EL JUEGO DE LA VIDA
Salvador Robles Miras
España
(1956)
Era
un viejo pobre y solitario que jugaba a todas horas, hasta en sueños jugaba. Y
jugaba a lo único que tenía: vida vivida. Al amanecer, se imaginaba que era un
mocoso que correteaba por el patio de la casa familiar; por la mañana, el
mocoso se convertía en un adolescente que se comía con los ojos a la hija del
tendero de su pueblo natal; al mediodía, el adolescente se transformaba en un
apuesto hombre que, acompañado por la hija del tendero, ya una bella mujer,
cortejaba al futuro en la orilla de la playa; por la tarde, el hombre se
transmutaba en un padre primerizo que, junto a la mujer bella y amada, ahora
madre, caminaba por el parque empujando la sillita en la que dormía
plácidamente un hermoso bebé; al anochecer, el padre era un viejo viudo que se
introducía en la cama acompañado de los recuerdos coleccionados en sus ochenta
y cinco años de existencia. De madrugada, en sueños, se lo pasaba en grande
jugando al juego de la vida.
OFICINA DE RECLAMACIONES
Raúl Brasca
Argentina
(1948)
Oficina
Estatal de Reclamaciones. El probo funcionario abre la ventanilla a las nueve
en punto de la mañana. A las nueve y un minuto se presenta el primer
reclamante, el segundo llega un par de segundos más tarde. Luego, con un intervalo
de seis segundos, van llegando los demás. La cola es cada vez más larga. A las
diez de la mañana son ya doscientos los reclamantes que esperan su turno. Los
que llegan después de las diez encuentran cerrada la puerta de la calle y no se
les permiten entrar en la Oficina.
A
partir de este momento, por lo tanto, el cálculo es fácil: teniendo en cuenta
que el probo funcionario necesita seis minutos para despachar a cada uno de los
reclamantes, necesita mil doscientos minutos, es decir, veinte horas para
atender a las doscientas personas que ahora esperan su turno en la cola, es
decir, mucho más tiempo del que dura la jornada laboral. Muchos reclamantes,
por lo tanto, se encontrarán con la ventanilla cerrada. Cuando cumpla las ocho
horas dentro de su jaula, el probo funcionario cerrará la ventanilla y volverá
a su casa para enfrentarse un día más con una mujer que, con los años, ha
perdido todas las pestañas.
Más
de cuatro ciudadanos no tendrán pues más remedio que volver mañana a la Oficina
de Reclamaciones si realmente quieren que el Estado, por mediación del probo
funcionario, atienda sus legítimas reclamaciones.
EL DISCURSO DEL HOMBRE
INVISIBLE
Francisco Rodríguez
Criado
España
(1967)
-
Y por lo que a mí respecta -sentenció el hombre invisible tras un largo e
interesante discurso-, no soy más que lo veis.
La
muchedumbre, que no veía nada, se dio media vuelta y abandonó en silencio la
plaza, sintiéndose estafada. En verdad le habían gustado las palabras que allí
habían escuchado, pero vivían en una sociedad -como ocurre con la actual- que
premiaba no lo que se decía sino quién lo decía. Y resultaba del todo
inaceptable aplaudir a un hombre que no daba la cara… El hombre invisible,
avergonzado, se retiró adonde nadie pudiera verle.
LOS DOS POLÍTICOS
Ambrose Bierce
Estados
Unidos (1842-1914)
Dos
políticos cambiaban ideas acerca de las recompensas por el servicio público.
-
La recompensa que yo más deseo -dijo el primer político- es la gratitud de mis
conciudadanos.
-
Eso sería muy gratificante, sin duda -dijo el segundo político-, pero es una
lástima que con el fin de obtenerla tenga uno que retirarse de la política.
Por
un instante se miraron uno al otro, con inexpresable ternura; luego, el primer
político murmuró:
-
¡Que se haga la voluntad del Señor! Ya que no podemos esperar una recompensa,
démonos por satisfechos con lo que tenemos.
Y
sacando las manos por un momento del tesoro público, juraron darse por satisfechos.
EL ÚLTIMO BOMBÓN
Sir Helder Amos
Venezuela
(1990)
Ese
domingo, se paró más temprano de lo usual porque al fin había llegado su día.
Así que tan pronto abrió los ojos corrió a su tocador y tras rebuscar por unos
minutos en sus gavetas lo encontró. El
último bombón, de la caja de chocolates que había comprado hace años, antes de
que la pandemia empezara, lucía tan delicado y apetitoso como siempre. Con
nerviosismo lo tomó en sus manos y miró el calendario, la última vez que se
había comido uno de esos había sido en su cumpleaños, meses atrás, y de tan
sólo pensar que ese era el último de la caja le ponía los pelos de punta.
Porque debido a la pandemia y el ataque alienígena, habían quedado confinados
en sus casas viviendo de las provisiones básicas que el gobierno les daba, las
cuáles nunca incluían bombones.
A
pesar de que sus manos temblaban de la emoción, logró quitarle el envoltorio y
apreció la belleza del chocolate por un momento, su color marrón oscuro le
parecía inigualable. Luego se lo llevo a la nariz y lo olió, haciendo que su
dulce y fuerte olor despertara aún más sus sentidos. Sin
embargo, se tomó un momento antes de llevárselo a la boca, porque quería estar
segura de que estaba preparada para disfrutarlo y degustarlo al máximo, al no
saber cuándo podría tener otro de esos. Al
sentirse lista, cerró los ojos y abrió la boca lentamente, pero mientras se
llevaba el bombón a la boca...
-
¿Qué es eso, mami?
Su
pequeño estaba parado en la puerta de la habitación mirándola lleno de
curiosidad.
-
¡Ay! -gritó la mujer, pegando un brinco y casi soltando el bombón-. ¡Me
asustaste, bebé! Esto es un chocolate, un dulce que comíamos y disfrutábamos
hace mucho tiempo, incluso antes de que tú nacieras, -le explicó, mirando el
bombón, luego a su hijo, luego al bombón de nuevo-. ¿Quieres probarlo? Es el
último...
El
pequeño asintió con la cabeza y corrió a donde estaba su madre, y arrancándole
el bombón de la mano, muy egoístamente, se lo metió completo en su pequeña
boquita en menos de un segundo. Tan
pronto lo saboreó, el rostro del niño se iluminó y con una gran sonrisa
anunció:
-
¡Está delicioso! ¡Nunca había probado algo tan rico!
-
Sí que lo es esta, -estuvo de acuerdo la madre, quien sintió el dulce sabor del
chocolate en su boca a pesar de no haberlo probado.
INFELICIDAD
Nicolás Jarque Alegre
España
(1977)
Aguardaba
el autobús debajo de una marquesina, cuando dos ancianos empezaron a
reprocharse. La mujer no soportaba de su marido que dejase la pasta dentífrica
fuera de su cubilete, que fuese tan despistado con las tareas domésticas ni sus
cigarros a escondidas; el hombre le replicaba el exceso de sal en las comidas y
el control férreo que sometía a todos sus actos. Entonces, recordé las disputas
constantes de mis padres, la impotencia que sentía por asistir al intercambio
de improperios y el miedo a que la familia se resquebrajase en cualquier
momento. Por eso, al llegar a casa, le pregunté a Olga: “¿Me seguirás
recriminando mi impuntualidad, que deje los platos sucios de la cena para el
día siguiente o los domingos de sofá?”. “Sí, por supuesto”, me contestó con
sinceridad y, por evitar que alguien en el futuro -quizás unos hijos-
padeciesen nuestra infelicidad, recogí mis cosas y me marché.
LA JUSTICIA DE LOS
ELEMENTOS
Henry van Dyke
Estados
Unidos (1852-1933)
El
asesino con corona había agotado todos sus recursos. Había contado una última
mentira, pero ni sus sirvientes le creyeron. Había lanzado una última amenaza,
pero ya nadie le temía. Había querido dar un último golpe de violencia y
crueldad, pero ya no tenía fuerzas. Cuando
vio su imagen reflejada en los ojos de los hombres, advirtió el daño causado en
el mundo, sintió miedo y exclamó:
-
Que la tierra me trague.
La
tierra se abrió y lo tragó, pero él había hecho tanto mal y derramado tanta
sangre, que la tierra volvió a abrirse y lo escupió.
El
asesino gritó entonces:
-
Que el mar me lleve.
Y
las olas lo envolvieron. Pero él había llenado las profundidades con tantos
huesos de hombres inocentes, que el mar no lo toleró y lo envió de vuelta a la
orilla.
El
asesino gritó entonces:
-
Que el aire me lleve.
Y
soplaron grandes vientos que lo remontaron. Pero el aire puro no soportó su
peso y lo dejó caer.
Mientras
caía, el asesino gritó:
-
Que el fuego me dé refugio.
El
mismo fuego con el cual él había arrasado hogares sintió un enorme regocijo, y
las llamas se avivaron a medida que el asesino se acercaba.
-
Bienvenido -aulló el fuego-. ¡Sé mi esclavo!
El
asesino entendió entonces que no había esperanzas para él en la justicia de los
elementos.
TRAGEDIA
Vicente Huidobro
Chile
(1893-1948)
María
Olga es una mujer encantadora. Especialmente la parte que se llama Olga. Se
casó con un mocetón grande y fornido, un poco torpe, lleno de ideas
honoríficas, reglamentadas como árboles de paseo. Pero la parte que ella casó
era su parte que se llamaba María. Su parte Olga permanecía soltera y luego
tomó un amante que vivía en adoración ante sus ojos.
Ella
no podía comprender que su marido se enfureciera y le reprochara infidelidad.
María era fiel, perfectamente fiel. ¿Qué tenía él que meterse con Olga? Ella no
comprendía que él no comprendiera. María cumplía con su deber, la parte Olga
adoraba a su amante. ¿Era ella culpable de tener un nombre doble y de las
consecuencias que esto puede traer consigo?
Así,
cuando el marido cogió el revólver, ella abrió los ojos enormes, no asustados,
sino llenos de asombro, por no poder entender un gesto tan absurdo. Pero
sucedió que el marido se equivocó y mató a María, a la parte suya, en vez de
matar a la otra. Olga continuó viviendo en brazos de su amante, y creo que aún
sigue feliz, muy feliz, sintiendo sólo que es un poco zurda.
MEDIA HORA LARGA
Beatriz Alonso Aranzábal
España
(1963)
Dedicó
veinticinco minutos a escribir un alegato a favor (o en contra) del asunto
candente en su red social. Cuatro a responder a un email de trabajo. Tres a
atender una llamada. Dos a pedir cita en el taller. Un minuto a compartir un
curioso vídeo entre sus contactos. Treinta segundos a pedir un taxi. Quince a
ponerse el abrigo. Un segundo a despedirse de su hijo con un beso.
LA DICHA DE VIVIR
Leopoldo Lugones
Argentina
(1874-1938)
Poco
antes de la oración del huerto, un hombre tristísimo que había ido a ver a
Jesús conversaba con Felipe, mientras concluía de orar el Maestro.
-
Yo soy el resucitado de Naim -dijo el hombre-. Antes de mi muerte, me
regocijaba con el vino, holgaba con las mujeres, festejaba con mis amigos,
prodigaba joyas y me recreaba en la música. Hijo único, la fortuna de mi madre
viuda era mía tan solo. Ahora nada de eso puedo; mi vida es un páramo. ¿A qué
debo atribuirlo?
-
Es que cuando el Maestro resucita a alguno, asume todos sus pecados -respondió
el Apóstol-. Es como si aquél volviera a nacer en la pureza del párvulo…
-
Así lo creía y por eso vengo.
-
¿Qué podrías pedirle, habiéndote devuelto la vida?
-
Que me devuelva mis pecados -suspiró el hombre.