiduamente en las revistas “El Porteño”, “Alfonsina”, “Ultimo Reino”, “Babel”,
“Sitio”, “Xul”, “Pie de Página”, “La Papirola” y “Diario de Poesía”. Durante su
estancia en Brasil colaboró en el diario “Folha de São Paulo” y preparó la
antología “Caribe transplantino. Poesía neobarroca cubana y rioplatense”
(1991). También publicó numerosos textos en prosa, entre los que se destacan “El
fantasma del SIDA” (1988) y “La prostitución masculina” (1993).
En 1971,
junto a otros escritores e intelectuales como Manuel Puig (1932-1990), Blas
Matamoro (1942) y la activista feminista Sara Torres (1941), fundó el Frente de
Liberación Homosexual. Antes de integrar este frente, Perlongher había hecho
una experiencia de militancia de izquierda en la universidad, pero hacer
pública su sexualidad le generó problemas ya que para muchos de los militantes
de esos años reproducía, o bien los prejuicios de la moral católica que
sostenía que era un tipo de atracción sexual no natural, “contrario al orden
establecido por Dios”, o los del estalinismo que entendía la homosexualidad
como un “vicio burgués”. Luego, en 1984, participó de la conformación de la
Comisión pro-Libertades Cotidianas, una unión de grupos gays, feministas y anarquistas
que, junto a la revista “Cerdos y Peces”, inició una campaña de firmas
exigiendo la derogación de los edictos policiales.
“Néstor
Perlongher fue un escritor insaciable. Creó un estilo propio que se fue
agigantando de un modo tal que a esta altura aparece como una de las voces más
necesarias de la última poesía argentina”, opinó el profesor de Literatura en
la Universidad de Buenos Aires y crítico literario Ariel Schettini (1966) en un
artículo aparecido en el diario “La Nación”. En sus ensayos trató temas
polémicos como la Guerra de las Malvinas, la figura de Eva Perón (1919-1952) y
los desaparecidos durante la dictadura militar argentina de 1976 a 1983.
Iluminado
por el neobarroco de los escritores cubanos José Lezama Lima (1910-1976) y Severo
Sarduy (1937-1993), fue él quien fundó el movimiento literario llamado
“neobarroso”, “porque tenía el fango del estuario del Río de la Plata”. Él
mismo lo definió como: “no decir nada como viene, sino complicarlo hasta la
contorsión”. Tal como afirmó la periodista argentina Dolores Caviglia (1982),
“jamás se concentró en comunicar. No al menos como el canon lo establecía. Sí
se propuso extorsionar la lengua hasta el ultraje, contaminar el discurso con
hermetismo y oscuridad, lograr que del barro salga lustre, alterar lo bajo por
lo alto, desmontar las estrategias oficiales que domestican el cuerpo,
ridiculizar lo prefabricado. No quería decir nada de la manera más simple,
quería retorcer, escurrir, desplegar y enrollar el lenguaje hasta el desgarro
para obtener un caos demente que mezclara lo guarro con lo culto”.
Su obra es
un tratado sobre los márgenes sociales y tiene el valor de una provocación,
porque hace que el lector ponga en entredicho los lugares comunes sobre el
llamado “centro” de la sociedad. La psicóloga argentina Águeda Pereyra (1986) decía
en un artículo publicado en enero de 2019 en la revista cultural digital “Polvo”
que “la vida y obra de Perlongher se inscriben en el proceso de emergencia de
la nueva izquierda y la lucha por derechos a las minorías sexuales. Su doble
condición de homosexual y militante lo llevó a numerosas detenciones por las
‘fuerzas de seguridad’ argentinas y finalmente al exilio. La visibilización de
la violencia sexual y política atraviesa todas las formas que adquiere su
decir. Su obra
incluye una enorme variedad de escrituras: la poética, la ensayística, la
narrativa, la epistolar, la del investigador social: de allí que sea difícil
pensar la obra de Perlongher como eminentemente poética, es decir, sin el
necesario diálogo con el resto de su escritura”.
Trotskista,
anarquista, ex militante del movimiento de liberación homosexual argentino,
Néstor Perlongher murió en San Pablo el 26 de noviembre de 1992 a causa de una
septicemia generalizada producida por el SIDA que padecía desde hacía algunos
años. Tenía tan sólo cuarenta y dos años de edad. Una semana antes de morir,
quizá como si hubiera escrito una carta de despedida, compuso el poema “Canción
de una muerte en bicicleta”. En él repitió entre estrofa y estrofa la frase
“ahora que me estoy muriendo”, que a la distancia puede leerse como un
presentimiento.
Póstumamente
se publicaron, en 1997, “Poemas completos” y “Prosa Plebeya”. Para la poeta,
traductora y editora argentina Mercedes Roffé (1954), Perlongher fue el único
poeta varón que por entonces presentó una poética tan renovadora como la que
estaban dando a conocer las poetas mujeres en esos años. “Una poética donde el
amor y la sexualidad cuestionaban y se liberaban de los remanidos patrones
heteronormativos”.
Alejandra
Pizarnik nació en Buenos Aires el 29 de abril de 1936 en una familia de
inmigrantes de Europa oriental. Estudió filosofía y letras en la Universidad de
Buenos Aires y, más tarde, pintura con Juan Batlle Planas (1911-1966). Entre
1960 y 1964, Pizarnik vivió en París donde trabajó para la revista “Cuadernos”
y algunas editoriales francesas, publicó poemas y críticas en varios diarios,
tradujo a Antonin Artaud (1895-1948), Henri Michaux (1899-1984) y Aimé Cesaire
(1913-2008), y estudió historia de la religión y literatura francesa en la
Sorbona.
Antes de
su viaje a París conoció a Héctor Álvarez Murena (1923-1975), un escritor
perteneciente a la revista “Sur”, cuya amistad fuera fundamental para ella a la
hora de conseguir trabajo en Francia. Su vinculación con la revista se produjo
a su regreso a la Argentina, momento en que conoció y comenzó a frecuentar a las
hermanas Ocampo: Victoria (1890-1979) y Silvina (1903-1993), así como a
colaboradores fundamentales de la revista como José “Pepe” Bianco (1911-1986), Enrique
Pezzoni (1926-1989) y Juan José Hernández (1931-2007).
Luego de
su retorno a Buenos Aires, Pizarnik publicó tres de sus principales volúmenes, “Los
trabajos y las noches” (1965), “Extracción de la piedra de locura” (1968) y “El
infierno musical” (1971), así como su trabajo en prosa “La condesa sangrienta”
(1971). En 1969 recibió una beca Guggenheim y en 1971 una Fullbright.
El 25 de
septiembre de 1972, mientras pasaba un fin de semana fuera de la Sala 18 de
Psicopatología del hospital Pirovano donde estaba internada, Pizarnik, en medio
de una profunda depresión, murió de una sobredosis intencional de seconal
sódico.
En el
mismo hospital ya había estado internada en ocasión de sus dos intentos de
suicidio en 1970 y 1971, comenzando un tratamiento psiquiátrico y asistiendo a
talleres de terapia ocupacional. “Yo solamente quiero poner fin a esta agonía
que se vuelve ridícula a fuerza de prolongarse”, escribió mientras estaba
internada. De su sufrimiento y su certeza de no poder curarse da cuenta su
texto “Sala de Psicopatología” uno de los más perturbadores que escribió. En la
batalla decisiva de su drama interior se impuso la victoria de la muerte, una
obsesión que recorrió toda su poesía. En alguna ocasión había escrito: “La
muerte siempre al lado/ escucho su decir/ sólo me oigo/ Alguna vez/ alguna vez/
me iré sin quedarme/ me iré como quien se va”. Y lo hizo.
Entre sus
obras merecen mencionarse “La tierra más ajena” (1955), “Un signo en tu sombra”
(1955), “La última inocencia” (1956), “Las aventuras perdidas” (1958), “Arbol
de Diana” (1962), “Nombres y figuras” (1969), “Los pequeños cantos” (1971), “La
condesa sangrienta” (1971), “Botella al mar” (1976), “Una noche en el desierto”
(1978) y “Zona prohibida” (1982). En su gran mayoría, su obra se remitió a la
poesía, que procede esencialmente del surrealismo. Es concisa, de temática
nocturna y angustiada, muy elaborada. En sus últimos años experimentó con
textos en prosa, más largos, aunque, según su visión, la poesía era la única
capaz de darle razón y sentido a la vida, rigiéndola y configurándola.
En el
suplemento “Radar Libros” del diario “Página/12” del 6 de marzo de 2011, el poeta
y periodista cultural Juan Pablo Bertazza (1983) decía que “la consideración
internacional sobre la obra poética de Alejandra Pizarnik se expande cada vez
más, aunque aún hoy se puede afirmar que sigue atada a la fascinación que
despierta su figura, la leyenda negra de su locura y su final trágico. Que fue
una flor exótica, distinta y refractaria en el jardín de la poesía argentina ya
no es novedad; lo notable es que, a poco tiempo de cumplirse cuarenta años de
su muerte, gran parte de la crítica siga obnubilada con su tragedia en
detrimento de su obra. A tal punto que esa frase que encontraron escrita en un
pizarrón de su departamento antes del suicidio –‘no quiero ir nada más que
hasta el fondo’-, se convirtió en un latiguillo inagotable, lo cual,
paradójicamente, condenó a gran parte de sus críticos a la superficialidad”.
Más allá
de estas consideraciones, es indudable que Alejandra Pizarnik es una de las
voces más representativas de la generación del ‘60 y está considerada como una
de las poetas líricas y surrealistas más importantes de Argentina. “Entre otras
cosas, escribo para que no suceda lo que temo; para que lo que me hiere no sea;
para alejar al Malo. Se ha dicho que el poeta es el gran terapeuta. En este
sentido, el quehacer poético implicaría exorcizar, conjurar y, además, reparar.
Escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque
todos estamos heridos”, arguyó en alguna de las numerosas notas de su diario
personal. Tras de sí, dejó una obra que marcó un antes y un después en el modo
de hacer poesía, una obra emotiva y original.
Algunos
críticos, con el afán de encasillar lo inclasificable, la definieron como una
poeta extravagante incapaz de adaptarse a su entorno. Pero ni la violencia en
sus expresiones poéticas ni el gusto por exhibir impúdica sus fantasmas
interiores ni su permanente reflexión sobre las fronteras del lenguaje fueron
imposturas. La franqueza, la honestidad en el compromiso con la propia obra, resultan
incuestionables. Su voz estuvo siempre bajo el control de una lucidez
extraordinaria y de un deseo inquebrantable de poesía.
Como escribió
el poeta, ensayista y dramaturgo mexicano Octavio Paz (1914-1998) en el prólogo
de “Árbol de Diana”, sus poemas no contienen ni una sola partícula de mentira.
Dibujan el perfil de una femineidad no convencional, poseedora de una pasión
extrema, capaz de “escribir con su cuerpo el cuerpo del poema”, frente a una
sociedad de la que siempre se sintió excluida y que terminaría por recluirla. Ella
eligió vivir en la palabra y eso significó encubrirse en el lenguaje, tal vez,
para resguardarse en él”. “¿Qué significa traducirse en palabras? Mi sueño es
un sueño sin alternativas y quiero morir al pie de la letra”. Alejandra Pizarnik
dixit.