Thomas
Piketty (1971) es un economista francés reconocido internacionalmente por sus
trabajos teóricos sobre la desigualdad económica. Nacido en Clichy, estudió
Economía en la École Normale Supérieure de París. En 1993 obtuvo su doctorado
en la parisina École des Hautes Études en Sciences Sociales y en la londinense London
School of Economics con una tesis sobre la teoría de la distribución de la
riqueza, estudio que fue premiado como la mejor tesis del año por la
Association Française de Science Économique. Luego, durante dos años, fue profesor
asistente de Economía en el Massachusetts Institute of Technology de Estados
Unidos, para regresar luego a su país natal e incorporarse como investigador en
el Centre National de la Recherche Scientifique. Más tarde, en el año 2000,
ingresó como director de investigación en la École des Hautes Études en
Sciences Sociales y, en 2006, pasó a la École d'Économie de París como profesor.
Para Piketty, los beneficios de la riqueza crecen en una proporción mucho más
rápida que la economía en su conjunto, y la acumulación de esa riqueza en pocas
manos empuja a las sociedades hacia la oligarquía. Sostiene que la desigualdad no
es un asunto tecnológico o económico sino ideológico y político, y su aumento es
una condición intrínseca del capitalismo. También manifiesta que los gobiernos
tienen la obligación de actuar de forma coordinada para evitar la fuga de
capitales hacia los llamados paraísos fiscales, y propone una serie de medidas
para disminuir la cada vez mayor desigualdad socioeconómica que predomina en el
mundo. Una de sus principales propuestas está vinculada con la progresividad
fiscal, la cual propone alcanzar a través de impuestos a la propiedad, a la
herencia y al ingreso, además de otro tipo de gravámenes a la emisión de
carbono de acuerdo con el tamaño de las industrias. Entre los ensayos de su
autoría cabe mencionarse “Introduction à la théorie de la redistribution des
richesses” (Introducción a la teoría de la redistribución de la riqueza), “L'economie
des inégalités” (La economía de las desigualdades), “Le capital au XXIème
siècle” (El capital en el siglo XXI) y “Capital et idéologíe” (Capital e ideología).
Elogiado por unos, cuestionado por otros, este economista francés se ha convertido
en uno de los autores más influyentes en los círculos políticos y académicos de
buena parte del mundo. Lo que sigue es un resumen editado de las entrevistas
que concediera a Hernán Gómez Bruera y a Nikolaos Gavalakis, publicadas en las
revistas “Este País” (México) y “Nueva Sociedad” (Argentina) en agosto y
diciembre de 2020 respectivamente.
Uno de los principales argumentos de su libro “Capital
e ideología” es que “la desigualdad es una ideología”. La desigualdad no es un
proceso natural, sino que se funda en decisiones políticas. ¿Cómo llegó a esa
conclusión?
En mi
libro, el término “ideología” no tiene una connotación negativa. Todas las
sociedades necesitan la ideología para justificar su nivel de desigualdad o una
determinada visión de lo que es bueno para ellas. No existe ninguna sociedad en
la historia donde los ricos digan “somos ricos, ustedes son pobres, fin del
asunto”. No funcionaría. La sociedad se derrumbaría inmediatamente. Los grupos
dominantes siempre necesitan inventar narrativas más sofisticadas que dicen “somos
más ricos que ustedes, pero en realidad eso es bueno para la organización de la
sociedad en su conjunto, porque les traemos orden y estabilidad”, “les
brindamos una guía espiritual”, en el caso del clero o del Antiguo Régimen, o “aportamos
más innovación, productividad y crecimiento”. Por supuesto, estos argumentos son
claramente interesados, guardan algo de hipocresía. En el libro, investigo la
historia de lo que llamo regímenes de desigualdad, que son sistemas de
justificación de distintos niveles de desigualdad. En la práctica, el cambio
histórico proviene de las ideas e ideologías en pugna y no solo del conflicto
de clases. Existe esta vieja concepción marxista de que la posición de clase
determina por completo nuestra visión del mundo, nuestra ideología y el sistema
económico que deseamos, aunque en verdad es mucho más complejo que eso, porque
para una posición de clase dada existen distintas formas de organizar el
sistema de las relaciones de propiedad, el sistema educativo y el régimen
impositivo. Existe cierta autonomía en la evolución de la ideología y de las
ideas.
Aun así, en las democracias el pueblo decide
colectivamente a través del voto vivir en ese tipo de sociedades desiguales.
¿Por qué?
En primer
lugar, es difícil determinar el nivel exacto de igualdad o desigualdad. La
desigualdad no siempre es mala. La gente puede tener objetivos muy diferentes
en su vida. Algunos valoran mucho el éxito material, mientras que otros tienen
otro tipo de metas. Alcanzar el nivel adecuado de igualdad no es algo sencillo.
Cuando digo que los factores determinantes de la desigualdad son ideológicos y
políticos no quiero decir que deban desaparecer y que mañana tengamos una
igualdad completa. Creo que deberíamos tener un acceso más igualitario a la
propiedad y a la educación y que deberíamos continuar en esa dirección. Hemos
aprendido que la historia es un proceso no lineal. Con el tiempo avanzamos
hacia una mayor igualdad y esto es lo que también ha creado una mayor
prosperidad económica en el siglo XX. Sin embargo, también ha habido reveses.
Por ejemplo, el colapso del comunismo produjo una desilusión sobre la
posibilidad de establecer un sistema económico alternativo al capitalismo, y
esto explica en gran medida el aumento de la desigualdad desde finales de la
década de 1980. Pero hoy día, treinta años más tarde, comenzamos a darnos
cuenta de que tal vez hemos ido demasiado lejos en aquella dirección. Entonces,
comenzamos a repensar cómo cambiar el sistema económico. El nuevo desafío
introducido por el cambio climático y la crisis medioambiental también ha
puesto el foco en la necesidad de cambiar el sistema económico. Se trata de un
complejo proceso en el que las sociedades intentan aprender de sus
experiencias. A veces se olvidan del pasado lejano, reaccionan de manera
exagerada y avanzan demasiado lejos en una dirección. Pero me parece que si
ponemos la experiencia histórica sobre la mesa -y ese es el objetivo del libro-
podemos entender mejor las lecciones y experiencias positivas del pasado.
Usted dice que la desigualdad deriva en
nacionalismos y populismos. En Alemania y en otros países, los partidos de
derecha están en alza. ¿Por qué la derecha suele tener más éxito que la
izquierda?
La
izquierda no se ha esforzado por proponer alternativas. Después de la caída del
comunismo, la izquierda ha atravesado un largo periodo de desilusión y desánimo
que no le ha permitido presentar alternativas para modificar el sistema
económico. El Partido Socialista en Francia o el Partido Socialdemócrata en
Alemania no han intentado realmente cambiar las reglas del juego en Europa
tanto como debieran haberlo hecho. En algún momento aceptaron la idea de que el
libre flujo de capital, la libre circulación de bienes y servicios y la
competencia por los mercados entre países eran suficientes para lograr la
prosperidad y que todos nos beneficiemos de ella. Pero, en cambio, lo que hemos
visto es que esto ha beneficiado principalmente a los sectores con un elevado
capital humano y financiero y a los grupos económicos con mayor movilidad. Los
sectores bajos y medios se sintieron abandonados. También hubo partidos
nacionalistas y xenófobos que propusieron un mensaje muy simple: vamos a
protegerlos con las fronteras del Estado-Nación, vamos a expulsar a los
migrantes, vamos a proteger su identidad como europeos blancos, etc. Por
supuesto, al final esto no va a funcionar. No se reducirá la desigualdad ni se
resolverá el problema del calentamiento global. Pero dado que no existe un
discurso alternativo, una gran parte del electorado se desplazó hacia estos partidos.
Aun así, una gran parte incluso más grande del electorado decidió quedarse en
casa. Simplemente no votan, no debemos olvidar eso. Tenemos un nivel muy
reducido de participación, especialmente entre los grupos socioeconómicos más
bajos, los cuales están a la espera de una plataforma política o una propuesta
concreta que realmente pueda cambiar sus vidas.
En su país natal, Francia, el impuesto al carbono
derivó en la protesta de los “chalecos amarillos”. ¿Cuál fue en este caso el
error de cálculo político?
Para que
los impuestos sobre el carbono sean aceptables, deben ir acompañados de la
justicia tributaria y fiscal. En Francia, el impuesto al carbono solía ser bien
aceptado y se aumentaba año tras año. El problema es que el gobierno de Macron
utilizó los ingresos fiscales del impuesto sobre el carbono para hacer un
enorme recorte de impuestos para el 1% más rico de Francia, suprimiendo el
impuesto sobre la riqueza y la tributación progresiva sobre las rentas del
capital, los intereses y los dividendos. Esto enervó a la gente porque se le
dijo que la medida era para la lucha contra el cambio climático pero, de hecho,
fue sólo para hacer un recorte impositivo a aquellos que financiaron su campaña
política. Así es como se destruye la idea de los impuestos sobre el carbono.
Uno debe ser muy cuidadoso en Alemania porque también puede haber muchos
sentimientos negativos, especialmente en los grupos socioeconómicos más bajos.
Para que un impuesto al carbono funcione, tiene que incluir los costos sociales
y debe ser aceptado por el conjunto de la sociedad.
Algunos creen que las desigualdades son
inevitables, incluso necesarias. ¿Qué les dice usted en este libro a quienes
piensan así? ¿En qué casos las desigualdades son particularmente dañinas para
nuestras sociedades?
Lo que les
diría es que tenemos que observar la evolución de la desigualdad en las
distintas sociedades a lo largo de la historia. Lo que se puede percibir al
hacerlo es que existe una gran variedad de evoluciones a lo largo del tiempo.
En cada periodo histórico hay distintos grupos dominantes que tratan de hacer
parecer la desigualdad como algo natural, como si fuera la única forma posible
de organización social. En realidad, esto no es lo que se observa a lo largo de
la historia. Por el contrario, lo que vemos es que hay una gran diversidad de
formas de organización y que estas pueden cambiar de manera muy rápida,
especialmente cuando se gestan movilizaciones políticas y cambios ideológicos.
En el siglo XX, después de la Gran Depresión, hubo una gran transformación del
sistema tributario con el surgimiento de la progresividad fiscal, incluyendo
una forma muy específica del mismo que se dio entre los años ‘20 y los años ‘70
en los Estados Unidos y que transformó por completo los niveles de desigualdad.
Durante ese periodo se dio el surgimiento de los Estados de bienestar y de la
seguridad social. Lo que a fin de cuentas pretendo demostrar en esta obra es
que, en el largo plazo, esta transformación ha llevado a la reducción de la
desigualdad, en conjunto con la prosperidad económica. El mensaje optimista que
intento dar, a fin de cuentas, es que, en el largo plazo, la prosperidad
económica es resultado de la reducción de la desigualdad y, particularmente, de
la inversión en un sistema educativo relativamente inclusivo e igualitario. Si
observamos algunos de los países más exitosos durante el siglo XX, por ejemplo,
el liderazgo económico de Estados Unidos en gran medida dependía de que este
país era también un líder en el terreno educativo; lo fue al menos hasta épocas
recientes. En los años ’50, el 90% de los estadounidenses cursaba la educación
media superior, en un momento en el que en Europa Occidental y en Japón ese
porcentaje oscilaba entre el 20 y el 30%. Esta es la razón por la que ese país
tenía niveles tan altos de productividad. Podemos ver, por tanto, que el camino
a la prosperidad no estaba en la búsqueda de la desigualdad. Muy por el
contrario, estaba en la búsqueda de mayores niveles de igualdad. En los años ‘80,
sin embargo, Reagan intentó cambiar la narrativa diciendo: “Bueno, Roosevelt,
Kennedy y Johnson llegaron muy lejos con el Estado de Bienestar y la reducción
de la desigualdad. Nosotros vamos a tener más desigualdad, más billonarios”. Se
pensó a partir de entonces que eso era lo que podría generar más empleos y más
innovación. Que de esta manera el ingreso de todos crecería como nunca antes y
en beneficio de todos.
¿Pero qué fue lo que vimos al final?
Al final
esto no fue lo que se logró. Lo que podemos atestiguar es que el crecimiento
económico en los Estados Unidos se redujo a la mitad. Que entre 1990 y 2020 el
país solamente creció 1.1% al año, cuando entre 1950 y 1990 había crecido a una
tasa anual per cápita del 2.2%. Creo que también esa es la razón, en cierta
medida, del cambio ideológico que estamos viendo hoy en los Estados Unidos. Con
el surgimiento del nacionalismo se está intentando encontrar una nueva
narrativa y una nueva explicación de las razones por las que la clase media
estadounidense o los sectores económicos ubicados más abajo no se beneficiaron
del crecimiento que les prometió Reagan. Es por eso que se buscan todo tipo de
explicaciones. Las sociedades intentan reaccionar a los nuevos desafíos que
perciben para cambiar sus visiones sobre la organización de la economía. A
través de mi trabajo lo que intento hacer es proporcionar a los lectores un
sentido amplio de las trayectorias históricas para que puedan formarse su
propio criterio en el futuro. Para mí el enemigo más grande siempre es el nacionalismo,
particularmente el nacionalismo intelectual que vuelve a las naciones reacias a
compararse con otros países.
En su libro usted explica cómo Suecia fue por
mucho tiempo un país extremadamente desigual. Sin embargo, las movilizaciones
políticas transformaron el destino de esa nación. Hoy en día México es una de
las naciones más desiguales en el mundo. ¿Cuáles son los mayores cambios que
deberíamos experimentar para transformar este escenario y qué podemos aprender
de la experiencia sueca?
Como lo
dije antes, las cosas pueden cambiar muy rápido a través de la movilización
política, pero también si somos capaces de aprender de la experiencia de otros
países. El caso de Suecia es particularmente llamativo. En la actualidad
tendemos a ver a esa nación como si viviera en una permanente equidad. Sin
embargo, hasta 1911 este era uno de los países más desiguales de Europa y tenía
un sofisticado sistema electoral, donde los votos se contaban a partir de la
riqueza de las personas. En elecciones municipales entre 1865 y 1911, 80% de la
población no podía votar, mientras que el otro 20% -representado por hombres
adinerados y dueños de propiedades- votaban de acuerdo con su lugar en la
escala social. Su voto valía entre 1 y 100 dependiendo del tamaño de su propiedad.
En varios municipios una sola persona podía aglutinar el 50% de la riqueza, e
incluso las corporaciones tenían el derecho a votar en elecciones municipales.
Un sistema político así sería el sueño de un multimillonario hoy. Sin embargo,
los multimillonarios no pueden plantear directamente una cosa así, por eso
buscan otras formas de influir en el sistema político, como puede ser el
financiamiento a partidos políticos o las fundaciones. En fin, así eran las
cosas en Suecia hasta 1911, hasta que una gran movilización política de la
clase trabajadora, de los sindicatos y de los partidos socialdemócratas
permitió cambiar la situación. Ahí hay una lección para México, pero también
creo que para muchos otros países. Hubo un equilibrio entre una suerte de movilización
de abajo hacia arriba, realizada por los sindicatos y las asociaciones de
trabajadores, junto con una movilización político-electoral que permitió
transformar el sistema económico. En Suecia fue posible impulsar un programa
muy ambicioso para construir servicios públicos universales en materia de
educación, salud y finanzas; un gran sistema de recaudación de impuestos al
ingreso y a la riqueza, así como más derechos laborales en las empresas, algo
que ya había en Alemania después de la Segunda Guerra Mundial. Esto se dio en
un contexto en el que las élites habían sido bastante desacreditadas por la
guerra y la clase trabajadora se encontraba en una buena posición para pedir
cambios sustantivos. El hecho es que, tanto en grandes empresas de Suecia y
Alemania, como en muchos países nórdicos en Europa, los trabajadores
conquistaron un derecho, que aún conservan, a tener hasta un 50% de los votos
en las decisiones de las mesas directivas sin necesidad de aportar capital a la
compañía, y sólo por el hecho de ser trabajadores de la misma. En Suecia,
además, los trabajadores poseen entre el 10 y el 20% de las acciones de la
compañía y los gobiernos locales tiene entre el 10 y el 20% (o a veces hasta la
mitad), lo que significa que pueden modificar la mayoría y tomar el control de
la mesa directiva de la compañía, aun cuando existan accionistas que posean el
70 u 80% del capital de la empresa. Esta es una gran transformación de la
propia noción de propiedad privada basada en la premisa: “una acción, un voto”.
Lo interesante es que este sistema ha sido utilizado en Alemania, Suecia y
Noruega desde los años ‘50, por más de medio siglo, y ha sido muy exitoso al
incentivar un mayor involucramiento de los trabajadores en las estrategias de
largo plazo desplegadas por las distintas compañías. Eso, sin embargo, no se
extendió a otros países. No fue llevado a los Estados Unidos, al Reino Unido o
a Francia porque, de alguna manera, los accionistas lograron resistir la
presión y también porque entre ciudadanos, trabajadores, sindicatos y
dirigentes de partidos políticos no se diseminó la idea de que algo semejante
pudiera realizarse.
En su libro se formulan algunas propuestas muy
interesantes para crear un sistema fiscal más progresivo. Parece que a usted le
gustan mucho los impuestos porque propone impuestos a la propiedad, a la renta,
a las herencias, e incluso a las emisiones de carbono. ¿Cuál sería el propósito
de todos estos impuestos?
Históricamente,
el crecimiento de los países europeos, incluso también de los Estados Unidos,
vino del poder centralizado del Estado y de la recaudación de impuestos que
permitieron invertir en educación, salud e infraestructura pública.
Ciertamente, los impuestos a veces son usados para declarar la guerra,
financiar gastos que no son útiles para promover la prosperidad económica o el
crecimiento. Sin embargo, si los impuestos se utilizan bien pueden ser una
parte importante de un camino al desarrollo más exitoso. No hace falta imitar a
Suecia, cada país debe seguir su propio camino. Sin embargo, una lección
importante es la necesidad de alcanzar un balance en los impuestos a la renta y
a la riqueza. La renta es el total de ingresos que se percibe al año, mientras
que la riqueza es el total de las propiedades y bienes que se poseen.
Históricamente, en el siglo XIX los impuestos se enfocaron en la propiedad
mucho más que en la renta tanto en Europa como en los Estados Unidos. Durante
el Siglo XX, en cambio, el impuesto sobre la renta se volvió más importante. En
el siglo XXI tenemos que enfocarnos en el impuesto a la riqueza mucho más que
en las décadas recientes. Hay dos razones de ello: primero, si no tienes un
registro apropiado de propiedad de bienes y capital resulta muy complicado
tener un sistema fiscal adecuado. Típicamente, cuando se tiene un sector
informal muy grande -como ocurre en países como México-, donde hay pequeñas
empresas, tiendas o negocios que no están registrados ante la autoridad y no se
sabe quién posee determinado comercio o propiedad, es imposible esperar que
vayan a pagar el impuesto sobre la renta o que se pueda construir un sistema de
recaudación tributaria más sofisticado. El pago de impuestos, incluso a una
tasa de impuesto a la propiedad baja, ha sido históricamente muy importante en
todos los países desarrollados para al menos tener la capacidad de conocer lo
que posee cada quién en el país. Si no se sabe lo que cada quien tiene, no hay
mucho que se pueda hacer para desarrollar un sistema de recaudación tributaria
medianamente adecuado. Una vez que esto se sabe ya se puede crear un sistema de
recaudación del impuesto sobre la renta más sólido. En general, esta es una
lección general para todos los impuestos. Se tiene que construir cierto sentido
de justicia, cierto consenso sobre la justicia social y económica si se quiere
inspirar confianza en un Estado, y en el proceso de desarrollo económico debe
haber progresividad en los impuestos.